Algunos recuerdos
del ferrocarril
Julio
Sánchez Mingo
8
de abril de 2017
A
mi padre, que me transmitió el amor por el ferrocarril, por su
centenario.
A
mi madre, que ya no está.
In
memoriam
A
mi hermana, compañera insustituible de esos viajes felices
Recuerdo conversaciones con mi abuelo en
las que yo le preguntaba por qué no se construía un puente que
uniera Europa con América, por el que pudieran circular trenes de
Madrid a Nueva York. Los barcos, ironías de la vida, no me parecían
seguros, máxime después de haber oído hablar mucho del trágico
final del Titanic y
haber visto alguna película sobre el tema. No
era capaz de imaginar la infinitud del océano y su extrema
profundidad, por mucho que él tratara de hacérmelo comprender.
El ferrocarril permitió que la luz se
hiciera en mi calenturienta cabeza de mocoso. Conocí el mar en
Peñíscola, al poco de cumplir los cuatro años. Llegamos tras un
largo viaje desde Madrid, en tren hasta Benicarló y después, hasta
la villa del papa Luna, en taxi, un cascabelero coche de caballos.
Ese mismo verano volvimos a subirnos al
tren para disfrutar de otra quincena de vacaciones en Aguadulce.
Tomamos el legendario Granaíno.
Pasamos
por Valencia, La Encina,
Alicante, Murcia, Lorca y Baza, hasta alcanzar Guadix, estación de
transbordo para Almería, donde llegamos caída la tarde. La ciudad
estaba atestada y no había manera de encontrar alojamiento. Mis
padres estaban desesperados mientras peregrinábamos
en taxi, otro coche de
caballos, de hotel en hotel, buscando cobijo. Acabamos haciendo noche
en una fonda. A la mañana siguiente ¡al fin! llegamos a la playa
almeriense.
El Granaíno,
el mítico Sevillano,
el Malagueño
unían Barcelona con las principales capitales andaluzas. Eran los
trenes de la emigración, que abastecían de trabajadores
a la más próspera
Cataluña, con trayectos de 17 horas, infinitas paradas y múltiples
cambios de locomotora. Sólo el tramo Barcelona-Tortosa estaba
electrificado.
Noches y días de un calor asfixiante o de un frío helador, que sólo
se podían combatir bajando la ventanilla o accionando la palanca de
la calefacción. Alguna vez oí la frase fatídica: - No funciona la
calefacción. Algún manguito roto o una válvula defectuosa serían
los culpables. Las máquinas de vapor, monstruos chirriantes y
ruidosos, podían carecer de algo, pero estaban sobradas de calorías
con las que caldear a los sufridos pasajeros.
Era un espectáculo
único la entrada en una estación de una de estas locomotoras,
envuelta en una nube de vapor.
¡Qué experiencia
infantil, tan romántica y emocionante, la de subirse a un tren, a un
tren de verdad, no a un cercanías o a un coche del metro!
Yo fui un niño
privilegiado. Los viajes en ferrocarril siempre implicaron para mí
vacaciones, alegría, diversión, mientras que para muchas personas
eran la separación de los seres queridos, el primer paso de la
emigración. Al final de la guerra, especialmente, fueron el
pasaporte al exilio, la pobreza, la angustia, la persecución. Hay
una obra de videoarte de Beatriz Caravaggio, sobre música de Steve
Reich, Different
Trains,
que opone, a imágenes de lujosos trenes estadounidenses de preguerra
y posguerra, otras de convoyes europeos de mercancías transportando
a ciudadanos judíos al exterminio.
Ese viaje a
Peñíscola y Aguadulce, como algunos otros en ferrocarril,
permanecen en la nebulosa, en el desván de mi memoria.
Me acuerdo de una
tarde de domingo que fuimos a pasar a Getafe. Sí, a Getafe. - Vaya
planazo - diría un niño de hoy. La locomotora de vapor que nos
trajo de regreso a Madrid maniobró en la estación getafense, se
puso a la cabeza de una composición de coches de madera y nos
remolcó hasta Atocha, ¡a contramarcha!
Otra vez fui a
Torrelodones con mi madre, mi hermana y la mayor de mis primas, casi
de la generación de mis padres, a visitar a mi tío médico y su
familia, comer con ellos y volver a la caída del sol. En la estación
del Norte cogimos el cercanías, un tren tranvía eléctrico de
carrocería metálica. No consigo recordar dónde ni cuándo vi otro
similar de madera. Mi padre acudió a despedirnos a Príncipe Pío,
antes de ir a trabajar, como si nos fuéramos a la guerra.
Con cinco años, en
el mes de agosto, me veo en la plataforma del correspondiente coche
del rápido
de Barcelona, llegando a Zaragoza, nuestro destino, inquieto por
saltar al andén cuanto antes. La parada era muy breve. Por aquel
entonces yo no bajaba escaleras, las saltaba.
Todos estos
recuerdos forman parte de la prehistoria de mi idilio con los trenes,
cuando todavía no eran objeto de mi atención y mi culto, que
comenzaron con los viajes a Tarragona, a pasar las vacaciones en la
playa Larga.
Fueron diez veranos
de felicidad, que comenzaba cuando acudíamos en taxi a la castiza
estación de Atocha, del Mediodía, con una hora de antelación, a
tomar uno de los expresos nocturnos con destino Barcelona o la
frontera de Portbou y Cerbère. Era una estación muy bien concebida,
racional, muy cómoda, que la ineptitud e incompetencia de los
responsables de Fomento, ADIF y Renfe han desfigurado y convertido en
un monstruo, en una aberración sin sentido. Podían haber aprendido
del tratamiento dado a las estaciones históricas de París, que han
acogido el ferrocarril de alta velocidad sin perder su conformación
y carácter originales. Peor trato, incluso, ha sufrido la estación
del Norte.
El mozo de
equipajes ayudaba a mi padre con las maletas, izando por la
ventanilla las más voluminosas. Una vez instalados en nuestro
compartimento, dábamos un paseo de inspección por el andén hasta
la cabeza del tren, que culminaba con una detallada observación de
la locomotora. Un gigante negro con máquina de vapor. Por las fechas
de las que estoy hablando, supongo que se trataría de una unidad de
la serie 2200.
Locomotora de vapor serie 2200 |
Tras el toque de
silbato del jefe de estación, o un factor de circulación, y un
pitido de la locomotora, el tren se ponía en movimiento, muy
suavemente. Casi no se percibía. La aceleración de un convoy de 13
coches, remolcado por una máquina de vapor, no tenía nada que ver
con la de un moderno tren de alta velocidad. La composición, por lo
general, la formaban un furgón de equipajes, el coche correo, coches
camas, coches de 1ª, 2ª y 3ª clase y el coche restaurante.
Faltaban todavía unos años para los coches litera.
Tras cruzar el
puente de los Tres Ojos sobre el, siempre seco, arroyo Abroñigal,
sobre cuyo cauce discurre ahora la M-30, el tren se internaba entre
las casitas bajas, encaladas de blanco, de Entrevías. Era como un
pueblo manchego, con calles de polvorienta tierra en verano y
pegajoso barro en la época de lluvias.
Entrevías, de Manuel Redondo. 1956 |
En paradas como
Guadalajara o Sigüenza, vendedores ambulantes ofrecían a los
pasajeros, a través de las ventanillas, cervezas y refrescos para
mitigar la sed y combatir el calor veraniego.
En una ocasión mi
padre compró una gaseosa. Todo correcto y educado se dirigió al
resto de pasajeros del compartimento ofreciendo si gustaban de la
chispeante bebida. Un señor, de origen hispanoamericano, aceptó el
ofrecimiento, tomó la botella entre las manos y dio buena cuenta de,
prácticamente, todo su contenido, dejándonos a todos atónitos y
boquiabiertos. Mi madre fue implacable con su marido: - Éso te pasa
por fino.
En el pasillo, en
el compartimento, se pegaba la hebra con los otros viajeros. Las
conversaciones giraban alrededor del calor que hacía, del motivo del
viaje y de la actividad profesional de cada cuál. Yo no perdía
ripio de lo que hablaban los mayores y después acribillaba a mis
padres con todo tipo de preguntas y aclaraciones. Alguna vez me
descolgaba con alguna pregunta impertinente, como cuando le pregunté
al delegado de una empresa, en viaje de trabajo, si ésta le pagaba
el correspondiente billete.
Cuando el convoy se
detenía en una estación o en un cruce, avanzada ya la noche, con
las conversaciones decaídas, se oía cantar a los grillos en el
silencio de la oscuridad. Imagen sonora de verano, vacaciones y tren,
grabada en mi memoria para siempre.
Sonidos muy
característicos de los trenes eran el traqueteo, ruido que hacían
las ruedas al pasar sobre las juntas de los raíles, que ahora son de
soldadura continua, el muy cinematográfico del silbato de la
locomotora aullando en la paz de la noche y el estrépito jadeante(1)
de la máquina alternativa de vapor, cuya frecuencia iba aumentando
al acelerar, para mantenerse constante, a un ritmo frenético, una
vez alcanzado el régimen de crucero.
En alguna parada
intermedia, unos empleados golpeaban las zapatas de los frenos de las
ruedas con un martillo, para, por el sonido, verificar que no hubiera
ninguna accionada por pérdida del vacío del sistema de frenado.
Al pasar por las
curvas del Jalón, ya me había dormido.
Me despertaba
cuando el tren serpenteaba por la orilla del Ebro, con las primeras
luces. Me gustaba salir al pasillo, bajar la ventanilla y que el aire
me diera en la cara, mientras el convoy se abría paso entre los
cañaverales. Al rebufo del tren, las cañas se inclinaban
respetuosas.
Después empezaba
el jolgorio, el ir y venir por los pasillos, de nuestro compartimento
al coche restaurante a desayunar y viceversa. Previamente había que
hacer una visita obligada al lavabo. El retrete desaguaba
directamente al exterior, a la vía, sembrándola de recuerdos
del pasaje. El tubo de evacuación era lo suficientemente ancho como
para que se pudiera ver el devenir de traviesas y balasto bajo el
vagón. Por ello había un cartel que rezaba: “Prohibido hacer uso
del WC en las paradas”.
Con los fuelles de
intercomunicación generalmente rasgados o rotos, sólo protegido de
la caída por sendas cadenas, con unas barras curvas a modo de
asideros, pisando sobre dos chapas superpuestas que se movían y
deslizaban la una sobre la otra, viendo correr los raíles a mis
pies, el paso de un coche a otro me hacía temblar de excitación y
miedo.
En Mora se cambiaba
a locomotora eléctrica. El paso por Reus-Paseo Mata era la señal
para descolgar el equipaje e ir acercándolo a la plataforma, porque,
en un suspiro, llegábamos a Tarragona. La parada era muy corta y
había que tener bien organizada la descarga de los bártulos de un
mes de veraneo.
Tras el traqueteo
sobre el paso a nivel del acceso al puerto marítimo, enseguida
aparecían ante mis ojos curiosos e inquietos la estación, el andén,
el anfiteatro romano y el Mediterráneo, al mismo tiempo que
recibíamos un golpe brutal de calor y, sobre todo, humedad. Las
vacaciones habían comenzado.
Composición
del expreso 804 Madrid-Barcelona. 1960
|
La
playa Larga, que afortunadamente se conserva intacta, casi libre de
construcciones, fue mi escuela de ferrocarriles. La línea
Barcelona-Tarragona discurre paralela a la orilla del mar, al borde
de la arena. Por allí vi circular todo tipo de trenes de pasajeros y
mercancías. Desde los ómnibus de Mora y Tortosa, con coches de
madera y plataforma de jardinera, como los de las películas del
Oeste, el rápido de Madrid, el Sevillano y el TAF, hasta los
primeros Talgo III y TER.
Coche Costa, usado en los ómnibus a Mora y Tortosa y en el cercanías Atocha-Getafe |
TAF (Tren Automotor Fiat). 1959
|
TER (Tren Español Rápido). 1965 |
Los chavales, desde
la arena o el mar, teníamos el entretenimiento de contar el número
de vagones de larguísimos, infinitos, convoyes de carga.
La carreterilla que
daba acceso a la playa salvaba la vía férrea por medio de un
puente. Cuando pasábamos por allí, y veía que se acercaba un tren,
salía corriendo para apoyarme en el pretil y verlo pasar bajo mis
pies. ¡Qué emoción!
Con quince años
recién cumplidos viajé a Italia, a Gaeta, a pasar un mes con mi
amigo Ugo y su familia. Fui directamente desde Tarragona, solo,
tomando un avión en Barcelona. Supuso mi bautismo de aire. Iba
muerto de miedo. La mitad del pasaje estaba compuesto por curas. Mi
madre me dijo al despedirme, para tomarme el pelo: - Si se cae el
avión iréis todos al Cielo, salvaréis vuestro alma. ¡Con tanto
pater
repartiendo absoluciones! - Afortunadamente mi primera experiencia
aérea, a bordo de un reactor Caravelle a pedales, del Paleolítico,
fue placentera e inolvidable. ¡Ay, cuántos vuelos en verano, sobre
el azul del Mediterráneo! ¡Qué bonitas sensaciones, cuántos
buenos recuerdos! Igual que la navegación por nuestro mar. Han sido
y son mis tres pasiones: barco, avión y ferrocarril.
En varias ocasiones
me desplacé en tren por la línea Roma-Nápoles. Las diferencias que
aprecié entre el material móvil y las instalaciones de Renfe en
España y los ferrocarriles italianos, FS, Ferrovie dello Stato, eran
abismales. Allí encontré limpieza, puntualidad, velocidades medias
de 100 km/h, trenes modernos, tracción eléctrica. El contraste con
nuestro país era notable. Felizmente, con el paso de los años, la
situación ha cambiado.
En mis años mozos
los billetes eran de
cartón, de un tamaño bastante reducido, similar al de los actuales
del Metro de Madrid. En los trenes de largo recorrido, con plazas
limitadas, era obligado adquirir reserva de asiento. Su resguardo era
un taloncillo con indicación del tren, coche y butaca asignados y
cuya matriz prendían, el día del viaje, en el correspondiente
compartimento, encima del asiento predeterminado. El tratamiento de
las reservas era totalmente manual y los taquilleros de los despachos
de billetes de Renfe manejaban enormes cartapacios con la información
de las plazas de cada tren. Había pocos errores y la sobreventa,
propia de las compañías aéreas, inexistente. En el local que ocupa
ahora la librería Blanquerna, en Alcalá, 44, estaba la oficina de
viajes de Renfe. Menudas colas se formaban y hemos aguantado allí,
con mi padre todo nervioso por conseguir billetes para la fecha
deseada.
Billete de tren |
Reserva de asiento |
En 1992, cuando se inauguró la línea
Madrid-Sevilla de alta velocidad, para que mi ya anciano padre
conociera el moderno tren AVE, nos fuimos un domingo los dos con mi
sobrino, entonces un chaval de diez años, a comer a Ciudad Real.
¡Cómo disfrutaron el abuelo y el nieto!
A casi 300 km/h, el suave discurrir del
convoy por las fincas y dehesas de los Montes de Toledo nos maravilló
a los tres.
AVE Alstom de la línea Madrid-Ciudad Real-Sevilla |
Hace relativamente poco, a la vuelta en AVE de un viaje a Barcelona, trabé conversación con el revisor. Tras unos minutos de charla, me invitó a pasar a la cabina de conducción.
Con el
tren rodando a 300 km/h por las parameras de Alcolea del Pinar, me
impactó el efecto óptico que producían los postes y demás
elementos de sustentación de la catenaria, de tal manera que parecía
que circulábamos por un túnel.
Catenaria C-350, para velocidades de 350 km/h |
También me llamó la atención que sonaba periódicamente un aviso acústico que el maquinista silenciaba accionando un pulsador. Ante mi pregunta, me explicó que se trataba del sistema de hombre muerto. Si tras el pitido nadie pulsa antes de 27,5 segundos el correspondiente pedal o botón, el tren se detiene, pues se entiende que el conductor se ha desvanecido o se ha ausentado del puesto de mando.
Cómo ha cambiado el ferrocarril desde
que yo decía que de mayor quería ser maquinista. Y me imaginaba con
una chaqueta de cuero, quién sabe por qué lo del cuero, encaramado
a lo alto de una locomotora de vapor.
Mis
juguetes preferidos fueron los trenes, primero de cuerda, después
eléctricos. Todavía los conservo todos, aunque algo desvencijados.
(1)
Este
año de 2017 se cumple el centenario de Campos
de Castilla
(1912-1917), de Antonio Machado, ilustre ferroviario.
De
esta obra he tomado el verbo jadear para describir el sonido de la
locomotora de vapor.
Asientos de madera de un coche de III clase, como los descritos por Antonio Machado en sus obras
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Me ha encantado la historia,ya que me ha llevado al pasado. Y me ha llenado de melancolía. He hecho también bastantes viajes en coche cama y en litera,desde Alicante, cuando regresaba por la noche despues de dejar a mis tios allí. Me transmitía sosiego el traqueteo y me dormía plácidamente.
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