22 julio 2022

Tercer clasificado en el VI Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid

Sindedos

Esteban Conde Choya

 

 

Todo el mundo en el pueblo me llama Sindedos, pero muy pocos conocen el verdadero origen de ese apodo. Unos aventuran que me serré los dedos en la carpintería de mi padre, otros que saltaron por los aires cuando jugaba con la pólvora sobrante de los fuegos artificiales, y hasta había quien aseguraba que me los había devorado un cochino cuando sólo era un niño de teta y mi madre me había dejado un rato en la cuna. Hay personas para todo, ¿qué se le va a hacer? Pero la verdad es que las primeras falanges de mis manos las perdí durante la guerra. Recuerdo que cada vez que regresaba al pueblo donde había nacido y volvía a ver el paisaje del monte donde había ocurrido todo, los muñones me escocían. Una noche de febrero, justo la siguiente al intento del golpe de estado en el Parlamento, un poco alegre por el vino que había trasegado en compañía de unos cuantos parroquianos de la taberna del señor Saturnino, se me ocurrió contar lo ocurrido en la carretera vieja que conduce al cementerio. Los ojos de los asistentes parecían brillar con la luz de la incredulidad, y el propio dueño de la cantina, que no había dejado de sonreír durante mi relato, me dijo socarrón mientras golpeaba mi espalda: "Lo que pasa es que a ti te ha envalentonao lo de Tejero, macho."

Sin embargo, y a riesgo de que nadie me llegue a creer, en las líneas que siguen, relato otra vez lo que me ocurrió aquel 21 de julio de 1936, recién declarada nuestra maldita guerra, porque al hacerlo estoy convencido de que cuando termine me sentiré profundamente aliviado. Todo empezó aquella tarde de julio en que media España se convirtió en feroz enemiga de la otra media. Y en mi pueblo pasó lo mismo. Los que juntos habíamos ido a la escuela, los que juntos nos habíamos enamorado, los que juntos habíamos corrido aventuras sin fin en las eras o en el palomar del molino y los que juntos nos habíamos convertido en adultos, de la noche a la mañana estábamos alineados en bandos enemigos. Por tradición familiar yo me quedé en el grupo de los indefensos.

Corrió la voz por el pueblo de que los otros, armados hasta los dientes, recorrían las calles y entraban en nuestras casas para darnos el paseo. La camioneta, el recorrido hasta la tapia del cementerio, la descarga de los fusiles y el luto atroz entre las familias. A unos cuantos les dio tiempo a huir hacia la sierra del norte. Pero al resto ni tiempo nos dio para pensar en ponernos a salvo. Y aquella tarde calurosa de verano dos vecinos, con los que yo había ido a la escuela y jugado de pequeño, irrumpieron en casa y, sin darme tiempo a despedirme de mi mujer —aún estoy oyendo sus gritos y los llantos de nuestra niña—, me sacaron a rastras a la calle. A unos pasos de la puerta de casa aguardaba una camioneta con el motor en marcha. Tengo que decir que al ver el vehículo, no pude retener la orina y me meé en los pantalones. Me obligaron con sus fusiles a subir a la camioneta donde iban otros cinco hombres, todos encogidos de miedo y con la mirada de los corderos que saben adónde los llevan. Allí vi las caras pálidas del Serranillo, del Sordo, del maestro y de dos empleados de la granja de cerdos. Los hombres armados cerraron de golpe la compuerta de la caja de la camioneta dando conmigo en el suelo del vehículo. Mientras intentaba levantarme, la camioneta reanudó la marcha y volví a perder el equilibrio, cayendo esta vez encima del Sordo.

Nos miramos y él no pudo contener las lágrimas. Me senté junto a él e intenté animarlo. A todo esto, mientras la camioneta circulaba por la calle que conducía a las afueras, hasta donde nosotros estábamos no dejaban de llegar los gritos y los llantos de terror que salían de las casas. Los dejamos de oír cuando el vehículo dejó atrás el pueblo y empezó a recorrer los primeros tramos de la carretera vieja del cementerio. Entonces cambié con el maestro unas palabras sobre lo que estaba pasando y él también lloró mientras me decía en voz baja: "Ya ves, hijo, ahora nos toca a nosotros".

Yo le respondí con una seguridad que no era mía: "Yo no voy a morir, señor maestro. No en esta ocasión. Se lo juro.” Yo conocía palmo a palmo aquella carretera. Sabía que el barranco de las zarzamoras se abría en la segunda curva, una curva tan cerrada que la camioneta debía reducir mucho la marcha si no quería salirse de la calzada. Así se lo dije a mis acompañantes y nadie parecía escuchar mis palabras o ninguno era capaz de estar por otra cosa que por la muerte inminente que les esperaba. Por el ventanuco de detrás de la cabina veía a los dos asesinos ir más pendientes de los baches de la descarnada carretera que de la suerte segura que nosotros íbamos a correr. Unos cien metros nos separaban de esa curva. Una vez más les dije infructuosamente a aquellos hombres muertos de miedo que era preferible morir huyendo que caer como ovejas bajo las balas de los mosquetones en las tapias del cementerio. Bajaron los ojos para que no viera en ellos el terror que sentían o para que no me lo contagiaran. Justo en ese momento empezó la camioneta a reducir la marcha. Entonces me despedí de todos ellos, sin recibir respuesta alguna, excepto la del maestro que me dijo entre sollozos: “Reza por todos nosotros.” Lo que ocurrió después duró segundos. La llegada del barranco, la visión de las zarzas, mi salto desde la camioneta, mi cuerpo rodando talud abajo... Y los consiguientes pellizcos de dolor: el arañazo en la nariz de las zarzas, los golpes de las piernas al chocar contra la tierra y las piedras del terraplén. Enseguida dejé que mi cuerpo obedeciera a la inercia, arrastrando en su caída ramas de zarzas, tierra, guijarros… durante un tiempo indeterminado, hasta que se detuvo en una especie de repisa que hacía el terreno. En cuanto a los dolores, ante el instinto perentorio de escapar de la muerte como fuera, habían desaparecido. Las púas de las zarzas, los salientes del áspero relieve, las piedras... Los pinchazos, los hematomas, las múltiples heridas, la sangre caliente chorreándome por todas partes... no eran nada frente al terror de la muerte a tiros. Me limpié la tierra y la sangre mezcladas que nublaban mis ojos para ver dónde estaba. Y descubrí delante de mí en la pequeña pared natural del desnivel un pequeño agujero, una hura de conejo tal vez o de alguna alimaña en el peor de los casos. ¿Qué más daba si me podía servir de escondrijo y posponer al menos la hora de mi muerte? Y empecé, con las ansias y las fuerzas que regala el instinto de la supervivencia, a agrandar con los dedos aquella especie de madriguera. No sé cuánto tiempo estuve empleándome a fondo en aquella operación, pero al fin logré ensanchar el orificio lo suficiente para acurrucarme en él. Y así estaba, cuando escuché una descarga de fusiles, apagada por la distancia pero definida.

Temblé de pies a cabeza al acordarme de los pobres hombres que acababan de morir en las tapias del cementerio. Empeñado como estaba en lograr mi salvación terrena, no me había acordado de rezar por su salvación eterna, que ya la tenían asegurada.

Al instante caí en la cuenta de que yo todavía seguía en peligro. Sin duda, los asesinos, al notar que les faltaba uno, tornarían a por mí. Y volví a temblar de miedo y a mearme en los pantalones mientras oía acercarse el ruido del motor de la camioneta. A los pocos segundos escuché gritar mi nombre en lo alto del talud, al borde de la carretera. Blasfemias. Disparos. Silbidos de balas. Golpes de los proyectiles en las zarzas, en la tierra. Algunos chocaron a unos centímetros de donde yo estaba y arrancaron polvo rojo del suelo. Me acurruqué aún más y recé de un tirón la oración que mi madre me había enseñado de niño, aquella que comienza "Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche ni de día..." Más disparos. Más blasfemias. Más gritos con mi nombre y la afrentosa mención de mi santa madre. Luego el silencio. Después el ruido de la camioneta alejándose. Finalmente, un segundo silencio que jamás había oído. Fue entonces cuando respiré profundamente y descubrí lo que les había ocurrido a mis dedos. Eran de repente más cortos, y la sangre y la tierra se amontonaban en sus extremos, en las que habían sido sus primeras falanges en el brevísimo paréntesis que separa la vida de la muerte. Lo que viví a partir de entonces y hasta mi regreso a casa, sólo lo saben dos personas: el pastor que me llevaba algunos trozos de pan y de queso a los zarzales y mi mujer. Mi hijita no porque creyó que había muerto en las tapias del cementerio.

De acuerdo con lo que dije más arriba, he sentido un gran alivio al contar lo que viví aquel día de julio de 1936. Y sin embargo, cada vez que regreso al pueblo y veo el paisaje del monte donde ocurrió todo, me siguen escociendo los muñones de los dedos.

 

3 comentarios:

  1. Buenisimo, me parece muy justo el premio

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  2. De todas las historias de la historia la más triste, sin duda, es la de España.
    Enhorabuena por tu premio: muy merecido.
    Pedro Navazo

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  3. Con que sencillez y con cuánto realismo ha sido escrita está narración. Ayuda la atmósfera a la que "sindedos" nos transporta y a la veracidad que se desprende de sus palabras.
    Enhorabuena.

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