Las
edades de la inocencia
Jesús
Ramos Alonso
Trescientas
pesetas
Corrían
los cincuenta, tendría yo seis o siete años y ya iba solo al
colegio, a cinco minutos de mi casa. Por el pavés de las calzadas
apenas circulaba algún cuatro-cuatro,
amén de taxis, autobuses
y, por supuesto, tranvías.
Faltaba más de un lustro para la aparición del
Seiscientos.
Hoy,
en Madrid, ya no quedan tranvías, ni cuatro-cuatro,
ni pavés. La zapatería El
Talgo,
en la calle Sainz de Baranda, junto a la que ocurrió lo que voy a
contarles, ha desaparecido, lo mismo que el cine de sesión continua
que estaba enfrente y compartía nombre con la calle. Siempre que
paso por allí recuerdo con nostalgia ese paisaje que acompañó mi
niñez y del que apenas queda nada, igual que añoro la inocencia de
entonces de la que, aquel día, perdí un poquito junto con
trescientas pesetas.
Era
por la mañana y yo caminaba por la acera de los impares. Debía ir
con la mirada baja y, al pasar junto a la zapatería, vi unos
billetes en el suelo. Eran tres, de cien pesetas cada uno. Me acuerdo
de su delicioso color marrón y de la gitana de Romero de Torres
estampada en el reverso. Yo nunca había poseído uno de esos
billetes, a lo más que alcanzaban mis finanzas era a juntar tres o
cuatro duros el día de mi cumpleaños. Para los más jóvenes,
un duro igual a cinco pesetas. Supongo que iría distraído, quizá
pensando en los deberes
que no habría hecho, el caso es que, solo al ir a guardarme los
billetes en el bolsillo, me di cuenta de que dos señoras que estaban
cerca me miraban. No decían nada, solo me miraban. Yo me quedé
pensativo, supongo que con cara de pasmarote; con esas trescientas
pesetas podría haber ido al cine todos los jueves por la tarde, que
no había colegio, durante más de dos años. No sé si por aquel
entonces hice ese cálculo mental, lo que si debí pensar es que era
una cantidad exorbitante de dinero. Quizá por eso, porque no me
parecía posible que fuera mío, pregunté:
«¿Se
les han caído?».
Las
trescientas pesetas desaparecieron para siempre, y yo, para pagar la
entrada del cine, tuve que vender,
al peso, los
periódicos de la semana en la chamarilería cercana que, por
supuesto, también ha desaparecido.
Julio
Sánchez Mingo
En
el coche
Un
domingo por la mañana, Eduardo había ido al zoológico de la Casa
de Campo con sus dos hijas pequeñas.
A
la vuelta, cerca del lago, unos travestis, ataviados con ropa un
tanto llamativa ―lentejuelas,
escotes vertiginosos, minifaldas, pantaloncitos cortos, sandalias de
tacón, calzado de plataforma―,
ofrecían sus servicios.
Al
verlos, María comentó: ―Papá, debe haber una boda. Mira qué
elegantes van esas señoras.
En
el ascensor
Quique,
amigo y compañero de universidad, se acababa de casar. Se había
instalado con su flamante mujercita en un pequeño apartamento, en
una torre situada en AZCA, en la esquina de General Perón con
Orense, uno de esos edificios con infinitas y minúsculas viviendas
por planta ―de largos pasillos e incontables puertas, donde nunca
se coincide ni se conoce a los vecinos―, ocupadas por gente de
paso, inquilinos provisionales, algún estudiante pudiente, picaderos
y, en gran parte, señoras que ofrecían sus servicios.
A
la vuelta del viaje de novios, me invitaron a cenar
en su
recién estrenado hogar. En la calle hacía un frío pelón, ya se
sabe lo que puede ser el invierno madrileño. Al coger el ascensor
coincidí con una señora mayor, una venerable anciana muy risueña,
y dos sonrientes chicas ataviadas con vaporosos vestidos de fiesta
―menuda fiesta las esperaba― y calzadas con sandalias de tacón,
sin medias, que dejaban sus pies completamente al aire. Al entrar en
la cabina, la abuelita las miró de arriba abajo y añadió,
inocentemente: ―Pero hijas, ¿no tenéis frío en los deditos?
Querido Julio “julito” después de tanto tiempo me ha hecho mucha gracia reencontrarme en tu blog con una anécdota de hace más de treinta y cinco años, ya abandonada en el baúl de los recuerdos. La verdad es que lo pasamos bien aquel día.
ResponderEliminarAfortunadamente los años nos dan, a veces, la oportunidad de evolucionar de lo urbano y discotequero de la calle Orense a lo tranquilo y verde de la Moraleja, aunque también es verdad que nos quitan la frescura de lo universitario y la ilusión del recién licenciado.
Muchas gracias por mantenerme en tus recuerdos y mi más sincera felicitación por tus artículos. Quedas invitado a otra cena cuando quieras.
Un abrazo,
Enrique.
Esta claro que la inocencia se puede tener a cualquier edad, lo mismo las personas mayores que los niños.
ResponderEliminarA mi me resulta maravilloso cuando la veo en los niños, a veces hasta siento envidia porque es una de, las muchas cosas más bonitas, que la niñez tiene y que la perdemos con los años, aunque nunca se va del todo.
Un elogio cuando un adulto comenta a otro, pero que inocente eres... Bendita inocencia.
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