Primer
premio del XXV
Concurso Literario Policía de Albacete,
patrocinado por la Fundación Globalcaja
Crónicas
de un gratuito
José
Luis Chaparro
A
la vida.
La
única de las guerras que estamos destinados a perder
aunque
le hayamos ganado todas las batallas
¿Huir
de los recuerdos? No. ¿Por qué? Y sobre todo… ¿para qué? La
memoria es una función del cerebro que permite al organismo
codificar, almacenar y recuperar la información del pasado... o eso
dicen.
Sevilla,
1963. Una hermosa mujer lleva de la mano un niño de cuatro años,
por una calle de Sevilla. Es el mayor de sus tres hijos y se dirige
al Colegio de los Padres Escolapios. Allí un sacerdote la espera a
las cuatro de la tarde, para decidir si el niño reúne las
condiciones necesarias para ingresar en el centro.
La
madre y el niño atraviesan el arco de entrada y acceden a un cuidado
jardín con arriates cubiertos de flores, donde un cura que se
encuentra sentado se pone de pié para recibirlos y extiende su mano.
Rosa ¿y…?, pregunta el cura. José Luis, añade mi madre.
El
cura sacó de su bolsillo un pequeño trozo de papel de periódico
muy arrugado, intentó alisarlo un poco tirando de los extremos con
sus dedos y aplastándolo con la palma de su mano, me lo entregó
diciendo: «a ver... lee».
Comencé
a leer a toda velocidad aquello que ponía en el papel y que no
entendía, mientras pude observar que el cura, sin poder disimular su
sorpresa, miraba a madre.
—Bien
—dijo interrumpiendo mi lectura, mientras me arrebataba el papel—
lees muy bien para tu edad y creo que estarás con nosotros el curso
que viene.
Se
despidió de mi madre, me tocó la cabeza y me dijo: «Hasta pronto
chaval».
Nos
dirigimos a la salida, atravesando el cuidado jardín con arriates
cubiertos de flores. Lo que yo no sabía es que nunca más volvería
a ver ese jardín, al menos desde su interior, a pesar de permanecer
en el colegio hasta los trece años.
Sevilla,
2004. Sentado en la sala de espera de urgencias de la clínica
Sagrado Corazón, observo a un anciano que se encuentra frente a mí.
No puedo apartar mi vista de él, cuando de pronto un nombre me
asalta la mente: don Secundino. ¿Por qué? Un impulso hizo que me
levantara de pronto y ocupara un asiento vacío a su lado. El anciano
se sorprendió pero no dijo nada. Yo sí.
—Perdone....
¿es usted don Secundino?
Me
miró muy sorprendido y girando la cabeza me respondió.
—Hacía
una eternidad que nadie me llamaba así. Desde que me jubilé y dejé
de dar clases, en el año 74.
—Yo
fui alumno suyo. Le recuerdo como si fuera ayer, de Los Escolapios.
El
anciano se sorprendió aún más y exclamó,
—De
eso hace más de cuarenta años... ¿Cómo es posible que puedas
recordarme?
—Tal
vez porque usted no era cura y por más cosas; por su seriedad, por
su forma de hablar y sobre todo por su paciencia. También creo que
usted nunca llegó a castigarme.
Esbozó
una sonrisa, pero se notaba que le faltaba práctica.
Un
gran número de niños se agolpa en la entrada. Es una minúscula
puerta metálica, en un antiguo y desconchado muro de varios metros
de altura, junto a la iglesia de los Terceros al principio de la
calle Sol. No había arco de entrada ni cuidado jardín con arriates
cubiertos de flores. Lo que se descubre tras la puerta es un patio de
arena, para los 250 alumnos que no pagan. «Gratuitos» decían
ellos, «pobres desgraciados», digo yo.
—Este
es vuestro patio del recreo. Estas son vuestras clases. Esta es
vuestra parte del colegio...
Dos
mundos. La entrada de Ponce de León era un continuo trasiego de
niños apeándose de coches, o que se soltaban de la mano de madres
elegantes, para introducirse a la carrera en el colegio a través del
arco de entrada y atravesando el cuidado jardín con arriates
cubiertos de flores. Mientras por la entrada de la calle Sol, niños
gratuitos solos o niños gratuitos con madres de andares tristes, que
seguían desde lejos la gran batalla por alcanzar el interior del
colegio a través de la minúscula puerta metálica. Se abría a la
hora en punto y se cerraba también en punto con precisión
milimétrica. El niño que quedaba fuera, volvería a su casa y se
acabó. En realidad perdería el tiempo de otra forma diferente.
Dieciséis
metros cuadrados de vivienda alquilada, para un matrimonio con tres
hijos pequeños. Con acceso a un patio comunitario, dos grifos
comunitarios en una pila comunitaria para lavar la ropa que se tendía
en una terraza comunitaria. Los servicios/duchas, comunitarios eso
sí, con agua fría también comunitaria.
El
agua calentada al sol en un baño de zinc durante horas, era
hereditaria de menor a mayor. Primero la niña chica, después la
mediana y luego yo. A elegir entre piojos y resfriados, o ambas cosas
a la vez. Un armario grande para todos, ocupaba una de las paredes.
La cama de matrimonio casi el resto de la habitación. Cuando llovía,
los niños se sentaban en el borde de la cama. ¿Televisión? La de
la vecina por la ventana y a través de las juntas de la persiana. No
se oía la voz, pero se intuía lo que ocurría por la expresión de
las caras. Blanco y negro en las imágenes y blanco y negro en la
vida.
Después
de que unos zapatos negros fueran pisando el suelo mojado de una
calle cualquiera, en una lluviosa noche de invierno, la pregunta
escrita: «¿Es usted el asesino?» y un dedo índice acusador,
apuntaba al espectador. Era el momento de ir a dormir.
—¡¡Vamos,
a formar!!
El
patio del colegio lleno de niños con el brazo alzado para cantar el
«Cara al Sol», era todo un poema. ¡Con la camisa nueva! ¿Qué
camisa nueva...? ¡Yo no tengo camisas nuevas!
Filas
e hileras perfectas para niños con disciplina, pero sin formación
militar, con sacerdotes/sargentos en actitud vigilante.
Si
no cantabas, colleja. Si te movías, colleja. Si te reías de la
colleja ajena, colleja para ti también. Si sólo movías la boca,
colleja. Si cantabas otra letra o sólo movías la boca porque no te
la sabías, no te acordabas o no te apetecía cantar, colleja y si
movías la otra mano para rascarte el cuello, otra colleja.
A
los niños no se les debe exigir comportamientos de adulto, pero eso
no valía con los curas de los Escolapios. Los libros de psicología
no debían existir por entonces. El gratuito no debía comportarse
como un niño, porque se arriesgaba a los más horribles tormentos,
como por ejemplo no pisar jamás el Cielo, el cual, además, debía
haberse ganado antes con especial ahínco por ser de origen humilde.
Si
veíamos un cura a lo lejos debíamos correr como pollos sin cabeza a
besar el anillo de su mano, bajo pena de recibir el castigo de ser
elevado a las alturas por medio de un tirón vertical y hacia arriba
de su patilla derecha o izquierda, según el caso, tal vez para
acercarnos más a Dios.
Si
coincidías con los otros, lo más normal, debías empujar para ser
el primero. No valía disimular, no valía esconderse, no valía ni
siquiera el argumento verdadero de no haber advertido su presencia.
El castigo te hacía comprender que podías llegar a ser alguien
grande, aunque sólo fuera poniéndote de puntillas para evitar una
parte ínfima del dolor. Después, la certeza de que tus padres se
enterarían.
Los
curas ignoraban el principio non
bis in ídem.
Ellos te juzgaban y te condenaban, provocaban el disgusto de tus
padres con el consiguiente castigo paterno, además de amenazarte con
que Dios todo lo sabe. Con lo cual, futuro castigo divino también.
La
asistencia a misa era obligatoria los domingos o los sábados. En la
Iglesia de los Terceros, o en cualquier otra, justificando la
asistencia a otra iglesia por medio de un papelito con el sello de la
iglesia correspondiente. De ahí que nacieran los traficantes
infantiles de sellitos de iglesias. El lunes aparecían siempre los
mismos con un taquito de papelitos sellados. Los que no habían ido a
misa podían conseguirlo mediante algún trueque. Canicas, estampas o
cualquier otra cosa de un universo inimaginable de monedas de cambio.
Todo ello para no caer en el destierro eterno de la gloria divina.
Parece ser que Dios pasaba lista.
Con
siete años, durante las misas, me entretenía en decir la parte del
cura, en lugar de la de los feligreses. Pensaba que tenía más
mérito hacerlo sin ser cura. Me imaginaba que yo decía la misa y
los otros me contestaban.
El
día que uno de los curas se percató de que uno de los niños
lanzaba bolitas de papel masticado, con el tubo de un bolígrafo, le
castigó con veinte tablas.
—¿Qué
son las tablas? —pregunté a uno de mis compañeros.
—Ya
te enterarás, —fue su respuesta.
Y
así fue. Me enteré y pronto. Apareció de repente. El pasillo era
largo, pero cuando vine a darme cuenta lo tenía encima. El padre
Millán y su amenazante mano anillada. Me agarró de la patilla
derecha y tiró hacia arriba. Comencé a elevarme cada vez más,
hasta quedar apoyado sobre las uñas de los dedos de los pies. Pero
no grité, a pesar del dolor. Eso debió escocerle y airado gritó,
—¡¡Cincuenta
tablas el lunes!!
Entonces
supe que las tablas no eran las que Moisés bajó del monte.
El
castigo era original a la vez que didáctico. Consistía en escribir
la tabla de multiplicar del 1, la del 2, la del 3 y así hasta la del
10. Eso era una tabla. Es decir, el fin de semana entero escribiendo
números.
Por
eso surgieron los traficantes infantiles de tablas. Poco a poco,
escribían tablas mientras no tenían otra cosa mejor que hacer o
habían terminado su propio castigo. Cada transacción de tablas
suponía la entrega del bolígrafo correspondiente, que debía
portarse con disimulo al entregar el castigo, por si el profesor
quería comprobar si las había hecho el castigado con su propio
bolígrafo. Además, las tablas de calidad se hacían con números
fáciles de imitar por cualquiera. Se pagaban caras.
Había
castigos que no eran nada originales ni nada didácticos, pero sí
crueles. La regla milimetrada de madera que impactaba sobre la
pequeña palma de la mano, el tiempo de meditación mirando al rincón
con libros sobre los brazos extendidos, la expulsión de clase para
permanecer en el pasillo, con la consiguiente condena a besar
multitud de manos anilladas y otros de similar naturaleza, según la
fecunda imaginación del personal docente...
El
patio de recreo era de arena. Si llovía no podía pisarse para no
ensuciar las galerías y las clases. Además corrías el riesgo de
coger un resfriado histórico. Si por el contrario hacía sol, podías
sufrir una insolación, en el caso de que se te ocurriera darle
patadas a un balón. También si rozabas con la pared alguna parte
del cuerpo mientras corrías, tenías herida asegurada. Por cierto,
un día pregunté por qué los balones que nos daban para jugar
estaban rotos y nunca nos entregaban uno que estuviera bien, aunque
fuese usado.
La
respuesta era bien sencilla. Eran balones heredados. Los nuevos los
usaban «los de pago». Cuando ya estaban casi inservibles, se los
recogían y les entregaban uno nuevo y el viejo quedaba almacenado
para cuando los gratuitos pidieran uno porque el que tenían ya se
encontraba deshecho.
—¡Toma!
¡El único que queda ya!
Esa
era la frase que sentenciaba.
Cuando
conocí a D. Secundino, me pareció un hombre bastante mayor,
teniendo en cuenta que yo podía tener cuatro años. Cuando le
reconocí en la clínica, también me pareció muy mayor, pero no con
cuarenta años más que cuando era profesor.
¿Que
si se conservaba bien? No. Es que ya parecía viejo cuando aún era
joven. Era imponente y causaba un gran respeto. Siempre lo relacioné
con la palabra «metralla». Creo que una vez contó en clase para
evitar las risitas que su forma característica de andar se debía a
unas lesiones antiguas producidas durante la guerra civil, por efecto
de la metralla.
La
verdad es que no sé si lo contó él, lo contó otra persona o es
que yo lo imaginé.
—Eres
un gran fisonomista y tienes una memoria sorprendente, —dijo D.
Secundino en la clínica—. Ni te imaginas lo que siente un profesor
cuando un alumno le recuerda después de tanto tiempo —añadió—.
Siento decirte que yo no te recuerdo. Espero que lo comprendas.
¿Puedo preguntarte a qué te dedicas?
—Soy
policía —respondí.
—¡Vaya!,
escogiste bien entonces. Seguro que eres bueno en tu profesión.
—Creo que sí —le dije, mientras me despedía estrechando su
mano.
El
día que murió uno de los curas, los niños fuimos obligados a
presentar los respetos al difunto. Colocaron al pobre hombre encina
de una mesa, dentro del féretro y fuimos pasando en fila de a uno
por su lado. Era una habitación a oscuras con las ventanas cerradas
e iluminada por velas. Estaba un poco alto y yo solo alcancé a ver
una nariz muy grande y blanca en exceso, que sobresalía por encima y
cuya sombra se proyectaba en la pared. Creo que nunca supe el nombre
del difunto, ni falta que me ha hecho, pero la visión de su nariz me
acompañó durante varias noches. Era mi primer cadáver. Después he
visto más, pero eso es otra historia...
Se
corrió la voz de que unos representantes del Sevilla F. C. vendrían
al colegio para ver jugar a los niños. Cabía la posibilidad de que
alguno fuera seleccionado y con ello, pasar a formar parte de lo que
ahora conocemos como «cantera». Cierto que vinieron, pero no
pasaron por las catacumbas. Se limitaron a observar a los de la parte
bonita del colegio.
Cuando
nos enteramos los gratuitos, ya era tarde. De nuevo el colegio
escondió sus vergüenzas y enseñó su parte más noble. Nada de
niños desaliñados, hijos de padres pobres que no tenían donde
caerse muertos. Bueno sí. En realidad, eso era lo único que tenían.
Donde caerse muertos.
Sevilla
1969. Tiempo atrás una enfermedad mental de mi padre, lo había
dejado ausente de la realidad e ingresó en Miraflores. Era un
sanatorio psiquiátrico, pero me consta que ninguno de los internos
sanó nunca. Los domingos lo visitábamos y pasábamos el día. Pero
poco a poco fuimos notando que lo sacábamos de su mundo, de su
rutina. Mi madre cargó con sus cuatro hijos. Las visitas se fueron
distanciando.
Nos
mudamos a un piso de alquiler en Triana. Era como un palacio de
cincuenta metros cuadrados. Dos dormitorios, salón cocina, baño y
terraza, desde podía verse casi toda la calle Castilla.
Era
la cuarta y última planta del edificio, lo que en Sevilla significa
mucho calor en verano y bastante frío en invierno. A pesar de no
tener ascensor, para nosotros era todo un lujo. Muchas cosas dejaron
de ser tan «comunitarias». Empezamos a ver y oír el televisor, sin
persiana de por medio y para entonces no recuerdo que nos preguntara
nadie sí nosotros éramos los asesinos, por lo que la hora de ir a
dormir se retrasó un poco. No mucho.
De
vuelta a casa de mi abuela María, en La Alameda, donde me esperaba
mi madre, me detenía siempre frente al escaparate de una tienda de
bicicletas en La Campana. Una hermosa bicicleta de carreras de color
azul centraba toda mi atención. «Motobécane» podía leerse en el
cuadro. En una etiqueta de papel que colgaba del manillar, también
podía leerse con claridad «4000 pts.». Las cuentas eran claras. Si
el billete de ida y vuelta al colegio costaba 4 pesetas, debería que
ir al colegio andando mil veces y volver otras mil y tendría
suficiente dinero para comprarla. Pero algo me decía que esa
bicicleta no estaría esperándome allí seis o siete años más
tarde. Así que me decidí por el «Plan B».
Todos
los días, a la vuelta del colegio, le recordaba a mi madre lo que me
gustaba esa bicicleta. Un día me lo dijo.
—Hijo
mío, sé cuánto te gusta y ojalá pudiera, pero no puede ser.
Ese
día me resigné al hecho de que nunca sería mía.
Poco
tiempo después, mi madre me dijo que le enseñara la bicicleta y
tras comprobar cómo se me caía la baba, hizo que esperara frente al
escaparate y entró en la tienda. Unos minutos más tarde salió y no
dijo nada. Tampoco yo me atreví a preguntar.
Después
de recorrer unos cuantos metros en silencio, soltó la bomba.
—El
viernes la tienes en casa.
Levanté
la cabeza sorprendido y mi madre se agachó para abrazarme. Quería
decirle muchas cosas, pero un nudo en la garganta no me dejaba.
Comencé a llorar en silencio y fue mi madre la que habló.
—No
llores, o le digo que no te la lleven.
El
llanto no me dejaba reír y la risa no me dejaba llorar. En ese
momento era el niño más nervioso y más feliz del mundo. Además de
sentir verdadera admiración por mi madre.
Era
viernes. A la vuelta del colegio, subí a toda prisa las cuatro
plantas y llamé al timbre. Abrió mi madre y me quedé mirándola.
Hizo un gesto con la cabeza señalando la dirección a la terraza. La
besé y corrí por el pasillo. La vi y me detuve en seco. Allí
estaba esperándome. Comencé a deslizar mis manos por el cuadro.
Brillaba más que en la tienda. En mi casa era aún más bonita. Ese
viernes fue el último billete de ida y vuelta que pagué. Me prometí
a mí mismo que nunca más cogería de la mano de mi madre las cuatro
pesetas del autobús.
Llegaba
al colegio con las manos congeladas. No quería dejar mi bicicleta en
la calle y entré con ella. Al fondo del patio había un cuartito que
se utilizaba como almacén de materiales. Allí estaba un señor al
que pedí permiso para dejarla dentro hasta el final de las clases.
Me autorizó y me alejé mirándola mientras pude. Eso es lo que lo
hice hasta el último día que terminé los estudios.
Don
Juan Centeno detuvo su paseo vigilante entre los pupitres, para mirar
lo que yo estaba dibujando.
—¿Me
permites? —dijo mientras cogía mi cuaderno de dibujo y lo
comparaba con la lámina que me servía de modelo.
Era
un pez de esos con grandes aletas, que vi una vez en un en algún
acuario.
—Tengo
entendido que cuando termine este curso… ¿dejarás los estudios?
—Sí,
—respondí.
—Deberías
continuarlos. El Graduado es poco para un buen futuro.
«¿Qué
significa futuro?», pensé, pero no dije nada.
Ya
en el futuro, comprendí que tenía razón y también caí en la
cuenta de que fue el único profesor que se interesó por mi futuro.
Tal
vez porque el de su hijo Alfredo que estudiaba «de pago» en el
mismo colegio, se intuía bueno. Fue alcalde de Sevilla por el
Partido Socialista durante los años 2009 a 2011.
Un
día nos sorprendió la noticia de que los Escolapios se trasladarían
a otro lugar. Habían recibido una oferta que no podían rechazar ¿o
sí?, y vendido el edificio del colegio. Con parte del dinero se
edificaría un colegio más moderno y mejor equipado en unos terrenos
cedidos gratis en Montequinto.
Lo
que no se sabía es lo que pasaría con los gratuitos, que
necesitarían un vehículo familiar para poder asistir a clase. No
había autobuses ni nada parecido, para la gente que luchaba por
llegar al final del día, porque para ellos llegar a fin de mes, ya
era mucho pedir. Suerte que el traslado se retrasó unos años.
Sevilla
1973. Decidí que estaba dispuesto para recibir ese amenazante
futuro. Conseguí un trabajo por un mísero sueldo de 2.500 pesetas
mensuales que ayudarían en casa.
Atrás
dejé los besos a los anillos, las misas, los sellitos y las tablas,
para descargar camiones, y despiezar carne helada que me helaba las
manos todos los días. Para atender al público había recaudado una
inagotable paciencia y una educación exquisita. Además, hacía las
multiplicaciones más rápido que la máquina registradora. Más frío
en las manos que ahora, había pasado antes con la bicicleta.
Sevilla
1986. Cuando el futuro se presentó de lleno, con una hija de cuatro
años, casualidades de la vida, recalé en Montequinto y consciente
de que ya habían desaparecido las carreras de anillos, las collejas,
el «Cara al Sol» y las tablas, pretendí que mi hija consiguiera
plaza en los Escolapios.
Los
hijos de antiguos alumnos tenían preferencia, pero yo no figuraba
como tal, con toda seguridad, por mi condición de «gratuito».
Ahora
ya todo era trasiego de niños apeándose de coches, o que se
soltaban de la mano de madres elegantes, para introducirse a la
carrera en el colegio, no a través del arco de entrada ni
atravesando cuidado jardín con arriates cubiertos de flores, pero
tampoco había entrada por la calle Sol, ni madres de andares
tristes, por fortuna. Cierto que no está don Secundino, ni don Juan.
Pero tampoco está el padre Millán con su terrible anillo.
Entonces,
¿para qué huir de los recuerdos?
Sólo
es necesario saber que la memoria puede jugarte malas pasadas y puede
ser que a veces necesites recordar algo y no lo consigas y otras, en
cambio, no puedas olvidar cosas que preferirías no recordar.
Y
saber también que todos tenemos en nuestro interior nuestro propio
Padre Millán y también nuestro don Secundino. Entonces… dejemos
que sea la memoria la que ponga a cada uno en su lugar.
Buena crónica de José Luis Chaparro, de los recuerdos de estudiante. En mi caso, boletines ajados y caricaturas de profesores en hojas amarillas quedan como mudo testimonio de entrañables momentos. Momentos que tienden a desdibujarse o hacerse borrosos en la niebla del pasado, pero que reuniones anuales de ex alumnos apuntalan y rescatan del olvido, haciendo que nuestras vivencias perduren en la memoria, guardando en un rincón de nuestra mente uno de los más hermosos periodos de nuestra existencia.
ResponderEliminarEn un ritual que no se suspendió a lo largo de cuatro décadas, ex alumnos del secundario nos reunimos cada doce meses, todos los años, en un ineludible reencuentro anual. Justamente, este 2020 se cumplirán 46 años de egresados de la decimotercera promoción Comercial del Colegio Pio XII de Buenos Aires. Por la pandemia, seguramente este ritual ininterrumpido perderá esa condición en medio de un flagelo viral que nos castiga y nos ata. Una pena. Si es una pena, porque despojados de las vestiduras de profesionales o respetados comerciantes que nos han dado los pormenores de la vida, en estas reuniones, volvemos al llano de aquellos adolescentes inexpertos que estaban por descubrir el mundo, asimilando el pan intelectual de los `70. Allí evocamos recuerdos, viejas anécdotas, travesuras e ingeniosos ardides para eludir sanciones o represalias de profesores. Pero también buenas acciones de jóvenes entusiastas que entre éxitos y fracasos se fueron sometiendo a la disciplina que impone el estudio. Enseñanza de vida que nos hizo crecer, forjando a futuros ciudadanos y padres de familia. Una época ausente de celulares y de redes sociales, pero llena de amistad y compañerismo que perduró a través del tiempo.
Portando canas en nuestras sienes, ahora la vida es nuestra escuela, donde cuesta mucho más sacarse buenas notas. Por eso entendí que nunca dejamos de ser estudiantes ya que aún hoy seguimos aprendiendo. Un cálido saludo desde Buenos Aires: José Luis Castellano
Precioso relato.
ResponderEliminarMe encantó y lo entendí bien porque, aunque sin culpa, aun tengo una cierta mala conciencia de aquella realidad. Era en otro colegio de Sevilla y yo tuve la suerte de estar en el lado de los elegidos pero como todo aquello de lo que solo conoces una versión, parecía lo más natural. Es facilísimo no ver, incluso lo evidente, y verdaderamente nosotros no veíamos. Así, era familiar aquello de "los gratuitos". Jamás coincidíamos con ellos y curiosamente, solo ellos cantaban lo del "Cara al Sol"; se ve que unos estábamos exentos porque se suponía que ya veníamos adoctrinados de casa. Nosotros solo escuchábamos aquellos compases desde la lejanía de otro patio.
Después, con la perspectiva del tiempo transcurrido, mucho después en realidad, fui consciente de aquella injusticia que distinguía entre unos y otros iguales para hacerlos distintos.
Pero aquí también quiero yo recordar a un gran personaje, el Padre Luque, muy diferente al resto de aquellos otros jesuitas. Él era la humildad y la cercanía con todos; desprendía bondad. Él era el de "los gratuitos" y aunque nada tenía que ver con nosotros y en raras ocasiones nos cruzábamos con él, murió un día y también todos tuvimos que desfilar delante de su cadáver... Cuantas cosas me recordaste vividas desde la otra parte, esa que Pau Dones llamó la cara buena del mundo aunque, vaya Vd. a saber si de verdad es así.
Al final, aunque siempre un poco tarde, se acaba entendiendo que solo hay dos tipos de gente: la buena y los otros. Independientemente de que el lugar de nacimiento, volviendo a Pau Donés, fuese la cara buena o el lado oscuro.
Muchas gracias por compartir y un saludo afectuoso de un paisano tuyo.