16 julio 2021

Crónica atípica

Luis M. de Blas

 


Fue por un dolor de muelas.

Hace bastantes años, tras varios días sufriendo dolores y con la esperanza de que no me arruinaran las vacaciones me decidí a acudir a un dentista de la pequeña localidad donde me encontraba.

En la sala de espera ya se encontraban varias personas así que decidí armarme de paciencia y me dispuse a pasar la presumible larga espera con una revista. Cogí la primera del montón sobre la mesa de la sala de espera. Se titulaba Cosas nuestras y tenía una preciosa foto de portada de un perro pastor recogiendo un rebaño de ovejas. La abrí y empecé a curiosear su interior, deteniéndome en las fotos de la zona que ilustraban sus reportajes. Tras pasar varias páginas un encabezado llamó mi atención. Miré la sección a la que pertenecía que resultó ser Ecos de sociedad, lo que me hizo volver a leer el titular. Decía: Vivir viuda, morir novia. Aquello prometía, así que me dispuse a prestar mi atención al artículo. Era el siguiente:

VIVIR VIUDA, MORIR NOVIA, por E. H. Gomezón

Pido disculpas a mis lectores habituales por la crónica de esta semana, tan distinta de las habituales, pero el hecho merece la pena y estoy seguro que ninguno de quienes me leen habitualmente quedará decepcionado. A los que no, bueno, la semana que viene volveré al redil.

Hace unas semanas recibí una extraña invitación. Se trataba de la celebración del cumpleaños y al mismo tiempo primer aniversario de la muerte de doña Angustias Lobo Martínez, viuda de don Enrique Ceballos, por lo que era más conocida, como muchos de ustedes saben, como la viuda Ceballos o abuela Ceballos, pues así la llamaba todo el mundo en la localidad, especialmente quienes de niños frecuentábamos su pequeña tienda, que más que de ultramarinos y prensa nos parecía un bazar del tesoro, pues no solo encontrábamos en ella tebeos y novelas de aventuras sino pequeños juguetes y golosinas de todas clases que, a veces, incluso nos regalaba. Siempre había gente en ella, revoloteando o sentada en los largos bancos corridos. A veces incluso era el lugar donde quedábamos los amigos, pues no nos importaba que alguno llegara tarde ya que la abuela Ceballos siempre estaba contando historias. De sus hijos, de sus nietos, pero sobre todo de su marido, muerto en la guerra muchos años atrás. A las jóvenes les hablaba de su época de novios y le encantaba contarles cómo le recitaba versos, con su voz que ella decía clara y fresca como el agua de un arroyo en una mañana de primavera, y les repetía el que más recordaba de tanto que se lo recitó:

Ojos claros, serenos.

Si de un dulce mirar sois alabados

¿por qué si me miráis, miráis airados?

Si cuanto más piadosos más bellos parecéis a aquel que os mira, no me miréis con ira, porque no parezcáis menos hermosos.

Ay, tormentos rabiosos. Ojos claros, serenos, ya que así me miráis, miradme al menos.

Las jóvenes escuchaban embelesadas y alguna, un poco mayor que las demás y quizá ya empollando, se sonrojaba y volvía la cara hacia otro lado o fingía leer un libro. Muchos de mis lectores recordarán aquella tienda y seguro que pasaron más de una tarde entre sus paredes, hojeando tebeos, comiendo dulces y riendo entre amigos.

Tanta era mi curiosidad que decidí asistir a tan extraña invitación, sobre todo porque en la época de su fallecimiento me encontraba de prácticas en una provincia lejana, por lo que no supe de su muerte —de la que algunos murmuraban cosas extrañas— hasta tiempo después de mi vuelta. La cita decía como fecha: “El próximo 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, cuando el sol empieza a prestar su oro a las espigas”…

Llegado el día me puse una ropa no demasiado formal y me dirigí a la casa familiar de los Ceballos, una pequeña finca en las afueras. Desde la verja de entrada todo estaba adornado con flores y plantas silvestres, supongo que queriendo dar un aire de fiesta al lugar, lo que casaba con tan extraña celebración. Una vez dentro los adornos y guirnaldas corroboraban la intención de la familia. Había incluso un pequeño altar no sé de qué otra forma llamarlo— en el que se encontraba una foto de la abuela Ceballos, recostada en su mecedora con los ojos cerrados, con la mayor cara de felicidad que había visto en toda mi vida, sosteniendo una pequeña y extraña caja entre sus manos. En el margen inferior ponía una fecha: 29 de junio.

Charlé con algunos conocidos que recordaban hechos que yo tenía olvidados. Alguno reconoció tener aún en su poder algún libro no devuelto que la viuda Ceballos jamás reclamaba, pues decía que correr de mano en mano era su mejor destino. La tarde fue pasando y los invitados iban regresando a sus casas. En un momento dado, ya anocheciendo y con la casa casi vacía, me encontré sentado en un sofá con algunos de los hijos que reían con los recuerdos, sujetando de vez en cuando alguna lágrima. En uno de esos momentos hubo un silencio mayor de lo habitual y, para salvarlo, se me ocurrió comentar la foto de la anciana, preguntando si era antigua, de otro cumpleaños muy anterior. Vi aparecer unas sonrisas en sus rostros y creí descubrir unas miradas cómplices entre ellos. El mayor de los hijos, un tanto azorado, me respondió que no. La foto era del cumpleaños anterior, el último que celebró con vida, y la foto se tomó instantes después de su muerte, rodeada de su familia y de una visita inesperada.

Según me contó, acababa de soplar las velas y estaban cuidando que los nietos no lo pusieran todo perdido con la tarta, cuando vieron llegar una pequeña y extraña comitiva: dos jeeps con varios soldados, precedidos de dos flamantes coches negros, seguramente vehículos oficiales, dadas las dos banderas que lucía uno de ellos. Pararon frente a la entrada de la casa y de uno de ellos descendieron dos hombres, un militar de alta graduación, a juzgar por las estrellas y medallas de su uniforme, y un hombre mayor vestido con un elegante esmoquin. Pensaron que habrían errado el camino y buscaban ayuda, pero ellos preguntaron por la viuda y familiares de don Enrique Ceballos. Totalmente sorprendidos pero aún más intrigados les hicieron pasar, entrando con ellos cuatro soldados que portaban varias cajas de diverso tamaño y de contenido desconocido. Tras las presentaciones oportunas, en las que el hombre vestido de etiqueta resultó ser el agregado cultural de la embajada francesa, el militar explicó la razón de su visita, para lo que hubo de remontarse a los hechos ocurridos en los últimos meses de la guerra mundial.

En uno de los campos de concentración, el más habitado por españoles, se instaló como médico un personaje peculiar, el Dr. René Lefevre, un francés enamorado de España, que trataba con la mayor humanidad que le permitían a los presos, especialmente a los españoles. Dado su afán por saber y la cantidad de tiempo disponible, se propuso una labor casi imposible: deseaba crear un registro de los acentos de las diferentes tierras de España, para lo que fue tomando nota de los datos de todos los presos, especialmente su lugar de nacimiento y lugar de residencia, cuando era distinto del anterior, efectuando grabaciones de su forma de hablar, ya fuera leyendo pasajes de la Biblia, los que eran católicos, o de cualquier otro libro o manual a elección del preso.

Se sabía desde siempre que nadie sobrevivió a su estancia en aquel campamento, pero lo que no era del dominio público era que el buen doctor Lefevre conservó sus archivos, que pasaron a su muerte a propiedad de las autoridades francesas, quienes los custodiaron y conservaron. Fruto de la colaboración entre los dos países se creó un archivo con todas las grabaciones, efectuando copias en soportes más actuales, para preservar su conservación, buscando además las referencias necesarias para llevar a cabo una tarea aún mayor, que era la que les había traído hasta aquí. En ese momento el militar se volvió a los soldados y dio la orden de proceder. Los soldados sacaron de sus embalajes un antiguo gramófono, un disco de baquelita que manejaban con gran cuidado y una pequeña caja. Una vez estuvo todo dispuesto el militar y el agregado cultural francés se pusieron en pie. Los soldados formaron en posición de firmes tras los dos hombres y el militar hizo entrega ceremoniosamente de la pequeña caja, que dijo contener una grabación restaurada, copia del original, en nombre de los gobiernos de España y Francia. La viuda Ceballos sujetó la pequeña caja entre sus manos, sentándose en su mecedora, aun sin entender del todo lo que le estaban relatando. Entonces el agregado de la embajada francesa pidió a la anciana su permiso para continuar. Ella asintió sin saber qué otra cosa decir ni qué vendría a continuación. Entonces uno de los soldados, se atavió con unos guantes blancos, tomó cuidadosamente el disco de baquelita, lo colocó en el antiguo gramófono, dio vueltas a la manivela, giró la bocina amplificadora y posó la aguja sobre el disco.

Empezaron a sonar unos chirridos extraños, quizá por la antigüedad de la grabación, seguidos por una voz que, en pobre castellano pero con claro acento francés, decía que podía empezar la grabación. Después se oía un carraspeo, como el de alguien intentando aclararse la voz. Tras unos segundos de silencio se oyó una voz, clara y fresca como el agua de un arroyo en una mañana de primavera, que decía:

Ojos claros, serenos,

Si de un dulce mirar sois alabado,

¿por qué si me miráis, miráis airados?...

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