Maltratados en Italia
Ubaldo
Baldinotti
Traducción,
adaptación y notas de Julio Sánchez Mingo
Los
veteranos italianos de la I Guerra Mundial, a su retorno del frente,
o de los campos de prisioneros, encontraron un país que los
rechazaba y donde al poco se encontraron sin trabajo, ni oficio ni
beneficio. Muchos de ellos, permeables a los cantos de sirena de
Mussolini, pasaron a engrosar las huestes fascistas que condujeron a
Italia al apocalipsis.
¿Sería
el clasismo imperante en la sociedad italiana de la época lo que
produjo ese repudio? La tropa se nutrió de las clases humildes y las
clases pudientes y los profesionales conformaron la oficialidad del
ejército. He aquí un testimonio personal y directo, y muy
didáctico, de esa tragedia de hace poco más de 100 años.
Estación de Pistoia en 1918. |
El
20 de diciembre de 1918 nos pusimos en marcha, de vuelta a casa. La
primera etapa, desde el campo de concentración alemán hasta la
frontera helvética, la realizamos en tren, cómodamente, en coches
de pasajeros muy limpios, de tercera clase. En las estaciones del
recorrido la acogida a los prisioneros italianos fue cálida y
festiva, especialmente en Suiza. A nuestro paso nos ofrecían rica y
abundante comida y, de regalo, tabletas de chocolate, puros y
cigarrillos.
El
trayecto duró todo el día y cuando llegamos a Domodossola, tras
atravesar el túnel del Simplón, ya era de noche. En esta población
nos esperaba la primera gran decepción. Nada más tocar suelo
italiano, nos hicieron cambiar de convoy y abordar uno compuesto por
vagones de transporte de ganado, rotulados con la leyenda: "Ocho
caballos y cuarenta hombres". Era la recompensa por tanto
sacrificio y sufrimiento, primero en las trincheras, luchando por
nuestro país, y después en un campo de concentración, en un
durísimo régimen de encarcelamiento. La segunda gran desilusión
fue verdaderamente amarga. En cada furgón que nos habían hecho
ocupar, habían situado a un recluta de guardia, con fusil y bayoneta
calada, como si fuéramos criminales en traslado de un penal a otro,
en lugar de soldados liberados de un campo de prisioneros de guerra.
Afortunadamente, la mala impresión que sufrimos inicialmente se
atenuó ante el comportamiento indeciso de nuestros escoltas, todos
ellos jóvenes de la quinta de 1900. Se adivinaba su temor, incluso
su miedo. Les hicimos comprender que no debían recelar de nosotros,
que no pretendíamos causarles problema alguno. Los invitamos a
sentarse a nuestro lado y les obsequiamos con algún pedazo de pan
blanco y onzas de chocolate, puros y cigarrillos, que teníamos en
abundancia. Se percataron rápidamente de nuestra situación y se
acomodaron junto a nosotros, sobre la mullida paja. Una vez superada
su inicial desconfianza, nos preguntaron sobre nuestras andanzas en
el frente, cómo nos habían hecho prisioneros, sobre nuestra
estancia en cautiverio. Todos nosotros, unos más y otros menos,
teníamos algo que contar de nuestra experiencia en la guerra así
como de nuestra reclusión en Alemania y satisficimos ampliamente su
natural curiosidad.
Salimos
de Domodossola ya de noche, pero, como el tren avanzaba a paso de
tortuga, llegamos a Milán a las siete del día 24, la víspera de
Navidad. Pero los disgustos y las amarguras no habían terminado.
Incluso fueron mayores, porque tanto los ciudadanos como el personal
de servicio de la estación nos acogieron con una frialdad y un
desafecto que mostraba su desagrado y desconfianza ante la llegada de
nuestro convoy, como si nosotros en lugar de ser los restos de un
ejército victorioso, que se había batido por ellos, fuéramos unos
apestados, transmisores de una epidemia. Qué diferencia entre la
recepción calurosa y festiva que nos habían dispensado a lo largo
de nuestro trayecto por Suiza y el desconcertante recibimiento en la
capital lombarda, que nos causó un grave daño moral y nos alteró
profundamente. Mal debía estar Italia para, habiendo ganado la
guerra, otorgarnos tal acogida, carente de cariño y amabilidad y
llena de gestos despectivos. Paradójico comportamiento la de
aquellos que habían evitado el frente y no habían soportado grandes
sacrificios, que no se sentían obligados a darnos calor, aliento y
afecto.
El
tren circulaba tan despacio que, cada cierto rato, se veía a alguno
de los compañeros tirarse en marcha. Preferían hacer a pie el
recorrido hasta su cercano hogar para llegar lo antes posible y poder
disfrutar de la noche de Navidad
en familia.
A
eso de la una del mediodía llegamos a Bolonia. El deseo del
reencuentro en fecha tan señalada, después de tanta calamidad, nos
invadía. Continuamos víaje por la línea de la Porrettana, pero
siempre muy despacio, lo que acrecentaba nuestras ansias por llegar.
Nos informaron que nuestro destino era Tarquinia, un campo de
concentración cercano a Roma. Entonces le dije al teniente que nos
acompañaba que, aprovechando la fulgurante velocidad a la que
circulábamos, al llegar a Florencia me bajaría en marcha, que mi
mayor deseo era disfrutar de la Navidad con mis ancianos padres, tras
los más de dos años transcurridos desde mi último permiso
invernal. El oficial, con semblante sonriente, me respondió que
tenía orden de conducirnos a Tarquinia y que si me escapaba podría
meterme en líos, a lo que yo le contesté que nada sería peor que
lo padecido en el frente y durante el cautiverio en Alemania.
Procediendo
muy lentamente llegamos a Pistoia. Tras una breve parada se reanudó
la marcha para a continuación volver a detenerse unos minutos en
Montale Agliana. En media hora más alcanzamos Prato, desde donde ya
se respiraba aire florentino, dada la poca distancia a la metrópoli
toscana. Era noche cerrada cuando dejamos la ciudad de las hilaturas.
Pasamos por Calenzano y Sesto Fiorentino. Al llegar a Castello, a lo
lejos, divisé la capital toda iluminada, donde destacaban la cúpula
del Duomo y la torre del Palacio Viejo. Me conmoví al tiempo que
sentí una gran alegría.
La
estación anterior a la Central de Florencia era Rifredi, donde yo
pensaba, como fuera, abandonar el tren. Al entrar el convoy en el
cambio de agujas y aminorar la velocidad para detenerse en el
apeadero, aprovechamos, otros cuatro y yo, para bajarnos en marcha,
saltando por el lado opuesto a la salida de los víajeros, por la
parte de las vías, conocedores de la existencia de un paso a nivel
cercano, que nos facilitaría la huida evitando los controles
existentes. Tras caminar unos metros por la escarpadura de la
plataforma, nos topamos con una pareja de carabineros, un guardia y
su adjunto, un granadero, asignados a la vigilancia de la linea
férrea. El responsable nos preguntó de dónde veníamos y nos
solicitó la documentación. Respondimos que acabábamos de dejar el
tren que estaba allí estacionado y que no disponíamos de ninguna
identificación, que a bordo todos eran soldados italianos liberados
de los campos de prisioneros en Alemania, de donde procedíamos.
Según escuchó nuestra respuesta, el granadero se dirigió a su
superior diciendo: "Deja que se vayan, pobres hijos. Así podrán
llegar pronto a casa, a pasar la Navidad con sus padres o con la
mujer y los hijos". El carabinero nos dijo que nos fuéramos
corriendo y que si alguna patrulla nos paraba no reveláramos este
encuentro, porque de lo contrario les crearíamos graves problemas y
podrían ser castigados duramente.
Alcanzamos
la
carretera que se dirigía a Rifredi y nos montamos en un remolque del
tranvía 8 que estaba allí parado. Como cobrador había una señorita
que nos pidió el importe de los billetes. Le contestamos que sólo
teníamos marcos alemanes, que rechazó por no poder aceptarlos. Nos
conminó a apearnos para ella poder tocar la señal de trompetilla de
orden de marcha,
a lo que le repliqué que tuviera paciencia, que podía tocar la
trompetilla o el trombón, pero que nosotros no nos bajábamos,
porque teníamos prisa por llegar a casa. Mientras discutíamos con
la tranviaria, se entrometió un anciano y distinguido señor, que,
de forma arrogante, nos reprochó que no era una forma educada de
tratar a
una dama. Resentido
le respondí que tenía razón, pero que nosotros no podíamos tener
dinero italiano, porque, aún siendo italianos, eramos también,
desgraciadamente, soldados italianos1,
repatriados y provenientes de campos de prisioneros en Baviera. En
cuanto escuchó mis palabras,
el caballero cambió de tono y su actitud mutó de arisca a benévola,
se dirigió a la cobradora, la tranquilizó, le pagó nuestros
billetes y comentó lo mucho que debíamos haber sufrido. Al llegar
al final de trayecto, en vía de los Pecori,
se empeñó en llevarnos al bar Italia. Nos invitó a café, nos
ofreció cinco cigarrillos a cada uno y nos dio dinero para poder
coger el tranvía. Deseándonos felicidades, nos estrechó
cordialmente la mano, se despidió y se fue a paso vivo.
Llovía
y yo estaba en vía de los Pecori, esperando el tranvía 15 para
casa. Vestía de forma desaliñada y estrambótica, ni de civil ni de
uniforme militar. Llevaba unas polainas alemanas, un chaquetón de
color amarillento de soldado italiano, una chaqueta que me había
hecho confeccionar por un sastre en Bilburg, aprovechando un abrigo
que me había regalado un prisionero francés, y me cubría con una
gorra de paño de aire deportivo. Cargaba un baúl de madera con
todas mis pertenencias. Llevaba tiempo allí y había tenido que
dejar pasar dos o tres unidades porque mi voluminoso equipaje me
impedía abordarlas. Rondaban la parada una pareja de carabineros
que, por dos veces, me habían echado un atento vistazo, esperando mi
reacción. Quizá mi extraña indumentaria les había levantado
sospechas. Tras un rato de cavilaciones,
decidí lo que consideré más conveniente, alejarme caminando,
no
fuera que a los uniformados les diera por interrogarme y terminara en
el cuartelillo, perdiéndome la celebración de la Navidad en
familia. Me encaminé hacia mi casa, pasando por la plaza Antinori,
la Cruz del Trebbio, la plaza de Santa Maria Novella, la plaza Manin,
recorrí parte del Lungarno Vespucci, que me llevó al puente
colgante,
donde crucé el Arno. Tras atravesar el barrizal de vía Bronzino,
tomé la vía Pisana. Desde este punto hasta casa de mis padres había
algo menos de dos kilómetros. Empecé a tener la sensación de que
no llegaba nunca, como si, en lugar de avanzar, retrocediera, como si
el camino no tuviera fin, tan grande era mi deseo de recorrer esa
distancia rápidamente. Mi mente, cansada, comenzó a elucubrar,
pensando si mis padres estarían vivos, si habrían tenido fuerzas
para soportar tantos tormentos, especialmente mi madre a quien había
dejado dos años antes delicada de salud. Con estos fúnebres
pensamientos rondándome la cabeza, la fatiga acumulada y las fuerzas
disminuidas , parecía que el camino no terminaba jamás.
Me
dí ánimos para sortear el desfallecimiento. En la acera derecha de
la vía Sant'Angelo me detuve para cambiarme el pesado baúl de
hombro, a unos 120 metros de mi ansiado destino final. Me adelantó
una pareja y el hombre, al verme, dijo a su acompañante: "Mira,
María, este soldado vuelve a casa por Navidad". Él no me había
reconocido pero yo me percaté de que era un viejo amigo de mi padre,
por lo que me dirigí a él diciendo: "Cecchino, ¿qué tal
va?". Me
miró al oírme y, al darse cuenta de quien era yo, se ofreció a
llevar mi equipaje. Recorrimos
los pocos metros que nos quedaban hasta la morada de mis padres, en
el número, en aquellos tiempos, 394. La casa no daba propiamente a
la calle, sino a un pequeño patio, donde había otras dos viviendas.
La puerta estaba abierta. Pensé que el conocido de mi padre, que se
había adelantado, habría anunciado mi presencia. Entré
directamente, saludando: "Buenas noches, ¿cómo va?". Mi
pobre madre, que estaba junto al hogar, con el fuelle en la mano,
gritó: "¡Mi niño!", y se me colgó del cuello,
llenándome la cara de besos. Casi perdí el sentido por la emoción.
Cuando me recuperé, pasado algún minuto, la garganta me ardía
porque me habían hecho ingerir una taza de café con coñac muy
caliente.
1
En
la Gran Guerra, la existencia de imperios multinacionales como el
otomano, el austrohúngaro o el ruso,
y las grandes bolsas de irredentismo,
condujeron a que muchos soldados combatieran bajo bandera distinta a
la de su identidad nacional.
Ubaldo
Baldinotti (1890-1970), nació en Florencia, hijo de un modesto
zapatero. Fue un alumno aplicado que tuvo que dejar los estudios muy
joven para ayudar a su familia, trabajando como orfebre y colaborando
también con su padre. En 1911, fue llamado a filas y enviado a la
guerra contra Turquía, aunque fue licenciado pronto por ser hijo
único. Nuevamente reclutado en 1915, luchó en el frente del
Trentino y en las trincheras del Carso. Hecho prisionero tras la
debacle del ejército italiano en Caporetto, fue internado en un
campo de concentración en Baviera hasta el final de la guerra.
Durante su cautiverio padeció la gripe española de 1918. Escribió
unos diarios que cubren todo el período de la Gran Guerra,
conservados en el Archivio
Diaristico Nazionale de Pieve di Santo Stefano,
http://archiviodiari.org/.
Maltrattati
in Italia
es un capítulo de esas memorias.
Conmovedor testimonio del supremo drama del hombre, el delirante afán depredador de su propia especie y el desencanto amargo de que en la guerra los vencedores y los vencidos no tiene patria ni bandera.
ResponderEliminarInteresante y emotivo relato de una durísima realidad.
ResponderEliminarUna excelente traducción,la cual,hace
mucho más vívida la lectura.
Buon lavoro e magnífica storia.
ResponderEliminarUn capolavoro
Los que luchan las guerras en el frente "carne de cañón" son los que después siguen luchando una guerra espiritual sin cuartel para recobrar su humanidad.
ResponderEliminarImportante conocer, la memoria plasmada, sencilla e impactante.
ResponderEliminarQue importante dejar las experiencias en un diario, que afortunadamente podemos leer gracias a su traductor. Memorias intensas, cuanto sufrimiento por las guerras. Gracias.
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