17 septiembre 2021

El bar de la calle Ibiza

Julio Sánchez Mingo

 


César trabajaba como camarero en un pequeño y castizo bar de la calle Ibiza. En invierno, debido al reducido tamaño del establecimiento, por la mañana servían algún que otro desayuno a fieles parroquianos. Por la tarde, las consabidas cañas que ingieren con aburrimiento los asiduos y solitarios clientes, tan característicos, que pueblan las barras de la ciudad. En primavera, verano y otoño, el panorama cambiaba radicalmente. En el bulevar instalaban una amplia terraza, con mobiliario abanderado por una de las grandes cerveceras. Al atardecer, con buen tiempo, siempre estaba llena. Los fines de semana, y las noches de estío, la demanda de raciones, tapas y bocadillos era tal que el dueño se ponía a los mandos de la diminuta y agobiante cocina, mientras nuestro protagonista, normalmente con uno o dos compañeros más, se afanaba en cruzar la calzada incesantemente para atender el servicio de mesas. Eran muy amables con nosotros y siempre nos completaban el aperitivo de rigor, un cestillo de patatas fritas y almendras, con un par de tapas adicionales. Tras ello, pedíamos, como poco, una de colesterol, un bocadillo de beicon con queso y tomate, con el pan tostadito, que dividíamos en dos porciones exactamente iguales.

Llegó el confinamiento de 2020 y permanecieron cerrados hasta junio. Por prudencia, cuando reabrieron, no acudimos de nuevo a disfrutar de sus especialidades, aunque saludábamos a César en nuestros paseos pandémicos, al encontrárnoslo en el bulevar, siempre atareado. El pasado otoño nos adelantó que cerrarían con los primeros fríos para reformar el local. No supimos nada de él ni de sus compañeros hasta que esta primavera se reinauguró el negocio con la denominación de gastrobar. El mismo concepto hostelero pero con otra imagen y otras formas. Distinta propiedad se trata de inversores que por allí no aparecen, que no están al pie del cañón, nuevos camareros, con mandil ―es la moda―, más jóvenes, guapos y modernos, y un encargado con corbata. Seguramente con empleos más precarios, de alta rotación, sin estabilidad, peor pagados. El mobiliario de imitación mimbre, como si se tratara de una brasserie de París, también está patrocinado. La carta es más reducida y mucho menos variada, y los precios, obviamente, son más altos. Se promocionan en Instagram y admiten reservas, por lo que a las nueve de la noche están completos mientras la mitad de las mesas permanecen vacías. La clientela ya no es mayoritariamente del barrio. Nuevos tiempos en los que creo que nosotros y los demás vecinos de la zona hemos salido perdiendo.

¿Qué ha pasado con César, sus compañeros y su jefe? Con un poco de interés, en un barrio de Madrid, es muy fácil seguirle la pista a alguien. Basta preguntar a las personas adecuadas como porteros, camareros, tenderos o dependientes. Felizmente César está trabajando cerca de su casa, por la Vaguada, y su alter ego en un bar restaurante con terraza, al final de la misma calle Ibiza, frente al Marañón. Su patrono, el propietario del negocio, que también lo era del local gua, disfruta de una merecida jubilación en Galicia. No había vendido el recinto y ahora se lo arrienda a sus actuales ocupantes.

César es uno más de los miles de cocineros y camareros que atestan, al cierre diario de bares y restaurantes, los trenes del metro de Madrid, camino de sus casas en la periferia, agotados, más bien reventados, tras durísimas jornadas de trabajo, que se prolongan desde la mañana hasta la medianoche. Mi reconocimiento a todos ellos.

2 comentarios:

  1. Hermoso relato estimado Julio; gracias por compartir, dar a conocer más del día a día en nuestro entorno.

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  2. Me he sentido trasladado a esa calle en la que también he disfrutado de sus terrazas, incluso viviendo lejos de Madrid. Gracias por el relato.

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