14 octubre 2022

Malditas simetrías

Arturo Martínez González


Siempre le habían atraído los objetos inútiles y pequeños. Su primer tesoro fue un taco terminado de billetes de tranvía; aún era un niño cuando se lo regaló un cobrador del 3 en su trayecto diario desde casa hasta la escuela. Faltaban años para que sucediera aquello que lo convirtió, también a él, en algo inútil y pequeño. Esperó un buen rato en la parada, aún no se atrevía a subirse en marcha. Se puso de puntillas para asomar la cabeza sobre el mostrador de acero que parapetaba al cobrador y le alargó la moneda. El gigante de gorra de visera y chapa de latón en el pecho arrancó el último billete y se lo entregó junto con el taco terminado. Se estiró un poco más para alcanzar el regalo y lo escondió en el fondo de la cartera, temeroso de que se lo arrebatara alguno de los mayores.

En los años siguientes, inició otras colecciones de objetos igualmente inútiles y minúsculos. Una bala del 7 1/2 vacía de pólvora, regalo de un primo recién llegado de la mili, ocupó un lugar de honor en su estantería, junto a otras balas, cartuchos y casquillos de menor calibre, recogidos a escondidas en el campo de tiro, y hasta un par de balines de plomo robados en una caseta de la feria. Un viejo plumier se fue llenando lentamente de cabos de lápices agotados; no había mayor satisfacción para él que terminar un lápiz y guardar los restos en aquel ataúd, pero, a pesar de estos nuevos intereses, nunca pensó en abandonar su colección de billetes de tranvía.

La pregunta “¿Tiene tacos?”, formulada en todos los viajes, le permitió reunir en un par de años los seis colores que llenaban el billetero de latón del revisor: verde, azul, rojo, naranja, amarillo y blanco, el primero que había conseguido. Luego fue añadiendo billetes capicúa, tarea casi inacabable. Calculaba que, sin trampas, para terminar la colección necesitaría unos cien años a razón de dos trayectos diarios.

Sin embargo, por muchas colecciones que iniciase, por muy especiales que le pareciesen las piezas que iba consiguiendo, nunca era capaz de atraer el interés de sus compañeros. Sus cabos de lápiz trocados en vellocinos de oro o sus billetes de tranvía convertidos en pura cábala eran para los demás simples pasatiempos, juegos indignos de alguien como ellos.

Tenía doce años cuando una pasajera le ofreció su billete, blanco y con un capicúa casi imposible de conseguir: 43634, serie K. No fue la sonrisa de la niña ni su melena meticulosamente cepillada lo que lo atrajeron, ni a ella las pecas o la expresión de inocencia que adornaban la cara de él, sino una casi imposible coincidencia: ambos amaban lo inútil. Antes de apearse ya sabían que él coleccionaba billetes usados, balas sin pólvora y lápices acabados y que lo de ella era pasión por los botones de nácar y las chapas de cerveza.

Aquella mañana los charcos del parque estaban congelados. Él, bien envuelto en su abrigo de lana, esperaba en la parada el tranvía que transportaba a Emma cuando observó una mancha roja entre las vías, sobre la nieve grisácea de la víspera. Era un billete, un posible capicúa. No se distinguían más que los tres últimos dígitos: 888. El paso que dio él para recogerlo fue el más corto y el más largo de su vida. Ha olvidado el grito de los que esperaban junto a él en la parada, el chirrido de los frenos y el golpe sordo de sus huesos al romperse, pero Emma sí recuerda la cara torcida de dolor que musitaba desde el suelo: “88888”.

Aquel número perfecto, el rey de los capicúas, el de las dos simetrías completas y cinco individuales, se convirtió en su mayor oprobio. Cuando, después de superar media docena de operaciones y pasar varios meses sin salir de casa, se acercó con la ayuda de Emma y de un par de muletas al café más cercano, el veredicto del catedrático de Cristalografía que mataba allí las mañanas de su jubilación fue inmediato y se plasmó en un grito que resonó en todo el salón: “¡Triclínico!”.

Algo formado sobre tres ejes desiguales que se cortan en ángulos no rectos, un cuerpo sin la menor apariencia de simetría, en la mente del profesor no encajaba en ningún otro sistema cristalino. Era triclínico y lo sería para siempre.

La empresa, una vez quedó clara su ausencia de responsabilidad y la imprudencia del atropellado, le ofreció un puesto de trabajo acorde con sus nuevas capacidades. Hasta su jubilación, el Triclínico se dedicó a vender billetes en la línea 3. Nunca volvió a mirar un número. Por sus manos pasarían, ahora sí, todos los posibles capicúas, pero de su amplia colección de objetos minúsculos e inútiles solo conservó dos billetes: 43634, serie K y el 88888, serie N.

3 comentarios:

  1. Un buen relato, amigo Arturo.
    En él aprecio el estilo que te caracteriza.
    Saludos.

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  2. Muy buen relato en el que ya, en las primeras líneas, nos intriga saber ¿qué es lo que le va a pasar al personaje?.
    La vida está llena de esas pequeñas cosas que tanto nos gustan y, en las que ponemos toda nuestra ilusión por conseguir pero, a veces, alcanzarlas, es un reto, una aventura que nunca sabes como va a terminar... como le pasa al protagonista de tu escrito.

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