31 diciembre 2020

 

Divertimentos navideños

Roberto Omar Román



Serenata


Me dijo el señor de la tienda que en su casa tiene a la Navidad con fiebre; que le moja los pies con pirú y le inyecta agua de zapote. Para distraerla, su mujer consiguió una garza negra que recita fábulas en francés, mientras ella le orea las axilas con abanicos de pera.

De los cinco cuartos de la casa, dos ocupan para mecerla, dos en colgar su bata de baño y uno para cepillar su dentadura postiza.

En el sótano, una vieja ciega vestida de duende le teje bufandas rojas y le reza en rosarios de cuentas esféricas.

El señor de la tienda le compró pantuflas y un pijama, en abonos. Su mujer, dos sonajas musicales.

Cuando la Navidad duerme, el agente de tránsito le barniza las uñas; los hijos del señor de la tienda la persignan; la vieja ciega toca el arpa y el manicurista infracciona a los conductores ruidosos.

Al oír el tañido de las campanas, el señor cierra la tienda, toma a su mujer de la mano y entran a la iglesia. Arrodillados, oran por la salud de la Navidad y presiden la misa celebrada por la noche, investida de pastor.

El señor de la tienda también me dijo que cada vez que besa a su mujer en el atrio, tres violonchelos de cristal tocan una serenata de amor para ellos, mientras beben vino consagrado y que, entre más beben, la Navidad sana.

El señor de la tienda no me lo ha dicho, pero yo creo esa es la razón por la cual cuando platica conmigo está muy borracho y su mujer baila desnuda detrás del mostrador, agitando dos maracas cintilando.



Armisticio


El bombardeo oscurece la ciudad, las alarmas de guerra ululan, los civiles abandonan sus casas y caminan con desgano a los refugios antiaéreos, enfadados por interrumpir la cena.

Un matrimonio, rendido a la pasión, decide continuar el placer. Edifican en la cruenta devastación de la metrópoli un santuario de amor en su alcoba. Al retumbo de los obuses y la artillería terrestre estrechan sus cuerpos minados por besos cáusticos y cimbreantes caricias. En la sala, su hijo vuela bombarderos de papel.

Las paredes crujen, los vitrales y espejos de la casa estallan, la puerta de la alcoba claudica. Del estante de libros derrumbado revolotean desparpajadas páginas. En catedral resuenan las doce, decretando la tregua de Navidad.

El niño, a falta de papel para sustituir los avioncitos derribados, celebra un armisticio: cambia los foquitos navideños averiados y remplaza las esferas rotas. De una vetusta caja de zapatos –el búnker saca y retoca con acuarelas las descarapeladas figuras en yeso de Jesús, María y José y las planta en el heno del reconstruido cobertizo, junto a la chimenea.

En la ciudad flota un velo áureo con aroma a incienso, los orondos civiles regresan a la cena de Nochebuena.

Sigiloso, el niño asoma adonde sus entrelazados padres siguen amándose. Mira alegre las cromáticas páginas de los libros de cuentos esparcidas en el piso, levanta un hato y corre al desván centro de experimentos bélicos a ensamblar otra flotilla de bombarderos. Los villancicos de la calle, entrando por los ventanales rotos, animan su labor armamentista.



Los tacaños nunca mueren


La familia era numerosa. De niño recuerdo a tío Jonás, el más próspero de los hermanos de mi abuelo. Lo recuerdo por ser el primero en llegar a las cenas de fin de año, comer y beber en abundancia, sin llevar una pizca de sal.

Entre otras cosas, el tiempo nos reduce. Tío Jonás y yo somos los últimos parientes directos. Esta noche lo espero en casa. Conserva su vigor, prosperidad, gran apetito y gusto por las bebidas generosas.

Postrado en mi cama de convaleciente de covid observo a mi envejecida esposa preparar la mesa. Y me pregunto si el próximo año será una viuda cenando con un inmortal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Los comentarios de este blog están sujetos a moderación. No serán visibles hasta que el administrador los valide. Muchas gracias por su participación.