El conde Ugo y el malvado Malasangue
Julio Sánchez Mingo
Tipo de falucho, denominado gaeta, utilizado desde tiempo inmemorial en el golfo de Gaeta |
En el castillo de Itri vivía el conde Ugo de Fondi en compañía de su hijo Claudio y la mujer de éste, Laura, descendiente de una noble y antigua estirpe de guerreros normandos, junto con dos encantadores y preciosos niños, Aurora y Leonardo, hijos del matrimonio, que hacían las delicias de la familia y la colmaban de felicidad. La fortaleza estaba dominada por un torreón cilíndrico, llamado El cocodrilo —por haber estado allí recluido, según la leyenda, un gigantesco reptil—, unido por un camino de ronda a las estancias donde habitaban nuestros protagonistas.
Itri siempre tuvo un campo feraz, donde se producía la mayor parte de la apreciadísima aceituna negra de Gaeta, cuya variedad más representativa y sabrosa era, precisamente, la denominada Itrana.
Era, con Fondi, feudataria de la ciudad amurallada de Gaeta, plaza fuerte situada en el extremo de una península que cierra el golfo de su mismo nombre, rematada en lo alto por el castillo de los Anjou, adyacente a un promontorio rocoso, cubierto de vegetación, Monte Orlando —coronado a su vez por el mausoleo del que fuera cónsul y notable romano Lucio Munatio Planco— a cuyos pies se extendían el arenal de Serapo, una magnífica playa de fina arena orientada a mediodía y abierta al Tirreno, y el Borgo, un poblado de pescadores que se asomaba a levante y quedaba protegido de los embates del mar.
El conde Ugo era querido por todos sus vasallos por su generosidad y bonhomía. También mantenía excelentes relaciones con los pescadores del golfo. Sin embargo, el señor de Sperlonga, una cercana población situada en la vía Flacca, ramal costero de la vía Appia, entre Terracina y Formia, le envidiaba y odiaba. Su nombre era Bertaccio Malasangue, personaje de gran doblez, aliado tanto de los corsarios berberiscos que utilizaban las islas Pontinas como base temporal para sus incursiones contra las costas del sur del Lacio y el norte de la Campania, como de los bandoleros que atracaban a los comerciantes y viajeros que transitaban por la vía Appia. Estos salteadores de caminos, tras sus robos, se desvanecían en la espesa niebla de los hayedos que cubrían los Montes Auruncos, guareciéndose en las abundantes grutas de esas alturas. Malasangue, sujeto indolente, era el espía de unos y otros y vivía de las comisiones que les cobraba. Su gente sabía de su condición de traidor pero le temía.
Un caluroso día de verano, de buena mañana, Aurora y Leonardo, junto con unos amiguitos y unas sirvientas, acudieron a la playa de los Trescientos Escalones, al costado de la vía Flacca, a jugar, bañarse y refrescarse.
Sus padres no pudieron acompañarlos pues habían viajado como emisarios y embajadores de Gaeta al enclave papal de Benevento, al sur de Nápoles. Su abuelo Ugo estaba postrado en cama con un fuerte ataque de gota, dolencia que padecía por sus excesos con la buena comida y los excelentes caldos. Conocedor de la excursión y de las circunstancias que la rodeaban, el villano Malasangue botó un veloz falucho y, con un par de marineros a su servicio, corrió a avisar a los sarracenos estacionados en el islote de Zannone, con la aviesa intención de sugerirles el secuestro de los nietos del señor de Fondi e Itri para pedir rescate por su liberación o canjearlos por el jefe berberisco Abd al-Haqir (que significa innoble en árabe), preso en la ciudadela del castillo de Gaeta o, como última alternativa, venderlos en Argel como jovencísimos esclavos que sirvieran como divertimento de alguna principal de la sociedad local.
Pero no contó el indigno Bertaccio con el comportamiento de su martirizado siervo Matías. Éste, harto de los suplicios a los que le sometía su amo, avisó a unos pescadores que faenaban no lejos de Sperlonga y, por medio del sistema de señales ópticas que enlazaba torres de vigilancia, fortalezas y castillos, a la guarnición de Gaeta. Todos ellos se dirigieron a la playa donde los niños jugaban, comminaron al grupo a que retornara a Itri y aguardaron el desembarco de los piratas, ocultos tras los pinos que rodeaban el arenal, para tenderles una emboscada.
La celada dio sus frutos y, a la caída de la tarde, los presuntos secuestradores huyeron maltrechos a sus embarcaciones. A los pescadores y los soldados se había unido Matías, que se enfrentó a Malasangue, hiriéndolo de un mandoble en una pierna, lo que le obligó a retirarse con los derrotados. El corte no era muy profundo pero, ya en las Pontinas, se le infectó y, posteriormente, gangrenó. A pesar de amputarle el miembro dañado, la afección progresó y murió a los pocos días entre atroces dolores. Triste final para un hombre que tomó el camino equivocado en la vida. A pesar de su deleznable proceder, el conde Ugo y su familia lamentaron profundamente el funesto desenlace y se ofrecieron a ayudar económicamente a la familia del felón.
Siglos después, Concepción Arenal acuñaría la frase: “Odia el delito y compadece al delincuente”.
Dos comentarios tontos: el conde Ugo era tan buenísima persona como el Ugo nuestro y me acabo de leer una biografía, buenísima también, sobre Concepción Arenal, cuya autora es Anna Caballé.
ResponderEliminarY me ha encantado el relato.
ResponderEliminarEs un cuento estupendo julio!!
ResponderEliminarMe ha encantado,precioso y fantásticamente narrado
ResponderEliminarMuy bonito Julio
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