El
torno
Gianluigi
Genovese
Nunca
había querido a esta ciudad, Nápoles. Y era como si ella lo hubiera
percibido, a pesar de que aquí hayan
nacido mi padre, mis hijos, mis abuelos paternos y... quién sabe qué
otro antepasado, porque el conocimiento de mi familia se detiene en
1863.
Quizá
porque nací y viví en una gran ciudad europea, Madrid, con amplios
espacios verdes, donde se respiraba aire imperial, donde todo parecía
en orden y la policía te multaba si tirabas un papel al suelo. Otros
tiempos...
No
me gustaba porque me abrumaba el ruido, la anarquía, la sutil ironía
de su gente que sonríe incluso ante la muerte y la miseria, que
mezcla admirablemente lo sagrado con lo profano. Y su manera de ser,
demasiado populachera. Nunca llegué a adaptarme.
Como
si fuera un ser vivo, la ciudad sabía que no me atraía y, después
de tantos años, como se rechaza a un amante, me dejó marchar rumbo
a otros horizontes.
No
sé por qué, pero pienso en Parténope, una sirena, mitad mujer,
mitad pez, que decidió morir por no haber persuadido a Ulises de
permanecer a su lado, a pesar de su canto seductor. Su cuerpo sin
vida fue arrastrado por las olas del mar hasta la pequeña península
donde hoy está Castel dell'Ovo... El nombre de la naciente ciudad
provenía de esa leyenda.
Parténope
sabía que no la quería y me dejó
marchar...
Pero, ¿de veras su canto de sirena se había acallado?
"Puerta
de embarque A3..."
En
el mostrador de facturación el empleado me devuelve mis documentos
sonriente. Yo estoy feliz, también han admitido mi equipaje de mano
y así podré deambular sin ningún estorbo.
Durante
muchos años mi vida ha sido un continuo salto de un aeropuerto a
otro, de un país a otro. Un demonio interior me incitaba a partir
una y otra vez y peregrinar a nuevos lugares... A veces me preguntaba
si realmente no estaba huyendo de algo o, por el contrario, era la
búsqueda perenne de mi Ítaca.
Hoy
tengo suerte. Tras haber devuelto el coche de alquiler, mientras
avanzaba
por
la larga avenida que lleva
al
terminal, oí la voz de un joven que me perseguía con un objeto en
la mano: "¡Se le ha caído el teléfono!".
Ahí
estaba, mi nuevo iPhone
7
de 1.000 euros en manos de un extraño que, sonriendo, cuestionaba mi
atávica desconfianza.
Mientras
que, incrédulo, le daba las gracias al chico, no podía dejar de
pensar en el robo de otro teléfono similar, que había presenciado
unos días antes en Niza, en mitad de la plaza
Garibaldi. Y en otro móvil desaparecido en Grecia y hallado en
Alemania. Y en otro iPhone sustraido en el parque de El Retiro de
Madrid.
Y
luego dicen que en Nápoles...
Absorto
en mis pensamientos, casi tropiezo con algo que había enganchado con
las piernas. Me percaté de que era una
gatita, una gatita negra que, a hurtadillas, se había detenido a
unos metros de distancia y me miraba directamente a los ojos.
¿Por
qué he dicho gatita y no gatito? Me causó una viva impresión y
pude apreciar la elegancia de sus movimientos y la mirada penetrante
de sus dos bonitos ojos verdes.
Tras
mirarnos, se esfumó en un santiamén.
En
la planta superior, me dirijo lentamente al control de seguridad,
atravesando entre establecimientos de restauración, bonitas tiendas
y el inevitable punto de venta del Napoli, el equipo de la ciudad,
donde cada artículo manifiesta
la ridícula intención de burlarse de los eternos rivales, los de la
Juventus.
La
lenta pero continua transformación de este aeropuerto, lo ha
convertido en uno de los más bonitos de Italia. Pequeño, encajado
en el corazón de la ciudad, es objeto de continuas y acertadas
mejoras. Aterrizar en él, casi tocando los tejados de las casas, es
como hacerlo en un portaaviones.
Después
del striptease,
término con el que me gusta definir el paso de los controles de
seguridad, cruzo la zona de venta de cosméticos, donde observo a una
mujer que, con aire distraído, finge mirar los perfumes caros y
después se pulveriza
con una
muestra gratuita de Chanel n° 5.
Los
aromas del café y el babbà
me envuelven hasta llegar a los grandes ventanales y cómodos
sillones de las zonas de embarque.
Decido
aprovechar la situación, aún faltan dos horas para mi vuelo,
para echarme una
cabezadita. Me acomodo mientras mi mirada se detiene en la publicidad
que recuerda al pasajero que ésta es la tierra del mito y el sueño,
de Pompeya y del Vesubio, el volcán más peligroso del mundo.
Estoy
cansado y cierro los ojos pensando en el verdadero motivo de este
viaje: quería saber algo más sobre mi abuelo Luigi, fallecido unos
meses antes de mi alumbramiento y del que sólo sabía el año de
nacimiento y poca cosa más.
Todo
lo que tengo es una foto de un joven
marinero, guapo,
alto, rubio, con ojos azules, otra más que muestra a un hombre
anciano con los mismos ojos y una carta amarillenta dirigida a mi
padre.
Alguien
de la familia había apuntado, susurrándolo de forma vergonzante,
que en realidad el abuelo había sido
confiado a un
orfanato y que por esta razón no se sabía nada de sus verdaderos
padres. Obviamente, como siempre, habían imaginado orígenes nobles
y de países remotos.
La
Real Casa Santa dell'Annunziata de Nápoles fue durante siglos el
lugar de salvación de miles de
criaturas
abandonadas,
hijas
de la miseria o la deshonra, donde fueron acogidas
por abnegadas monjas y altruistas voluntarios. Gracias a las
donaciones de soberanos y nobles, de nombre y de hecho, se
concedieron privilegios y dotaron fondos para que estos niños
pudieran tener un futuro digno y,
las
niñas, también
una dote.
Casi
setecientos recién nacidos, en su mayoría
féminas,
pasaban cada año por el torno de la institución, alejados para
siempre de los brazos de sus madres, convirtiéndose en
hijos de la Virgen.
Hace
unos meses acudí a la histórica sede de esta noble entidad con la
esperanza de acceder a sus archivos históricos. Cerca de la entrada
vi una abertura rectangular en la fachada exterior del edificio,
clausurada con una pequeña placa de mármol. Una fecha grabada, 27
de junio de 1875, recuerda el día en que fue cerrada
definitivamente.
Por
ese
ventanuco
miles de niños habían sido introducidos en el torno que, al girar,
los había llevado inexorablemente a un destino plagado de
incógnitas.
G. G. |
De
repente, un roce, como la caricia de una pluma, interrumpe mis
pensamientos. Abro bien los ojos y la miro con incredulidad... Ahí
está, la pequeña gatita negra que ahora me observa atentamente,
tumbada en un asiento cercano, con unos ojos verdes que parecen
escudriñar mi alma.
Lo
increíble es que los otros pasajeros parece que no la ven y
permanecen impasibles ante
su presencia.
Lentamente
me levanto e intento acercarme a ella. Se aleja inmediatamente,
mirando hacia atrás con su cola de carbón enhiesta.
No
me doy por vencido y la persigo mientras baja a toda prisa por las
escaleras mecánicas que llevan al piso inferior, donde están las
otras puertas de embarque. Con un ademán altivo y elegante, el
pequeño felino atraviesa el centro comercial y se pierde entre una
multitud indiferente.
Ya
no la veo. Se ha desvanecido en el aire. Afortunadamente hay otros
sillones donde esperar cómodamente la salida del avión.
Ayer
regresé al archivo histórico de la Annunziata. Un empleado muy
amable me había llamado para comunicarme que había encontrado algo
sobre mi abuelo. Fue emocionante cuando me mostró un viejo libro de registro y
me señaló dos breves anotaciones.
31
de julio de 1863.
Luigi Genovesi,
varón, de 22 días de edad, como han declarado, hoy a las
14 horas.
Pelo rubio, ojos azules.
Luigi
Genovesi,
varón de 22 días de
edad, expuesto en
el torno el
31 de julio de 1863. Dado
en cría a
Maria
Carotenuto,
esposa
de Pasquale Pica, cantero, residentes en el municipio de Resina.
Gratis.
5
de agosto de 1863.
Unas
líneas que fueron para mí como un puñetazo en el estómago, porque
dibujaban un nuevo y desconocido panorama que me empujaba a
averiguar, a saber más.
Y
esos dos nombres hasta ahora absolutamente desconocidos
para mí…
¿Quiénes eran esas personas a las que había
sido encomendado mi
abuelo...? ¿Cuál era el sentido de la
palabra
gratis?
Observé
que todos los niños que habían pasado por el torno en esa fecha
tenían el mismo apellido, el mío.
—El
instituto entregaba a los
lactantes
a
nodrizas a
las que pagaba
por
el servicio. La anotación indica que la pareja a la que se había
confiado a
la
criatura no
quería ninguna compensación —me
explicaron.
Mientras
contemplaba fascinado los
viejos
libros, el empleado abrió otro volumen, marcado por el tiempo:
—Mire,
éste es el certificado del párroco y del alcalde de la localidad de
residencia de la pareja de acogida atestiguando que vivían
honestamente de sus actividades cotidianas y que no querían ninguna
retribución económica. Habían perdido un hijo el 31 de julio, el
mismo día en que su abuelo había sido expuesto.
Un
discreto cuchicheo me despierta del letargo en el que me había
sumergido. Son dos mujeres que conversan animadamente
junto a mí.
La más joven, de poco más de treinta años, hermosa y de pelo
largo,
se
dirige a la otra, de pelo corto y negro. Sin quererlo, escucho lo que
dicen:
—Mamá,
tu historia es muy bonita. Incluso me has hecho llorar al leerla.
Estoy segura de que obtendrás el primer premio.
—No
es cierto, cariño. El relato que tú has escrito es mejor. Describe
muy bien el ambiente de este aeropuerto, ¡ganarás tú!.
Obviamente
están hablando de un concurso literario de cuentos con el aeropuerto
como argumento. Me pica la curiosidad, tal vez podría intentarlo yo
también...
Se
levantan y se van sin percatarse de mi presencia. Mientras, cierro
los ojos y pienso en los últimos días transcurridos
en
Nápoles...
Ayer
me detuve de nuevo, unos minutos, frente al torno en que habían
abandonado a mi abuelo, encajado en un gran mueble de madera oscura
apoyado sobre el muro perimetral del edificio.
Al
otro lado de la pared, la calle, llena de gritos, luces y sombras,
amor y odio, dolor y felicidad.
Un
portillo
permitía depositar a los niños sobre la plataforma giratoria.
Emocionado
la acaricié, colocando los brazos
en la abertura, imitando el gesto de poner un pequeño cuerpo... Hice
girar el dispositivo con manos trémulas, descubriendo dos pequeños
agujeros que permitían ver desde el interior.
Un
cantero y una hilandera, mis bisabuelos adoptivos, dos gigantes que
habían derrotado al demonio de la muerte con el ángel del amor.
Ofrecieron la leche destinada a su criatura muerta a un niño
abandonado por su madre. Gratis, porque por amor no se paga.
Ahora
comprendo cuánto debo a esa gente, cuánto debo a esta ciudad que
sabe ser tan amarga y tan dulce... Después de tantos años me invade
un sentimiento de remordimiento por mi rechazo hacia ella.
Esta
tierra es también mi tierra.
De
improviso me despierto sobresaltado. Algo me ha caído en el regazo.
El corazón me late a mil por hora. Es ella... ¡la gatita negra!
Nos
miramos a los ojos, extiendo el brazo, la acaricio lentamente y ella
ronronea relajadamente.
—¿Se
encuentre bien? —Una
señora, de unos 50 años, me
agita mientras
se inclina sobre mí. Es una empleada del aeropuerto, muy guapa, de
pelo negro y dos maravillosos ojos verdes, del mismo color de los de
la gatita... Estrecho su mano entre las mías mientras la cabeza me
da vueltas.
La
miro con
ojos
extraviados. ¿Será un amor a primera vista, algo en lo que nunca he
creido?
Los
altavoces anuncian el embarque inmediato de mi vuelo y me dirijo a la
puerta indicada, donde se ha formado una larga cola de impacientes
viajeros.
Delante
de mí un chaval con una llamativa camiseta del equipo partenopeo
juega con un muñeco de Polichinela... ¡Estamos en Nápoles!
Hoy
no tengo prisa
por irme,
algo ha cambiado en mí.
Mientras
el avión apunta directamente al sol, atravesando las nubes, miro la
ciudad desde las alturas... Una princesa con la cara sucia, a la que
durante muchos años la incuria y hombres deshonestos han
desfigurado. Pero bajo las manchas de tierra y de sol, el rostro de
la bella princesa permanece oculto... Al fondo, el gigante asesino
acecha vigilante.
Soy
consciente de que mis sentimientos
hacia este lugar han cambiado.
Ahora,
también es mi ciudad,
donde
todo es posible, donde, me ilusiona pensar, que
una
sirena, mitad mujer, mitad pez, es capaz de convertirse en una gatita
negra de hermosos ojos verdes,
para recuperar un corazón.
Regresaré,
quiero ver otra vez a esa mujer, quiero saber si es real o si fue el
último canto de sirena para mí. En ese caso, quizá no volveré a
irme, porque mi Ítaca está aquí.
En
el asiento de al lado, el pequeño Polichinela salta en manos del
niño, hace una vistosa pirueta y, girando su rostro enmascarado, me
guiña un ojo. Mientras, en el pasillo,
bajo
una
butaca, asoma la larga cola de una gatita negra.
Relato estupendo... Y esta vez, spes contra spem, la traducción no ha quitado nada al original en italiano... Me atrevo a proponer una hipótesis: el autor domina el italiano y el español en igual medida. Su estructura sintáctica es sintética en las dos lenguas. La labor limae de Julio ha añadido algo más. Al autor mil gracias por la renovada emocion, a Julio no tanto por su supervisión, pero por el blog del cual es padre, vehículo de cultura y de amistad.
ResponderEliminarEs un relato de ponderable musicalidad narrativa, cautivante en su prosa y vibrante en el monólogo interior del protagonista. De inicio a fin mantiene un firme vínculo emocional con el lector. La historia va tomando sesgos fantásticos aderezados con una pizca de melancolía y erotismo.
ResponderEliminarQue precioso relato. No tengo palabras para expresar todo lo que he sentido, no tengo la suerte de saber mas idiomas que el castellano, sera bonito poder leerlo en italiano. Muchas gracias Julio
ResponderEliminarBella narración, a lo largo de la cual el escritor va mostrando detalles llenos de ternura, pinceladas que te llevan a leyendas y despiertan tu curiosidad por lo que va a suceder. De esta forma, la lectura se va enriqueciendo como nuestra vida se enriquece con las vivencias diarias.
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