08 abril 2017


Algunos recuerdos del ferrocarril

Julio Sánchez Mingo

8 de abril de 2017

A mi padre, que me transmitió el amor por el ferrocarril, por su centenario.
A mi madre, que ya no está.
In memoriam

A mi hermana, compañera insustituible de esos viajes felices

Recuerdo conversaciones con mi abuelo en las que yo le preguntaba por qué no se construía un puente que uniera Europa con América, por el que pudieran circular trenes de Madrid a Nueva York. Los barcos, ironías de la vida, no me parecían seguros, máxime después de haber oído hablar mucho del trágico final del Titanic y haber visto alguna película sobre el tema. No era capaz de imaginar la infinitud del océano y su extrema profundidad, por mucho que él tratara de hacérmelo comprender.

El ferrocarril permitió que la luz se hiciera en mi calenturienta cabeza de mocoso. Conocí el mar en Peñíscola, al poco de cumplir los cuatro años. Llegamos tras un largo viaje desde Madrid, en tren hasta Benicarló y después, hasta la villa del papa Luna, en taxi, un cascabelero coche de caballos.
Ese mismo verano volvimos a subirnos al tren para disfrutar de otra quincena de vacaciones en Aguadulce. Tomamos el legendario Granaíno. Pasamos por Valencia, La Encina, Alicante, Murcia, Lorca y Baza, hasta alcanzar Guadix, estación de transbordo para Almería, donde llegamos caída la tarde. La ciudad estaba atestada y no había manera de encontrar alojamiento. Mis padres estaban desesperados mientras peregrinábamos en taxi, otro coche de caballos, de hotel en hotel, buscando cobijo. Acabamos haciendo noche en una fonda. A la mañana siguiente ¡al fin! llegamos a la playa almeriense.

El Granaíno, el mítico Sevillano, el Malagueño unían Barcelona con las principales capitales andaluzas. Eran los trenes de la emigración, que abastecían de trabajadores a la más próspera Cataluña, con trayectos de 17 horas, infinitas paradas y múltiples cambios de locomotora. Sólo el tramo Barcelona-Tortosa estaba electrificado. Noches y días de un calor asfixiante o de un frío helador, que sólo se podían combatir bajando la ventanilla o accionando la palanca de la calefacción. Alguna vez oí la frase fatídica: - No funciona la calefacción. Algún manguito roto o una válvula defectuosa serían los culpables. Las máquinas de vapor, monstruos chirriantes y ruidosos, podían carecer de algo, pero estaban sobradas de calorías con las que caldear a los sufridos pasajeros.
Era un espectáculo único la entrada en una estación de una de estas locomotoras, envuelta en una nube de vapor.




¡Qué experiencia infantil, tan romántica y emocionante, la de subirse a un tren, a un tren de verdad, no a un cercanías o a un coche del metro!
Yo fui un niño privilegiado. Los viajes en ferrocarril siempre implicaron para mí vacaciones, alegría, diversión, mientras que para muchas personas eran la separación de los seres queridos, el primer paso de la emigración. Al final de la guerra, especialmente, fueron el pasaporte al exilio, la pobreza, la angustia, la persecución. Hay una obra de videoarte de Beatriz Caravaggio, sobre música de Steve Reich, Different Trains, que opone, a imágenes de lujosos trenes estadounidenses de preguerra y posguerra, otras de convoyes europeos de mercancías transportando a ciudadanos judíos al exterminio.

Ese viaje a Peñíscola y Aguadulce, como algunos otros en ferrocarril, permanecen en la nebulosa, en el desván de mi memoria.
Me acuerdo de una tarde de domingo que fuimos a pasar a Getafe. Sí, a Getafe. - Vaya planazo - diría un niño de hoy. La locomotora de vapor que nos trajo de regreso a Madrid maniobró en la estación getafense, se puso a la cabeza de una composición de coches de madera y nos remolcó hasta Atocha, ¡a contramarcha!
Otra vez fui a Torrelodones con mi madre, mi hermana y la mayor de mis primas, casi de la generación de mis padres, a visitar a mi tío médico y su familia, comer con ellos y volver a la caída del sol. En la estación del Norte cogimos el cercanías, un tren tranvía eléctrico de carrocería metálica. No consigo recordar dónde ni cuándo vi otro similar de madera. Mi padre acudió a despedirnos a Príncipe Pío, antes de ir a trabajar, como si nos fuéramos a la guerra.
Con cinco años, en el mes de agosto, me veo en la plataforma del correspondiente coche del rápido de Barcelona, llegando a Zaragoza, nuestro destino, inquieto por saltar al andén cuanto antes. La parada era muy breve. Por aquel entonces yo no bajaba escaleras, las saltaba.
Todos estos recuerdos forman parte de la prehistoria de mi idilio con los trenes, cuando todavía no eran objeto de mi atención y mi culto, que comenzaron con los viajes a Tarragona, a pasar las vacaciones en la playa Larga.

Fueron diez veranos de felicidad, que comenzaba cuando acudíamos en taxi a la castiza estación de Atocha, del Mediodía, con una hora de antelación, a tomar uno de los expresos nocturnos con destino Barcelona o la frontera de Portbou y Cerbère. Era una estación muy bien concebida, racional, muy cómoda, que la ineptitud e incompetencia de los responsables de Fomento, ADIF y Renfe han desfigurado y convertido en un monstruo, en una aberración sin sentido. Podían haber aprendido del tratamiento dado a las estaciones históricas de París, que han acogido el ferrocarril de alta velocidad sin perder su conformación y carácter originales. Peor trato, incluso, ha sufrido la estación del Norte.
El mozo de equipajes ayudaba a mi padre con las maletas, izando por la ventanilla las más voluminosas. Una vez instalados en nuestro compartimento, dábamos un paseo de inspección por el andén hasta la cabeza del tren, que culminaba con una detallada observación de la locomotora. Un gigante negro con máquina de vapor. Por las fechas de las que estoy hablando, supongo que se trataría de una unidad de la serie 2200.


Locomotora de vapor serie 2200

Tras el toque de silbato del jefe de estación, o un factor de circulación, y un pitido de la locomotora, el tren se ponía en movimiento, muy suavemente. Casi no se percibía. La aceleración de un convoy de 13 coches, remolcado por una máquina de vapor, no tenía nada que ver con la de un moderno tren de alta velocidad. La composición, por lo general, la formaban un furgón de equipajes, el coche correo, coches camas, coches de 1ª, 2ª y 3ª clase y el coche restaurante. Faltaban todavía unos años para los coches litera.
Tras cruzar el puente de los Tres Ojos sobre el, siempre seco, arroyo Abroñigal, sobre cuyo cauce discurre ahora la M-30, el tren se internaba entre las casitas bajas, encaladas de blanco, de Entrevías. Era como un pueblo manchego, con calles de polvorienta tierra en verano y pegajoso barro en la época de lluvias.

Entrevías, de Manuel Redondo. 1956
En paradas como Guadalajara o Sigüenza, vendedores ambulantes ofrecían a los pasajeros, a través de las ventanillas, cervezas y refrescos para mitigar la sed y combatir el calor veraniego.
En una ocasión mi padre compró una gaseosa. Todo correcto y educado se dirigió al resto de pasajeros del compartimento ofreciendo si gustaban de la chispeante bebida. Un señor, de origen hispanoamericano, aceptó el ofrecimiento, tomó la botella entre las manos y dio buena cuenta de, prácticamente, todo su contenido, dejándonos a todos atónitos y boquiabiertos. Mi madre fue implacable con su marido: - Éso te pasa por fino.
En el pasillo, en el compartimento, se pegaba la hebra con los otros viajeros. Las conversaciones giraban alrededor del calor que hacía, del motivo del viaje y de la actividad profesional de cada cuál. Yo no perdía ripio de lo que hablaban los mayores y después acribillaba a mis padres con todo tipo de preguntas y aclaraciones. Alguna vez me descolgaba con alguna pregunta impertinente, como cuando le pregunté al delegado de una empresa, en viaje de trabajo, si ésta le pagaba el correspondiente billete.
Cuando el convoy se detenía en una estación o en un cruce, avanzada ya la noche, con las conversaciones decaídas, se oía cantar a los grillos en el silencio de la oscuridad. Imagen sonora de verano, vacaciones y tren, grabada en mi memoria para siempre.
Sonidos muy característicos de los trenes eran el traqueteo, ruido que hacían las ruedas al pasar sobre las juntas de los raíles, que ahora son de soldadura continua, el muy cinematográfico del silbato de la locomotora aullando en la paz de la noche y el estrépito jadeante(1) de la máquina alternativa de vapor, cuya frecuencia iba aumentando al acelerar, para mantenerse constante, a un ritmo frenético, una vez alcanzado el régimen de crucero.
En alguna parada intermedia, unos empleados golpeaban las zapatas de los frenos de las ruedas con un martillo, para, por el sonido, verificar que no hubiera ninguna accionada por pérdida del vacío del sistema de frenado.
Al pasar por las curvas del Jalón, ya me había dormido.
Me despertaba cuando el tren serpenteaba por la orilla del Ebro, con las primeras luces. Me gustaba salir al pasillo, bajar la ventanilla y que el aire me diera en la cara, mientras el convoy se abría paso entre los cañaverales. Al rebufo del tren, las cañas se inclinaban respetuosas.
Después empezaba el jolgorio, el ir y venir por los pasillos, de nuestro compartimento al coche restaurante a desayunar y viceversa. Previamente había que hacer una visita obligada al lavabo. El retrete desaguaba directamente al exterior, a la vía, sembrándola de recuerdos del pasaje. El tubo de evacuación era lo suficientemente ancho como para que se pudiera ver el devenir de traviesas y balasto bajo el vagón. Por ello había un cartel que rezaba: “Prohibido hacer uso del WC en las paradas”.
Con los fuelles de intercomunicación generalmente rasgados o rotos, sólo protegido de la caída por sendas cadenas, con unas barras curvas a modo de asideros, pisando sobre dos chapas superpuestas que se movían y deslizaban la una sobre la otra, viendo correr los raíles a mis pies, el paso de un coche a otro me hacía temblar de excitación y miedo.
En Mora se cambiaba a locomotora eléctrica. El paso por Reus-Paseo Mata era la señal para descolgar el equipaje e ir acercándolo a la plataforma, porque, en un suspiro, llegábamos a Tarragona. La parada era muy corta y había que tener bien organizada la descarga de los bártulos de un mes de veraneo.
Tras el traqueteo sobre el paso a nivel del acceso al puerto marítimo, enseguida aparecían ante mis ojos curiosos e inquietos la estación, el andén, el anfiteatro romano y el Mediterráneo, al mismo tiempo que recibíamos un golpe brutal de calor y, sobre todo, humedad. Las vacaciones habían comenzado.


Composición del expreso 804 Madrid-Barcelona. 1960

La playa Larga, que afortunadamente se conserva intacta, casi libre de construcciones, fue mi escuela de ferrocarriles. La línea Barcelona-Tarragona discurre paralela a la orilla del mar, al borde de la arena. Por allí vi circular todo tipo de trenes de pasajeros y mercancías. Desde los ómnibus de Mora y Tortosa, con coches de madera y plataforma de jardinera, como los de las películas del Oeste, el rápido de Madrid, el Sevillano y el TAF, hasta los primeros Talgo III y TER.

Coche Costa, usado en los ómnibus a Mora y Tortosa y en el cercanías Atocha-Getafe

TAF (Tren Automotor Fiat). 1959
Talgo III. 1964
TER (Tren Español Rápido). 1965

Los chavales, desde la arena o el mar, teníamos el entretenimiento de contar el número de vagones de larguísimos, infinitos, convoyes de carga.
La carreterilla que daba acceso a la playa salvaba la vía férrea por medio de un puente. Cuando pasábamos por allí, y veía que se acercaba un tren, salía corriendo para apoyarme en el pretil y verlo pasar bajo mis pies. ¡Qué emoción!

Con quince años recién cumplidos viajé a Italia, a Gaeta, a pasar un mes con mi amigo Ugo y su familia. Fui directamente desde Tarragona, solo, tomando un avión en Barcelona. Supuso mi bautismo de aire. Iba muerto de miedo. La mitad del pasaje estaba compuesto por curas. Mi madre me dijo al despedirme, para tomarme el pelo: - Si se cae el avión iréis todos al Cielo, salvaréis vuestro alma. ¡Con tanto pater repartiendo absoluciones! - Afortunadamente mi primera experiencia aérea, a bordo de un reactor Caravelle a pedales, del Paleolítico, fue placentera e inolvidable. ¡Ay, cuántos vuelos en verano, sobre el azul del Mediterráneo! ¡Qué bonitas sensaciones, cuántos buenos recuerdos! Igual que la navegación por nuestro mar. Han sido y son mis tres pasiones: barco, avión y ferrocarril.
En varias ocasiones me desplacé en tren por la línea Roma-Nápoles. Las diferencias que aprecié entre el material móvil y las instalaciones de Renfe en España y los ferrocarriles italianos, FS, Ferrovie dello Stato, eran abismales. Allí encontré limpieza, puntualidad, velocidades medias de 100 km/h, trenes modernos, tracción eléctrica. El contraste con nuestro país era notable. Felizmente, con el paso de los años, la situación ha cambiado.

En mis años mozos los billetes eran de cartón, de un tamaño bastante reducido, similar al de los actuales del Metro de Madrid. En los trenes de largo recorrido, con plazas limitadas, era obligado adquirir reserva de asiento. Su resguardo era un taloncillo con indicación del tren, coche y butaca asignados y cuya matriz prendían, el día del viaje, en el correspondiente compartimento, encima del asiento predeterminado. El tratamiento de las reservas era totalmente manual y los taquilleros de los despachos de billetes de Renfe manejaban enormes cartapacios con la información de las plazas de cada tren. Había pocos errores y la sobreventa, propia de las compañías aéreas, inexistente. En el local que ocupa ahora la librería Blanquerna, en Alcalá, 44, estaba la oficina de viajes de Renfe. Menudas colas se formaban y hemos aguantado allí, con mi padre todo nervioso por conseguir billetes para la fecha deseada.


Billete de tren
Reserva de asiento


En 1992, cuando se inauguró la línea Madrid-Sevilla de alta velocidad, para que mi ya anciano padre conociera el moderno tren AVE, nos fuimos un domingo los dos con mi sobrino, entonces un chaval de diez años, a comer a Ciudad Real. ¡Cómo disfrutaron el abuelo y el nieto!
A casi 300 km/h, el suave discurrir del convoy por las fincas y dehesas de los Montes de Toledo nos maravilló a los tres.

AVE Alstom de la línea Madrid-Ciudad Real-Sevilla

Hace relativamente poco, a la vuelta en AVE de un viaje a Barcelona, trabé conversación con el revisor. Tras unos minutos de charla, me invitó a pasar a la cabina de conducción.
Con el tren rodando a 300 km/h por las parameras de Alcolea del Pinar, me impactó el efecto óptico que producían los postes y demás elementos de sustentación de la catenaria, de tal manera que parecía que circulábamos por un túnel.


Catenaria C-350, para velocidades de 350 km/h

También me llamó la atención que sonaba periódicamente un aviso acústico que el maquinista silenciaba accionando un pulsador. Ante mi pregunta, me explicó que se trataba del sistema de
hombre muerto. Si tras el pitido nadie pulsa antes de 27,5 segundos el correspondiente pedal o botón, el tren se detiene, pues se entiende que el conductor se ha desvanecido o se ha ausentado del puesto de mando.



Cómo ha cambiado el ferrocarril desde que yo decía que de mayor quería ser maquinista. Y me imaginaba con una chaqueta de cuero, quién sabe por qué lo del cuero, encaramado a lo alto de una locomotora de vapor.
Mis juguetes preferidos fueron los trenes, primero de cuerda, después eléctricos. Todavía los conservo todos, aunque algo desvencijados.

(1) Este año de 2017 se cumple el centenario de Campos de Castilla (1912-1917), de Antonio Machado, ilustre ferroviario. De esta obra he tomado el verbo jadear para describir el sonido de la locomotora de vapor.


Asientos de madera de un coche de III clase, como los descritos por Antonio Machado en sus obras


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26 marzo 2017

Mi amigo Carlos
Fernando Moya
Marzo de 2017
Hace unos meses, en enero concretamente, mi compañero de pupitre y amigo Julito, como yo solía referirme a él, compartía en su blog lo que él quiso que fuera un regalo de Reyes para Cesítar, entrañable camarada común.

Leer esas lineas me retrotrajo a la etapa quinceañera de mi vida, la teenager que dirían los ingleses, cuando en los días de las largas vacaciones veraniegas entablé amistad con quién sería el principal de mis amigos de juego y aventura de entonces, Carlos Sanz García.

Carlos era un vecino de la segunda planta del edificio donde yo vivía. Por aquél entonces nosotros no teníamos televisor, mis padres no podían permitírselo, y yo solía ir a su casa a verlo juntos.

Disfrutábamos con un programa documental de gran audiencia que llegó a alcanzar fama mundial, El hombre y la Tierra, producido por Televisión Española y dirigido por el naturalisa Félix Rodríguez de la Fuente, que llegó a ser conocido en España como el amigo de los animales.

Carlos y yo solíamos salir de mañana temprano y dar largas caminatas, dirigiéndonos a las afueras de la ciudad, recorriendo las riberas del Jarama, donde cazábamos pequeños animales que allí tenían su hábitat: serpientes de agua, ranas, insectos, pequeños reptiles, murciélagos…

Todavía sonrío al recordar el día que nos trajimos a casa unas ranas. Como si fuera la cosa más natural del mundo, se me ocurrió llenar la bañera de agua y meter una de las ranas dentro. Más tarde, cuando estaba en mi habitación, oí a mi madre llamándome a gritos: - Fernandoooo.... ¿qué hace ese bicho aquí? ¡ya te lo estás llevando fuera!
Cuando unos años más tarde comencé mis estudios en la universidad, perdí el contacto con Carlos. No le he vuelto a ver. Sé que terminó sus estudios de Biología y que se integró en el equipo de Rodríguez de la Fuente. De hecho, aparece en los créditos de una de las series de documentales dedicadas al lobo. Carlos era uno de los encargados de la atención de la manada que se utilizó para rodar la serie en su hábitat natural y, tras la muerte del naturalista, siguió ocupándose de su alimentación y cuidado.

Tengo entendido que vive en las montañas abulenses rodeado de naturaleza y animales, como siempre quiso. Le deseo ardientemente que sea feliz.

24 febrero 2017

Explotación laboral.
¿Cómo solucionar esta lacra?

Julio Sánchez Mingo

Febrero 2017

Todos somos conscientes de la explotación laboral a que son sometidos infinidad de trabajadores de sectores como el textil o la electrónica en Oriente, México e infinidad de países.
También en nuestra limpia Europa, donde hay multitud de talleres clandestinos o personas que trabajan en su casa de forma ilegal, por salarios de miseria, en condiciones donde la salud y la higiene en el trabajo brillan por su ausencia, con largas y agotadoras jornadas laborales.
¿Cómo creemos que muchas familias han hecho frente a la crisis?
Cómplices, por corrupción u omisión, son las administraciones públicas. En España, sin ir más lejos, la inspección de trabajo es casi inexistente.
Sangrante es el caso de la confección de ropa en la India y Bangla Desh, donde mujeres y niños trabajan como esclavos, como denuncia el diario El País en una serie de reportajes publicados el 28 de enero de 2017 (1). Asimismo el desguace y achatarramiento, especialmente de buques y de equipos electrónicos, se desarrolla en condiciones infrahumanas, en ambientes y en contacto con productos muy nocivos para la salud.

Yo no puedo permanecer pasivo ante estos hechos y me gustaría que, al comprar cualquier producto, no haya detrás un empresario y unos intermediarios explotadores y un rosario de vidas humanas hundidas en la miseria y la opresión laboral. Yo no quiero ser cómplice ni encogerme de hombros. ¿Qué se puede hacer?

Hay ONGs que trabajan encomiablemente para paliar esta situación. Incluso algunas de ellas tienen programas de comercio justo. Multinacionales españolas como Inditex, El Corte Inglés o Cortefiel, posiblemente para acallar su mala conciencia por el estado de cosas al que han llevado sus modelos de negocio y por la tragedia de Rana Plaza, con 1.132 muertos, han comenzado a tomar algunas medidas del todo insuficientes (2). Pero son migajas, hay que hacer más para acabar con actividades indignas del ser humano, particularmente de la infancia.

Pienso que se podría dictar una directiva comunitaria que obligue a un proceso de fabricación, libre de explotación laboral y conforme a las normas europeas de higiene y seguridad en el trabajo, de todos los productos de consumo comercializados en la Unión Europea. La homologación oficial correspondiente, efectuada por entidades acreditadas para ello, permitiría a las empresas cumplidoras etiquetar sus productos con la correspondiente marca de certificación, lo que franquearía su venta en nuestro mercado común.
Adicionalmente se crearía riqueza en los países productores por la necesidad de formar y emplear a los inspectores de las entidades de calificación, profesión que requiere personal con un cierto nivel de cualificación, y redundaría en un mayor desarrollo cultural.

El consumidor medio europeo puede asumir sin dificultades el incremento de precios derivados de aplicar una política de este género. Veámoslo con un caso real, que me desveló un amigo que trabaja en el comercio internacional de la ropa confeccionada.
Hace unas semanas una fábrica de Bangladesh cerró un contrato con una multinacional española para la fabricación de 400.000 minifaldas para esta temporada. El precio CIF Europa acordado asciende a unos 4 €. El PVP previsto es de 14,99 €, que incluye el 21% de IVA. El margen bruto es por tanto del 67,7%. Si al final de la campaña hay género sin vender, y procede una liquidación, el descuento en el punto de venta podrá alcanzar un 50%, lo que supone que el PVP se reducirá a 7,49 € y el margen bruto a un 35,42%. ¡No está nada mal!
No creo que un proceso de homologación como el propuesto repercutiera en el coste de la prenda en más de un céntimo de euro, 0,01 €, 4.000 € en el total de la operación. Inyectando 400.000 € en los salarios de los trabajadores, supongo que no son necesarios muchos de ellos para confeccionar las benditas minifaldas, estoy convencido que su nivel de emolumentos pasaría de la miseria a una soldada digna. Ese mágico euro lo podría costear el consumidor final, comprando a 15,99 €, la multinacional de turno, reduciendo un poco su exagerado márgen, o ambos, a medias, con un PVP de 15,49€.

La pelota queda ahora en el tejado de los parlamentarios europeos, que, por cierto, tienen unos jugosos salarios.

Sobre la explotación humana en el desguace y achatarramiento de buques y la producción de materias primas, agricultura y minería, habrá que volver otro día.


Sin casco, guantes, gafas protectoras, mono, botas de seguridad...



09 febrero 2017

La montaña. Superación personal y felicidad

Julio Sánchez Mingo
Febrero 2017

A Edu, ejemplo de amor propio y afán de superación

La práctica del montañismo, en sus diferentes modalidades de alpinismo, escalada o simple excursionismo, es un excelente ejercicio de superación personal y un camino a la felicidad.
Hay que sobreponerse al cansancio, incluso a la fatiga extrema, a la falta de fuerzas, al dolor causado por alguna lesión, al frío, al calor, a la sed, al mal de altura. En ocasiones al pavor al vacío, a la verticalidad de los precipicios o, en situaciones comprometidas, al miedo. En los Alpes, yo he sido incapaz de atravesar una pasarela muy aérea y oscilante, tendida sobre un barranco de más de cien metros de profundidad.
Cuántas veces se experimenta la tentación de dar la vuelta y abandonar una subida larga y exigente porque corazón, pulmones y piernas parece que no dan más de sí.
Todo ello obliga a extremar la prudencia, sopesar cuáles son nuestros límites, analizar la situación y, por tanto, actuar con inteligencia y responsabilidad. Actividad perfecta para ejercitar el sentido común y aprender de los errores. ¡Escuela de vida!
Al alcanzar el objetivo establecido la satisfacción es enorme y te sientes plenamente recompensado después de tanto esfuerzo, llegando a invadirte la euforia. Cuando se suben las escaleras del Campanile del Duomo con la meta de disfrutar de una excelente panorámica de Florencia, mucha gente renuncia porque no puede más. Otros, sobreponiéndose, llegan al final y la sonrisa de gozo, expresión de su felicidad, no les abandona en toda la bajada.

Hay casos extremos de superación que la montaña pone de manifiesto, como el que narro a continuación. En esta ocasión el objetivo era la supervivencia, la propia vida.

Hace unas semanas, por la noche, pasadas las once, encendí el televisor y vi que estaban proyectando en Paramount Channel un documental titulado Touching the Void, Tocando el vacío, de 2003 (1)
La película narra la odisea de Joe Simpson, quien, tras coronar el andino Siula Grande, 6.344 m, en compañía de su amigo Simon Yates, sufre un accidente en el descenso, fracturándose una tibia. Su compañero se ve forzado a cortar la cuerda que les une tras una noche en la que permanecen ambos colgados sobre el vacío. Él cae a una grieta del glaciar que cubre la montaña. Sólo su espíritu, sus fuerzas mental y física, su determinación, permitirán que, aunque malherido, sin agua ni víveres, logre escapar de la sima, bajar el glaciar, atravesar las morrenas y alcanzar el campamento base que Simon y otro alpinista, que había permanecido allí como apoyo, se aprestaban a abandonar.

Conocí a Joe Simpson en Vouliagmeni, cerca de Atenas, en 1999, donde acudió a dar unas charlas sobre motivación, aplicación de recursos y fijación de objetivos a unas reuniones internas de mi compañía. Contó su drama, que, obviamente, me impresionó. Tiempo después compré y leí su libro Tocando el vacío, traducción al español editada por Desnivel (2). En esta obra se basa la película documental de 2003. Es el relato pormenorizado de su aventura en el Siula Grande y sus pensamientos y reflexiones durante su terrible descenso. También detalla como se fijaba en su avance pequeños y asequibles objetivos parciales para poder lograr su objetivo global, su meta final, llegar al campamento base. Ésta es la lección aplicable al mundo empresarial que le ha permitido convertirse en un conferenciante de prestigio y que todos deberíamos trasponer a nuestra vida diaria.

Joe Simpson y Simon Yates siguen siendo íntimos amigos.


(2) Joe Simpson: Tocando el vacío. Ediciones Desnivel (Edic. Española)

Siula Grande. Cordillera Huayhuas. Andes peruanos. 6.344 m.

25 enero 2017

Marita García y Juan Sumer

Julio Sánchez Mingo

Enero 2017

La relación de Marita García, de Totana (Murcia), Barbara Rey en el mundo del espectáculo, y el exjefe del Estado Juan Carlos de Borbón, que esta semana pasada Okdiario y algunas cadenas de televisión, en sus programas de máxima audiencia, nos han narrado, incluye todos los ingredientes de una muy buena novela negra: adulterio, chantaje, intervención de los servicios de información, amenazas, allanamiento de morada, dinero, bancos de Suiza y Luxemburgo, nidito de amor sostenido con fondos públicos, imágenes y documentos sonoros comprometedores, utilización de un menor con un fin pérfido, personajes interpuestos y uso indebido de fondos reservados. Sólo le falta algún cadaver en la morgue. Esperemos que la sangre no llegara o llegue al río.

A tenor de lo relatado, los cuerpos de inteligencia no estuvieron avispados ni diligentes por no advertir al rey que se metía en camisas de once varas cuando iniciaba su amorío con una señora de la calaña de la que ha hecho gala nuestra protagonista a lo largo de los años. Aunque no sé si tal aviso hubiera servido de algo ante, según cuentan, el capricho y la bragueta fácil de un irresponsable que en sus devaneos compartía información sensible.
La posterior actuación de los servicios de información es inaceptable. No se puede usar personal y recursos públicos para deshacer entuertos privados. Un rey en la cama es un particular. Además no afecta a la seguridad del estado que se sepa y se confirme que un monarca tiene una aventura extramatrimonial. Si éste considera inapropiado el conocimiento público de hechos de esta índole, siempre tiene la opción de abdicar.
Los fondos reservados deben destinarse a la defensa del Estado, no a ocultar los trapos sucios de los servidores públicos. De lo contrario se puede incurrir en un delito de malversación de caudales públicos. Rafael Vera terminó en la cárcel por aplicar esos fondos a actividades ilícitas. El Tribunal Supremo consideró probado que se lucró personalmente.

A un jefe del Estado hay que exigirle ejemplaridad y un acatamiento estricto de la legalidad Su posición no puede ni debe implicar una patente de corso para hacer de su capa un sayo, como si estuviéramos en la Edad Media. Tampoco es razonable la condición que otorga al rey nuestra Constitución: inviolable y no sujeto a responsabilidad. Debería ser como en USA, donde existe el impeachment. Que se lo pregunten a Nixon, que renunció cuando lo fueron a procesar. Y no pasó nada. Asumió la presidencia otra persona y aquí paz y después gloria. Urge reformar la Ley Fundamental española y modificar sus artículos 1.3, todo el título II y demás relacionados.
Tertulianos defensores a ultranza de Juan Carlos de Borbón argumentan que los presuntos delitos estarían prescritos y que, en cualquier caso, se le debe un respeto y un reconocimiento por la Transición, por haber traído la democracia a España. Yo creo que la previa actividad benefactora de un malhechor no le exime de culpa.

Esta triste y sucia historia, de ser cierta, dejó tres víctimas. Una señora, un niño y el bolsillo de los contribuyentes. Prefiero no hablar del descrédito de las instituciones y su máximo representante y que la fuente de legitimidad del jefe del Estado actual pudiera ser la herencia de un indigno.

Nota del autor. Sumer es el acrónimo de su majestad el rey que, al parecer, usaba Juan Carlos de Borbón para presentarse en sus llamadas telefónicas.


Comentario

No tiene desperdicio el artículo de Pilar Urbano publicado esta misma semana en EL ESPAÑOL:
No hubiera imaginado yo, por lo que relata, que altos cargos, y hasta un cura, confesor y consejero espiritual del entonces rey, se dedicaran a la alcahuetería.
Recomiendo su lectura a todo aquél que no esté al tanto de toda esta trama.



14 enero 2017

Sentirse español

Eduardo Fernández Galán

Enero 2017

La reciente campaña contra el cineasta Fernando Trueba por parte de la caverna mediática y las fuerzas vivas en las redes sociales, con motivo del estreno de su última película, “La reina de España”, me ha hecho reflexionar sobre mi propia identidad nacional.
La campaña llamaba al boicot a dicha película porque, hace un año, Trueba, al recoger el Premio Nacional de Cinematografía 2015, dijo que “nunca se había sentido español, ni siquiera 5 minutos”. Lo hizo en un contexto en el que, entre otras cosas, confesaba que era partidario de un mundo sin fronteras, sin nacionalidades. Recomiendo escuchar su discurso de aceptación en Youtube1, solamente los primeros 10 minutos, para comprender mejor lo que quería expresar sobre su antinacionalismo.
Y digo que me ha hecho reflexionar sobre mi identidad porque acabo de regresar de mi tercer exilio para disfrutar de mi jubilación, y de los telediarios que me queden, en un pueblo de la Mariña lucense, después de pasar nada menos que 29 años, casi la mitad de mi existencia, fuera de España. Dos en Inglaterra y ventisiete en los Estados Unidos de América.
Por un lado yo nací, crecí y me formé en España durante mi primer cuarto de siglo de vida. Mis padres eran españoles, mis abuelos, bisabuelos y tatarabuelos también, y tengo prueba notarial de que los ascendientes de mi abuela paterna, los De Diez Vicario, vienen del siglo XIII nada menos, y los de mi abuela materna, Alonso Díaz de Herrera del XV, eran españoles también. Vamos que soy español por los cuatro costados.
Sin embargo, como muchos otros compatriotas de mi generación, padecí mis primeros 23 años la dictadura franquista y, durante los 3 siguientes, 16 meses de servicio militar y una transición política bastante tensa y movidita. Habiéndome licenciado en Lingüística Hispánica, tenía además escasas expectativas de conseguir un empleo estable.
Para mí, hasta ese momento, ser español no había sido exactamente algo de lo que sentirse orgulloso. La bandera española me inspiraba, como mucho, miedo. Esa bandera con una gallina en el medio la asociábamos con la dictadura, la mili y, en mis años universitarios, con los Guerrilleros de Cristo Rey3, que aparecían por la facultad, o por Malasaña o el Rastro, buscando a cualquier melenudo con pinta de rojo para darle una paliza. Hasta el comienzo de la Transición no había habido libertad de nada: ni de asociación, ni de prensa, ni de expresión…De lo único que podíamos estar orgullosos los españoles era del triunfo de la selección ante Rusia en la Eurocopa del 1964, el de Massiel en el festival de Eurovisión en 1966, la victoria de Santana en Wimbledon, o la medalla de oro del esquiador Paquito Fernández Ochoa en Sapporo. Otro Ochoa, don Severo, era el único científico relevante a nivel internacional.
España era un país todavía muy aislado del resto de Europa, así que decidí romper el cordón umbilical y fui a probar fortuna en la entonces llamada por los ultras Pérfida Albión3, recalando en Londres como profesor en la Escuela Española de Portobello, hoy Centro Cañada Blanch. En Inglaterra me “sentí” español por primera vez en mi vida, pero no exactamente porque me sintiera orgulloso de mi pasaporte. Sentí que venía de un país con 40 años de retraso con el resto del mundo civilizado. En Londres los policías no solo no llevaban pistolas o porras: estaban allí para ayudar al ciudadano, no para reprimirle. La bandera era respetada y era de todos, no era patrimonio de ningún grupo en particular. En la televisión se hacían chistes sobre la familia real…En vez de a Fernando Esteso o a Andrés Pajares, tenían a Monty Python… Me sentí ciudadano de segunda.
También me sentí español cuando, después de un año de trabajo duro, preparando a los hijos de nuestros emigrantes a sacarse el bachillerato a distancia, en pleno verano, la administración sacó nuestras plazas de profesores contratados a concurso-oposición y enviaron a unos catedráticos de España a sustituirnos. Por supuesto no nos enteramos de ello hasta regresar a Londres en septiembre. A pesar del apoyo de los emigrantes, de una huelga de hambre de 5 días y publicación de ésta en El País, fuimos desalojados - eso sí, con unos modales correctísimos - por unos policías británicos, que además nos dieron la dirección de unos abogados laboralistas por si pudieran ayudarnos. La Agregaduría de Educación de la Embajada Española en Londres nos dio una pequeña indemnización y las gracias por los servicios prestados a la patria.
De esa experiencia lo poco que me quedaba de patriotismo desapareció por completo.
Como aún no éramos miembros de la Unión Europea, me fue imposible encontrar trabajo legal alguno en Inglaterra. Di clases particulares, algún seminario de lengua en el Centro Ibérico y poco más. Tuve que regresar a España donde, por verdadera chiripa, encontré rápidamente trabajo en un colegio-cooperativa bilingüe francés-español. Todo iba relativamente bien hasta que decidí montar un sindicato ya que la junta directiva empezaba a abusar de los enseñantes y otros empleados no docentes que no éramos cooperativistas. A los tres años mi relación con la administración se hizo insostenible. Pactamos un despido y volví a hacer las maletas. Esta vez decidí cruzar el charco.
En los Estados Unidos, excepto por un hiato de 5 años, he vivido los últimos 32 años de mi vida. Allí me casé con una americana, tuve a mis dos hijos, fui profesor y periodista y experimenté The American Dream4 durante buena parte de esa estancia. Allí me sentí español cuatro veces: por el Master y el British Open ganados por Severiano Ballesteros y los dos Master de Olazábal. Como ávido golfista que soy, disfruté viendo a dos compatriotas imponerse a los jugadores norteamericanos en un deporte que dominaban, y lo siguen haciendo, aunque menos, cuando en España jugar al golf era todo un privilegio.
Durante esos años me convertí en un ciudadano fronterizo: físicamente estaba en los Estados Unidos, pero mentalmente seguía pensando como un español.
Durante mis años de periodista trabajé, especialmente, para una revista deportiva española, Gigantes del Basket. Durante 8 años me encargué, desde mi casa de escribir casi la mitad de las páginas, ya que cubría la NBA. Me volví a “sentir” español cuando la revista pasó a manos de Unidad Editorial, y la gente de El Mundo empezó a colocar a los suyos en la cabecera. Recibí a los pocos días una llamada del nuevo gerente comunicándome que me iban a bajar un 40% de mi sueldo porque “ganaba mucho” y había que recortar gastos (Por supuesto había que pagar a Pedro J. un cuarto de millón de pesetas al mes por el simple hecho de figurar como Director Editorial de la revista, aunque nunca escribió ni una línea). Les llevé a juicio, lo gané y senté jurisprudencia, ya que, aunque técnicamente no estaba en la plantilla, llevaba 8 años como redactor corresponsal en USA y así figuraba en la cabecera.
En mi experiencia laboral trabajando para los americanos siempre se me han dado oportunidades de trabajo sin necesidad alguna de enchufes. Allí te reconocen tu valía y te la recompensan. Gané un Premio Nacional de Periodismo cuando edité un periódico en Filadelfia. En el condado de New Jersey donde vivía me nombraron Hispano del Año. Fui entrevistado varias veces en prensa, radio y televisión y tuve libertad para crear programas nuevos en las escuelas donde trabajé, tanto académicos como deportivos. No me sentí español precisamente…
Desde que este verano decidí prejubilarme y volver a España – porque me encanta mi aldea gallega y mis dos hijos viven en Europa, me he vuelto a sentir español muchas veces: desde las polémicas del Toro de Tordesillas, a los presidentes que envían mensajes de apoyo a los delincuentes, las vicepresidentas que aparcan en el carril asignado solo para autobuses y taxis, las facturas sin IVA o tener que esperar, sin calefacción, más de un mes a que Iberdrola me suba la potencia en mi piso, uno ¡se vuelve a sentir español!
En resumen, no sé si me siento español o ciudadano del mundo al que le ha tocado nacer en España. Soy ciudadano español y, desde hace menos de un año, también estadounidense, pero no he visto ningún artículo, en ninguna de las dos Constituciones que he jurado respetar, que te obligue a “sentirte español o norteamericano”.
Para mí Fernando Trueba es un gran cineasta español que además ha representado a España en muchos certámenes internacionales, incluido el Oscar que ganó por “Belle Epoque”. Me da igual cómo se sienta. Me hace reír, pensar y disfrutar y le estoy y estaré siempre muy agradecido por reunir a Chucho y Bebo Valdés.
De hecho es de los pocos españoles de los que me siento orgulloso de ser su compatriota.

1 https://www.youtube.com/watch?v=H9HugWbE7PY .Este es el enlace para ver completo el discurso de aceptación de Fernando Trueba del Premio Nacional de Cinematografía 2015
2 «La pérfida Albión» es una expresión utilizada para referirse al Reino Unido en términos anglófobos u hostiles. Fue acuñada por el poeta y diplomático francés de origen aragonés Augustin Louis Marie de Ximénès (1726-1817) en su poema L´ere des Français (publicado en 1793), en el que animaba a atacar a «la pérfida Albión» en sus propias aguas. En España los franquistas la usaban a menudo en respuesta a la situación del peñón de Gibraltar.
3 Elementos fascistas, violentos, que en los años 70 aterrorizaban a los progres en los campuses universitarios, pubs de Malasaña o en el Rastro madrileño. Solían llevar la banderita española en las cadenas de sus relojes de pulsera.
4 El “Sueño americano” se atribuye al ciudadano que ha conseguido llegar a un estatus que incluye buen sueldo, casa con una hectárea de terreno, ubicada en una buena urbanización y un buen coche.

06 enero 2017

Julio... César, unos niños de Madrid

Julio Sánchez Mingo

Enero 2017

Este escrito es un regalo de Reyes para Cesítar, mi entrañable amigo y compañero

- ¡Julio... César, estaos quietos! - vociferaba reiteradamente la señora que vigilaba a los alumnos en los trayectos del autobús del colegio.

César y yo jugábamos todas las tardes en un descampado cercano a nuestras respectivas casas, fundamentalmente al fútbol. También cazábamos saltamontes, arte en el que habíamos alcanzado una notable pericia. Reunimos tres ejemplares. Los llamamos Felipón, Quisquilla y otro nombre que no consigo recordar. Eramos capaces de distinguirlos. Felipón era el más robusto. Quisquilla el de menor tamaño. Los alojamos en una caja de zapatos, con sus correspondientes orificios de ventilación, a la que sustituimos la tapa por un plástico transparente, sujeto con una goma alrededor de su perímetro, con el objeto de que los pobres animalitos pudieran ver y disfrutar de iluminación. Depositamos tan elemental cubil en el alféizar de una ventana del piso que yo compartía con mis padres y mi hermana. Una vez al día los alimentábamos con hierbajos que recolectábamos.
Inopinadamente, un día desapareció uno de ellos. No supimos por dónde. Por las aberturas practicadas en el cartón no cabía un saltamontes. Al poco tiempo, con gran pesar nuestro, desapareció otro. Decidimos liberar al tercero para que no estuviera solo. Al saltar y emprender el vuelo de la libertad, un gorrión, que estaba al acecho posado en alguna ventana o resalte de la fachada, como un ave de rapiña, se lanzó en picado sobre él, lo cogió con el pico y se lo llevó. Cabe imaginar nuestra desolación, nuestro desconsuelo y la sensación de impotencia que se apoderó de nosotros. Aquél día un tierno y frágil pajarillo se convirtió en un predador brutal y desalmado.

Mi madre guardaba los botes de leche condensada La Lechera en un armario blanco que estaba en el cuarto donde solíamos jugar cuando no estábamos en la calle, que era casi siempre. En Madrid, por aquel entonces, los coches aún no habían expulsado a los niños de la vía pública. Era un producto que Nestlè fabricaba en La Penilla, Santander. Muy dulce, pegajoso, muy calórico y contundente. Toda la familia lo tomaba para desayunar o merendar, rebajado con agua o café. A los chavales nos encantaba. César y yo cogíamos las latas y practicábamos dos agujeros con un destornillador, de tal forma que por uno entraba aire, lo que nos permitía libar tan delicioso néctar por el otro. Dejábamos todas los botes mediados, abriendo uno nuevo sin agotar el anterior. Mi madre nunca se quejó. La multitud de veces que hizo la vista gorda con nuestras trastadas.

César y yo jugábamos a las chapas, los cierres metálicos de las botellas de vidrio de cervezas y refrescos. No existían los briks ni las latas de lámina de acero, con tapa y culo de aluminio y anilla de apertura. Había dos modalidades de juego: las carreras ciclistas y los partidos de fútbol. Recortábamos de Marca, o de las páginas de huecograbado de ABC, la efigie de jugadores y de esforzados de la ruta que colocábamos en el fondo de la chapa, cubierta con un vidrio redondeado ajustado a su forma circular y asegurado con cera. Antes quitábamos el corcho que hacía el cierre estanco. El trozo de cristal lo cogíamos de cualquier vertedero, basurero o montón de escombros, tan frecuentes en cualquier descampado o solar sin construir del Madrid de la época. Lo redondeábamos haciendo palanca en la holgura entre una reja de forja practicable de la tronera de una sala de calderas y su marco anclado a la fachada. Calentábamos una vela y dejábamos caer la cera líquida sobre el vidrio, que, una vez solidificada, eliminábamos en su casi totalidad, excepto los bordes, para que se viera la imagen de nuestros deportistas. Bahamontes, el Águila de Toledo, ganador del Tour, era la figura de mi chapa para carreras ciclistas. La correspondiente al portero de los equipos de fútbol era cuadrada, para que se pudiera mantener de canto y cubrir más portería. Unos martillazos bastaban para darle esa forma. El balón era un garbanzo.
Un cierto día, debía hacer muy mal tiempo, seguramente estaba lloviendo porque para nosotros el frío no existía, decidimos echar en casa un partido de fútbol de chapas. Y no se nos ocurrió mejor idea que marcar el campo de juego, con sus áreas y demás líneas, sobre las juntas del pavimento marrón, un burdo terrazo de posguerra, con cera DACS de dibujo. Blanca, naturalmente, para darle mayor realismo. Al terminar la partida el pánico se adueñó de nosotros. Mi madre no estaba y no había presenciado el estropicio pero, a su regreso, la bronca estaba asegurada. Nos hicimos con todos los productos de limpieza que encontramos en la cocina y nos pasamos el resto de la tarde fregando, frotando y restregando. La tarea resultó vana. Aquellas malditas juntas negras ya no lo eran enteramente y quedaba un delatador leve color blanco. Cuando mi madre volvió, estoy seguro que se percató del desaguisado, no dijo nada. Otra trastada que pasó por alto.
Para no volver a tentar la fortuna y la buena predisposición de la Signora, como la llamaba Ugo, otro amigo mío, construimos en clase de Applicazioni Tecniche, Manualidades, un campo de fútbol para las chapas. Utilizamos una lámina de cartón que pintamos de gouache marrón. El verde se obtenía de mezclar azul y amarillo y, por tanto, era difícil de igualar. Además, por aquel entonces, todos los terrenos de juego de Madrid eran de tierra, excepto Chamartín y el Metropolitano. También le montamos unas porterías de madera. Estábamos en I Media, el equivalente al 1º de Bachillerato de entonces, que se cursaba con once años.

Años después, cuando César se fue a casar, me llamó para que le hiciera de conductor y le llevara a la iglesia el día de la boda. Supongo que quería sentirse libre para esperar a la novia, ansioso y nervioso, a la puerta de Santa Bárbara. Así que, el día de la ceremonia por la mañana me apresuré a lavar el viejo coche de mi familia, un Seat 124 blanco, M-835178, protagonista de tantas correrías y anécdotas, y por la tarde le conduje a la ceremonia. Para mí fue un gran honor que me eligiera para ese menester, un detalle de confianza y una deferencia.


Ahora, casi sesenta años después de habernos conocido, todos los miércoles los dos niños vamos a la Sierra, nuestra sierra de Guadarrama, a subir cuestas, hablar de todo lo divino y lo humano y disfrutar de la naturaleza y el paisaje. César no para de hacer fotos y decir: - ¡Qué bonito, qué bonito.

Federico Martín Bahamontes

11 diciembre 2016

México y USA

Julio Sánchez Mingo

Diciembre 2016

México es la cloaca de los Estados Unidos. Es duro expresarlo con una afirmación tan tajante y cruda pero la nación de los charros absorbe las aguas residuales, fecales, de la economía y la sociedad norteamericanas. Mal llamadas así, pues el país azteca también es americano, y norteamericano, para más inri.
Dice muy acertadamente Almudena Grandes en su artículo El muro, cuya lectura recomiendo, publicado en El País del pasado 14 de noviembre: “... Mientras tanto, los habitantes de San Diego pasan la frontera a diario en sus coches, para comprar en Tijuana sexo, drogas, alcohol o viagra, y volver de madrugada, saltándose las agotadoras colas que sus criados, sus empleados, soportan a diario en la aduana para ir a trabajar ...” (1).
Tampoco las multinacionales de capital estadounidense han tenido empacho en abandonar a la fuerza laboral de su propio país para instalar sus fábricas a lo largo de la frontera al sur de río Bravo, río Grande para ellos, y utilizar mano de obra muy barata, pagando sueldos de miseria, para ser más competitivas e inundar el paraíso del consumo yanqui con sus productos. Así ha sucedido, por ejemplo, que Detroit, la meca del automóvil, sea hoy una ciudad abandonada, deshabitada, en ruinas, con la municipalidad en bancarrota.
Esos ciudadanos desengañados, que se sienten abandonados por las élites de Washington, han aupado a la presidencia al patoso, al pato Donald. Sus votantes son aquellos que eligen sus verdades no en función de los hechos sino de sus creencias y, sobretodo, sus prejuicios, como los votantes de Rajoy en España. No sé si Trump podrá cumplir sus promesas autárquicas dado el gran atolladero en el que se metería, cuando la economía mundial camina, cada vez más, por la senda de la globalización y el libre comercio.
Otro día me gustaría hablar, precisamente, de globalización, proteccionismo, libre comercio, populismo, demagogia, migración y xenofobia.

Un chaval de 30 años, padre de dos hijos según me confesó, con aspecto de pobre diablo, de vivir a salto de mata, pegó la hebra conmigo, hace un par de semanas, en el metro de Ciudad de México. Me preguntó si era gringo. Le respondí que no, que soy de Madrid, de España, y que no me gusta que me confundan con un estadounidense. Nunca había oído hablar de esos lugares. Me reconoció que en la escuela no había pasado de Primaria, que su aprovechamiento había sido muy bajo. Sin embargo presumió de haber estado en USA y me dijo que le gustaría volver, a instalarse allí, a cumplir lo que los vecinos norteños llaman el sueño americano.

Muro entre USA y México. Lado mexicano
Igualmente, ante mi pregunta, admitió que tampoco a él le gustaría ser confundido con un yanqui. Es natural que se quiera huir de la desigualdad y el clasismo, tan acusados, de la sociedad mexicana. Aunque el futuro, para una persona de sus características, sea bastante oscuro en el norte. Posiblemente para terminar siendo carnaza del narcotráfico, el fenómeno que tanto emponzoña México desde la sociedad americana, junto con la autóctona corrupción.

¿Será algún día la relación entre estos dos países una relación entre iguales?

(1) Almudena Grandes: El muro. El País, 14 de noviembre http://elpais.com/elpais/2016/11/11/opinion/1478882934_642377.html

Muro entre USA y México. Lado mexicano. Ver artículo de Almudena Grandes
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Es loable como México resiste los embates de la cultura americana, reafirmando su identidad, de orígenes hispánicos y precolombinos. Así, al día de rebajas denominado black friday en mi paleto y papanatas país, los mexicanos lo llaman el buen fin, que deriva de el buen fin de semana de rebajas. Igualmente, Halloweeen no existe para ellos y, sin embargo, ha logrado una gran penetración entre nosotros. Ellos, naturalmente, conservan su Día de Muertos. ¿Acaso no es más divertido disfrazarse de calavera o de Catrina (1) que de calabaza? Y no digamos de espadachín, a lo don Juan Tenorio. Desde luego, hay que saber inglés, pero usarlo cuando corresponde.

(1) Dama, elegantemente ataviada, con cara de calavera. Representa a la muerte. La iconografía fue creada por el artista mexicano José Guadalupe Posada y bautizada así por Diego Rivera.


Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, de Diego Rivera. Personajes, de izquierda a derecha: Diego Rivera, de niño, Frida Kahlo, la Catrina y José Guadalupe Posada

08 diciembre 2016

El Solitario y nosotros. Acoso en las aulas

Julio Sánchez Mingo

Diciembre de 2016

A Mario, Diego y Alba, que están en edad escolar

Jaime Giménez Arbe, El Solitario, fue alumno de mi colegio. Sus compañeros de clase le llamaban El Ruso. Fue el mayor y más peligroso acosador que yo conocí en mis años de bachiller. Un individuo amoral, más bien bobalicón, histriónico, mentiroso y cínico, mitómano, zalamero, mañoso, nada inteligente, sin capacidad para analizar y calibrar las consecuencias de sus actos, con la astucia propia del delincuente.
El escritor Lorenzo Silva dice de él en un artículo publicado en el diario El Mundo el 29 de julio de 2007, pocos días después de su detención en Figueira da Foz: “... Ahora sabemos que ni siquiera hizo la mili, al diagnosticársele una enfermedad mental que lo incapacitaba para el servicio. Se ha hablado de esquizofrenia, paranoia o más vagamente de psicopatía. Sin pretender afinar un diagnóstico que seguramente requiere de un análisis más riguroso, algún experto apunta más bien hacia un trastorno de la personalidad de tipo paranoide, que reforzaría los rasgos obsesivos, la desconfianza, la meticulosidad en sus acciones, pero permitiéndole mantener el control de sus actos, algo que ha demostrado a lo largo de una larga ejecutoria criminal...” (1).

Durante el año académico 69-70 se dedicó a atosigar y mortificar a un compañero de su curso, hermano cuatro años menor de uno de mis más queridos amigos, entrañable camarada de clase y de correrías. El asunto fue aumentando de intensidad y llegó a las amenazas de muerte. La victima hizo lo mejor que podía hacer, recabar la ayuda de su hermano mayor. A éste le faltó tiempo para pedirnos a sus íntimos que les arropáramos cuando fuere necesario.
Tras un incidente a la salida del colegio, yo estuve presente, no me lo han contado, a la que Giménez acudió acompañado de tres o cuatro pandillleros de barrio, el director, il preside, un personaje autoritario, que se declaraba mussoliniano ardente, y que no se andaba con remilgos, procedió a su expulsión, fulminante y definitiva. Problema solucionado y concluido.
Lamentablemente los padres del interfecto no debieron tomar las medidas adecuadas, considerando en qué se convertiría el angelito con el transcurso de los años.

Aquellos, y otros lejanos sucesos como la historia de Lo stronzo (2), me han hecho pensar toda la vida sobre el acoso escolar, un problema candente, de actualidad, que puede conducir, incluso, al suicidio del acosado.
Ante estos episodios de hostigamiento creo que la mejor solución es que la victima haga de tripas corazón y exponga la tesitura que está viviendo a los compañeros más allegados, sería rarísimo no tener alguno cercano. Además, debería buscar el apoyo, el cobijo, de los líderes naturales de la clase, que nunca son acosadores. Es muy difícil, hay que vencer timideces, complejos, pero se debe hacer así. Y, desde luego, contárselo a los padres y al profesor tutor. Creo que todo ello es la mejor forma de evitar sufrimientos, angustias y, eventualmente, males mayores.
También se cortarían de raíz muchos casos de acoso escolar si los testigos de este tipo de hechos, habitualmente mudos para no complicarse la vida y evitar que se vuelvan contra ellos, los denunciaran.
En ocasiones la situación no es necesariamente la de acoso propiamente dicho pero el perjudicado la percibe como tal y el contraste de opiniones con familiares y amigos puede sacar a alguien del pozo.

Un centro educativo no se debe convertir en un infierno para muchos chavales sino en el lugar donde se aprende, se socializa y se disfruta. Yo fui muy feliz en mi colegio, pero ha habido compañeros que me han confesado, ya adultos, que para ellos fue un horror.

Desconozco si actualmente en los colegios españoles se hacen ejercicios de redacción dentro de la enseñanza de Lengua y Literatura. Lo mal que escribe y se expresa la gente joven me hace pensar que no.
Si yo fuera profesor de esa disciplina propondría a mis alumnos un trabajo, anónimo, escrito e impreso con el ordenador. El tema debería tratar las siguientes cuestiones:

  • ¿Eres o te sientes acosado? ¿A qué crees que es debido? ¿Qué medidas has tomado o vas a tomar para solucionar el problema?
  • ¿Eres acosador? ¿Por qué?
  • Si no eres ni acosado ni acosador, cuando has percibido un episodio de acoso entre tus compañeros ¿cómo has reaccionado?

Y leería en clase las composiciones con las respuestas.

Todos los padres deberían analizar y contemplar la posibilidad de que su hijo sea un acosador, no autoengañarse y tomar medidas a tiempo. Seguramente le harían un favor a su retoño y evitarían que se convirtiera en un delincuente como El Solitario.
Giménez Arbe cumple actualmente, entre otras, una condena de prisión de 47 años por el asesinato de dos guardias civiles.


Campaña contra el acoso escolar de la Comunidad de Madrid. Otoño 2016