23 octubre 2020

 La presa

 Jesús Ramos Alonso

 

 

Es alto y fuerte. Su rostro, de gruesos labios, parece esculpido en ébano. No sabemos nada de él pues no conoce nuestro idioma, pero puede que se llame Abdul o Mohamed, ¿por qué no?

El color de su piel nos invita a imaginarlo con los pies descalzos y el torso desnudo y brillante en algún lugar de África. Algún lugar donde la naturaleza sea fiera, el aire limpio y la vegetación feraz. Pero Abdul o Mohamed viste un chándal ajado y unas deportivas desparejadas, y la esquina en que le vemos cada día no está en la sabana, sino que es un cruce de avenidas en una jungla de cemento, un paisaje opresivo bajo un cielo sucio y contaminado, donde no se escucha el rugido del león, ni pastan los búfalos, ni las cambiantes tonalidades del cielo te emborrachan al atardecer.

Su única arma es una gorra roja, propaganda del mayor banco del país, aunque su mirada altiva no nos hace pensar en un mendigo sino, por ejemplo, en un cazador masái empuñando una lanza con el brazo en tensión, oculto tras unos matorrales, al acecho de una gacela desprevenida que pace, ajena a su ineluctable destino.

Abdul o Mohamed llega a su esquina al amanecer. Cuando en la calle no quedan más que los borrachos, no regresa a su poblado caminando orgulloso con la pieza cobrada sobre los hombros, mientras los niños saltan a su alrededor; ni tampoco se sienta junto al fuego a compartir con los suyos la carne suculenta; ni se guarece después, satisfecho, en una choza de barro y paja. No: cuando oscurece, Abdul o Mohamed se pierde sombrío en una boca de metro mientras cuenta las pocas monedas de su gorra y pasa la noche en un cuarto frio y estrecho, con las paredes ennegrecidas por el humo y un hornillo en un rincón, donde se amontonan raídas colchonetas en las que dormitan otros Abdul o Mohamed.

Al abrirse el primer semáforo comienza su performance. Una oleada humana inunda impetuosa la calzada y se amontona en el triángulo de cemento que separa las dos avenidas; una isla donde la muchedumbre espera que se abra el segundo semáforo y donde Abdul o Mohamed, como un derviche vestido para hacer footing, da vueltas sobre sí mismo al son de un cántico ritual que él mismo entona; unos sonidos emitidos sin esfuerzo, automáticamente, pues han sido repetidos generación tras generación. Con la mirada perdida y la mente muy lejos, fuera de ese cuerpo que se mueve con torpeza, no presta atención a los hombres y mujeres que pasan por su lado ensimismados, sin advertir su presencia, mientras piensan en el monótono trabajo que les espera o en la hipoteca que no saben si podrán pagar. Solo unos pocos se vuelven, contemplan con desgana el espectáculo y, casi sin detenerse, arrojan en la gorra unos céntimos que les abultan en el bolsillo. Quizá, en ese compás de espera en que la vida parece detenerse entre semáforo y semáforo, se vea a sí mismo retornando a su patria, victorioso, con las manos llenas de monedas.

Cuando se abre el segundo semáforo, la isla urbana se vacía de los que se van para volver a llenarse con los que vienen. Como el pescador que echa su red, Abdul o Mohamed repite su número una y otra vez hasta que, de pronto, en una de las oleadas, en medio del océano tumultuoso del gentío, surgen dos figuras amenazantes que él no ve porque está bebiendo de una botella de plástico con la etiqueta medio despegada. Los dos policías avanzan al mismo paso que el resto. Al llegar a su altura se detienen. Uno llama por teléfono; el otro, mientras desenfunda la porra reglamentaria, le toca en el hombro y le pide la documentación. Él no responde, solo gesticula, no entiende lo que le dicen, no tiene papeles, está desconcertado, con el cuerpo tenso, el sudor empapándole la camiseta, mirando a un lado y a otro buscando un hueco por donde huir. Pero un cerco de ojos y el zumbido de una sirena, que se aproxima por una de las avenidas, le bloquean toda escapatoria.

 


 

 

4 comentarios:

  1. El corazón en un puño.
    A la desesperanza que provoca la situación que vivimos, se suma la angustia por esos Abdul o Mohamed, tal vez altos y fuertes pero mucho más frágiles que nosotros.

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  2. Que realidad mas cruda para estas personas, que han llegado hasta aqui despues de arriesgar sus vidas huyendo de sus paraisos terrenales cubiertos de hambre. Realismo, me deja con el aliento retenido un instante largo. Gracias por abrirme un poquito los ojos, que a veces los cierro mientras echo unas monedas en la gorrilla del hombre africano que espera en la puerta del supermercado, y un solo instante mi conciencia grita, pero mi boca cierra.

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  3. Una realidad diaria a la que la mayoría se siente ajena. Todo lo que podamos ayudar, es poco.

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  4. Una realidad muy presente hoy en día. A cuándo llega el día en que deje de ser realidad y presente y sólo podamos encontrarla en relatos como este.

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