El suicida fallido
Quienes superan la tentación de matarse, se aferran con lujuria a la vida
Vicente
Molina Foix
29
MAR 2014
Los
primeros suicidios que sufrí en mi vida fueron emprendidos por
Ramón Moix, antes de catalanizar su nombre de pila a lo latino, y
por Leopoldo María Panero, y en ambos actuó de intercesora o
reparadora Ana María, la hermana menor de Terenci. Los tres han
muerto, muchos años después de superar aquellos impulsos juveniles
y sobrevivir, luchando bravamente los hermanos Moix contra el mal de
los fumadores, y desmoronándose Leopoldo, sin dejar, hasta el
último aliento, de hacer resonar en muchos lectores incondicionales
el timbre de su incomparable voz. Con la desaparición de Ana María
y Leopoldo, ocurrida en el transcurso de una semana, se acaba
además, si no me equivoco, la huella genética de dos familias que
marcan una época y a mí me hicieron distinto y mejor de lo que era
al conocerles.
Aunque
me angustió sobre todo la primera ingestión de barbitúricos,
presencial
(como se dice ahora) y teniendo yo 19 años, aquellos suicidas no
querían llegar hasta el último confín de la muerte; la desearon
sin duda brevemente, por sufrimiento o desconsuelo, la creyeron
resolutoria, más que necesaria, y antes que nada la escenificaron
para media docena de espectadores a quienes iba dirigido el mensaje
de su desespero. En un interesante artículo escrito para la revista
francesa Le
Gai Pied,
Michel Foucault se ríe de la antigua asociación entre suicidio y
homosexualidad (el texto es de 1979) y habla más seriamente de la
voluntad de quitarse la vida; los que sobreviven, dice Foucault, “no
ven en torno al suicidio […] más que soledad, torpeza, llamadas
sin respuesta”. Ramón Terenci y Leopoldo (y también Ana María
en su propio intento conocido por mí, a través de una agitada
conferencia telefónica, ella en Barcelona, yo en Madrid) debieron
ver de cerca esa antesala lóbrega que prefigura a la muerte; quizá
por ello, acabado el periodo de sus sacrificios incruentos, se
aferraron los tres con lujuria, casi con avaricia, a la vida.
De mi
generación, Leopoldo María era el genio que brillaba con mayor
apresto, si bien su incandescencia tuvo pronto alguna opacidad,
algún apagón, que no le impidieron escribir al menos tres de los
libros mayores de la poesía novísima. A sus 18 años, cuando nos
encontramos por primera vez, ya no podía ser literalmente precoz,
pero su madre, Felicidad Blanc, tenía pruebas documentadas de algo
que precedía a la precocidad de ese segundo hijo; el deseo de
darlas a conocer se acentuó con las desdichas de aquél. Felicidad
era una mujer de gran capacidad fantástica, pero no creo que su
buena educación le permitiese mentir cuando, en su hermoso libro
memorial Espejo
de sombras
(1979), reproduce un poema escrito por Leopoldo María —el
“poetiso” de la casa como gustaba de llamarse él mismo— a los
cinco años. Parece el poema póstumo de un niño dotado de
misteriosos poderes de anticipación, y que escribe versos como
estos: “Yo me hallaba en la tumba / echado con las piedras, yo /
decía / Sacadme de la tumba pero / allí me dejaron con los
habitantes / de las cosas destruidas / que no eran ya más que /
cuatro mil esqueletos”.
Esa
hoja de papel del hijo de cinco años guardada por la madre tiene
toda la truculencia, y también el don de la imagen inesperada y
convulsiva del autor de Así
se fundó Carnaby Street,
el primer libro suyo. Leopoldo María era un grafómano, y lo ha
sido, por lo dado a conocer, hasta el final, aunque hace tiempo que
algunos dudaron de que todo lo que publicaba bajo su nombre hubiera
sido escrito por él. La leyenda, una de las que le acompañarán
siempre, es que recogía las palabras sueltas que sus compañeros de
internamiento clínico escribían en cualquier paquete de
cigarrillos o servilleta manchada, les daba el imprimatur
paneriano y las mandaba a algún editor complaciente. Así
se fundó Carnaby Street
es de 1970, asimismo año de aparición de la antología de
Castellet, Teoría
del 73, Narciso
en el acorde último de las flautas
del 79; son a mi entender los tres grandes títulos de su obra,
aunque el poeta siguió produciendo versos de calidad extraordinaria
por lo menos hasta la mitad de los años ochenta. El libro Poesía
1970-1985
que editó Visor en 1986 es así el compendio más riguroso del
escritor.
Dejamos
de vernos por aquel entonces. No era fácil seguirle en su desorden
febril, ni tampoco sostener una conversación que reprodujera la
elocuencia dislocada, pero nunca intrascendente del Leopoldo María
joven. Una vez, debió de ser en 1988, siendo yo profesor de
Filosofía del Arte en la Universidad del País Vasco, los alumnos
de los cursos superiores, que le adoraban, lo trajeron desde el
manicomio de Mondragón a dar una charla. El aula magna de la
desvencijada Facultad de Zorroaga (un antiguo asilo) estaba llena
hasta los topes cuando, al acabar las clases, quise escuchar a mi
antiguo amigo, el más íntimo que tuve entre los Novísimos. Me
quedé de pie junto a la puerta, no pudiendo pasar más allá por el
gentío. Leopoldo iba por la mitad de un discurso tan cautivador
como ininteligible, que al verme aún lo fue más, pues empezó a
introducir alusiones crípticas, y sicalípticas algunas, que
descolocaron al alumnado. Salí entonces del aula, aunque al acabar
su intervención (los aplausos se oyeron por todo el caserón)
tomamos unos zuritos
en el bar de la facultad, donde su risotada alcanzaba ecos de novela
gótica. La risa del ángel rebelde. No volví a verle de cerca ni a
hablar con él hasta el mes de octubre del 2012, cuando el festival
Cosmopoética
homenajeó en Córdoba a los Novísimos. Ana María Moix ya no pudo
venir, por sus problemas de salud, pero Leopoldo María llegó desde
Las Palmas —acompañado por una de las voluntarias protectoras que
los tres hermanos, es otro de los fascinantes enigmas de este
linaje, tuvieron siempre—, mostró su apremiante necesidad de
coca-colas,
ahora que ya no tomaba alcohol, leyó inconexamente y dejó, al
menos en mí, la sensación de una majestad caída.
Hay una
literatura de los Panero escrita por ellos mismos que forma en
conjunto un cuerpo artístico mucho más rico que el de la leyenda o
las glosas que los demás podamos hacer. Los dos libros, de
Felicidad Blanc, el editado por Argos Vergara y el de coleccionista
(con 10 espléndidas litografías del pintor Juan Gomila), las
cartas personales y los cuentos, bastantes más de los publicados,
del hermano pequeño Michi, la excelente poesía de madurez de Juan
Luis, y la obra completa, preferiblemente incompleta, de Leopoldo
María, que contra todo pronóstico, ha sido el último en morir.
Desde antes de cumplir los 20, y con los antecedentes infantiles
mencionados, Leopoldo María especulaba sobre la muerte, la
cortejaba. A veces en esa aproximación se mezclaba la imagen del
padre, fallecido cuando él contaba 14 años. Glosa
a un epitafio. Carta al padre,
es uno de sus poemas capitales, en el que hay evocaciones y citas de
Leopoldo senior,
“irremediablemente / unidos por la muerte”, escribe Leopoldo
junior.
El poema es de finales de los setenta. Yo no creo que Leopoldo María
haya estado —volviendo al dictamen de Foucault sobre los suicidas
fallidos— en soledad, y mucho menos desoído, en el largo tiempo
de vida al borde de la locura que siguió a sus primeros deseos de
matarse. Solitario quizá sí se haya sentido en el interior de su
cabeza, pero no le ha faltado, ni le faltará en el futuro, la
respuesta de quienes al leer sus versos oyen su llamada.
Vicente
Molina Foix
es escritor. Derechos reservados Grupo PRISA.
Nota del editor. Leopoldo María Panero estudió en el mismo colegio del editor. La publicación de este artículo es un homenaje a su memoria.
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