17 julio 2020

Elucubraciones de una lagartija

José Luis Chaparro



Cuando el gordo de mi jefe me llamó a su oficina, me invitó a tomar asiento y me habló poniendo cara de pena, sudando como recién salido de una sauna, se confirmaron todas mis sospechas. Lo que iba a hacerme era como cortar la cuerda de un alpinista en pleno descenso vertical, negar agua a un perdido en el desierto o robarle el abrigo a un esquimal en plena tormenta de nieve. Sentí la misma impotencia que sentiría una lagartija al ver, aterrorizada, cómo se agrandara sobre ella la sombra de una bota del 45 con refuerzo metálico.
—Lo siento mucho canija. Tengo que despedirte. El negocio no va bien, a la gente ya no le gusta pintar sus coches, los seguros pagan poco…
El mundo, el universo entero tenía la culpa, menos él, que era el dueño del negocio y de la bota. Apartó las llaves de su nuevo Mercedes, me colocó delante unos papeles y, con toda amabilidad, me ofreció su exclusivo Caran D’Ache de oro. «Eso es mentira. Quieres darle mi puesto al inútil de tu yerno», pensé mientras firmaba.
—Abre bien los ojos —dije conteniendo el impulso de decirle a la cara lo de su yerno— o llevarás este negocio a la ruina.
Cuando firmé, me arrebató el boli de la mano, recogió su copia con rapidez, supongo que temiendo que pudiera arrepentirme, y me entregó un sobre. «Cuéntalo si quieres», dijo, pero ni siquiera me molesté en hacerlo.
—El verdadero motivo de tu despido es para contratar a mi yerno —me espetó, como si se sintiera orgulloso de haberme engañado y soltó una sonora carcajada que hizo balancear su gelatinosa papada—. Espero no volver a verte la cara —añadió.
—Ojalá sea así. La porquería de sueldo que me pagabas tampoco me compensaba por aguantar la tuya… no te creas —repliqué resignada.
Me levanté, doblé el sobre y lo metí en un bolsillo trasero de mis vaqueros.
Una vez oí decir que guardar algún documento, por ejemplo una tarjeta de visita, en el bolsillo de atrás, era como hacer un desprecio a la persona que te lo entregaba. Lo hice adrede, por si mi jefe también lo había oído, y salí.
Por fin era libre para morirme de hambre. A mis cuarenta, a pesar de ser muy buena en mi profesión, el futuro no se me antojaba fácil.
En eso pensaba mientras caminaba absorta quitando restos de pintura de mis cutículas, cuando me sobresaltó el estruendo del claxon de un coche negro, detenido a un centímetro de mí. Del susto, faltó poco para que diera con mi pellejo en el suelo. El conductor, gigante como un luchador de wrestling, bajó del coche fúnebre con cara de asesino, como si quisiera convertirme en su cliente allí mismo, cuestionándose a gritos si yo era idiota mientras reprimía el gesto de propinarme un guantazo en toda la cara, lo que seguramente me hubiera dejado lista para ocupar la parte trasera de su coche.
Siempre pensé que si algún día fuera atropellada, prefería que lo hiciera una ambulancia o un elegante coche fúnebre como el que tenía delante, dependiendo de la gravedad de las lesiones. Así todos nos ahorraríamos muchas molestias. «No es momento para estas absurdas disquisiciones», pensé. Supongo que consciente del daño irreparable que me provocaría un solo bofetón suyo, ni siquiera demasiado fuerte, la ira del conductor pareció ir disminuyendo por segundos y aproveché para disculparme por el despiste.
El matón me dio la espalda, masculló una maldición y se metió en su coche. Mientras se alejaba memoricé la matrícula. Teniendo en cuenta que seguía viva después de mi encuentro con aquel mastodonte, pensé que si me moría pronto, sería de justicia devolverle el favor, sobre todo para bien de su negocio.
Mientras pensaba en ello noté que me dolía la rodilla izquierda. De nuevo me sentí tan insegura como una lagartija, esta vez, sorprendida tomando el sol en el patio de un colegio a la hora del recreo. Después de recorrer dos calles volví a ver el coche aparcado frente a una funeraria que no sabía ni que estaba allí, a pesar de que pasaba por la puerta a diario. Lo más probable es que no la hubiera visto hasta ese momento, ya que no entraba en mis planes morirme pronto.
Ensayé un poco la cojera dando cuatro o cinco pasos; di la vuelta, repetí y, por fin, me decidí a entrar.
—Hola. Quisiera hablar con el conductor del coche que está ahí fuera —pedí al magnífico ejemplar masculino del mostrador, que me dedicó una sonrisa mientras me observaba con curiosidad.
—Espere un segundo, por favor. Ahora mismo le aviso —respondió mientras descolgaba el teléfono y pulsaba un botón.
Era guapo y además, educado. Calculé que tendría treinta y pocos.
—Gracias —respondí, mientras oí que decía: «Papá. Te buscan aquí fuera».
Sonó una puerta y el matón apareció por el pasillo mirando al suelo. Me parecía imposible que ese bigfoot fuera el padre de aquel monumento del mostrador. Cuando el bigfoot levantó la cabeza y me vio, se detuvo un instante paralizado por la sorpresa y de repente aceleró su paso hacia mí.
—¿Qué pasa ahora? —masculló con malos modos, mientras colocaba su brazo sobre mi hombro empujando un poco para dirigirme hacia uno de los rincones, lejos de la puerta de entrada y alejado también del mostrador.
—Me duele la pierna. —dije señalando hacia abajo.
Eso lo descolocó y decidió retirar su mano, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica.
—¿La pierna? ¿Y a mí qué me cuentas? ¿Qué te crees que esto es un hospital? Creí que sabías que a nuestros clientes ya no les duele nada.
—Eso ya lo sé. No necesito de vuestros servicios. Lo que quiero es que me des tus datos para el seguro —respondí casi susurrando— perdí mi trabajo hace un rato y necesito dinero. Si no, iré al médico y luego a la policía para contarles que me atropellaste —añadí para parecer convincente.
—¿Qué te atropellé? ¡Pero si ni siquiera te toqué!
—¡Ya! Tú y yo lo sabemos, pero ellos no. Además, a ti qué te importa. Tendrás seguro ¿no?
El matón se acarició la barbilla mientras me inspeccionaba de pies a cabeza. Creo que por un momento pensó en asesinarme allí mismo. Hubiera sido fácil. Después podía meter mi cadáver en una caja de las más baratas y sacarme de allí, teniendo en cuenta que a nadie le resultaría raro verlo salir con un fiambre.
—¡A ver! Tú, ¿qué sabes hacer… aparte de ensuciarte las manos?
—Reparo y pinto carrocerías. Soy experta en pinturas y tengo las manos limpias. Esto es pintura y no se quita. Ya viste lo que pasó cuando intentaba limpiarme las uñas. Por poco me cuesta la vida —respondí mostrándole el dorso de mis manos.
Quería mirar al monumento del mostrador, pero la imponente figura de su padre tapaba todo mi campo visual. Parecía hacerlo adrede.
—Así que reparas y pintas… ¿eh? Y eres una experta en pinturas. Vale. Si te doy trabajo… te olvidas ¿de lo otro? No es que me preocupe demasiado, ya que no podrías demostrar nada, pero tengo un puesto vacante y necesito cubrirlo.
—¿Que me darías trabajo? De qué.
—Pues de reparadora y pintora de carrocerías. De qué va a ser. Espera aquí un momento.
Mientras esperaba me acerqué al mostrador, pero él debió sospechar algo porque tardó menos de un minuto en regresar para entregarme un compact-disc dentro de una funda de plástico transparente.
—Te estudias bien esto durante el fin de semana y, si te interesa, el lunes vienes a las nueve, pero con las manos limpias. Si no, por tu bien, será mejor que no vuelvas a aparecer por aquí.
Cogí el disco, y si el mamut que era su padre no hubiera permanecido vigilante hasta que salí, hubiera cogido también a su hijo para llevármelo a casa. De todas formas, antes de salir le guiñé un ojo con disimulo, como haría cualquier lagartija habilidosa y él me devolvió una sonrisa que podría fundir acero.
Entonces me pasó como a sus clientes habituales: que ya no me dolía nada.
«Los sumerios, los egipcios, los romanos… preparaban los cadáveres, los perfumaban y los vestían con sus mejores galas para que los amigos y familiares pudieran verlos y despedirse de ellos…».
Así comenzaba el curso acelerado que debía aprender antes del lunes. Tres horas y media hablando de difuntos, que multiplicadas por cuatro veces que lo vi… pues eso: más muertos que en una película de Tarantino.
El lunes, a las nueve en punto, estaba en la funeraria. Al verme llegar, el modelo del mostrador me sonrió de nuevo, y no esperó para llamar a su padre. Todavía no sabía que estaba a punto de convertirme, por el momento, solo en su compañera de trabajo.
—¿Sabías que algunas religiones creen que el cuerpo no es más que una especie de carrocería? ¿Un envase no reutilizable? Es decir: que cuando muere el cuerpo, creen el espíritu lo abandona en espera de que se le conceda otro —me explicó el mastodonte, matón, bigfoot filósofo que después supe que se llamaba Juan.
—Apasionante.
Con la cara de asesino que puso, de nuevo me sentí lagartija; pero esta vez me duró menos.
—Como debiste ver en el curso, tu trabajo consistirá en reparar, maquillar y peinar a los fallecidos, además de perfumarlos y vestirlos para los velatorios.
—Vale.
—Si se trata de una mujer es probable que se te dé mejor, ya que pueden pedirte cosas como que le pintes los ojos y los labios de un determinado color porque en vida siempre lo hacía así; incluso algunos familiares desean que sean enterrados con sus joyas u otros objetos personales —decía mientras recorríamos el pasillo.
—De acuerdo. No hay problema.
Entramos a una sala. Tumbado sobre una camilla vi un bulto grande cubierto por completo por una sábana, excepto los pies.
—Ese será tu primer trabajo —dijo señalando hacia la camilla—. Tiene los ojos abiertos como platos. Lo recogimos ayer por la tarde. Se daba una comilona en un restaurante de lujo y, según dijeron, se atragantó con un trozo de solomillo al roquefort. Ahí tienes los utensilios, tu bata, su traje y una bolsita con sus efectos personales. Su familia desea que los lleve.
—Está bien —dije dispuesta a olvidar para siempre mi empleo anterior.
Como dijo mi jefe, lo más probable es que nunca más volviéramos a vernos las caras.
—Me marcho. Aquí encima te dejo estos papeles para que los leas y los firmes. Es el contrato.
Apenas presté atención a lo que leía. Cuando vi el sueldo y recordé la sonrisa del mostrador, supe que lo que me convenía era firmar. Necesitaba un bolígrafo y busqué entre los efectos del difunto.
Allí lo encontré.
Un exclusivo Caran D’Ache.
Y era de oro.

8 comentarios:

  1. Es un cuento logrado, apela y recrea con destreza circunstancias cotidianas, hilarantes y sarcásticas. El final inusitado, irreverente, corrosivo, me parece estupendo.

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  2. Extraordinario, divertido, y sorprendente, muy bien escrito. Enhorabuena.

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  3. Muchas gracias a Julio por la publicación de mi relato. Hago extensivo el agradecimiento a los lectores que dejaron su comentario y me alegra haber conseguido alguna sonrisa.

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  4. En este relato se nos muestra la habilidad de una joven que en el mismo día que pierde un trabajo, encuentra otro. Es ingenioso, vivo ...

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  5. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  6. Ameno, divertido, ingenioso, tal como tu eres son tus relatos, osea geniales.

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