17 noviembre 2015

Gamberretes, disciplina y retretes, por Julio Sánchez Mingo


Gamberretes, disciplina y retretes
Julio Sánchez Mingo
Noviembre 2015

En mi colegio la disciplina era muy estricta. Con 11 ó 12 años el preside, director, Mario Villoresi, me pescó subiendo del recreo el último de todos, a toda mecha, los escalones de tres en tres, con la energía propia de esa edad. El muy ignorante se debió pensar que iba a llegar a clase después que el profesor de turno. Resultado: me expulsó de clase por ese día, debiendo irme a casa de inmediato. ¡Falta gravísima, pena máxima! Me acompañó a secretaría y dio las pertinentes instrucciones a Joaquina, una cascarrabias administrativa-secretaria-señora para todo, para que se ejecutara la pena. Menudo problema se le planteó a la buena señora cuando le dije que no tenía dinero para volver a casa, yo iba al colegio en el autobús escolar, y que debía coger un taxi. Obviamente no tenía una edad muy apropiada para ir solo en transporte público. Aflojar la mosca no formaba parte de la cultura organizativa del colegio, pero se tuvieron que resignar. A todo esto yo estaba muerto de miedo pensando en la que se me iba a venir encima al llegar a casa. Pero, milagro, mi santa madre sólo me dijo que debía ser bueno y portarme correctamente, que no se repitiera. A mi favor estaba el hecho de que sacaba buenas notas. A posteriori, analizando el hecho fríamente, parece un castigo exagerado.

A pesar de esa disciplina absurda y excesiva, el control que la dirección y los profesores ejercían sobre nosotros era prácticamente nulo. Valgan como muestra algunos ejemplos.

Estábamos en I o II Media, los cursos de los 11 ó 12 años. Teníamos un compañero, Félix Abal, muy inquieto, nervioso, vivaracho, uno de los mejores de clase jugando al fútbol. Si no recuerdo mal era nuestro capitán. Nuestra aula estaba en la segunda planta de un edificio de techos altísimos, el antiguo palacio de los condes de Santa Coloma. En la misma planta había unos servicios para los alumnos. Al pieza de Abal sólo se le ocurrió, alguna que otra vez, salir por la ventana de esos servicios, pasearse por una cornisa de la fachada del edificio, de no más de medio metro de ancho y a una altura sobre el suelo del patio equivalente a cuatros pisos de un edificio de viviendas actual, y, llegando hasta el ventanal de un aula, saludar al “respetable público” que la ocupaba, sin que el profesor de turno se percatara de nada, volviendo a continuación sobre sus pasos al refugio seguro de los servicios. Para haberse matado. Omertà, el silencio cómplice de los mafiosos, absoluta. Control nulo.

San Isidro de no recuerdo qué año. Ya eramos unos adolescentes. Intentábamos ligar todo lo posible con resultados más bien exiguos. Vamos, en román paladino, que no nos comíamos una rosca. Menos mal que siempre nos quedaba el fútbol. El colegio nos llevó de excursión a la laguna de Peñalara. Y allí, a unos de los mayores gamberretes, el rabo de lagartija Angelito de Lera, un año mayor que nosotros, no se le ocurrió mejor idea que bañarse en la laguna, en mayo, en pleno deshielo. Salió del agua totalmente morado, aterido, los labios casi negros. ¿Dónde estarían o en qué estaban pensando nuestros amados profesores? Control nulo.

Esta otra vez la jugada me salió bien, pero me podía haber costado un disgusto. Estábamos en el último año del colegio, eramos los mayores, teníamos 17 años. Verdaderos delincuentes en potencia. El profesor Marsiglia, de Literatura Italiana, alias Picchio, pájaro carpintero, o Picchiarello, Pájaro Loco, por su notable y aguileña nariz, me estaba preguntando en la pizarra sobre el tema del día. En un cierto momento me percaté de que Caco Salomone y Massimo Schiantarelli se habían apropiado de lo ajeno, en este caso de mi merendina, mi bocadillo de media mañana para el recreo, algo realmente sagrado, pasándosela el uno al otro. No podía consentirlo por lo que, ante el asombro de todos, profesor incluido, me dirigí hacia ellos y recuperé tan preciado tesoro. Menuda bronca me cayó. ¡Que cómo se me ocurría! !Qué era una grave falta de respeto al profesor! Menos mal que el asunto no pasó a mayores. Me expulsó de clase y basta. Yo, por si las moscas, prudentemente, busqué cobijo y escondite en los servicios, no fuera que el preside me viera por los pasillos. Los servicios eran como una embajada. Allí disfrutábamos de inmunidad. Marsiglia era una buena y bella persona, amante de su asignatura. Nosotros unos auténticos mostrencos. Un año antes, también en una clase de su materia, vi que se exaltaba y emocionaba explicando y recitando una poesía de Leopardi. Comprendí que la poesía es algo bello, profundo, interesante. Me hizo descubrir la poesía. Le estaré eternamente agradecido.

Massimo Schiantarelli era un muy querido y simpático compañero, siempre risueño y sonriente, con un tupé a lo Tintín. Le llamábamos Schiantapalle, Rompepelotas. Dos años después falleció en un trágico accidente de tráfico junto a su hermana Franca y a las dos hermanas Werner, todas ellas alumnas de nuestro colegio. Estén dónde estén, un recuerdo y un fuerte abrazo para todos ellos, especialmente para mi entrañable Massimo.

Entre clase y clase siempre ibamos a los servicios, al gabinetto. Allí lo que menos hacíamos eran nuestras necesidades fisiológicas. Era un lugar de encuentro y confraternización con los amiguetes y, ya con quince o dieciséis años, el escenario perfecto para alguna que otra batalla de lapos, de gargajos. A pesar de aquello, en cuanto llegaba el profesor de turno al aula y comenzaba la clase, dependiendo de su grado de permisividad, no todos eran iguales, empezábamos con la cantilena de posso andare a gabinetto?, ¿puedo ir al servicio? Sería más correcto, como apunta acertadamente Luis González Echeverría, decir in gabinetto. Nunca nos corrigió nadie. Teníamos un profesor de Matemáticas llamado Cardone, alias il fesso del bastone, el tonto del bastón, pues se había hecho un puntero con un palo que había cogido del material de nuestra clase de Applicazioni Tecniche, Manualidades en la lengua de la Meseta, con el que iba a todas partes. El buen hombre era de la teoría de que a los alumnos había que permitirles ir al servicio durante la clase pues no se debía reprimir el que hiciéramos nuestras necesidades. Abusábamos de él hasta el infinito. Un día se debió agotar su paciencia. Ramón Ancochea pidió permiso para ir al servicio y Cardone se lo denegó, ante lo que mi compañero, como venganza, con toda su flema gallega, col cul fece trombetta, que dice Dante en la Divina Comedia, se tiró un sonoro y espectacular cuesco. La carcajada fue general. El profesor Cardone, encajó la estocada como un auténtico gentleman. No se inmutó y siguió con la clase.

El profesor Notte con sus alumnos de II Media. El Paular 15 de mayo de 1965
De izquierda a derecha. De pie: Jesús Sotillo, Carlos Díaz, Ramón Ancochea, Alfonso Prieto (de otro curso), Antonio Galán, Franco Biagioni y Fernando Ramos. Agachados: César Rodríguez, Julio Sánchez Mingo, Félix Abal, Sandro Corradi y Eduardo Fernández Galán

El profesor que mejor nos mantenía a raya, que mayor respeto inspiraba, era Giovanni Notte. En su clase nadie se movía, se hubiera podido oir el vuelo de una mosca. Marilù Ciattei me decía hace poco que le daba miedo, aunque reconocía que sus calificaciones eran justas. ¿Cómo lo hacía? Dominio de la escena. Nunca se alteraba ni elevaba la voz. Era un intelectual de izquierdas que había estado preso en campos de concentración durante la II Guerra Mundial. Corría por el colegio la leyenda urbana de que había sido torturado y castrado, pues estaba casado con una rubia y atractiva mujer, 10 ó 15 años más joven que él, y no tenían hijos. Cuando entraba en el aula se hacía un silencio absoluto, sepulcral. Al repasar sus notas, para seleccionar y llamar a alguno de nosotros a exponer la lección correspondiente, la tensión era máxima, todo el mundo contenía la respiración. Una vez pronunciado el apellido del desafortunado, los respiros de alivio resonaban en toda la estancia. Si decía Rodríguez todos nos relajábamos excepto los dos pobres Rodríguez, César y Rubio. La incertidumbre les llevaba al borde del infarto. Finalmente uno era el elegido y el otro exhalaba un fuerte soplido de desahogo. Al abandonar el profesor Notte el aula ya podía empezar una de las habituales batallas de tizas. Al finalizar su último año con nosotros para regresar a Italia, le regalamos un ejemplar de una edición ilustrada de gran formato de “A la Pintura” de Rafael Alberti. Se la dedicamos y firmamos. Al ver la dedicatoria nos dijo que habíamos cometido una falta. ¡Tierra, tráganos! Nos lo aclaró. Habíamos escrito – con afecto -. Genio y figura hasta la sepultura. Se había reído de nosotros hasta el último momento. Nos había toreado durante cinco años como el más diestro de los diestros en el arte de Cúchares. Falleció en Roma, años después, de un infarto que le sobrevino en un autobús. Es el profesor del colegio que más he admirado y querido. Su recuerdo siempre pervivirá en mí. Tante grazie, professor Notte.

4 comentarios:

  1. Admirable Julio, por la facilidad que tienes para recordar aquellos años del Liceo, y plasmarlos de forma tan amena.

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  2. Julio, hemos compartido clase y profesores, algunos, por lo menos mi admirado Notte, yo estaba con los Casquet,Áleu, Gómez, Ferreira, Acero,Tejela, Angelito Sainz y tantos otros que bien recuerdo, Zanchetta,y claro las chicas como no podía ser de otro modo. Un abrazo, placer leer estas notas. Ettore Acquani

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