09 octubre 2020

Primer premio del XXV Concurso Literario Policía de Albacete, patrocinado por la Fundación Globalcaja

Crónicas de un gratuito

José Luis Chaparro

A la vida.
La única de las guerras que estamos destinados a perder
aunque le hayamos ganado todas las batallas


¿Huir de los recuerdos? No. ¿Por qué? Y sobre todo… ¿para qué? La memoria es una función del cerebro que permite al organismo codificar, almacenar y recuperar la información del pasado... o eso dicen.
Sevilla, 1963. Una hermosa mujer lleva de la mano un niño de cuatro años, por una calle de Sevilla. Es el mayor de sus tres hijos y se dirige al Colegio de los Padres Escolapios. Allí un sacerdote la espera a las cuatro de la tarde, para decidir si el niño reúne las condiciones necesarias para ingresar en el centro.
La madre y el niño atraviesan el arco de entrada y acceden a un cuidado jardín con arriates cubiertos de flores, donde un cura que se encuentra sentado se pone de pié para recibirlos y extiende su mano. Rosa ¿y…?, pregunta el cura. José Luis, añade mi madre.
El cura sacó de su bolsillo un pequeño trozo de papel de periódico muy arrugado, intentó alisarlo un poco tirando de los extremos con sus dedos y aplastándolo con la palma de su mano, me lo entregó diciendo: «a ver... lee».
Comencé a leer a toda velocidad aquello que ponía en el papel y que no entendía, mientras pude observar que el cura, sin poder disimular su sorpresa, miraba a madre.
Bien —dijo interrumpiendo mi lectura, mientras me arrebataba el papel— lees muy bien para tu edad y creo que estarás con nosotros el curso que viene.
Se despidió de mi madre, me tocó la cabeza y me dijo: «Hasta pronto chaval».
Nos dirigimos a la salida, atravesando el cuidado jardín con arriates cubiertos de flores. Lo que yo no sabía es que nunca más volvería a ver ese jardín, al menos desde su interior, a pesar de permanecer en el colegio hasta los trece años.
Sevilla, 2004. Sentado en la sala de espera de urgencias de la clínica Sagrado Corazón, observo a un anciano que se encuentra frente a mí. No puedo apartar mi vista de él, cuando de pronto un nombre me asalta la mente: don Secundino. ¿Por qué? Un impulso hizo que me levantara de pronto y ocupara un asiento vacío a su lado. El anciano se sorprendió pero no dijo nada. Yo sí.
Perdone.... ¿es usted don Secundino?
Me miró muy sorprendido y girando la cabeza me respondió.
Hacía una eternidad que nadie me llamaba así. Desde que me jubilé y dejé de dar clases, en el año 74.
Yo fui alumno suyo. Le recuerdo como si fuera ayer, de Los Escolapios.
El anciano se sorprendió aún más y exclamó,
De eso hace más de cuarenta años... ¿Cómo es posible que puedas recordarme?
Tal vez porque usted no era cura y por más cosas; por su seriedad, por su forma de hablar y sobre todo por su paciencia. También creo que usted nunca llegó a castigarme.
Esbozó una sonrisa, pero se notaba que le faltaba práctica.
Un gran número de niños se agolpa en la entrada. Es una minúscula puerta metálica, en un antiguo y desconchado muro de varios metros de altura, junto a la iglesia de los Terceros al principio de la calle Sol. No había arco de entrada ni cuidado jardín con arriates cubiertos de flores. Lo que se descubre tras la puerta es un patio de arena, para los 250 alumnos que no pagan. «Gratuitos» decían ellos, «pobres desgraciados», digo yo.
Este es vuestro patio del recreo. Estas son vuestras clases. Esta es vuestra parte del colegio...
Dos mundos. La entrada de Ponce de León era un continuo trasiego de niños apeándose de coches, o que se soltaban de la mano de madres elegantes, para introducirse a la carrera en el colegio a través del arco de entrada y atravesando el cuidado jardín con arriates cubiertos de flores. Mientras por la entrada de la calle Sol, niños gratuitos solos o niños gratuitos con madres de andares tristes, que seguían desde lejos la gran batalla por alcanzar el interior del colegio a través de la minúscula puerta metálica. Se abría a la hora en punto y se cerraba también en punto con precisión milimétrica. El niño que quedaba fuera, volvería a su casa y se acabó. En realidad perdería el tiempo de otra forma diferente.
Dieciséis metros cuadrados de vivienda alquilada, para un matrimonio con tres hijos pequeños. Con acceso a un patio comunitario, dos grifos comunitarios en una pila comunitaria para lavar la ropa que se tendía en una terraza comunitaria. Los servicios/duchas, comunitarios eso sí, con agua fría también comunitaria.
El agua calentada al sol en un baño de zinc durante horas, era hereditaria de menor a mayor. Primero la niña chica, después la mediana y luego yo. A elegir entre piojos y resfriados, o ambas cosas a la vez. Un armario grande para todos, ocupaba una de las paredes. La cama de matrimonio casi el resto de la habitación. Cuando llovía, los niños se sentaban en el borde de la cama. ¿Televisión? La de la vecina por la ventana y a través de las juntas de la persiana. No se oía la voz, pero se intuía lo que ocurría por la expresión de las caras. Blanco y negro en las imágenes y blanco y negro en la vida.
Después de que unos zapatos negros fueran pisando el suelo mojado de una calle cualquiera, en una lluviosa noche de invierno, la pregunta escrita: «¿Es usted el asesino?» y un dedo índice acusador, apuntaba al espectador. Era el momento de ir a dormir.
¡¡Vamos, a formar!!
El patio del colegio lleno de niños con el brazo alzado para cantar el «Cara al Sol», era todo un poema. ¡Con la camisa nueva! ¿Qué camisa nueva...? ¡Yo no tengo camisas nuevas!
Filas e hileras perfectas para niños con disciplina, pero sin formación militar, con sacerdotes/sargentos en actitud vigilante.
Si no cantabas, colleja. Si te movías, colleja. Si te reías de la colleja ajena, colleja para ti también. Si sólo movías la boca, colleja. Si cantabas otra letra o sólo movías la boca porque no te la sabías, no te acordabas o no te apetecía cantar, colleja y si movías la otra mano para rascarte el cuello, otra colleja.
A los niños no se les debe exigir comportamientos de adulto, pero eso no valía con los curas de los Escolapios. Los libros de psicología no debían existir por entonces. El gratuito no debía comportarse como un niño, porque se arriesgaba a los más horribles tormentos, como por ejemplo no pisar jamás el Cielo, el cual, además, debía haberse ganado antes con especial ahínco por ser de origen humilde.
Si veíamos un cura a lo lejos debíamos correr como pollos sin cabeza a besar el anillo de su mano, bajo pena de recibir el castigo de ser elevado a las alturas por medio de un tirón vertical y hacia arriba de su patilla derecha o izquierda, según el caso, tal vez para acercarnos más a Dios.
Si coincidías con los otros, lo más normal, debías empujar para ser el primero. No valía disimular, no valía esconderse, no valía ni siquiera el argumento verdadero de no haber advertido su presencia. El castigo te hacía comprender que podías llegar a ser alguien grande, aunque sólo fuera poniéndote de puntillas para evitar una parte ínfima del dolor. Después, la certeza de que tus padres se enterarían.
Los curas ignoraban el principio non bis in ídem. Ellos te juzgaban y te condenaban, provocaban el disgusto de tus padres con el consiguiente castigo paterno, además de amenazarte con que Dios todo lo sabe. Con lo cual, futuro castigo divino también.
La asistencia a misa era obligatoria los domingos o los sábados. En la Iglesia de los Terceros, o en cualquier otra, justificando la asistencia a otra iglesia por medio de un papelito con el sello de la iglesia correspondiente. De ahí que nacieran los traficantes infantiles de sellitos de iglesias. El lunes aparecían siempre los mismos con un taquito de papelitos sellados. Los que no habían ido a misa podían conseguirlo mediante algún trueque. Canicas, estampas o cualquier otra cosa de un universo inimaginable de monedas de cambio. Todo ello para no caer en el destierro eterno de la gloria divina. Parece ser que Dios pasaba lista.
Con siete años, durante las misas, me entretenía en decir la parte del cura, en lugar de la de los feligreses. Pensaba que tenía más mérito hacerlo sin ser cura. Me imaginaba que yo decía la misa y los otros me contestaban.
El día que uno de los curas se percató de que uno de los niños lanzaba bolitas de papel masticado, con el tubo de un bolígrafo, le castigó con veinte tablas.
¿Qué son las tablas? —pregunté a uno de mis compañeros.
Ya te enterarás, —fue su respuesta.
Y así fue. Me enteré y pronto. Apareció de repente. El pasillo era largo, pero cuando vine a darme cuenta lo tenía encima. El padre Millán y su amenazante mano anillada. Me agarró de la patilla derecha y tiró hacia arriba. Comencé a elevarme cada vez más, hasta quedar apoyado sobre las uñas de los dedos de los pies. Pero no grité, a pesar del dolor. Eso debió escocerle y airado gritó,
—¡¡Cincuenta tablas el lunes!!
Entonces supe que las tablas no eran las que Moisés bajó del monte.
El castigo era original a la vez que didáctico. Consistía en escribir la tabla de multiplicar del 1, la del 2, la del 3 y así hasta la del 10. Eso era una tabla. Es decir, el fin de semana entero escribiendo números.
Por eso surgieron los traficantes infantiles de tablas. Poco a poco, escribían tablas mientras no tenían otra cosa mejor que hacer o habían terminado su propio castigo. Cada transacción de tablas suponía la entrega del bolígrafo correspondiente, que debía portarse con disimulo al entregar el castigo, por si el profesor quería comprobar si las había hecho el castigado con su propio bolígrafo. Además, las tablas de calidad se hacían con números fáciles de imitar por cualquiera. Se pagaban caras.
Había castigos que no eran nada originales ni nada didácticos, pero sí crueles. La regla milimetrada de madera que impactaba sobre la pequeña palma de la mano, el tiempo de meditación mirando al rincón con libros sobre los brazos extendidos, la expulsión de clase para permanecer en el pasillo, con la consiguiente condena a besar multitud de manos anilladas y otros de similar naturaleza, según la fecunda imaginación del personal docente...
El patio de recreo era de arena. Si llovía no podía pisarse para no ensuciar las galerías y las clases. Además corrías el riesgo de coger un resfriado histórico. Si por el contrario hacía sol, podías sufrir una insolación, en el caso de que se te ocurriera darle patadas a un balón. También si rozabas con la pared alguna parte del cuerpo mientras corrías, tenías herida asegurada. Por cierto, un día pregunté por qué los balones que nos daban para jugar estaban rotos y nunca nos entregaban uno que estuviera bien, aunque fuese usado.
La respuesta era bien sencilla. Eran balones heredados. Los nuevos los usaban «los de pago». Cuando ya estaban casi inservibles, se los recogían y les entregaban uno nuevo y el viejo quedaba almacenado para cuando los gratuitos pidieran uno porque el que tenían ya se encontraba deshecho.
¡Toma! ¡El único que queda ya!
Esa era la frase que sentenciaba.
Cuando conocí a D. Secundino, me pareció un hombre bastante mayor, teniendo en cuenta que yo podía tener cuatro años. Cuando le reconocí en la clínica, también me pareció muy mayor, pero no con cuarenta años más que cuando era profesor.
¿Que si se conservaba bien? No. Es que ya parecía viejo cuando aún era joven. Era imponente y causaba un gran respeto. Siempre lo relacioné con la palabra «metralla». Creo que una vez contó en clase para evitar las risitas que su forma característica de andar se debía a unas lesiones antiguas producidas durante la guerra civil, por efecto de la metralla.
La verdad es que no sé si lo contó él, lo contó otra persona o es que yo lo imaginé.
Eres un gran fisonomista y tienes una memoria sorprendente, —dijo D. Secundino en la clínica—. Ni te imaginas lo que siente un profesor cuando un alumno le recuerda después de tanto tiempo —añadió—. Siento decirte que yo no te recuerdo. Espero que lo comprendas. ¿Puedo preguntarte a qué te dedicas?
Soy policía —respondí.
¡Vaya!, escogiste bien entonces. Seguro que eres bueno en tu profesión. —Creo que sí —le dije, mientras me despedía estrechando su mano.
El día que murió uno de los curas, los niños fuimos obligados a presentar los respetos al difunto. Colocaron al pobre hombre encina de una mesa, dentro del féretro y fuimos pasando en fila de a uno por su lado. Era una habitación a oscuras con las ventanas cerradas e iluminada por velas. Estaba un poco alto y yo solo alcancé a ver una nariz muy grande y blanca en exceso, que sobresalía por encima y cuya sombra se proyectaba en la pared. Creo que nunca supe el nombre del difunto, ni falta que me ha hecho, pero la visión de su nariz me acompañó durante varias noches. Era mi primer cadáver. Después he visto más, pero eso es otra historia...
Se corrió la voz de que unos representantes del Sevilla F. C. vendrían al colegio para ver jugar a los niños. Cabía la posibilidad de que alguno fuera seleccionado y con ello, pasar a formar parte de lo que ahora conocemos como «cantera». Cierto que vinieron, pero no pasaron por las catacumbas. Se limitaron a observar a los de la parte bonita del colegio.
Cuando nos enteramos los gratuitos, ya era tarde. De nuevo el colegio escondió sus vergüenzas y enseñó su parte más noble. Nada de niños desaliñados, hijos de padres pobres que no tenían donde caerse muertos. Bueno sí. En realidad, eso era lo único que tenían. Donde caerse muertos.
Sevilla 1969. Tiempo atrás una enfermedad mental de mi padre, lo había dejado ausente de la realidad e ingresó en Miraflores. Era un sanatorio psiquiátrico, pero me consta que ninguno de los internos sanó nunca. Los domingos lo visitábamos y pasábamos el día. Pero poco a poco fuimos notando que lo sacábamos de su mundo, de su rutina. Mi madre cargó con sus cuatro hijos. Las visitas se fueron distanciando.
Nos mudamos a un piso de alquiler en Triana. Era como un palacio de cincuenta metros cuadrados. Dos dormitorios, salón cocina, baño y terraza, desde podía verse casi toda la calle Castilla.
Era la cuarta y última planta del edificio, lo que en Sevilla significa mucho calor en verano y bastante frío en invierno. A pesar de no tener ascensor, para nosotros era todo un lujo. Muchas cosas dejaron de ser tan «comunitarias». Empezamos a ver y oír el televisor, sin persiana de por medio y para entonces no recuerdo que nos preguntara nadie sí nosotros éramos los asesinos, por lo que la hora de ir a dormir se retrasó un poco. No mucho.
De vuelta a casa de mi abuela María, en La Alameda, donde me esperaba mi madre, me detenía siempre frente al escaparate de una tienda de bicicletas en La Campana. Una hermosa bicicleta de carreras de color azul centraba toda mi atención. «Motobécane» podía leerse en el cuadro. En una etiqueta de papel que colgaba del manillar, también podía leerse con claridad «4000 pts.». Las cuentas eran claras. Si el billete de ida y vuelta al colegio costaba 4 pesetas, debería que ir al colegio andando mil veces y volver otras mil y tendría suficiente dinero para comprarla. Pero algo me decía que esa bicicleta no estaría esperándome allí seis o siete años más tarde. Así que me decidí por el «Plan B».
Todos los días, a la vuelta del colegio, le recordaba a mi madre lo que me gustaba esa bicicleta. Un día me lo dijo.
Hijo mío, sé cuánto te gusta y ojalá pudiera, pero no puede ser.
Ese día me resigné al hecho de que nunca sería mía.
Poco tiempo después, mi madre me dijo que le enseñara la bicicleta y tras comprobar cómo se me caía la baba, hizo que esperara frente al escaparate y entró en la tienda. Unos minutos más tarde salió y no dijo nada. Tampoco yo me atreví a preguntar.
Después de recorrer unos cuantos metros en silencio, soltó la bomba.
El viernes la tienes en casa.
Levanté la cabeza sorprendido y mi madre se agachó para abrazarme. Quería decirle muchas cosas, pero un nudo en la garganta no me dejaba. Comencé a llorar en silencio y fue mi madre la que habló.
No llores, o le digo que no te la lleven.
El llanto no me dejaba reír y la risa no me dejaba llorar. En ese momento era el niño más nervioso y más feliz del mundo. Además de sentir verdadera admiración por mi madre.
Era viernes. A la vuelta del colegio, subí a toda prisa las cuatro plantas y llamé al timbre. Abrió mi madre y me quedé mirándola. Hizo un gesto con la cabeza señalando la dirección a la terraza. La besé y corrí por el pasillo. La vi y me detuve en seco. Allí estaba esperándome. Comencé a deslizar mis manos por el cuadro. Brillaba más que en la tienda. En mi casa era aún más bonita. Ese viernes fue el último billete de ida y vuelta que pagué. Me prometí a mí mismo que nunca más cogería de la mano de mi madre las cuatro pesetas del autobús.
Llegaba al colegio con las manos congeladas. No quería dejar mi bicicleta en la calle y entré con ella. Al fondo del patio había un cuartito que se utilizaba como almacén de materiales. Allí estaba un señor al que pedí permiso para dejarla dentro hasta el final de las clases. Me autorizó y me alejé mirándola mientras pude. Eso es lo que lo hice hasta el último día que terminé los estudios.
Don Juan Centeno detuvo su paseo vigilante entre los pupitres, para mirar lo que yo estaba dibujando.
¿Me permites? —dijo mientras cogía mi cuaderno de dibujo y lo comparaba con la lámina que me servía de modelo.
Era un pez de esos con grandes aletas, que vi una vez en un en algún acuario.
Tengo entendido que cuando termine este curso… ¿dejarás los estudios?
Sí, —respondí.
Deberías continuarlos. El Graduado es poco para un buen futuro.
«¿Qué significa futuro?», pensé, pero no dije nada.
Ya en el futuro, comprendí que tenía razón y también caí en la cuenta de que fue el único profesor que se interesó por mi futuro.
Tal vez porque el de su hijo Alfredo que estudiaba «de pago» en el mismo colegio, se intuía bueno. Fue alcalde de Sevilla por el Partido Socialista durante los años 2009 a 2011.
Un día nos sorprendió la noticia de que los Escolapios se trasladarían a otro lugar. Habían recibido una oferta que no podían rechazar ¿o sí?, y vendido el edificio del colegio. Con parte del dinero se edificaría un colegio más moderno y mejor equipado en unos terrenos cedidos gratis en Montequinto.
Lo que no se sabía es lo que pasaría con los gratuitos, que necesitarían un vehículo familiar para poder asistir a clase. No había autobuses ni nada parecido, para la gente que luchaba por llegar al final del día, porque para ellos llegar a fin de mes, ya era mucho pedir. Suerte que el traslado se retrasó unos años.
Sevilla 1973. Decidí que estaba dispuesto para recibir ese amenazante futuro. Conseguí un trabajo por un mísero sueldo de 2.500 pesetas mensuales que ayudarían en casa.
Atrás dejé los besos a los anillos, las misas, los sellitos y las tablas, para descargar camiones, y despiezar carne helada que me helaba las manos todos los días. Para atender al público había recaudado una inagotable paciencia y una educación exquisita. Además, hacía las multiplicaciones más rápido que la máquina registradora. Más frío en las manos que ahora, había pasado antes con la bicicleta.
Sevilla 1986. Cuando el futuro se presentó de lleno, con una hija de cuatro años, casualidades de la vida, recalé en Montequinto y consciente de que ya habían desaparecido las carreras de anillos, las collejas, el «Cara al Sol» y las tablas, pretendí que mi hija consiguiera plaza en los Escolapios.
Los hijos de antiguos alumnos tenían preferencia, pero yo no figuraba como tal, con toda seguridad, por mi condición de «gratuito».
Ahora ya todo era trasiego de niños apeándose de coches, o que se soltaban de la mano de madres elegantes, para introducirse a la carrera en el colegio, no a través del arco de entrada ni atravesando cuidado jardín con arriates cubiertos de flores, pero tampoco había entrada por la calle Sol, ni madres de andares tristes, por fortuna. Cierto que no está don Secundino, ni don Juan. Pero tampoco está el padre Millán con su terrible anillo.
Entonces, ¿para qué huir de los recuerdos?
Sólo es necesario saber que la memoria puede jugarte malas pasadas y puede ser que a veces necesites recordar algo y no lo consigas y otras, en cambio, no puedas olvidar cosas que preferirías no recordar.
Y saber también que todos tenemos en nuestro interior nuestro propio Padre Millán y también nuestro don Secundino. Entonces… dejemos que sea la memoria la que ponga a cada uno en su lugar.

2 comentarios:

  1. Buena crónica de José Luis Chaparro, de los recuerdos de estudiante. En mi caso, boletines ajados y caricaturas de profesores en hojas amarillas quedan como mudo testimonio de entrañables momentos. Momentos que tienden a desdibujarse o hacerse borrosos en la niebla del pasado, pero que reuniones anuales de ex alumnos apuntalan y rescatan del olvido, haciendo que nuestras vivencias perduren en la memoria, guardando en un rincón de nuestra mente uno de los más hermosos periodos de nuestra existencia.
    En un ritual que no se suspendió a lo largo de cuatro décadas, ex alumnos del secundario nos reunimos cada doce meses, todos los años, en un ineludible reencuentro anual. Justamente, este 2020 se cumplirán 46 años de egresados de la decimotercera promoción Comercial del Colegio Pio XII de Buenos Aires. Por la pandemia, seguramente este ritual ininterrumpido perderá esa condición en medio de un flagelo viral que nos castiga y nos ata. Una pena. Si es una pena, porque despojados de las vestiduras de profesionales o respetados comerciantes que nos han dado los pormenores de la vida, en estas reuniones, volvemos al llano de aquellos adolescentes inexpertos que estaban por descubrir el mundo, asimilando el pan intelectual de los `70. Allí evocamos recuerdos, viejas anécdotas, travesuras e ingeniosos ardides para eludir sanciones o represalias de profesores. Pero también buenas acciones de jóvenes entusiastas que entre éxitos y fracasos se fueron sometiendo a la disciplina que impone el estudio. Enseñanza de vida que nos hizo crecer, forjando a futuros ciudadanos y padres de familia. Una época ausente de celulares y de redes sociales, pero llena de amistad y compañerismo que perduró a través del tiempo.
    Portando canas en nuestras sienes, ahora la vida es nuestra escuela, donde cuesta mucho más sacarse buenas notas. Por eso entendí que nunca dejamos de ser estudiantes ya que aún hoy seguimos aprendiendo. Un cálido saludo desde Buenos Aires: José Luis Castellano

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  2. Precioso relato.
    Me encantó y lo entendí bien porque, aunque sin culpa, aun tengo una cierta mala conciencia de aquella realidad. Era en otro colegio de Sevilla y yo tuve la suerte de estar en el lado de los elegidos pero como todo aquello de lo que solo conoces una versión, parecía lo más natural. Es facilísimo no ver, incluso lo evidente, y verdaderamente nosotros no veíamos. Así, era familiar aquello de "los gratuitos". Jamás coincidíamos con ellos y curiosamente, solo ellos cantaban lo del "Cara al Sol"; se ve que unos estábamos exentos porque se suponía que ya veníamos adoctrinados de casa. Nosotros solo escuchábamos aquellos compases desde la lejanía de otro patio.
    Después, con la perspectiva del tiempo transcurrido, mucho después en realidad, fui consciente de aquella injusticia que distinguía entre unos y otros iguales para hacerlos distintos.
    Pero aquí también quiero yo recordar a un gran personaje, el Padre Luque, muy diferente al resto de aquellos otros jesuitas. Él era la humildad y la cercanía con todos; desprendía bondad. Él era el de "los gratuitos" y aunque nada tenía que ver con nosotros y en raras ocasiones nos cruzábamos con él, murió un día y también todos tuvimos que desfilar delante de su cadáver... Cuantas cosas me recordaste vividas desde la otra parte, esa que Pau Dones llamó la cara buena del mundo aunque, vaya Vd. a saber si de verdad es así.
    Al final, aunque siempre un poco tarde, se acaba entendiendo que solo hay dos tipos de gente: la buena y los otros. Independientemente de que el lugar de nacimiento, volviendo a Pau Donés, fuese la cara buena o el lado oscuro.
    Muchas gracias por compartir y un saludo afectuoso de un paisano tuyo.

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