24 julio 2020

Maltratados en Italia

Ubaldo Baldinotti
Traducción, adaptación y notas de Julio Sánchez Mingo

Los veteranos italianos de la I Guerra Mundial, a su retorno del frente, o de los campos de prisioneros, encontraron un país que los rechazaba y donde al poco se encontraron sin trabajo, ni oficio ni beneficio. Muchos de ellos, permeables a los cantos de sirena de Mussolini, pasaron a engrosar las huestes fascistas que condujeron a Italia al apocalipsis. ¿Sería el clasismo imperante en la sociedad italiana de la época lo que produjo ese repudio? La tropa se nutrió de las clases humildes y las clases pudientes y los profesionales conformaron la oficialidad del ejército. He aquí un testimonio personal y directo, y muy didáctico, de esa tragedia de hace poco más de 100 años.

Estación de Pistoia en 1918.
El 20 de diciembre de 1918 nos pusimos en marcha, de vuelta a casa. La primera etapa, desde el campo de concentración alemán hasta la frontera helvética, la realizamos en tren, cómodamente, en coches de pasajeros muy limpios, de tercera clase. En las estaciones del recorrido la acogida a los prisioneros italianos fue cálida y festiva, especialmente en Suiza. A nuestro paso nos ofrecían rica y abundante comida y, de regalo, tabletas de chocolate, puros y cigarrillos.
El trayecto duró todo el día y cuando llegamos a Domodossola, tras atravesar el túnel del Simplón, ya era de noche. En esta población nos esperaba la primera gran decepción. Nada más tocar suelo italiano, nos hicieron cambiar de convoy y abordar uno compuesto por vagones de transporte de ganado, rotulados con la leyenda: "Ocho caballos y cuarenta hombres". Era la recompensa por tanto sacrificio y sufrimiento, primero en las trincheras, luchando por nuestro país, y después en un campo de concentración, en un durísimo régimen de encarcelamiento. La segunda gran desilusión fue verdaderamente amarga. En cada furgón que nos habían hecho ocupar, habían situado a un recluta de guardia, con fusil y bayoneta calada, como si fuéramos criminales en traslado de un penal a otro, en lugar de soldados liberados de un campo de prisioneros de guerra. Afortunadamente, la mala impresión que sufrimos inicialmente se atenuó ante el comportamiento indeciso de nuestros escoltas, todos ellos jóvenes de la quinta de 1900. Se adivinaba su temor, incluso su miedo. Les hicimos comprender que no debían recelar de nosotros, que no pretendíamos causarles problema alguno. Los invitamos a sentarse a nuestro lado y les obsequiamos con algún pedazo de pan blanco y onzas de chocolate, puros y cigarrillos, que teníamos en abundancia. Se percataron rápidamente de nuestra situación y se acomodaron junto a nosotros, sobre la mullida paja. Una vez superada su inicial desconfianza, nos preguntaron sobre nuestras andanzas en el frente, cómo nos habían hecho prisioneros, sobre nuestra estancia en cautiverio. Todos nosotros, unos más y otros menos, teníamos algo que contar de nuestra experiencia en la guerra así como de nuestra reclusión en Alemania y satisficimos ampliamente su natural curiosidad.
Salimos de Domodossola ya de noche, pero, como el tren avanzaba a paso de tortuga, llegamos a Milán a las siete del día 24, la víspera de Navidad. Pero los disgustos y las amarguras no habían terminado. Incluso fueron mayores, porque tanto los ciudadanos como el personal de servicio de la estación nos acogieron con una frialdad y un desafecto que mostraba su desagrado y desconfianza ante la llegada de nuestro convoy, como si nosotros en lugar de ser los restos de un ejército victorioso, que se había batido por ellos, fuéramos unos apestados, transmisores de una epidemia. Qué diferencia entre la recepción calurosa y festiva que nos habían dispensado a lo largo de nuestro trayecto por Suiza y el desconcertante recibimiento en la capital lombarda, que nos causó un grave daño moral y nos alteró profundamente. Mal debía estar Italia para, habiendo ganado la guerra, otorgarnos tal acogida, carente de cariño y amabilidad y llena de gestos despectivos. Paradójico comportamiento la de aquellos que habían evitado el frente y no habían soportado grandes sacrificios, que no se sentían obligados a darnos calor, aliento y afecto.
El tren circulaba tan despacio que, cada cierto rato, se veía a alguno de los compañeros tirarse en marcha. Preferían hacer a pie el recorrido hasta su cercano hogar para llegar lo antes posible y poder disfrutar de la noche de Navidad en familia.
A eso de la una del mediodía llegamos a Bolonia. El deseo del reencuentro en fecha tan señalada, después de tanta calamidad, nos invadía. Continuamos víaje por la línea de la Porrettana, pero siempre muy despacio, lo que acrecentaba nuestras ansias por llegar. Nos informaron que nuestro destino era Tarquinia, un campo de concentración cercano a Roma. Entonces le dije al teniente que nos acompañaba que, aprovechando la fulgurante velocidad a la que circulábamos, al llegar a Florencia me bajaría en marcha, que mi mayor deseo era disfrutar de la Navidad con mis ancianos padres, tras los más de dos años transcurridos desde mi último permiso invernal. El oficial, con semblante sonriente, me respondió que tenía orden de conducirnos a Tarquinia y que si me escapaba podría meterme en líos, a lo que yo le contesté que nada sería peor que lo padecido en el frente y durante el cautiverio en Alemania.
Procediendo muy lentamente llegamos a Pistoia. Tras una breve parada se reanudó la marcha para a continuación volver a detenerse unos minutos en Montale Agliana. En media hora más alcanzamos Prato, desde donde ya se respiraba aire florentino, dada la poca distancia a la metrópoli toscana. Era noche cerrada cuando dejamos la ciudad de las hilaturas. Pasamos por Calenzano y Sesto Fiorentino. Al llegar a Castello, a lo lejos, divisé la capital toda iluminada, donde destacaban la cúpula del Duomo y la torre del Palacio Viejo. Me conmoví al tiempo que sentí una gran alegría.
La estación anterior a la Central de Florencia era Rifredi, donde yo pensaba, como fuera, abandonar el tren. Al entrar el convoy en el cambio de agujas y aminorar la velocidad para detenerse en el apeadero, aprovechamos, otros cuatro y yo, para bajarnos en marcha, saltando por el lado opuesto a la salida de los víajeros, por la parte de las vías, conocedores de la existencia de un paso a nivel cercano, que nos facilitaría la huida evitando los controles existentes. Tras caminar unos metros por la escarpadura de la plataforma, nos topamos con una pareja de carabineros, un guardia y su adjunto, un granadero, asignados a la vigilancia de la linea férrea. El responsable nos preguntó de dónde veníamos y nos solicitó la documentación. Respondimos que acabábamos de dejar el tren que estaba allí estacionado y que no disponíamos de ninguna identificación, que a bordo todos eran soldados italianos liberados de los campos de prisioneros en Alemania, de donde procedíamos. Según escuchó nuestra respuesta, el granadero se dirigió a su superior diciendo: "Deja que se vayan, pobres hijos. Así podrán llegar pronto a casa, a pasar la Navidad con sus padres o con la mujer y los hijos". El carabinero nos dijo que nos fuéramos corriendo y que si alguna patrulla nos paraba no reveláramos este encuentro, porque de lo contrario les crearíamos graves problemas y podrían ser castigados duramente.
Alcanzamos la carretera que se dirigía a Rifredi y nos montamos en un remolque del tranvía 8 que estaba allí parado. Como cobrador había una señorita que nos pidió el importe de los billetes. Le contestamos que sólo teníamos marcos alemanes, que rechazó por no poder aceptarlos. Nos conminó a apearnos para ella poder tocar la señal de trompetilla de orden de marcha, a lo que le repliqué que tuviera paciencia, que podía tocar la trompetilla o el trombón, pero que nosotros no nos bajábamos, porque teníamos prisa por llegar a casa. Mientras discutíamos con la tranviaria, se entrometió un anciano y distinguido señor, que, de forma arrogante, nos reprochó que no era una forma educada de tratar a una dama. Resentido le respondí que tenía razón, pero que nosotros no podíamos tener dinero italiano, porque, aún siendo italianos, eramos también, desgraciadamente, soldados italianos1, repatriados y provenientes de campos de prisioneros en Baviera. En cuanto escuchó mis palabras, el caballero cambió de tono y su actitud mutó de arisca a benévola, se dirigió a la cobradora, la tranquilizó, le pagó nuestros billetes y comentó lo mucho que debíamos haber sufrido. Al llegar al final de trayecto, en vía de los Pecori, se empeñó en llevarnos al bar Italia. Nos invitó a café, nos ofreció cinco cigarrillos a cada uno y nos dio dinero para poder coger el tranvía. Deseándonos felicidades, nos estrechó cordialmente la mano, se despidió y se fue a paso vivo.
Llovía y yo estaba en vía de los Pecori, esperando el tranvía 15 para casa. Vestía de forma desaliñada y estrambótica, ni de civil ni de uniforme militar. Llevaba unas polainas alemanas, un chaquetón de color amarillento de soldado italiano, una chaqueta que me había hecho confeccionar por un sastre en Bilburg, aprovechando un abrigo que me había regalado un prisionero francés, y me cubría con una gorra de paño de aire deportivo. Cargaba un baúl de madera con todas mis pertenencias. Llevaba tiempo allí y había tenido que dejar pasar dos o tres unidades porque mi voluminoso equipaje me impedía abordarlas. Rondaban la parada una pareja de carabineros que, por dos veces, me habían echado un atento vistazo, esperando mi reacción. Quizá mi extraña indumentaria les había levantado sospechas. Tras un rato de cavilaciones, decidí lo que consideré más conveniente, alejarme caminando, no fuera que a los uniformados les diera por interrogarme y terminara en el cuartelillo, perdiéndome la celebración de la Navidad en familia. Me encaminé hacia mi casa, pasando por la plaza Antinori, la Cruz del Trebbio, la plaza de Santa Maria Novella, la plaza Manin, recorrí parte del Lungarno Vespucci, que me llevó al puente colgante, donde crucé el Arno. Tras atravesar el barrizal de vía Bronzino, tomé la vía Pisana. Desde este punto hasta casa de mis padres había algo menos de dos kilómetros. Empecé a tener la sensación de que no llegaba nunca, como si, en lugar de avanzar, retrocediera, como si el camino no tuviera fin, tan grande era mi deseo de recorrer esa distancia rápidamente. Mi mente, cansada, comenzó a elucubrar, pensando si mis padres estarían vivos, si habrían tenido fuerzas para soportar tantos tormentos, especialmente mi madre a quien había dejado dos años antes delicada de salud. Con estos fúnebres pensamientos rondándome la cabeza, la fatiga acumulada y las fuerzas disminuidas , parecía que el camino no terminaba jamás.
Me dí ánimos para sortear el desfallecimiento. En la acera derecha de la vía Sant'Angelo me detuve para cambiarme el pesado baúl de hombro, a unos 120 metros de mi ansiado destino final. Me adelantó una pareja y el hombre, al verme, dijo a su acompañante: "Mira, María, este soldado vuelve a casa por Navidad". Él no me había reconocido pero yo me percaté de que era un viejo amigo de mi padre, por lo que me dirigí a él diciendo: "Cecchino, ¿qué tal va?". Me miró al oírme y, al darse cuenta de quien era yo, se ofreció a llevar mi equipaje. Recorrimos los pocos metros que nos quedaban hasta la morada de mis padres, en el número, en aquellos tiempos, 394. La casa no daba propiamente a la calle, sino a un pequeño patio, donde había otras dos viviendas. La puerta estaba abierta. Pensé que el conocido de mi padre, que se había adelantado, habría anunciado mi presencia. Entré directamente, saludando: "Buenas noches, ¿cómo va?". Mi pobre madre, que estaba junto al hogar, con el fuelle en la mano, gritó: "¡Mi niño!", y se me colgó del cuello, llenándome la cara de besos. Casi perdí el sentido por la emoción. Cuando me recuperé, pasado algún minuto, la garganta me ardía porque me habían hecho ingerir una taza de café con coñac muy caliente.

1 En la Gran Guerra, la existencia de imperios multinacionales como el otomano, el austrohúngaro o el ruso, y las grandes bolsas de irredentismo, condujeron a que muchos soldados combatieran bajo bandera distinta a la de su identidad nacional.
 
Ubaldo Baldinotti (1890-1970), nació en Florencia, hijo de un modesto zapatero. Fue un alumno aplicado que tuvo que dejar los estudios muy joven para ayudar a su familia, trabajando como orfebre y colaborando también con su padre. En 1911, fue llamado a filas y enviado a la guerra contra Turquía, aunque fue licenciado pronto por ser hijo único. Nuevamente reclutado en 1915, luchó en el frente del Trentino y en las trincheras del Carso. Hecho prisionero tras la debacle del ejército italiano en Caporetto, fue internado en un campo de concentración en Baviera hasta el final de la guerra. Durante su cautiverio padeció la gripe española de 1918. Escribió unos diarios que cubren todo el período de la Gran Guerra, conservados en el Archivio Diaristico Nazionale de Pieve di Santo Stefano, http://archiviodiari.org/. Maltrattati in Italia es un capítulo de esas memorias.

6 comentarios:

  1. Conmovedor testimonio del supremo drama del hombre, el delirante afán depredador de su propia especie y el desencanto amargo de que en la guerra los vencedores y los vencidos no tiene patria ni bandera.

    ResponderEliminar
  2. Interesante y emotivo relato de una durísima realidad.
    Una excelente traducción,la cual,hace
    mucho más vívida la lectura.

    ResponderEliminar
  3. Buon lavoro e magnífica storia.
    Un capolavoro

    ResponderEliminar
  4. Los que luchan las guerras en el frente "carne de cañón" son los que después siguen luchando una guerra espiritual sin cuartel para recobrar su humanidad.

    ResponderEliminar
  5. Importante conocer, la memoria plasmada, sencilla e impactante.

    ResponderEliminar
  6. Que importante dejar las experiencias en un diario, que afortunadamente podemos leer gracias a su traductor. Memorias intensas, cuanto sufrimiento por las guerras. Gracias.

    ResponderEliminar

Los comentarios de este blog están sujetos a moderación. No serán visibles hasta que el administrador los valide. Muchas gracias por su participación.