Julio...
César, unos niños de Madrid
Julio
Sánchez Mingo
Enero
2017
Este
escrito es un regalo de Reyes para Cesítar, mi entrañable amigo y
compañero
-
¡Julio... César, estaos quietos! - vociferaba reiteradamente la
señora que vigilaba a los alumnos en los trayectos del autobús del
colegio.
César
y yo jugábamos todas las tardes en un descampado cercano a nuestras
respectivas casas, fundamentalmente al fútbol. También cazábamos
saltamontes, arte en el que habíamos alcanzado una notable pericia.
Reunimos tres ejemplares. Los llamamos Felipón, Quisquilla y otro
nombre que no consigo recordar. Eramos capaces de distinguirlos.
Felipón era el más robusto. Quisquilla el de menor tamaño. Los
alojamos en una caja de zapatos, con sus correspondientes orificios
de ventilación, a la que sustituimos la tapa por un plástico
transparente, sujeto con una goma alrededor de su perímetro, con el
objeto de que los pobres animalitos pudieran ver y disfrutar de
iluminación. Depositamos tan elemental cubil en el alféizar de una
ventana del piso que yo compartía con mis padres y mi hermana. Una
vez al día los alimentábamos con hierbajos que recolectábamos.
Inopinadamente,
un día desapareció uno de ellos. No supimos por dónde. Por las
aberturas practicadas en el cartón no cabía un saltamontes. Al
poco tiempo, con gran pesar nuestro, desapareció otro. Decidimos
liberar al tercero para que no estuviera solo. Al saltar y emprender
el vuelo de la libertad, un gorrión, que estaba al acecho posado en
alguna ventana o resalte de la fachada, como un ave de rapiña, se
lanzó en picado sobre él, lo cogió con el pico y se lo llevó.
Cabe imaginar nuestra desolación, nuestro desconsuelo
y la sensación de
impotencia que se apoderó de nosotros. Aquél día un tierno y
frágil pajarillo se convirtió en un predador brutal y desalmado.
Mi
madre guardaba los botes de leche condensada La
Lechera
en un armario blanco que estaba en el cuarto donde solíamos jugar
cuando no estábamos en la calle, que era casi siempre. En Madrid,
por aquel entonces, los coches aún no habían expulsado a los niños
de la vía pública. Era un producto que Nestlè fabricaba en La
Penilla, Santander. Muy dulce, pegajoso, muy calórico y contundente.
Toda la familia lo tomaba para desayunar o merendar, rebajado con
agua o café. A los chavales nos encantaba. César y yo cogíamos las
latas y practicábamos dos agujeros con un destornillador, de tal
forma que por uno entraba aire, lo que nos permitía libar tan
delicioso néctar por el otro. Dejábamos todas los botes mediados,
abriendo uno nuevo sin agotar el anterior. Mi madre nunca se quejó.
La multitud de veces que hizo la vista gorda con nuestras trastadas.
César
y yo jugábamos a las chapas, los cierres metálicos de las botellas
de vidrio de cervezas y refrescos. No existían los briks ni las
latas de lámina de acero, con tapa y culo de aluminio y anilla de
apertura. Había dos modalidades de juego: las carreras ciclistas y
los partidos de fútbol. Recortábamos de Marca,
o de las páginas de huecograbado de ABC, la efigie de jugadores y de
esforzados de la ruta que colocábamos en el fondo de la chapa,
cubierta con un vidrio redondeado ajustado a su forma circular y
asegurado con cera. Antes quitábamos el corcho que hacía el cierre
estanco. El trozo de cristal lo cogíamos de cualquier vertedero,
basurero o montón de escombros, tan frecuentes en cualquier
descampado o solar sin construir del Madrid de la época. Lo
redondeábamos haciendo palanca en la holgura entre una reja de forja
practicable de la tronera de una sala de calderas y su marco anclado
a la fachada. Calentábamos una vela y dejábamos caer la cera
líquida sobre el vidrio, que, una vez solidificada, eliminábamos en
su casi totalidad, excepto los bordes, para que se viera la imagen de
nuestros deportistas. Bahamontes, el Águila de Toledo, ganador del
Tour, era la figura de mi chapa para carreras ciclistas. La
correspondiente al portero de los equipos de fútbol era cuadrada,
para que se pudiera mantener de canto y cubrir más portería. Unos
martillazos bastaban para darle esa forma. El balón era un garbanzo.
Un
cierto día, debía hacer muy mal tiempo, seguramente estaba
lloviendo porque para nosotros el frío no existía, decidimos echar
en casa un partido de fútbol de chapas. Y no se nos ocurrió mejor
idea que marcar el campo de juego, con sus áreas y demás líneas,
sobre las juntas del pavimento marrón, un burdo terrazo de
posguerra, con cera DACS de dibujo. Blanca, naturalmente, para darle
mayor realismo. Al terminar la partida el pánico se adueñó de
nosotros. Mi madre no estaba y no había presenciado el estropicio
pero, a su regreso, la bronca estaba asegurada. Nos hicimos con todos
los productos de limpieza que encontramos en la cocina y nos pasamos
el resto de la tarde fregando, frotando y restregando. La tarea
resultó vana. Aquellas malditas juntas negras ya no lo eran
enteramente y quedaba un delatador leve color blanco. Cuando mi madre
volvió, estoy seguro que se percató del desaguisado, no dijo nada.
Otra trastada que pasó por alto.
Para
no volver a tentar la fortuna y la buena predisposición de la
Signora,
como la llamaba Ugo, otro amigo mío, construimos en clase de
Applicazioni
Tecniche,
Manualidades, un campo de fútbol para las chapas. Utilizamos una
lámina de cartón que pintamos de gouache marrón. El verde se
obtenía de mezclar azul y amarillo y, por tanto, era difícil de
igualar. Además, por aquel entonces, todos los terrenos de juego de
Madrid eran de tierra, excepto Chamartín y el Metropolitano. También
le montamos unas porterías de madera. Estábamos en I
Media,
el equivalente al 1º de Bachillerato de entonces, que se cursaba con
once años.
Años
después, cuando César se fue a casar, me llamó para que le hiciera
de conductor y le llevara a la iglesia el día de la boda. Supongo
que quería sentirse libre para esperar a la novia, ansioso y
nervioso, a la puerta de Santa Bárbara. Así que, el día de la
ceremonia por la mañana me apresuré a lavar el viejo coche de mi
familia, un Seat 124 blanco, M-835178, protagonista de tantas
correrías y anécdotas, y por la tarde le conduje a la ceremonia.
Para mí fue un gran honor que me eligiera para ese menester, un
detalle de confianza y una deferencia.
Ahora,
casi sesenta años después de habernos conocido, todos los miércoles los dos niños vamos a la Sierra, nuestra sierra de Guadarrama, a subir
cuestas, hablar de todo lo divino y lo humano y disfrutar de la
naturaleza y el paisaje. César no para de hacer fotos y decir: -
¡Qué bonito, qué bonito.
Federico Martín Bahamontes |
Cosas de la vida o más bien de la época, yo también jugaba a lo mismo, con la variante de que las chapas no las cubríamos con vidrio, sólo plástico y las rellenábamos con plastilina en lugar de cera ya que se trataba de que cogieran peso para transmitir más empuje al "balón". Un saludo y Feliz Año, Julio.
ResponderEliminarUn bonito regalo, también para tus lectores. ¡Felicidades Julio¡
ResponderEliminarMuchas gracias Julio que regalo más. ......bonito ,qué bonito!!
ResponderEliminarYa me extrañaba en alguna de nuestras excursiones por la Sierra por las preguntas que me hacías sobre nuestros saltamontes ¿Para qué me hará estas preguntas tan raras? Mira tu lo que estaba preparando el Julito, menudo zorro.
Es muy "emocionante" recordar anécdotas de la infancia, y las que se te han quedado en el tintero, pero para mí lo realmente importante es que entonces se fundamentó una amistad que sigue tal cual con el paso de los años.
Hemos pasado temporadas importantes sin estar casi en contacto directo pero siempre sabíamos que el otro estaba ahí para lo que hiciera falta
Hablas tú de tus sentimientos al ser mi chofer en mi boda, qué puedo decir yo cuando apareciste por el hospital mientras que mi padre era sometido a una muy delicada operación, y yo no te había contado nada. Emocionante fue que me pidieras leer tu escrito de homenaje a tu madre en su funeral, fue un placer por ti y por ella.
En fin Julio espero seguir siendo durante muchos años tu compañero y amigo del colegio, tu "colega" del barrio y ahora tu acompañante por la Sierra.
Muchas gracias por todo amigo.
Un abrazo muy fuerte.
César
Por favor haz un poco la vista gorda a las faltas de acentuación, de puntuación. ...no se da nada bien escribir en estos trastos.
Totalmente identificado con tus memorias Julio. Yo nunca tuve un amigo de mi misma clase como tú, tal vez porque iba andando al colegio, pero recuerdo las carreras de chapas con Sandro Corradi en Fuente del Berro o las que organizábamos en el cortile del Liceo donde dominaba Martín Rico con una chapa super-dopada de Rick Van Stenberger. Al fútbol con chapas jugué mucho con los hermanos Lo Forte y con Alfonso Prieto. Eso sí, las de fútbol las forrábamos con tela que quedaba ajustada con el corcho de la chapa y pegábamos la foto del jugador en la parte superior de ésta. La tela producía una fricción con las baldosas más controlada. En mi opinión nuestra niñez fue más creativa que la actual. Nuestros dedos no necesitaban manipular móviles o tabletas para entetenernos : con una simple chapa podíamos crear emocionantes subidas al Tourmalet o golazos en el Bernabeu...
ResponderEliminarOda a nuestra infancia y, sobre todo, a la amistad...
ResponderEliminarMe ha encantado!Aunque también me ha recordado la envidia por no poder participar en los juegos "de chicos", hubiera estado mal visto y además no creo que vosotros nos hubiérais dejado... Había otro juego que se jugaba con un clavo. Cómo se llamaba?
Muchas gracias por tu comentario, Pachi.
EliminarEl juego que mencionas era el clavo.