Gamberretes,
disciplina y retretes
Julio
Sánchez Mingo
Noviembre
2015
En
mi colegio la disciplina era muy estricta. Con 11 ó 12 años el
preside, director, Mario Villoresi, me pescó subiendo
del recreo el último de todos, a toda mecha, los escalones de
tres en tres, con la energía propia de esa edad. El muy ignorante se
debió pensar que iba a llegar a clase después que el profesor de
turno. Resultado: me expulsó de clase por ese día, debiendo irme a
casa de inmediato. ¡Falta gravísima, pena máxima! Me acompañó a
secretaría y dio las pertinentes instrucciones a Joaquina, una
cascarrabias administrativa-secretaria-señora para todo, para que se
ejecutara la pena. Menudo problema se le planteó a la buena señora
cuando le dije que no tenía dinero para volver a casa, yo iba al
colegio en el autobús escolar, y que debía coger un taxi.
Obviamente no tenía una edad muy apropiada para ir solo en
transporte público. Aflojar la mosca
no formaba parte de la cultura organizativa del colegio, pero se
tuvieron que resignar. A todo esto yo estaba muerto de miedo
pensando en la que se me iba a venir encima al llegar a casa. Pero,
milagro, mi santa madre sólo me dijo que debía ser bueno y portarme
correctamente, que no se repitiera. A mi favor estaba el hecho de que
sacaba buenas notas. A posteriori, analizando el hecho fríamente,
parece un castigo exagerado.
A
pesar de esa disciplina absurda y excesiva, el control que la
dirección y los profesores ejercían sobre nosotros era
prácticamente nulo. Valgan como muestra algunos ejemplos.
Estábamos
en I o II Media, los cursos de los 11 ó 12 años. Teníamos un
compañero, Félix Abal, muy inquieto, nervioso, vivaracho, uno de
los mejores de clase jugando al fútbol. Si no recuerdo mal era
nuestro capitán. Nuestra aula estaba en la segunda planta de un
edificio de techos altísimos, el antiguo palacio de los condes de
Santa Coloma. En la misma planta había unos servicios para los
alumnos. Al pieza de Abal sólo se le ocurrió, alguna que otra vez,
salir por la ventana de esos servicios, pasearse por una cornisa de
la fachada del edificio, de no más de medio metro de ancho y a una
altura sobre el suelo del patio equivalente a cuatros pisos de un
edificio de viviendas actual, y, llegando hasta el ventanal de un
aula, saludar al “respetable público” que la ocupaba, sin que el
profesor de turno se percatara de nada, volviendo a continuación
sobre sus pasos al refugio seguro de los servicios. Para haberse
matado. Omertà, el silencio cómplice de los mafiosos,
absoluta. Control nulo.
San
Isidro de no recuerdo qué año. Ya eramos unos adolescentes.
Intentábamos ligar todo lo posible con resultados más bien exiguos.
Vamos, en román paladino, que no nos comíamos una rosca. Menos mal
que siempre nos quedaba el fútbol. El colegio nos llevó de
excursión a la laguna de Peñalara. Y allí, a unos de los mayores
gamberretes, el rabo de lagartija Angelito de Lera, un año mayor que
nosotros, no se le ocurrió mejor idea que bañarse en la laguna, en
mayo, en pleno deshielo. Salió del agua totalmente morado, aterido,
los labios casi negros. ¿Dónde estarían o en qué estaban pensando
nuestros amados profesores? Control nulo.
Esta
otra vez la jugada me salió bien, pero me podía haber costado un
disgusto. Estábamos en el último año del colegio, eramos los
mayores, teníamos 17 años. Verdaderos delincuentes en potencia. El
profesor Marsiglia, de Literatura Italiana, alias Picchio,
pájaro carpintero, o Picchiarello, Pájaro Loco, por su
notable y aguileña nariz, me estaba preguntando en la pizarra sobre
el tema del día. En un cierto momento me percaté de que Caco
Salomone y Massimo Schiantarelli se habían apropiado de lo ajeno, en
este caso de mi merendina, mi bocadillo de media mañana para
el recreo, algo realmente sagrado, pasándosela el uno al otro. No
podía consentirlo por lo que, ante el asombro de todos, profesor
incluido, me dirigí hacia ellos y recuperé tan preciado tesoro.
Menuda bronca me cayó. ¡Que cómo se me ocurría! !Qué era una
grave falta de respeto al profesor! Menos mal que el asunto no pasó
a mayores. Me expulsó de clase y basta. Yo, por si las moscas,
prudentemente, busqué cobijo y escondite en los servicios, no fuera
que el preside me viera por los pasillos. Los servicios eran
como una embajada. Allí disfrutábamos de inmunidad. Marsiglia era
una buena y bella persona, amante de su asignatura. Nosotros unos
auténticos mostrencos. Un año antes, también en una clase de su
materia, vi que se exaltaba y emocionaba explicando y recitando una
poesía de Leopardi. Comprendí que la poesía es algo bello,
profundo, interesante. Me hizo descubrir la poesía. Le estaré
eternamente agradecido.
Massimo
Schiantarelli era un muy querido y simpático compañero, siempre
risueño y sonriente, con un tupé a lo Tintín. Le llamábamos
Schiantapalle, Rompepelotas. Dos años después falleció en
un trágico accidente de tráfico junto a su hermana Franca y a las
dos hermanas Werner, todas ellas alumnas de nuestro colegio. Estén
dónde estén, un recuerdo y un fuerte abrazo para todos ellos,
especialmente para mi entrañable Massimo.
Entre
clase y clase siempre ibamos a los servicios, al gabinetto.
Allí lo que menos hacíamos eran nuestras necesidades fisiológicas.
Era un lugar de encuentro y confraternización con los amiguetes y,
ya con quince o dieciséis años, el escenario perfecto para alguna
que otra batalla de lapos, de gargajos. A pesar de aquello, en
cuanto llegaba el profesor de turno al aula y comenzaba la clase,
dependiendo de su grado de permisividad, no todos eran iguales,
empezábamos con la cantilena de posso andare a gabinetto?,
¿puedo ir al servicio? Sería más correcto, como apunta
acertadamente Luis González Echeverría, decir in gabinetto.
Nunca nos corrigió nadie. Teníamos un profesor de Matemáticas
llamado Cardone, alias il fesso del bastone, el tonto del
bastón, pues se había hecho un puntero con un palo que había
cogido del material de nuestra clase de Applicazioni Tecniche,
Manualidades en la lengua de la Meseta, con el que iba a todas
partes. El buen hombre era de la teoría de que a los alumnos había
que permitirles ir al servicio durante la clase pues no se debía
reprimir el que hiciéramos nuestras necesidades.
Abusábamos de él hasta el infinito. Un día se debió agotar su
paciencia. Ramón Ancochea pidió permiso para ir al servicio y
Cardone se lo denegó, ante lo que mi compañero, como venganza, con
toda su flema gallega, col cul fece trombetta, que dice Dante
en la Divina Comedia, se tiró un sonoro y espectacular cuesco. La
carcajada fue general. El profesor Cardone, encajó la estocada como
un auténtico gentleman. No se inmutó y siguió con la clase.
El
profesor Notte con sus alumnos de II Media. El Paular 15 de mayo de
1965
De
izquierda a derecha. De pie: Jesús Sotillo, Carlos Díaz, Ramón
Ancochea, Alfonso Prieto (de otro curso), Antonio Galán, Franco
Biagioni y Fernando Ramos. Agachados: César Rodríguez, Julio
Sánchez Mingo, Félix Abal, Sandro Corradi y Eduardo Fernández
Galán
El profesor que mejor nos mantenía a raya, que mayor respeto inspiraba, era Giovanni Notte. En su clase nadie se movía, se hubiera podido oir el vuelo de una mosca. Marilù Ciattei me decía hace poco que le daba miedo, aunque reconocía que sus calificaciones eran justas. ¿Cómo lo hacía? Dominio de la escena. Nunca se alteraba ni elevaba la voz. Era un intelectual de izquierdas que había estado preso en campos de concentración durante la II Guerra Mundial. Corría por el colegio la leyenda urbana de que había sido torturado y castrado, pues estaba casado con una rubia y atractiva mujer, 10 ó 15 años más joven que él, y no tenían hijos. Cuando entraba en el aula se hacía un silencio absoluto, sepulcral. Al repasar sus notas, para seleccionar y llamar a alguno de nosotros a exponer la lección correspondiente, la tensión era máxima, todo el mundo contenía la respiración. Una vez pronunciado el apellido del desafortunado, los respiros de alivio resonaban en toda la estancia. Si decía Rodríguez todos nos relajábamos excepto los dos pobres Rodríguez, César y Rubio. La incertidumbre les llevaba al borde del infarto. Finalmente uno era el elegido y el otro exhalaba un fuerte soplido de desahogo. Al abandonar el profesor Notte el aula ya podía empezar una de las habituales batallas de tizas. Al finalizar su último año con nosotros para regresar a Italia, le regalamos un ejemplar de una edición ilustrada de gran formato de “A la Pintura” de Rafael Alberti. Se la dedicamos y firmamos. Al ver la dedicatoria nos dijo que habíamos cometido una falta. ¡Tierra, tráganos! Nos lo aclaró. Habíamos escrito – con afecto -. Genio y figura hasta la sepultura. Se había reído de nosotros hasta el último momento. Nos había toreado durante cinco años como el más diestro de los diestros en el arte de Cúchares. Falleció en Roma, años después, de un infarto que le sobrevino en un autobús. Es el profesor del colegio que más he admirado y querido. Su recuerdo siempre pervivirá en mí. Tante grazie, professor Notte.
Admirable Julio, por la facilidad que tienes para recordar aquellos años del Liceo, y plasmarlos de forma tan amena.
ResponderEliminarGrazie Julio.
ResponderEliminarGrazie Julio.
ResponderEliminarJulio, hemos compartido clase y profesores, algunos, por lo menos mi admirado Notte, yo estaba con los Casquet,Áleu, Gómez, Ferreira, Acero,Tejela, Angelito Sainz y tantos otros que bien recuerdo, Zanchetta,y claro las chicas como no podía ser de otro modo. Un abrazo, placer leer estas notas. Ettore Acquani
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