11 mayo 2018


A un paso de la esperanza
Mar Doménech
Finalista del II Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid


Vengo de un país lejano. Es un hermoso rincón del mundo, desconocido, ignorado, recóndito….un país velado y oscuro, que pocos saben situar en el planeta.
Hace ya muchos años que salí corriendo de aquel lugar que me vio nacer. Pero a pesar del paso del tiempo jamás podré olvidar mi patria. Mi tierra se llama Sierra Leona. Para los que ignoran donde situar esta nación, os pongo al corriente de su paradero. Sierra Leona es uno de los estados más pequeños situado en el occidente de África. Debido a su ubicación, posee playas de una belleza espectacular. Son extensas y salvajes, con montañas de arena blanca formando dunas ondulantes que despiden brillantes variaciones de luz y sombras. El país está lleno de manglares, pantanos, humedales…y posee enormes mesetas pobladas de bosques.
Pero lo más importante para mí, es que desde el origen de los tiempos, tres religiones habían estado conviviendo sin que nadie ni nada pudieran presagiar la tragedia que se iba a venir encima. Musulmanes, animistas y cristianos compartíamos, como hermanos, nuestra cultura y nuestro conocimiento. Nos respetábamos a pesar de que nuestras formas de vida eran diferentes. Todos entendíamos, sin que nadie nos lo explicara, que aquello que nos hacía distintos, nos instruía y enseñaba, nos hacía más útiles y más fuertes en el día a día de nuestra existencia.
Os preguntaréis por qué, una anciana como yo, se atreve a plasmar en un papel una historia que no ha trascendido nada más que a su propia vida. Se trata solo de la necesidad de compartir el íntimo testimonio de un superviviente que superó una arriesgada huida. No busco protagonismo, no intento hacer creer a nadie que soy más valerosa o audaz que otros. Sé, a ciencia cierta, que no soy la única. Cada día se repiten terribles sucesos que me recuerdan lo que yo misma viví hace mucho tiempo. Son personas que, como yo, se ven obligadas a alejarse de su hogar para huir del horror, de la barbarie… Unos se quedan en el camino, tragados por las aguas de un mar que no pretende matar, pero mata. Otros llegan exhaustos, perdidos, sin rumbo ni destino. Lloro por ellos cada día, lloro y me estremezco por cada alma negra que algún día decidió cambiar su vida miserable por una esperanza velada y engañosa. Pero también lloro, porque, sin nunca comprender el motivo, conseguí el futuro que mis padres soñaron para mí, logré la quimera de millones de seres humanos, simplemente porque el destino o la suerte se encapricharon bendiciendo mi destino.
Pero, dejadme que mi memoria vuele a los principios de mi existencia. Miro al horizonte y vislumbro el pequeño poblado donde vivía. Mi hogar era una pequeña choza hecha de barro y ramas. Aunque era sencilla y humilde nos cobijaba y nos protegía. Fue construida por mis abuelos, y allí vivía con ellos, junto con mis padres y mis dos hermanas pequeñas.
Hacía años que una cruenta guerra civil asolaba cada rincón de la nación. ¿Quién empezó esa cruzada? Creo que eso, hace tiempo, ya no importa. Los culpables, en definitiva, fueron todos los hombres en su afán de poder y justicia. El grupo elegido, la bandera, los ideales…todo pierde sentido cuando la locura y la demencia se imponen como ley y el hombre deja de ser humano para convertirse en un ser miserable.
Nuestra tranquila vida cotidiana se vio truncada por la nueva situación política. Empezamos a perder nuestras tierras. Los guerrilleros, de un bando o de otro, llegaban sin avisar y se apoderaban de todo aquello que veían, fuera útil o no. Arrasaban y quemaban todas las pertenencias, sin tener en cuenta nuestras súplicas, nuestros ruegos de que nos dejaran con lo básico para poder vivir. Lejos de parar esta locura, el desenfreno fue cada día a más. Llegó un momento, en que salir de nuestro poblado era un riesgo que nadie quería asumir. Te exponías a que te apresaran y en el mejor de los casos, cuando consideraban tus captores que eras mercancía de buena calidad, te vendían al mejor postor para emplearte como esclavo.
Otras veces, los capturados eran abandonados en el bosque. Entonces, comenzaba aquel maldito juego. Los cazadores perseguían a los elegidos, como si fueran animales, hasta darles alcance para acabar con ellos. Los métodos utilizados eran inhumanos, cada cual más cruel y sanguinario. La vida perdió todo su valor: vivir o morir, no había apenas diferencia.
Pronto aparecieron los traficantes de humanos, individuos de nuestra propia raza que se enriquecían a fuerza de secuestrar a su gente. No había piedad ni compasión. El odio y la locura entraron en nuestras vidas y se quedaron.
Por fortuna, todavía quedaban personas que luchaban porque la sensatez y la cordura se impusieran. Pero lo cierto es que el miedo nos paralizaba y no sabíamos reaccionar. Había una necesidad imperiosa de tomar medidas. Lo único que podíamos hacer era unirnos y luchar en un frente común. Para ello, los grandes hombres y mujeres influyentes de tribus vecinas, llegaban a nuestra aldea, internándose por la noche silenciosamente, para no ser descubiertos y se reunían en nuestra choza. Hablaban de la urgencia de abandonar nuestros hogares, como única solución. Yo miraba con disimulo todo aquel y venir de gentes diferentes, intentando averiguar qué estaba ocurriendo.
Al principio nuestro pueblo se resistía, siempre había alguien que tomaba la palabra para decir que no nos precipitáramos, que con el tiempo la situación se estabilizaría y que todo volvería a la normalidad. Pero cada día nos llegaban noticias de que el país se estaba desmoronando y eran ya millones las personas que se organizaban para huir de esa situación. Llegó un momento que hasta los más incrédulos empezaron a darse cuenta de que la ilusión de una tregua nunca llegaría. Finalmente los habitantes de nuestra aldea decidieron que ya no tenía sentido seguir postergando el momento de la huida. La decisión estaba tomada: Europa era la libertad.
Por las mañanas me reunía con mis mejores amigas, Delu y Kande, y les contaba lo que había estado escuchando. Nos excitaba hablar de los planes secretos que nuestros mayores iban concretando. Para nosotras no era más que un juego que ayudaba a romper la rutina a la que estábamos acostumbradas. Sabíamos que los primeros candidatos serían los chicos más jóvenes y fuertes. Eran los que más posibilidades tenían de superar cualquier obstáculo que pudiera surgir. Una vez llegados a su destino, buscarían trabajo y ahorrarían hasta conseguir el dinero suficiente para que otros pudieran hacer lo mismo. Así, hasta que el poblado quedara solo con los más ancianos, guardianes de nuestra civilización y nuestra cultura.
La información que iba llegando nos hizo saber que el precio por la libertad sería alto. Las familias se endeudaban hasta límites insospechados. Se vendía hasta la propia vida si era necesario. Ante esta situación, no paraban de aparecer embaucadores y aprovechados que llenaban de esperanza nuestras cabezas. Hablaban de países donde todo sería más fácil, donde no nos faltaría de nada. Un increíble mundo donde las casas y las calles disponían de luz eléctrica, un lugar donde el agua potable llegaba a los hogares sin restricciones… Nos hechizaban con sus historias sobre paraísos soñados.
Al oírles hablar, la aventura de abandonar nuestro hogar nos fascinaba. Se nos iluminaba la cara al imaginar ese vergel de la abundancia que sólo conocíamos de oídas. Únicamente había un requisito que cumplir: tener la cantidad convenida para pagar a todos los intermediarios involucrados en la escapada. Lógicamente toda aquella estructura dirigida, tenía unos gastos que sufragar. Por supuesto que la huida era arriesgada, pero con ellos al frente de la organización, no tendríamos nada que temer. Estábamos en buenas manos. Nos hablaban de nuestros libertadores como gente buena que solo quería el bien para el pueblo. Verdaderos profesionales que vivían para proporcionarnos y facilitarnos la mejor de las oportunidades. Para acabar de convencernos, por si quedaba alguna duda, nos garantizaban seguridad en la gestión, todo estaba bajo control. La experiencia avalaba a estos transportistas de personas, que se comprometían arriesgando incluso sus vidas.
Nosotros oíamos y queríamos creer. Soñábamos con un mundo mejor y aquellos que venían a persuadirnos, nos regalaban las palabras que deseábamos oír. A nuestros ojos se convirtieron en héroes que nos salvarían del infierno. Finalmente, nadie nos tendría que convencer, la determinación de abandonar nuestro hogar se transformó en una decisión personal.
Cada vez, fueron más los jóvenes de mi aldea que pactaban la partida. Al principio eran los jóvenes más fuertes y preparados. De un día para otro iban desapareciendo, a veces uno a uno otras veces eran grupos de seis ó siete los que se animaban a marchar. Las primeras semanas las familias esperaban con ansiedad algún tipo de noticia sobre los escabullidos. Se formaban corrillos y los rumores y chismes iban de boca en boca, pero lo cierto es que jamás nadie tuvo información de lo que realmente estaba pasando. Todos sabíamos que la vuelta era un imposible. Volver significaba fracasar, no haber conseguido el propósito. Eso representaba la vergüenza y la deshonra no sólo para el que vuelve sino para toda su familia. Nadie admitiría en su morada a un perdedor. Era el propio clan quien imponía la regla: el que se va, no puede volver jamás. Por eso, la mayoría se inventaba un final feliz.
No creía que mi turno llegaría tan rápido. Sinceramente nunca llegué a pensar que yo podría ser uno de los elegidos. Recuerdo que la noche era cálida. Como tantas veces, después de la cena, salimos a contemplar el cielo raso cuajado de estrellas. La abuela siempre aprovechaba estos momentos, para contarnos uno de sus hermosos cuentos. Al terminar su relato, nos quedamos en quietud, saboreando las palabras llenas de sabiduría que nos traía la historia que acabábamos de oír.
Fue mi madre la que, rompiendo el silencio, dijo de sopetón con la mirada perdida en el infinito:
Tengo algo muy importante que deciros…. Begum se va.
No supe reaccionar. En realidad no sabía si lo que estaba oyendo de los labios de mi madre, era fruto de mi imaginación o aquello estaba pasando realmente. Mi padre fue el que me sacó del estupor:
Está decidido dentro de 3 días te vendrán a recoger y te marcharás.
Intenté protestar apretando mis puños con rabia, pero las palabras no salían de mi boca. Estaba totalmente paralizada.
Mi madre volvió a tomar la palabra:
No te estamos pidiendo tu opinión. Es una decisión tomada. Ya está todo pactado para tu marcha. Te queremos, eres nuestra hija, nuestra Begum, y es por ese motivo que queremos un futuro digno para ti. Aquí ya no hay nada que hacer.
De repente se volvió hacia mí y me abrazó. Sentí su cuerpo estremecerse y sus lágrimas mojar mis hombros desnudos. Acercó su boca a mi oído y me susurró:
Mi princesa, ya no podrás regresar jamás.
Salí corriendo de la cabaña. En ese momento no tenía miedo de los traficantes de gentes, tenía miedo de mis propios padres, del ultimátum que habían tomado, de lo que sería de mí. La palabra “jamás” me retumbaba en las sienes. Jamás es: nunca, en la vida, de ningún modo, en absoluto, no…Finalmente me derrumbé en el suelo y empecé a gritar con todas mis fuerzas. Grité y grité mil veces para que desde muy lejos mi desgarrada voz pudiera oírse. Quería que alguien, alarmado por mis gritos se acercara y viniera a rescatarme. Pero nadie vino a mi encuentro. Mis sollozos los dispersó la noche como un sonido más, envuelto en tinieblas y oscuridad.
Fueron días de mucho ajetreo. La gente llegaba a nuestra casa a despedirse. Muchos de ellos traían pequeños regalos representativos de nuestra tribu: estatuillas de barro, collares hechos con piedras….me abrazaban deseándome lo mejor. Recuerdo esos días, con una nostalgia especial. Reía y lloraba al mismo tiempo. Sentía el cariño de mi gente, bailábamos y cantábamos hasta el anochecer. Tenía miedo ante lo desconocido, pero también sabía que era una privilegiada por tener la oportunidad de salvarme del horror de la guerra.
El viaje tuvo varias etapas. La travesía entre un país y otro la hacíamos de forma furtiva. En el camino conocí a muchos compañeros que iban y venían de distintos países: Senegal, Congo, Malí…. En cambio el porvenir al que todos aspirábamos solo tenía un nombre: Europa. Éramos hermanos unidos por la misma esperanza de lograr un futuro mejor. Muchas noches mirando las estrellas, envueltos con una simple manta compartida, hablábamos del destino que nos esperaba y que creíamos tener cada vez más cerca. Aquellos desconocidos se convirtieron en mi familia. Nos arropábamos cuando hacía frío, nos consolábamos cuando llorábamos, nos defendíamos de los abusadores y explotadores. Hubo muchos, tremendos momentos de angustia y pánico. Los días se hacían interminables, nadie nos aseguraba la duración del viaje. Preguntábamos a los cabecillas que nos guiaban cuándo llegaríamos a nuestro destino.
Los primeros días el ánimo de todos, incluso de nuestros acompañantes, estaba lleno de energía y hasta de cierta euforia. Compartíamos nuestros recuerdos, hablábamos de nuestras costumbres, contábamos cuentos…Caminábamos kilómetros y kilómetros y nunca faltaba alguna voz cantarina que nos hacía sonreír y nos amenizaba el duro trayecto.
Los días pasaban y teníamos la impresión de ir caminando sobre tierra de nadie. Pasamos por desiertos, lagos, bosques….Llegó un momento en que empezamos a pensar que nunca lograríamos nuestro objetivo. Ya nadie preguntaba cuánto tardaríamos en alcanzar Europa. Vivíamos con la angustia de no saber lo que ocurriría al día siguiente. A veces nos venían a buscar en autobuses desvencijados sin asientos ni ventanas. Otras veces caminábamos a pie durante horas sin comida ni bebida. Nuestra cama era el suelo que nos abrazaba cada noche. Yo lloraba en silencio pensando en mi familia, en mis amigos, en todas las cosas que había dejado atrás y que nunca volvería a recuperar. Algunos de mis compañeros de viaje terminaron por renunciar, desesperados por la incertidumbre de no saber. Se quedaban atrás, perdidos en algún lugar aún a sabiendas de que no podían volver a su hogar. Me he preguntado muchas veces dónde irían a parar aquellas almas infelices ¿habrían logrado sobrevivir?
Después de muchos meses llegamos a lo que pensamos era la última etapa: Marruecos. Estuvimos atrapados entre dunas y piedras, esperando a que la organización encontrara el día propicio para atravesar el Mediterráneo y llegar a España. Yo era una de las privilegiadas al poder cruzar el mar en barca. Mis padres habían decidido reembolsar una suma desmesurada para que pudiera pasar el estrecho de la forma más segura. Otros compañeros pagaban por ir ocultos en los recovecos más insospechados, dentro de vehículos. Los más desesperados, compraban flotadores o chalecos salvavidas, que conseguían a precios exagerados, para cruzar a nado. Aún a sabiendas que eran trampas mortales elegían ese asidero para escapar de la desdicha.
Vivíamos gracias a la bondad de algunas ONG´s que nos suministraban abrigo y comida. Habilitaban tiendas de campaña y nos proporcionaban medicinas cuando alguien enfermaba. Aunque trataba de adaptarme de la mejor forma, no podía entender por qué me encontraba en ese lugar rodeada de extraños, viviendo de la caridad de unas personas que no conocía. Odiaba todo aquello, maldecía haber nacido y pensaba que no merecía la pena vivir así.
Un día de verano, después de casi tres meses en este lugar, llegaron los traficantes de personas y nos dijeron a un grupo, que estuviéramos preparados en 2 días. Saldríamos por la noche y nos advirtieron que nadie llevara pertenencias. Había que tener espacio para el mayor número de personas posible. Todas tenían derecho a un sitio en la embarcación.
La noche era oscura, no había luna. Caminábamos encogidos, ateridos por el frio y el miedo. Nuestro mayor temor era ser vistos por las patrullas de policía que peinaban el lugar cada día. Llegamos a la playa y una pequeña embarcación nos estaba esperando. El silencio era únicamente roto por el sonido que el mar emitía en su ir y venir. Subimos a la barca, uno a uno temblando, temiendo que nuestra respiración pudiera oírse y nos delatara.
No sé cuánto tiempo duró la travesía. Solo recuerdo la tenebrosidad y la negrura del trayecto. Ahora sé que sólo son 14 kilómetros los que marcaron un antes y un después en mi vida.
Desde el que es mi hogar desde hace años, paso las horas mirando el mar. Me quedé en una población cerca de la costa española. Lo que parecía un destino provisional, se convirtió en mi nuevo destino. Conocí a Antonio, un hombre bueno que supo ver en mí algo más que el color de mi piel y mi procedencia. Con el tiempo hice amigos, y formé una familia. Puede decirse que soy feliz. ¿qué más puedo pedir?. Mi mirada se pierde en el horizonte y mi mente se va con todos aquellos que están intentando labrarse un futuro digno cruzando esa inmensa masa de agua. La infinidad de su horizonte me trae la certeza de una esperanza radiante y jubilosa.



7 comentarios:

  1. ¡Qué espantosa y dura realidad! Para ellos,los que vienen, y para nosotros, los de este lado, que embotamos nuestras mentes y
    nuestras conciencias…

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    1. Muchísimas gracias por tus comentarios. Es un tema que me toca el alma.

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  2. Merecidísimo premio, Mar Domenech

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  3. Un emotivo relato que nos sacude, una vez más, ante el drama de la emigración, al que asistimos atónitos, desde nuestra privilegiada atalaya.

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    1. Gracias por tus comentarios. Espero que algún día esta terrible situación pertenezca al pasado.

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  4. Enhorabuena mar domenech. Relato duro , muy triste, muy real.

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    1. Mil gracias por tu felicitacion. Me preguntó si está situacion alguna vez tendrá fin.

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