02 octubre 2020

El torno

Gianluigi Genovese


Nunca había querido a esta ciudad, Nápoles. Y era como si ella lo hubiera percibido, a pesar de que aquí hayan nacido mi padre, mis hijos, mis abuelos paternos y... quién sabe qué otro antepasado, porque el conocimiento de mi familia se detiene en 1863.
Quizá porque nací y viví en una gran ciudad europea, Madrid, con amplios espacios verdes, donde se respiraba aire imperial, donde todo parecía en orden y la policía te multaba si tirabas un papel al suelo. Otros tiempos...
No me gustaba porque me abrumaba el ruido, la anarquía, la sutil ironía de su gente que sonríe incluso ante la muerte y la miseria, que mezcla admirablemente lo sagrado con lo profano. Y su manera de ser, demasiado populachera. Nunca llegué a adaptarme.
Como si fuera un ser vivo, la ciudad sabía que no me atraía y, después de tantos años, como se rechaza a un amante, me dejó marchar rumbo a otros horizontes.
No sé por qué, pero pienso en Parténope, una sirena, mitad mujer, mitad pez, que decidió morir por no haber persuadido a Ulises de permanecer a su lado, a pesar de su canto seductor. Su cuerpo sin vida fue arrastrado por las olas del mar hasta la pequeña península donde hoy está Castel dell'Ovo... El nombre de la naciente ciudad provenía de esa leyenda.
Parténope sabía que no la quería y me dejó marchar... Pero, ¿de veras su canto de sirena se había acallado?

"Puerta de embarque A3..."
En el mostrador de facturación el empleado me devuelve mis documentos sonriente. Yo estoy feliz, también han admitido mi equipaje de mano y así podré deambular sin ningún estorbo.
Durante muchos años mi vida ha sido un continuo salto de un aeropuerto a otro, de un país a otro. Un demonio interior me incitaba a partir una y otra vez y peregrinar a nuevos lugares... A veces me preguntaba si realmente no estaba huyendo de algo o, por el contrario, era la búsqueda perenne de mi Ítaca.
Hoy tengo suerte. Tras haber devuelto el coche de alquiler, mientras avanzaba por la larga avenida que lleva al terminal, oí la voz de un joven que me perseguía con un objeto en la mano: "¡Se le ha caído el teléfono!".
Ahí estaba, mi nuevo iPhone 7 de 1.000 euros en manos de un extraño que, sonriendo, cuestionaba mi atávica desconfianza.
Mientras que, incrédulo, le daba las gracias al chico, no podía dejar de pensar en el robo de otro teléfono similar, que había presenciado unos días antes en Niza, en mitad de la plaza Garibaldi. Y en otro móvil desaparecido en Grecia y hallado en Alemania. Y en otro iPhone sustraido en el parque de El Retiro de Madrid.
Y luego dicen que en Nápoles...

Absorto en mis pensamientos, casi tropiezo con algo que había enganchado con las piernas. Me percaté de que era una gatita, una gatita negra que, a hurtadillas, se había detenido a unos metros de distancia y me miraba directamente a los ojos.
¿Por qué he dicho gatita y no gatito? Me causó una viva impresión y pude apreciar la elegancia de sus movimientos y la mirada penetrante de sus dos bonitos ojos verdes.
Tras mirarnos, se esfumó en un santiamén.

En la planta superior, me dirijo lentamente al control de seguridad, atravesando entre establecimientos de restauración, bonitas tiendas y el inevitable punto de venta del Napoli, el equipo de la ciudad, donde cada artículo manifiesta la ridícula intención de burlarse de los eternos rivales, los de la Juventus.
La lenta pero continua transformación de este aeropuerto, lo ha convertido en uno de los más bonitos de Italia. Pequeño, encajado en el corazón de la ciudad, es objeto de continuas y acertadas mejoras. Aterrizar en él, casi tocando los tejados de las casas, es como hacerlo en un portaaviones.
Después del striptease, término con el que me gusta definir el paso de los controles de seguridad, cruzo la zona de venta de cosméticos, donde observo a una mujer que, con aire distraído, finge mirar los perfumes caros y después se pulveriza con una muestra gratuita de Chanel n° 5.
Los aromas del café y el babbà me envuelven hasta llegar a los grandes ventanales y cómodos sillones de las zonas de embarque.
Decido aprovechar la situación, aún faltan dos horas para mi vuelo, para echarme una cabezadita. Me acomodo mientras mi mirada se detiene en la publicidad que recuerda al pasajero que ésta es la tierra del mito y el sueño, de Pompeya y del Vesubio, el volcán más peligroso del mundo.

Estoy cansado y cierro los ojos pensando en el verdadero motivo de este viaje: quería saber algo más sobre mi abuelo Luigi, fallecido unos meses antes de mi alumbramiento y del que sólo sabía el año de nacimiento y poca cosa más.
Todo lo que tengo es una foto de un joven marinero, guapo, alto, rubio, con ojos azules, otra más que muestra a un hombre anciano con los mismos ojos y una carta amarillenta dirigida a mi padre.

 
Alguien de la familia había apuntado, susurrándolo de forma vergonzante, que en realidad el abuelo había sido confiado a un orfanato y que por esta razón no se sabía nada de sus verdaderos padres. Obviamente, como siempre, habían imaginado orígenes nobles y de países remotos.

La Real Casa Santa dell'Annunziata de Nápoles fue durante siglos el lugar de salvación de miles de criaturas abandonadas, hijas de la miseria o la deshonra, donde fueron acogidas por abnegadas monjas y altruistas voluntarios. Gracias a las donaciones de soberanos y nobles, de nombre y de hecho, se concedieron privilegios y dotaron fondos para que estos niños pudieran tener un futuro digno y, las niñas, también una dote.
Casi setecientos recién nacidos, en su mayoría féminas, pasaban cada año por el torno de la institución, alejados para siempre de los brazos de sus madres, convirtiéndose en hijos de la Virgen.
Hace unos meses acudí a la histórica sede de esta noble entidad con la esperanza de acceder a sus archivos históricos. Cerca de la entrada vi una abertura rectangular en la fachada exterior del edificio, clausurada con una pequeña placa de mármol. Una fecha grabada, 27 de junio de 1875, recuerda el día en que fue cerrada definitivamente.
Por ese ventanuco miles de niños habían sido introducidos en el torno que, al girar, los había llevado inexorablemente a un destino plagado de incógnitas.

G. G.

De repente, un roce, como la caricia de una pluma, interrumpe mis pensamientos. Abro bien los ojos y la miro con incredulidad... Ahí está, la pequeña gatita negra que ahora me observa atentamente, tumbada en un asiento cercano, con unos ojos verdes que parecen escudriñar mi alma.
Lo increíble es que los otros pasajeros parece que no la ven y permanecen impasibles ante su presencia.
Lentamente me levanto e intento acercarme a ella. Se aleja inmediatamente, mirando hacia atrás con su cola de carbón enhiesta.
No me doy por vencido y la persigo mientras baja a toda prisa por las escaleras mecánicas que llevan al piso inferior, donde están las otras puertas de embarque. Con un ademán altivo y elegante, el pequeño felino atraviesa el centro comercial y se pierde entre una multitud indiferente.
Ya no la veo. Se ha desvanecido en el aire. Afortunadamente hay otros sillones donde esperar cómodamente la salida del avión.

Ayer regresé al archivo histórico de la Annunziata. Un empleado muy amable me había llamado para comunicarme que había encontrado algo sobre mi abuelo. Fue emocionante cuando me mostró un viejo libro de registro y me señaló dos breves anotaciones.

31 de julio de 1863. Luigi Genovesi, varón, de 22 días de edad, como han declarado, hoy a las 14 horas. Pelo rubio, ojos azules.


Luigi Genovesi, varón de 22 días de edad, expuesto en el torno el 31 de julio de 1863. Dado en cría a Maria Carotenuto, esposa de Pasquale Pica, cantero, residentes en el municipio de Resina. Gratis. 5 de agosto de 1863.

 
Unas líneas que fueron para mí como un puñetazo en el estómago, porque dibujaban un nuevo y desconocido panorama que me empujaba a averiguar, a saber más.
Y esos dos nombres hasta ahora absolutamente desconocidos para mí… ¿Quiénes eran esas personas a las que había sido encomendado mi abuelo...? ¿Cuál era el sentido de la palabra gratis?
Observé que todos los niños que habían pasado por el torno en esa fecha tenían el mismo apellido, el mío.
El instituto entregaba a los lactantes a nodrizas a las que pagaba por el servicio. La anotación indica que la pareja a la que se había confiado a la criatura no quería ninguna compensación —me explicaron.
Mientras contemplaba fascinado los viejos libros, el empleado abrió otro volumen, marcado por el tiempo:
Mire, éste es el certificado del párroco y del alcalde de la localidad de residencia de la pareja de acogida atestiguando que vivían honestamente de sus actividades cotidianas y que no querían ninguna retribución económica. Habían perdido un hijo el 31 de julio, el mismo día en que su abuelo había sido expuesto.


 
Un discreto cuchicheo me despierta del letargo en el que me había sumergido. Son dos mujeres que conversan animadamente junto a mí. La más joven, de poco más de treinta años, hermosa y de pelo largo, se dirige a la otra, de pelo corto y negro. Sin quererlo, escucho lo que dicen:
Mamá, tu historia es muy bonita. Incluso me has hecho llorar al leerla. Estoy segura de que obtendrás el primer premio.
No es cierto, cariño. El relato que tú has escrito es mejor. Describe muy bien el ambiente de este aeropuerto, ¡ganarás tú!.
Obviamente están hablando de un concurso literario de cuentos con el aeropuerto como argumento. Me pica la curiosidad, tal vez podría intentarlo yo también...
Se levantan y se van sin percatarse de mi presencia. Mientras, cierro los ojos y pienso en los últimos días transcurridos en Nápoles...

Ayer me detuve de nuevo, unos minutos, frente al torno en que habían abandonado a mi abuelo, encajado en un gran mueble de madera oscura apoyado sobre el muro perimetral del edificio.
Al otro lado de la pared, la calle, llena de gritos, luces y sombras, amor y odio, dolor y felicidad.
Un portillo permitía depositar a los niños sobre la plataforma giratoria. Emocionado la acaricié, colocando los brazos en la abertura, imitando el gesto de poner un pequeño cuerpo... Hice girar el dispositivo con manos trémulas, descubriendo dos pequeños agujeros que permitían ver desde el interior.
Un cantero y una hilandera, mis bisabuelos adoptivos, dos gigantes que habían derrotado al demonio de la muerte con el ángel del amor. Ofrecieron la leche destinada a su criatura muerta a un niño abandonado por su madre. Gratis, porque por amor no se paga.
Ahora comprendo cuánto debo a esa gente, cuánto debo a esta ciudad que sabe ser tan amarga y tan dulce... Después de tantos años me invade un sentimiento de remordimiento por mi rechazo hacia ella.
Esta tierra es también mi tierra.

De improviso me despierto sobresaltado. Algo me ha caído en el regazo. El corazón me late a mil por hora. Es ella... ¡la gatita negra!
Nos miramos a los ojos, extiendo el brazo, la acaricio lentamente y ella ronronea relajadamente.
¿Se encuentre bien? Una señora, de unos 50 años, me agita mientras se inclina sobre mí. Es una empleada del aeropuerto, muy guapa, de pelo negro y dos maravillosos ojos verdes, del mismo color de los de la gatita... Estrecho su mano entre las mías mientras la cabeza me da vueltas.
La miro con ojos extraviados. ¿Será un amor a primera vista, algo en lo que nunca he creido?
Los altavoces anuncian el embarque inmediato de mi vuelo y me dirijo a la puerta indicada, donde se ha formado una larga cola de impacientes viajeros.
Delante de mí un chaval con una llamativa camiseta del equipo partenopeo juega con un muñeco de Polichinela... ¡Estamos en Nápoles!
Hoy no tengo prisa por irme, algo ha cambiado en mí.
Mientras el avión apunta directamente al sol, atravesando las nubes, miro la ciudad desde las alturas... Una princesa con la cara sucia, a la que durante muchos años la incuria y hombres deshonestos han desfigurado. Pero bajo las manchas de tierra y de sol, el rostro de la bella princesa permanece oculto... Al fondo, el gigante asesino acecha vigilante.
Soy consciente de que mis sentimientos hacia este lugar han cambiado. Ahora, también es mi ciudad, donde todo es posible, donde, me ilusiona pensar, que una sirena, mitad mujer, mitad pez, es capaz de convertirse en una gatita negra de hermosos ojos verdes, para recuperar un corazón.
Regresaré, quiero ver otra vez a esa mujer, quiero saber si es real o si fue el último canto de sirena para mí. En ese caso, quizá no volveré a irme, porque mi Ítaca está aquí.
En el asiento de al lado, el pequeño Polichinela salta en manos del niño, hace una vistosa pirueta y, girando su rostro enmascarado, me guiña un ojo. Mientras, en el pasillo, bajo una butaca, asoma la larga cola de una gatita negra.


4 comentarios:

  1. Relato estupendo... Y esta vez, spes contra spem, la traducción no ha quitado nada al original en italiano... Me atrevo a proponer una hipótesis: el autor domina el italiano y el español en igual medida. Su estructura sintáctica es sintética en las dos lenguas. La labor limae de Julio ha añadido algo más. Al autor mil gracias por la renovada emocion, a Julio no tanto por su supervisión, pero por el blog del cual es padre, vehículo de cultura y de amistad.

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  2. Es un relato de ponderable musicalidad narrativa, cautivante en su prosa y vibrante en el monólogo interior del protagonista. De inicio a fin mantiene un firme vínculo emocional con el lector. La historia va tomando sesgos fantásticos aderezados con una pizca de melancolía y erotismo.

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  3. Que precioso relato. No tengo palabras para expresar todo lo que he sentido, no tengo la suerte de saber mas idiomas que el castellano, sera bonito poder leerlo en italiano. Muchas gracias Julio

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  4. Bella narración, a lo largo de la cual el escritor va mostrando detalles llenos de ternura, pinceladas que te llevan a leyendas y despiertan tu curiosidad por lo que va a suceder. De esta forma, la lectura se va enriqueciendo como nuestra vida se enriquece con las vivencias diarias.

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