I Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid
Queda este instante, relato de Mar Doménech, ha resultado ganador del I Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid.
¡Enhorabuena a Mar!
Muchas gracias al resto de autores participantes por su notable aportación.
Muchas gracias al resto de autores participantes por su notable aportación.
El jurado calificador ha estado compuesto por Teresa Albert, Menchu García Delgado, María Luisa Sánchez Mingo, Marisol Martínez, Gonzalo Silván Lago y César Rodríguez González, a los que se agradece su difícil labor.
En breve será entregado a Mar Doménech el correspondiente galardón, un óleo del acreditado pintor y miembro del jurado Gonzalo Silván Lago, más abajo reproducido.
Queda
este instante
Mar
Doménech Morante
Estoy
sentada en el coche lista para iniciar el camino que me llevará al
trabajo. Son las 07:45. Me miro en el espejo retrovisor para
constatar que el maquillaje que acabo de extenderme por la cara,
parezca lo más natural posible. Me pinto los labios y pongo la
radio. No tengo ninguna preferencia especial entre las emisoras que
suelo escoger. Voy cambiando el dial aleatoriamente. Solo espero a
encontrar una melodía que me agrade en ese momento. Es mi elección
de música de fondo para un momento del día que he calificado como
de esencial.
Tengo
bien calculado la duración del trayecto: de casa al trabajo, que
contrariamente a lo que podría pensarse, no es igual que del trabajo
a casa. A la ida voy en dirección contraria al tráfico imposible de
la ciudad donde vivo. A la vuelta no tengo tanta suerte, suelo
coincidir con la salida de empleados de muchas de las oficinas
situadas cercanas al lugar donde trabajo, y es en ese momento donde
hay que armarse de una paciencia infinita.
Salgo
temprano, porque todavía se lleva fichar en la empresa donde trabajo
varias veces al día: por la mañana, marcando el comienzo de la
jornada laboral; a mediodía dos veces, cuando vas a comer y cuando
terminas de comer; y por la tarde, una vez cumplidas, como mínimo,
con las 8 horas obligatorias. La política de la empresa es controlar
la presencia de los empleados de la manera más eficiente posible.
Hay cámaras por los lugares más insospechados, vamos “uniformados”
con distintas tarjetas que debemos colocar en un lugar visible de
nuestro cuerpo. Para acceder a la calle, a los baños, a los
ascensores…traspasamos puertas de seguridad que se accionan con un
lector de presencia. De esta manera es posible saber si un empleado
está o no en su puesto de trabajo y lo que tarda en volver.
Quiero
llegar cuanto antes para que el reloj de control demuestre con su
exactitud, que he cumplido con mis horas laborales y que puedo
despegar sin demora, a las 17:30 en punto. La mayor parte de los días
me descubro mirando el reloj del ordenador con insistencia a partir
de las 17:15. Deseo que pase ese cuarto de hora que me queda, para
escapar cuanto antes. No quiero regalar ni un minuto de mi precioso
tiempo a este lugar que me parece tan frío y desalentador.
El
ascensor me lleva directamente al garaje de casa. Tengo un coche
pequeño, eso sí, un cuatro puertas, ya que me resulta mucho más
cómodo para el tipo de uso que le doy. Se trata de un utilitario sin
grandes comodidades, sin pretensiones, comprado y elegido con la sola
condición de que no me deje tirada nunca. Solo imaginarme en medio
de la M-30 parada, con el coche echando humo o con cualquier otro
tipo de avería, me da escalofríos.
Debería
de llegar puntual y ponerme a hacer el trabajo que me está pidiendo
a gritos que lo termine sin demora, ese trabajo que va creciendo en
montones de papeles que ya no tienen control. Me limito a ir apilando
y apilando y por cada papel que deposito, me vienen a la mente la
cantidad de preciosos árboles que están muriendo para que mi torre
siga creciendo hasta que algún día, ya no pueda más y se
desmorone.
Me
niego a pisar el acelerador. Voy cómodamente sentada buceando entre
mis pensamientos, recorriendo con la mirada a mí alrededor, abriendo
la ventanilla para que entre el frescor del aire, aunque a veces se
trate de un frío intenso, disfrutando del sosiego que me proporciona
el no tener que hablar con nadie, no tener que escuchar a nadie… El
interior del coche se ha convertido en un oasis donde encuentro el
momento del día que tiene más sentido para mí.
Reconozco
que no siempre es así, a veces me invade la presión y el stress y
me asalta la tentación de apretar el pedal para llegar cuanto antes.
Sin desearlo, me descubro pensando en lo que ya a esas horas me está
esperando: mesas con los ordenadores encendidos, compañeros
inmóviles como estatuas con la mirada fija en la pantalla, teléfonos
sin parar de sonar…Pero, por fortuna, es solo un instante de
debilidad, miro el cielo, observo las nubes, la luz diurna, descubro
nuevamente que hoy es un día para estrenar y me tomo un precioso
instante en el que vuelvo a ser consciente de lo valioso de este
tiempo. Vuelvo a mi mantra liberador: vive este momento.
Existen
personas que adoran Madrid. Una ciudad llena de museos, cine, gentes
diversas, parques…hay una oferta infinita de actividades para estar
distraído, un enorme abanico de atractivas ocupaciones. Podrías
estar días, semanas, meses enteros sin dejar de hacer cosas. Es muy
fácil dejarse seducir por tanta variedad de posibilidades. Pero, y
esto es algo indiscutible, nos falta tiempo y nos falta, sobre todo,
la energía necesaria para movilizarnos y disfrutar de tanto
esparcimiento.
En
el asfalto, los atascos se han vuelto predecibles, las distancias se
agrandan más y vivas donde vivas, te ves envuelto en el enredo de
los coches, de la contaminación, del ruido…Creo, que no hay nada
tan desquiciante para un urbanita que el estar metido dentro de un
coche formando parte del embotellamiento en masa. Es aquí donde nos
transformamos y sacamos lo peor de nosotros mismos. Solo tienes que
observar de reojo, disimuladamente, al conductor que está a tu lado.
Unos calman su ansiedad, mordiéndose las uñas, otros dan golpes
repetitivos al volante desahogando su impotencia. No es extraño ver
cómo los rostros se tensan y las bocas se agrandan exageradamente,
pudiendo adivinar como las palabrotas y groserías burbujean y
estallan frente a la luna del coche. En esos momentos, aparece el
duende travieso que hay en mí, y se me pasa por la cabeza sacar el
teléfono móvil y grabarles. Estoy segura de que, si tuvieran la
oportunidad de verse, les embargaría un sentimiento de vergüenza
que les haría sentir, como mínimo ridículos.
Me
gusta cuando está lloviendo por las mañanas. Las gotas de lluvia
impactan en el cristal del coche y poco a poco se desploman con
suavidad hasta que llega un momento que ya no las veo. Dejan a su
paso una estela húmeda que se va deslizando lentamente y que me
recuerdan la huella metódica que dejan las lágrimas en el rostro.
Apago la radio y me concentro en el sonido tranquilizador del agua.
Es un ritmo constante, que varía según la intensidad con que se
desprende la precipitación. La naturaleza es sorprendente. Es capaz
de crear una hermosa melodía con sus propios recursos. No necesita
ningún instrumento más, ningún aditivo. Es agua mágica que te
transporta, con su movimiento y consonancia, a un estado de calma y
meditación.
Esta
media hora que permanezco en el coche, me incita a la reflexión.
Aparecen en la mente, sin querer, situaciones que estoy viviendo,
personajes que están vinculados a mi vida, o escenas pasadas que ya
no seré capaz de recuperar jamás. Van y vienen como nubes que se
pasean por el cielo infinito. Lo que marca la diferencia, con
cualquier otro momento del día, es la forma en que se manifiestan.
No son imágenes agresivas, ni estresantes, aunque no todas evoquen
sosiego. Llegan a mí de una manera pausada y apacible. Sé que en
esos momentos, me transformo en el observador que se limita a
contemplar sin juzgar. Soy el espectador neutral que se limita a
vivir el presente sin resistencia.
Es
cuando me doy más cuenta de determinadas situaciones que vivo a
diario. Como la de ciertas conversaciones que se repiten una y otra
vez en ambientes laborales. Son frases hechas que, a base de tanto
reproducirlas han perdido su verdadero significado. Se han convertido
en coletillas aburridas que imitamos inconscientemente. El verdadero
motivo no es otro, que el de rellenar de alguna manera, esa soledad
que todos sentimos pero que nadie revela.
Me
refiero a los comentarios típicos el primer día después del fin de
semana: “Uff que mal llevo los lunes, voy a tomarme otro café a
ver si me despierto”. Los miércoles los diálogos se animan un
poco más: “bueno ya estamos a mitad de semana, y va quedando menos
para el viernes”; y al fín cuando llega el día más deseado, las
expresiones se animan: “¡menos mal que es viernes, parecía que no
iba a llegar nunca!”
Y
así se van pasando las semanas, más bien diría la vida, esperando
ávidamente la llegada de ese sábado y ese domingo, como si fuera
obligatorio ser feliz esos dos días, como si no hubiera posibilidad
de sentirse uno desalentado o apenado, como si no tuviéramos el
derecho de ser dichosos en ningún otro momento.
Voy
en mi coche por la mañana y me digo que cada día es una oportunidad
para pasarlo bien, para hacer cosas nuevas… No quiero esperar a que
llegue el fin de semana llenándolo de planes, dando por hecho que
las pequeñas cosas maravillosas no pueden aparecer espontáneamente.
Estoy convencida que no hace falta programar nada, lo más probable
es que las sorpresas y acertijos de la vida, se presenten solos, sin
necesidad de llamarlos. Intento justificar la ignorancia atrevida de
cómo vamos pasando por la vida envolviéndonos de miedos y cobardía,
e intuyo que es la propia rutina la que nos hace estar tan ciegos, o
es algo más profundo, como la prepotencia humana al creer que este
trayecto personal no tiene fin.
Y
yo no digo que tengamos que buscar amigos en el trabajo, porque un
Amigo es alguien selecto y muy especial. Hablo de compañerismo, de
grupo. Sería fabuloso olvidarse para siempre de la competitividad.
Ser competitivo está de moda, se lleva la arrogancia y la soberbia y
si quieres entrar en el juego de la empresa, no te queda otro remedio
que someterte. Por eso, las personas, que como yo, buscan en su vida
sensatez y equilibrio, se les invita discretamente a ocupar lugar
nebuloso poco visible. Pero sinceramente, eso ya no me preocupa,
aunque confieso que hubo un tiempo que esto me provocaba conflictos.
Ahora, sé que nadie ni nada tienen el poder suficiente como para
romperme.
Sonrío
al comprobar el sitio tan mundano donde se alimenta y nutre mi
entendimiento. Nadie diría que un pequeño utilitario pudiera
convertirse en el espacio elegido para desconectarse del mundo. Pero
lo cierto es que solo necesito ese rinconcito único, para sentirme
bien. Es el instante donde se despierta toda la energía dormida y
los pensamientos más íntimos se manifiestan.
Estoy
llegando al aparcamiento del trabajo. Sé que necesito mantener este
estado de bienestar al que he llegado. Con calma, saco de la guantera
del coche la tarjeta que me permite el acceso al garaje. Quito la
radio y me dirijo a la primera plaza libre que encuentro.
Aparco,
apago el motor y me regalo un instante. Cierro los ojos, respiro
profundo, y voluntariamente dibujo una sonrisa en mi rostro.
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Herramientas, de Gonzalo Silván Lago |
Hola Mar:
ResponderEliminarYo también presenté un relato al concurso. Tú has ganado y te felicito.
Un colega