Elucubraciones
de una lagartija
José
Luis Chaparro
Cuando
el gordo de mi jefe me llamó a su oficina, me invitó a tomar
asiento y me habló poniendo cara de pena, sudando como recién
salido de una sauna, se confirmaron todas mis sospechas. Lo que iba a
hacerme era como cortar la cuerda de un alpinista en pleno descenso
vertical, negar agua a un perdido en el desierto o robarle el abrigo
a un esquimal en plena tormenta de nieve. Sentí la misma impotencia
que sentiría una lagartija al ver, aterrorizada, cómo se agrandara
sobre ella la sombra de una bota del 45 con refuerzo metálico.
—Lo
siento mucho canija. Tengo que despedirte. El negocio no va bien, a
la gente ya no le gusta pintar sus coches, los seguros pagan poco…
El
mundo, el universo entero tenía la culpa, menos él, que era el
dueño del negocio y de la bota. Apartó las llaves de su nuevo
Mercedes, me colocó delante unos papeles y, con toda amabilidad, me
ofreció su exclusivo Caran D’Ache de oro. «Eso es mentira.
Quieres darle mi puesto al inútil de tu yerno», pensé mientras
firmaba.
—Abre
bien los ojos —dije conteniendo el impulso de decirle a la cara lo
de su yerno— o llevarás este negocio a la ruina.
Cuando
firmé, me arrebató el
boli
de
la mano, recogió su copia con rapidez, supongo que temiendo que
pudiera arrepentirme, y me entregó un sobre. «Cuéntalo si
quieres», dijo, pero ni siquiera me molesté en hacerlo.
—El
verdadero motivo de tu despido es para contratar a mi yerno —me
espetó, como si se sintiera orgulloso de haberme engañado y soltó
una sonora carcajada que hizo balancear su gelatinosa papada—.
Espero no volver a verte la cara —añadió.
—Ojalá
sea así. La porquería de sueldo que me pagabas tampoco me
compensaba por aguantar la tuya… no te creas —repliqué
resignada.
Me
levanté, doblé el sobre y lo metí en un bolsillo trasero de mis
vaqueros.
Una
vez oí decir que guardar algún documento, por ejemplo una tarjeta
de visita, en el bolsillo de atrás, era como hacer un desprecio a la
persona que te lo entregaba. Lo hice adrede, por si mi jefe también
lo había oído, y salí.
Por
fin era libre para morirme de hambre. A mis cuarenta, a pesar de ser
muy buena en mi profesión, el futuro no se me antojaba fácil.
En
eso pensaba mientras caminaba absorta quitando restos de pintura de
mis cutículas, cuando me sobresaltó el estruendo del claxon de un
coche negro, detenido a un centímetro de mí. Del susto, faltó poco
para que diera con mi pellejo en el suelo. El conductor, gigante como
un luchador de wrestling, bajó del coche fúnebre con cara de
asesino, como si quisiera convertirme en su cliente allí mismo,
cuestionándose a gritos si yo era idiota mientras reprimía el gesto
de propinarme un guantazo en toda la cara, lo que seguramente me
hubiera dejado lista para ocupar la parte trasera de su coche.
Siempre
pensé que si algún día fuera atropellada, prefería que lo hiciera
una ambulancia o un elegante coche fúnebre como el que tenía
delante, dependiendo de la gravedad de las lesiones. Así todos nos
ahorraríamos muchas molestias. «No es momento para estas absurdas
disquisiciones»,
pensé.
Supongo que consciente del daño irreparable que me provocaría un
solo bofetón suyo, ni siquiera demasiado fuerte, la ira del
conductor pareció ir disminuyendo por segundos y aproveché para
disculparme por el despiste.
El
matón me dio la espalda, masculló una maldición y se metió en su
coche. Mientras se alejaba memoricé la matrícula. Teniendo en
cuenta que seguía viva después de mi encuentro con aquel
mastodonte, pensé que si me moría pronto, sería de justicia
devolverle el favor, sobre todo para bien de su negocio.
Mientras
pensaba en ello noté que me dolía la rodilla izquierda. De nuevo me
sentí tan insegura como una lagartija, esta vez, sorprendida tomando
el sol en el patio de un colegio a la hora del recreo. Después de
recorrer dos calles volví a ver el coche aparcado frente a una
funeraria que no sabía ni que estaba allí, a pesar de que pasaba
por la puerta a diario. Lo más probable es que no la hubiera visto
hasta ese momento, ya que no entraba en mis planes morirme pronto.
Ensayé
un poco la cojera dando cuatro o cinco pasos; di la vuelta, repetí
y, por fin, me decidí a entrar.
—Hola.
Quisiera hablar con el conductor del coche que está ahí fuera —pedí
al magnífico ejemplar masculino del mostrador, que me dedicó una
sonrisa mientras me observaba con curiosidad.
—Espere
un segundo, por favor. Ahora mismo le aviso —respondió mientras
descolgaba el teléfono y pulsaba un botón.
Era
guapo y además, educado. Calculé que tendría treinta y pocos.
—Gracias
—respondí, mientras oí que decía: «Papá. Te buscan aquí
fuera».
Sonó
una puerta y el matón apareció por el pasillo mirando al suelo. Me
parecía imposible que ese bigfoot fuera el padre de aquel
monumento del mostrador. Cuando el bigfoot levantó la cabeza
y me vio, se detuvo un instante paralizado por la sorpresa y de
repente aceleró su paso hacia mí.
—¿Qué
pasa ahora? —masculló con malos modos, mientras colocaba su brazo
sobre mi hombro empujando un poco para dirigirme hacia uno de los
rincones, lejos de la puerta de entrada y alejado también del
mostrador.
—Me
duele la pierna. —dije señalando hacia abajo.
Eso
lo descolocó y decidió retirar su mano, como si hubiera sufrido una
descarga eléctrica.
—¿La
pierna? ¿Y a mí qué me cuentas? ¿Qué te crees que esto es un
hospital? Creí que sabías que a nuestros clientes ya no les duele
nada.
—Eso
ya lo sé. No necesito de vuestros servicios. Lo que quiero es que me
des tus datos para el seguro —respondí casi susurrando— perdí
mi trabajo hace un rato y necesito dinero. Si no, iré al médico y
luego a la policía para contarles que me atropellaste —añadí
para parecer convincente.
—¿Qué
te atropellé? ¡Pero si ni siquiera te toqué!
—¡Ya!
Tú y yo lo sabemos, pero ellos no. Además, a ti qué te importa.
Tendrás seguro ¿no?
El
matón se acarició la barbilla mientras me inspeccionaba de pies a
cabeza. Creo que por un momento pensó en asesinarme allí mismo.
Hubiera sido fácil. Después podía meter mi cadáver en una caja de
las más baratas y sacarme de allí, teniendo en cuenta que a nadie
le resultaría raro verlo salir con un fiambre.
—¡A
ver! Tú, ¿qué sabes hacer… aparte de ensuciarte las manos?
—Reparo
y pinto carrocerías. Soy experta en pinturas y tengo las manos
limpias. Esto es pintura y no se quita. Ya viste lo que pasó cuando
intentaba limpiarme las uñas. Por poco me cuesta la vida —respondí
mostrándole el dorso de mis manos.
Quería
mirar al monumento del mostrador, pero la imponente figura de su
padre tapaba todo mi campo visual. Parecía hacerlo adrede.
—Así
que reparas y pintas… ¿eh? Y eres una experta en pinturas. Vale.
Si te doy trabajo… te olvidas ¿de lo otro? No es que me preocupe
demasiado, ya que no podrías demostrar nada, pero tengo un puesto
vacante y necesito cubrirlo.
—¿Que
me darías trabajo? De qué.
—Pues
de reparadora y pintora de carrocerías. De qué va a ser. Espera
aquí un momento.
Mientras
esperaba me acerqué al mostrador, pero él debió sospechar algo
porque tardó menos de un minuto en regresar para entregarme un
compact-disc
dentro
de una funda de plástico transparente.
—Te
estudias bien esto durante el fin de semana y, si te interesa, el
lunes vienes a las nueve, pero con las manos limpias. Si no, por tu
bien, será mejor que no vuelvas a aparecer por aquí.
Cogí
el disco, y si el mamut que era su padre no hubiera permanecido
vigilante hasta que salí, hubiera cogido también a su hijo para
llevármelo a casa. De todas formas, antes de salir le guiñé un ojo
con disimulo, como haría cualquier lagartija habilidosa y él me
devolvió una sonrisa que podría fundir acero.
Entonces
me pasó como a sus clientes habituales: que ya no me dolía nada.
«Los
sumerios, los egipcios, los romanos… preparaban los cadáveres, los
perfumaban y los vestían con sus mejores galas para que los amigos y
familiares pudieran verlos y despedirse de ellos…».
Así
comenzaba el curso acelerado que debía aprender antes del lunes.
Tres horas y media hablando de difuntos, que multiplicadas por cuatro
veces que lo vi… pues eso: más muertos que en una película de
Tarantino.
El
lunes, a las nueve en punto, estaba en la funeraria. Al verme llegar,
el modelo del mostrador me sonrió de nuevo, y no esperó para llamar
a su padre. Todavía no sabía que estaba a punto de convertirme, por
el momento, solo en su compañera de trabajo.
—¿Sabías
que algunas religiones creen que el cuerpo no es más que una especie
de carrocería? ¿Un envase no reutilizable? Es decir: que cuando
muere el cuerpo, creen el espíritu lo abandona en espera de que se
le conceda otro —me explicó el mastodonte, matón, bigfoot
filósofo que después supe que se llamaba Juan.
—Apasionante.
Con
la cara de asesino que puso, de nuevo me sentí lagartija; pero esta
vez me duró menos.
—Como
debiste ver en el curso, tu trabajo consistirá en reparar, maquillar
y peinar a los fallecidos, además de perfumarlos y vestirlos para
los velatorios.
—Vale.
—Si
se trata de una mujer es probable que se te dé mejor, ya que pueden
pedirte cosas como que le pintes los ojos y los labios de un
determinado color porque en vida siempre lo hacía así; incluso
algunos familiares desean que sean enterrados con sus joyas u otros
objetos personales —decía mientras recorríamos el pasillo.
—De
acuerdo. No hay problema.
Entramos
a una sala. Tumbado sobre una camilla vi un bulto grande cubierto
por completo por una sábana, excepto los pies.
—Ese
será tu primer trabajo —dijo señalando hacia la camilla—. Tiene
los ojos abiertos como platos. Lo recogimos ayer por la tarde. Se
daba una comilona en un restaurante de lujo y, según dijeron, se
atragantó con un trozo de solomillo al roquefort. Ahí tienes los
utensilios, tu bata, su traje y una bolsita con sus efectos
personales. Su familia desea que los lleve.
—Está
bien —dije dispuesta a olvidar para siempre mi empleo anterior.
Como
dijo mi jefe, lo más probable es que nunca más volviéramos a
vernos las caras.
—Me
marcho. Aquí encima te dejo estos papeles para que los leas y los
firmes. Es el contrato.
Apenas
presté atención a lo que leía. Cuando vi el sueldo y recordé la
sonrisa del mostrador, supe que lo que me convenía era firmar.
Necesitaba un bolígrafo y busqué entre los efectos del difunto.
Allí
lo encontré.
Un
exclusivo Caran D’Ache.
Y
era de oro.
Muy bueno!!
ResponderEliminarEs un cuento logrado, apela y recrea con destreza circunstancias cotidianas, hilarantes y sarcásticas. El final inusitado, irreverente, corrosivo, me parece estupendo.
ResponderEliminarFelicidades a José Luis Chaparry
ResponderEliminarExtraordinario, divertido, y sorprendente, muy bien escrito. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias a Julio por la publicación de mi relato. Hago extensivo el agradecimiento a los lectores que dejaron su comentario y me alegra haber conseguido alguna sonrisa.
ResponderEliminarEn este relato se nos muestra la habilidad de una joven que en el mismo día que pierde un trabajo, encuentra otro. Es ingenioso, vivo ...
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarAmeno, divertido, ingenioso, tal como tu eres son tus relatos, osea geniales.
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