03 mayo 2019


Las edades de la inocencia


Jesús Ramos Alonso


Trescientas pesetas



Corrían los cincuenta, tendría yo seis o siete años y ya iba solo al colegio, a cinco minutos de mi casa. Por el pavés de las calzadas apenas circulaba algún cuatro-cuatro, amén de taxis, autobuses y, por supuesto, tranvías. Faltaba más de un lustro para la aparición del Seiscientos.
Hoy, en Madrid, ya no quedan tranvías, ni cuatro-cuatro, ni pavés. La zapatería El Talgo, en la calle Sainz de Baranda, junto a la que ocurrió lo que voy a contarles, ha desaparecido, lo mismo que el cine de sesión continua que estaba enfrente y compartía nombre con la calle. Siempre que paso por allí recuerdo con nostalgia ese paisaje que acompañó mi niñez y del que apenas queda nada, igual que añoro la inocencia de entonces de la que, aquel día, perdí un poquito junto con trescientas pesetas.
Era por la mañana y yo caminaba por la acera de los impares. Debía ir con la mirada baja y, al pasar junto a la zapatería, vi unos billetes en el suelo. Eran tres, de cien pesetas cada uno. Me acuerdo de su delicioso color marrón y de la gitana de Romero de Torres estampada en el reverso. Yo nunca había poseído uno de esos billetes, a lo más que alcanzaban mis finanzas era a juntar tres o cuatro duros el día de mi cumpleaños. Para los más jóvenes, un duro igual a cinco pesetas. Supongo que iría distraído, quizá pensando en los deberes que no habría hecho, el caso es que, solo al ir a guardarme los billetes en el bolsillo, me di cuenta de que dos señoras que estaban cerca me miraban. No decían nada, solo me miraban. Yo me quedé pensativo, supongo que con cara de pasmarote; con esas trescientas pesetas podría haber ido al cine todos los jueves por la tarde, que no había colegio, durante más de dos años. No sé si por aquel entonces hice ese cálculo mental, lo que si debí pensar es que era una cantidad exorbitante de dinero. Quizá por eso, porque no me parecía posible que fuera mío, pregunté: «¿Se les han caído?».
Las trescientas pesetas desaparecieron para siempre, y yo, para pagar la entrada del cine, tuve que vender, al peso, los periódicos de la semana en la chamarilería cercana que, por supuesto, también ha desaparecido.

Antigua zapatería El Talgo, ahora un bar de copas y tapas. J. S. M.


Julio Sánchez Mingo


En el coche

Un domingo por la mañana, Eduardo había ido al zoológico de la Casa de Campo con sus dos hijas pequeñas.
A la vuelta, cerca del lago, unos travestis, ataviados con ropa un tanto llamativa lentejuelas, escotes vertiginosos, minifaldas, pantaloncitos cortos, sandalias de tacón, calzado de plataforma―, ofrecían sus servicios.
Al verlos, María comentó: ―Papá, debe haber una boda. Mira qué elegantes van esas señoras.


En el ascensor

Quique, amigo y compañero de universidad, se acababa de casar. Se había instalado con su flamante mujercita en un pequeño apartamento, en una torre situada en AZCA, en la esquina de General Perón con Orense, uno de esos edificios con infinitas y minúsculas viviendas por planta ―de largos pasillos e incontables puertas, donde nunca se coincide ni se conoce a los vecinos―, ocupadas por gente de paso, inquilinos provisionales, algún estudiante pudiente, picaderos y, en gran parte, señoras que ofrecían sus servicios.

A la vuelta del viaje de novios, me invitaron a cenar en su recién estrenado hogar. En la calle hacía un frío pelón, ya se sabe lo que puede ser el invierno madrileño. Al coger el ascensor coincidí con una señora mayor, una venerable anciana muy risueña, y dos sonrientes chicas ataviadas con vaporosos vestidos de fiesta ―menuda fiesta las esperaba― y calzadas con sandalias de tacón, sin medias, que dejaban sus pies completamente al aire. Al entrar en la cabina, la abuelita las miró de arriba abajo y añadió, inocentemente: ―Pero hijas, ¿no tenéis frío en los deditos?

3 comentarios:

  1. Querido Julio “julito” después de tanto tiempo me ha hecho mucha gracia reencontrarme en tu blog con una anécdota de hace más de treinta y cinco años, ya abandonada en el baúl de los recuerdos. La verdad es que lo pasamos bien aquel día.
    Afortunadamente los años nos dan, a veces, la oportunidad de evolucionar de lo urbano y discotequero de la calle Orense a lo tranquilo y verde de la Moraleja, aunque también es verdad que nos quitan la frescura de lo universitario y la ilusión del recién licenciado.
    Muchas gracias por mantenerme en tus recuerdos y mi más sincera felicitación por tus artículos. Quedas invitado a otra cena cuando quieras.
    Un abrazo,
    Enrique.

    ResponderEliminar
  2. Esta claro que la inocencia se puede tener a cualquier edad, lo mismo las personas mayores que los niños.
    A mi me resulta maravilloso cuando la veo en los niños, a veces hasta siento envidia porque es una de, las muchas cosas más bonitas, que la niñez tiene y que la perdemos con los años, aunque nunca se va del todo.

    ResponderEliminar
  3. Un elogio cuando un adulto comenta a otro, pero que inocente eres... Bendita inocencia.

    ResponderEliminar

Los comentarios de este blog están sujetos a moderación. No serán visibles hasta que el administrador los valide. Muchas gracias por su participación.