Pregón de las fiestas de San Juan del barrio de Quintana de Madrid 2023
Pronunciado por Javier Martínez Gutiérrez el 23 de junio de 2023 en el auditorio del parque Calero
Queridos vecinos:
Mi calle de toda la vida, la calle Zigia, es hoy una triste, anodina y anónima calle más de este barrio, de apenas tres manzanas y unos escasos 300 metros de longitud. Hace 50 años era muy distinta.
Tengo recuerdos nítidos pero ha pasado tanto tiempo que me he podido olvidar de algo, seguramente cambiar algún nombre y olvidar alguna tienda, con certeza a las que no iba.
En la esquina con Caudillo de España, hoy Doctor Vallejo, había una frutería. Antonio, el frutero, vivía con su familia en el primer piso. Tenía dos hijos, la mayor era una chica muy trabajadora que ayudaba en la frutería durante el día y estudiaba bachillerato nocturno en el instituto que había en la calle Elfo. Era muy sensible y amiga de mi prima Mari.
Su hermano pequeño, Antonio, era todo lo contrario. Su currículum se limitaba a ser la mano derecha del temido Banano, joyita de chaval del vecino barrio de San Pascual.
Con la banda del Banano tuvimos mi hermano, primos y yo varios y desiguales encontronazos, ninguno en bibliotecas, iglesias o centros culturales, sino en los pequeños billares como el que había en un bajo interior en uno de los patios de Virgen del Portillo, apenas a cien metros de aquí. Una vez, discutimos por quién había reservado antes la mesa de pimpón, claramente nosotros —Banano y su banda ni reservaban ni pagaban en billar alguno—. En medio de la apasionada y desigual pendencia con Banano, amenazándonos continuamente con partirnos la cara, mi hermano, de repente, le reventó una raqueta en todo el careto. Si, al Banano. Ante la sorpresa, salimos por piernas, corriendo a toda leche de los billares.
Siempre temimos que Antonio contara al Banano donde vivíamos, nunca lo hizo. Durante varios meses estuvimos cambiando de itinerarios de casa al cole y viceversa, y evitamos ir a los billares.
Al lado de la frutería estaba la tienda de frutos secos, de María Jesús, casi enfrente del Colegio Corazón de María. Allí comprábamos a diario a la vuelta de clase chuches y helados. Me gustaban los polos de menta ROYNE, que costaban una peseta. Ella estaba casi siempre acompañada de su marido, un guardia civil tan alto, como malhumorado. Le recuerdo siempre de pie, vestido con el traje verde de la benemérita, incluyendo tricornio y pistola reglamentaria. Realmente el hombre amedrentaba a niños de escasos diez años. En la siguiente esquina, con la calle Talisio, había una tenebrosa mercería. Nunca entré, pero cuando volvía del cole y la puerta estaba abierta, veía que el interior estaba a oscuras, con un triste y joven empleado tras un viejo mostrador de madera con una bata tan gris como él y con una enorme cara de aburrimiento.
En esa misma finca estaba el zapatero remendón de la calle, el señor Alfonso, que tenía de aprendiz a su hijo Alfonso. Ocupaban la parte baja de la escalera del numero 24 de la calle. Un lugar ínfimo, insalubre, sin ventilación alguna. En ese cuchitril tenían un pequeño y ruidoso torno, con el que reparaban el cuero y la goma de las suelas de los zapatos, que desprendía virutas y mas virutas de residuos que, durante muchos años, sin protección alguna, respiraron los dos. Ambos murieron, como no, de cáncer de pulmón.
A continuación estaba la tienda de ultramarinos de Goyo y su padre, don Gregorio Salazar. Tenían siempre aparcados frente a la tienda un pequeño y viejo camión —recuerdo que matricula de Soria SO-550— y un Ford negro matricula de Sevilla del año de la polca. Me hice muy amigo de Goyo. Mi madre y mi tía encargaban respectivamente a Cris y a Pili, las muchachas que teníamos en casa, bajar a la tienda a hacer los recados, como se decía entonces. Ellas muy hábiles, y por sólo dos reales, 50 céntimos de peseta, nos subcontrataban ese servicio a mi primo Toñín y a mí.
Íbamos donde Goyo con las botellas, entonces se llevaban y devolvían los cascos de vidrio vacíos, se entregaban y se cambiaban por envases llenos: sifones marca La Revoltosa, que pesaban un huevo, pero se agarraban bien, leche COLEMA, vino SAVIN o CASA, gaseosa La Casera o la Pitusa……….
Ganábamos como bonus adicional leer gratis el periódico AS, que Goyo compraba cada día. Toñín y yo nos sentábamos en una caja de fruta en la acera frente de la tienda y al alimón leíamos en verano tranquilamente, y gratis, el periódico, haciéndonos especial eco en las noticias del Bilbao, de quien era fan Goyo, el Betis, de quien era fan Toñín y el Deportivo de la Coruña, mi club en esa época. No tengo idea porque nos hicimos aficionados a esos clubes.
Creo recordar que Carmela, era quien vendía el pan en la panadería que había frente a casa. Era hija del dueño, el señor Vitor, el industrial del barrio, que también tenía detrás del despacho la tahona. Había una lechería, frente a la panadería, que aún recuerdo con las vacas en la trastienda, y que era Manoli, hija del Sr. Arias, el otro industrial de la calle, quien despachaba la leche.
Al final de la manzana, esquina con Mandarina, estaba la fábrica de hielo. Un fuerte olor a amoniaco, utilizado entonces en su proceso de fabricación, delataba el tipo de industria y señalaba claramente su ubicación. También era propiedad del seño Vitor, que tenía, además de Carmela, otros hijos como Isabel, Vitín, el pequeño y Juli, que tocaba la bandurria y nos enseñó a tocarla a mi hermano Alberto y a mí.
El transporte de las barras de hielo a casa no era sencillo para niños como nosotros. Las barras se vendían enteras, medias o en cuartos. En casa como éramos muchos comprábamos varias medias barras. Tenían unos 50 cm de largo y aproximadamente 20x20 cm de ancho. Ese servicio era mas complejo de negociar con Pili y Cris, que de nuevo nos subcontrataban el transporte. Ellas insistían en mantener la tarifa plana de 25 céntimos. Pero claro, para Toñín y yo este trabajo tenía mucho menos interés que las botellas de Goyo, porque las barras de hielo pesaban mas y eran muy incómodas de transportar, no teníamos el plus de lectura y conversación profunda de futbol con el AS, y, por último, no nos podíamos entretener ni sentarnos tranquilamente, como solíamos y nos gustaba, charlando con cualquiera que nos encontráramos en la calle porque el hielo en verano se empezaba a derretir enseguida e iba dejando un reguero de gotas de agua, que en la calle, bueno, podía pasar, pero al llegar a casa, subiendo las escaleras y por el pasillo hasta la cocina, tenían luego que limpiar nuestras clientas, con su consabido cabreo. Recuerdo bien duras negociaciones con ambas. Toñín y yo incluso hicimos algún conato de huelga y romper relaciones, pero al final ellas se salían con la suya. Tenían siempre guardado algún secretillo nuestro que amenazaban con contar a nuestras madres, con lo que la débil amenaza de huelga se diluía inmediatamente.
Tambien en Mandarina pero en la esquina de la siguiente manzana estaba el bar Aupa. En la acera de enfrente, los impares, estaba la peluquería de hombres, la tienda de frutos secos de Manolo, siempre con una bata azul. Manolo y su mujer siempre juntos, despachando caramelos, cromos, y a diferencia de la tienda de María Jesús, atendiendo a los niños con mucho cariño y calor.
Al lado de Manolo creo recordar que había una huevería, a la que apenas entré porque Toñín y yo no éramos demasiado fiables como para transportar huevos y no nos subcontrataban el servicio.
A continuación estaba la perfumería, porque en nuestra calle teníamos perfumería. No una perfumería droguería que era lo que se estilaba. Solo perfumería. Era el negocio mas chic, y lo regentada Vicki, siempre con bata blanca. Allí no entraban hombres. Yo iba de vez en cuando a hacerle algún recado a mi madre. Vicki era la cotilla oficial de la calle. Se conocía todos los líos, verdaderos o inventados. Portaba siempre una media sonrisa de superioridad, no se si por lo “elitista” de su negocio en una pobre calle, o por los secretos que todas las mujeres del barrio presumían que ella conocía y callaba. Recuerdo su pequeña tienda, llena siempre de mujeres hablando y hablando, sin comprar nada, y callando al unísono cuando entraba cualquier niño.
La tienda vecina de Vicki, era una mercería y su dueña Laura. Vicki y Laura eran muy amigas, tenían más o menos la misma edad, ambas eran solteras. Cerraban y abrían a la misma hora y las recuerdo siempre llegando y saliendo de ambas tiendas juntas, andando por la calle y cogidas del brazo. La verdad, mas de cincuenta años después y recordando esta imagen, me pregunto ahora si entre Vicki y Aurora hubo, o hay, algo mas que vecindad y amistad.
Junto al negocio de Laura estaba el estanco, regentado por un tullido malhumorado, que además resultó que era familiar lejano, ya que su mujer, apodada La Mejicana, era prima lejana de mi padre. Ella hablaba gangosa, apenas se la entendía al hablar, y decía que era Mejicana y se quedó con ese mote.
Era una pareja que no pegaba de ninguna manera. No tenían hijos, ella era grande, mucho más que su marido. Nunca los ví juntos, La mejicana estaba siempre atendiendo el estanco y el tullido marido siempre jugando a las cartas y fumando en el bar de al lado, EL Grupo.
Los camiones de mi padre y de mi tío se guardaban en casa, numero 28 de la calle Zigia, y transportaban la basura y restos de los mercados del pescado de la puerta de Toledo y de frutas de Legazpi al llamado vertedero de la China, con lo que los chóferes y sobre todo los mozos de carga llegaban por la tarde al garaje de casa con un olor terrible, pero allí solo se lavaban los camiones. Ninguno de ellos se duchaba, y apenas aseaba, la verdad tampoco había donde. Una vez lavados los camiones, que no ellos, salían todos tan contentos con sus olores y con mi tío y mi padre, a tomar vinos al bar EL Grupo, donde les recibían con los brazo abiertos y entiendo que con las pituitarias en alerta máxima.
Toñín y yo éramos los encargados cada día, sobre las 9 de la noche, de ir a buscar a mi tío y a mi padre al bar y recordarles que tenían esperándoles en casa diez hijos y sobrinos, suegras, varias cuñadas, dos esposas y la cena. En casa no se cenaba hasta que ellos llegaban.
Frente al bar el Grupo estaba la farmacia de la licenciada Villaamil, nombre y título rimbombante para una pobre calle como la nuestra.
Esa era mi calle hace mas de cincuenta años. Con solo tres manzanas y apenas trescientos metros de longitud y escondida en el barrio. Una calle llena de vida propia. Tenía prácticamente los mismos edificios, la misma escasa longitud, la misma densidad de población que hoy en día, pero lucía viva y radiante con un claro pulmón y corazón que eran las muchas tiendas y tenderos que os he descrito y que tantos años después sigo, como veis, recordando uno a uno con detalle y mucho cariño.
Les estoy viendo ahora mismo a todos y cada uno, riendo, felices, todos ellos con modestísimos negocios. No sé sinceramente como algunos sobrevivieron decenas de años vendiendo lo que vendían, pero formando parte de una enorme familia que era la calle y, en extensión, el barrio.
No necesitábamos, ni en realidad casi queríamos, salir más allá de la calle para hacer las compras diarias, o para encontrar amigos y compañía. Te encontrabas con tus vecinos y sus familiares a quienes conocías como si llevaras toda la vida viviendo juntos. La calle estaba llena de ambiente, de solidaridad, de vida.
Pero los comercios empezaron a cerrar, poco a poco, en un goteo imparable y letal que duró años. De todos los comercios que os he descrito, solo la farmacia, y con distinto dueño, sigue hoy día abierta. La calle está muerta, vacía, triste. Por ella ahora deambulan muy pocas personas anónimas, con cara triste, con paso rápido y esquivo que apenas lanzan un saludo si te las cruzas.
Las nueva generaciones se han perdido la cercanía de los comercios que daban la vida a la calle, al barrio, y sobre todo a la relación entre vecinos. Tenemos que luchar por recuperar ese trozo fundamental de nuestra historia, vida y cultura.
El comercio de barrio sigue sufriendo injustamente cada vez más por la presión, la injusta y desigual competencia de los grandes centros comerciales, propiedad de enormes, desconocidos y anónimos grupos empresariales, y de la venta online. Por todo ello nace la Asociación de Comerciantes de Quintana.
Queremos desde ella visibilizar y potenciar estos antiguos valores añadidos a la función de fondo de un simple negocio cara al público, tal y como he descrito se hacía hace cincuenta años.
Los comercios de barrio ayudan a mejorar la seguridad en nuestras calles, su limpieza, y contribuyen de forma notable a la construcción de relaciones sociales, que enriquecen enormemente la vida de todos. Estando los comerciantes unidos podremos además crear sinergias entre las tiendas, los vecinos, y la administración.
En estas fiestas de San Juan, nuestra Asociación, de reciente creación, patrocina un campeonato de petanca, una práctica con un gran valor social y con mucha tradición en el barrio.
Ojala nuestras calles, con el impulso de los comercios locales y de todos vosotros, se vuelvan a llenar de vida, cultura, solidaridad, apoyo, que sirvan para mejorar las relaciones entre todos nosotros.
Necesitamos en el barrio a las Vickis, Manolos, Goyos, Manolis, Alfonsos, Lauras, incluso estanqueros tullidos y hasta Bananos, para reconvertir el barrio, nuestro barrio, en un lugar vivo y solidario donde todos los vecinos encontremos calor , solidaridad, apoyo y todo lo que necesitemos tanto en lo material, como en lúdico, lo asociativo y comunitario.
Muchísimas gracias a todos.
Preciosa, esta atmósfera de barrio. Sentir tu barrio como tuyo dice mucho de la relación entre las personas que en él viven, y es una pena que vaya desapareciendo. Supongo que se debe al hecho de que la gente hoy en día acostumbra a cambiar de piso o casa con mucha mayor frecuencia que tiempos atrás. Pero cuando se vivía en los barrios de las grandes ciudades sintiéndolos aún como un pequeño pueblo (sin los incovenientes que estos suponen a veces: rumoreos, críticas entre vecinos...) la gente se sentía más acogida, más protegida, más humana. Tu escrito desprende esto, Julio. Gracias.
ResponderEliminarEl texto es de Javier Martínez Gutiérrez, no mio.
EliminarMe encanta,te hace volver a la niñez en la que casi todos hemos vivido y disfrutado nuestros barrios
ResponderEliminarPara que existan desde luego es imprescindible que existan los comercios de barrio que hoy día son muy difíciles de mantener
Eran unos tiempos más humanos
Hice cuarto de Bachillerato en el colegio Teide de Quintana y me llegan muy buenos recuerdos cuando pasaba allí gran parte del día. Cerca, habia un bloque de pisos muy altos donde vivia una muy buena amiga y compañera. Esa sensación de pertenecer a un barrio que ya no existe. Gracias por compartir.
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