11 diciembre 2020

 

Giralda

Joaquín Lozano Torres

                           

Lo que el cielo tiene ordenado que suceda, no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir.

Discurso del perro Cipión. El Coloquio de los Perros. Cervantes.

 

No sé el porqué del precioso nombre que el coronel Henry Leslie Blundell McCalmont eligió para su espectacular yate; de hecho fue el mayor del mundo perteneciente a un particular y su construcción fue encargada a los prestigiosos astilleros Fairfield Shipbuilding & Engineering Co. Ltd. de Govan, situados en uno de esos hermosos fiordos occidentales de Escocia.

El coronel se podía permitir eso y más ya que el hombre era muy millonario desde la muerte de su tío abuelo Hugh McCalmont, ocurrida allá por el año 1888, que tuvo a bien dejarlo como único heredero de una monumental fortuna. Y como quiera que entre sus aficiones favoritas, además de los caballos de carrera, ocupaba un importante lugar la navegación, se permitió el lujazo que suponía esta preciosa goleta de tres palos, aunque propulsada a vapor. Desplazaba algo más de 1.500 toneladas, tenía una eslora de 96 metros botalón de foque incluido y 10,70 metros de manga.

La embarcación fue puesta a flote en agosto de 1894 y, después de tres meses y medio más de trabajo en los muelles de armamento del astillero, se concluyó la obra y fue entregada a su armador en diciembre de ese mismo año, tras de haber sido sometida a las preceptivas pruebas de mar en las que, gracias a sus dos potentes máquinas que accionaban un par de hélices propulsoras y también, claro está, a sus preciosas hechuras muy marineras, llegó a desarrollar una velocidad superior a 20 nudos. Además había otra gran virtud en aquella embarcación: su gran autonomía de navegación gracias a las 436 toneladas de capacidad de almacén de sus carboneras, estratégicamente situadas protegiendo la vital sala de máquinas.

 

Modelo del Giralda.

En una de sus primeras singladuras de las que hay constancia, el monumental yate con su orgulloso armador a bordo, consiguió batir el record de velocidad al recorrer las mil millas que separan Dartmouth, en el sudoeste de Inglaterra, y Gibraltar en tan solo dos días y medio, a un promedio de más de 16 nudos, lo que era una auténtica hazaña para la época.

Sin embargo, el lujoso juguete pronto comenzó a resultar excesivo incluso para su rico propietario dado el enorme gasto que suponía la necesidad de contar con una auténtica legión de tripulantes para su mantenimiento y manejo. También, por qué no, las inesperadas oportunidades de negocio que repentinamente comenzaron a surgir. Y es que en aquel final de siglo, más de un país estaba a la gresca contra algún otro. Los japoneses, por un lado, habían invadido China y se encontraban inmersos en un terrible conflicto con el gigante continental. Por otro lado, los norteamericanos de los Estados Unidos, oliendo como olía a debilidad lo que aun quedaba del que otrora fuera el gran imperio español, no sabían cómo hacer para provocar la guerra contra España y quedarse a precio de auténtico saldo con joyas tan valiosas como Cuba, Puerto Rico y las Filipinas.

En ese ambiente tan entretenido, no le faltaron al opulento armador del Giralda ofertas para adquirir aquel rapidísimo buque aunque no para ejercer de ostentoso yate sino para reconvertirlo en un aviso de flota, es decir, un buque que, por sus características marineras y de construcción, pudiera desenvolverse con rapidez dando aviso, de ahí su nombre, de las órdenes que se cursaban a las flotas y cuya única manera de hacerlas llegar urgentemente era mediante la entrega en mano de las mismas.

Así, los primeros que se interesaron fueron los japoneses pero no concluyeron felizmente las negociaciones entre las partes por lo que aquel negocio no acabó arribando a buen puerto. Después, se ofreció el Giralda a los americanos que rehusaron la oferta por estar de sobra servidos con su magnífica flota. Por último, fue el gobierno español quien se interesó por la posibilidad de adquirir el buque, así que finalmente, y a través de un próspero empresario marítimo de Cádiz pero de origen británico, Henry McPherson o Enrique Macpherson, como ya lo conocía todo el mundo en la ciudad, se pudo concluir la operación con éxito.

La cantidad pagada por nuestro país podría parecer poca cosa si atendemos solo a nuestro recuerdo de lo que valían las últimas pesetas que circularon en España. Sin embargo, la realidad es que no fue moco de pavo aquel importe de más de dos millones doscientas mil pesetas de la época puesto que, si nos remitimos a lo que era la equivalencia en pesetas de un gramo de oro a finales del pasado siglo XIX y lo comparamos con lo que el mismo gramo de oro supone traducido a nuestros euritos de hoy, estaríamos viendo que aquellos 2,2 millones de pesetas serían aproximadamente 25 millones de los actuales euros y ahí ya la cosa cambia bastante por lo que no creo que hiciera mal negocio aquel millonario coronel.


Anuncio de algunas actividades de Henry McPherson.

Fue en marzo de aquel horrible año de 1898 cuando el Giralda fue entregado a nuestra marina en el puerto de Barcelona donde embarcó como comandante del vapor el capitán de fragata don Rafael Rodríguez de Vera. Se comenzó inmediatamente a instalar sobre su cubierta reforzada unas pocas piezas de artillería ligera Nortdenfeld de 57 milímetros más un par de ametralladoras. El 20 de abril ya estaba haciéndose a la mar rumbo a Cádiz para incorporarse al servicio.

 

  
Oficialidad sobre la cubierta del aviso Giralda.

 

Muchos fueron las roles bélicos ideados para el versátil buque, pero creo que éste, habiendo probado en su anterior vida las mieles del lujo y los viajes relajados de placer, no tenía alma de tosco guerrero sino solamente de grácil bergantín goleta. Así, de todas aquellas arriesgadas misiones en las que se le encomendaron participar, prácticamente ninguna terminó cuajando. Fue asignado como uno más a la llamada Primera División de la Flota de Reserva, mandada por el malagueño don Manuel de la Cámara Livermore, acompañando al crucero acorazado Carlos V y a los cruceros auxiliares Patriota, Meteoro y Rápido, nada menos que con la intrépida misión de bombardear alguna ciudad americana de la Costa Este a fin de que con esta acción pudiera aliviarse la presión que los gringos estaban ejerciendo sobre la mal defendida Cuba y así, de paso, insuflar algo de moral y esperanza a las tropas españolas en el Caribe que, con mucha razón, lo veían todo cada vez más negro.

Pero se ve que el secreto de aquella planeada operación militar no había salido del hemisferio norte y los ingleses, muy neutrales ellos y siempre dispuestos a echar una mano, se encargaron de frustrarla.


Y como quiera que las desgracias nunca vienen solas, a toda prisa hubieron de cambiarse los planes porque los estadounidenses, literalmente, nos machacaban también en Filipinas, razón por la cual, en junio una nueva flota se conformó para transportar a más de 4.000 hombres de refuerzo e incremento de las defensas de aquellas islas, poniéndose rumbo al Canal de Suez con intención de proseguir después viaje hacia el este. Sin embargo, también estaban los norteamericano al tanto de la jugada, siempre con la inestimable ayuda y colaboración de los neutrales ingleses que controlaban aquel paso y que negaron el reabastecimiento de carbón para las hambrientas calderas de aquellos barcos que, después de muchos días bloqueados al rico calorcito veraniego egipcio, fueron invitados a darse la vuelta para regresar por donde habían llegado.


Para julio ya se había materializado aquel desastre indigerible. Los americanos habían reducido a chatarra la flota del almirante Cervera en Santiago de Cuba y también la de Patricio Javier Montojo en Cavite. Ya todo estaba perdido y con ese panorama tan desgraciado solo quedó regresar a España no fuera a ser que aun nos terminaran atacando también aquí.


La primera misión que se le asignó, ya en tiempos de paz, fue la de trasladar los restos del Gran Almirante desde Cádiz hasta Sevilla, donde el gran marino, descubridor de aquellas nuevas tierras americanas, por fin debiera encontrar su definitivo lugar de reposo. Y es que ya iba siendo hora de que a Cristóbal Colón, o a lo poco que del hombre quedaba, se le depositase en el mejor lugar de todos los posibles, en la catedral de Sevilla. Cuantos saltos, sobresaltos y traslados desde que murió en 1506 y fue enterrado en el convento de San Francisco de Valladolid. Desde allí, después de muerto, su primera visita al monasterio de la Cartuja de Sevilla, aunque tampoco estuvo demasiado tiempo en el precioso lugar porque de ahí lo trasladaron a Santo Domingo, en lo que podríamos considerar el quinto de sus viajes a las Américas y claro, para no perder la costumbre, cuando los franceses tomaron la isla de La Española al amparo del Tratado de Basilea, de nuevo con los restos de Colón para La Habana donde quedaron depositados en su hermosa catedral, hasta que los dichosos gringos terminaron con aquella auténtica joya de la corona que era Cuba.


Entonces sería cuando el crucero Conde de Venadito, mandado por el capitán de navío don Esteban Arriaga, trasladara de nuevo aquellas reliquias hasta Cádiz, donde esperaba el aviso Giralda, que sería el encargado del definitivo transporte hasta Sevilla.


Era una fría mañana de enero del año 1899 y la expectación en la ciudad no podía ser mayor. Con toda la solemnidad de la que en las ocasiones más especiales Sevilla hace gala, el Giralda atracó en el muelle situado bajo el palacio de San Telmo, donde se alzaba una gran tribuna en la que esperaban las autoridades eclesiásticas, civiles y militares. A la cabeza de todos, como descendiente directo del ilustre marino, el duque de Veragua, al que se hizo entrega de los documentos acreditativos del contenido de una pequeña caja de apenas 50 centímetros de largo por 30 de ancho e igual altura, que fue llevada por cuatro cabos de mar del Giraldahasta el armón que el ejército había colocado al pie de la escala del buque.

Desde el lugar de desembarque, la comitiva fúnebre en callada procesión procedió hasta la Catedral.


No estaban sin embargo todos los detalles concluidos. Más bien todo lo contrario, pues el magnífico monumento funerario que había sido encargado al escultor y arquitecto madrileño don Arturo Mélida, no solo no estaba terminado sino que el lugar en el que se pensaba colocar, la capilla de la Virgen de la Antigua, resultaba inadecuado dadas las dimensiones de la misma en relación a las del monumental catafalco. Fue necesario depositar aquella caja, una vez más con carácter provisional, en la cripta del Sagrario donde se inhuma a los señores arzobispos de la Archidiócesis Hispalense.


Vendrían seguidamente las discusiones discretas por parte de la Comisión nombrada por el cabildo de la Catedral, encaminadas a determinar la ubicación más adecuada del sepulcro y por fin se llegó a la conclusión de que el lugar exacto debiera ser en el lado derecho de la nave de crucero, junto a la puerta llamada de San Cristóbal. Sitio espléndido, dónde por fin pudo ser levantado el monumento.


No fue, sin embargo, inmediato el nuevo traslado hasta su lugar de descanso definitivo pues el mismo no se llevó a cabo sino hasta el lunes 17 de noviembre del año 1902, cuando, después de una misa de réquiem a toda orquesta y con un impresionante coro cantando la obra especialmente compuesta por el maestro Eslava, en sobria y muy solemne ceremonia, bajo el continuo repicar de todas las campanas de la Giralda y con la asistencia de nuevo de las más principales autoridades, fue depositada la caja conteniendo los restos del que fuera almirante de la Mar Océana.


Tumba de Colón en la catedral de Sevilla.

                    

En Sevilla se llama capillita a aquel que vive y disfruta de manera más que especial todo lo relacionado con las procesiones en general y la Semana Santa en particular. No son pocos en nuestra ciudad. Pues bien, dicen algunas malas lenguas que un día, emocionado un capillita contemplando el monumento funerario de Colón, con sus cuatro heraldos de bronce policromado y rostros de alabastro, representando las armas de los Reinos de Castilla, León, Navarra y Aragón, un subidón cofrade súbitamente lo invadió y sin poder reprimir el capataz que todos los capillitas llevan dentro, con voz ronca y queda se le oyó decir: “Vámonos valientes. Esa izquierda alante”. En fin…


El Giralda, pasada aquella lamentable contienda, poco aviso tenía que dar ya a flota alguna y fue entonces cuando recobró su verdadera vocación de barco de placer al servicio de un joven monarca que influenciado por su madre la Reina Regente y por aquello de que de perdidos al río, tampoco le hizo ascos al precioso regalito que supuso ese impresionante yate real, envidia de todos aquellos ilustres invitados que a lo largo de los años acabarían pasando por el mismo.


Alfonso XIII en la cubierta del Giralda.

Para que el rey comenzara a familiarizarse con la vida de a bordo y poco a poco se fuera integrando en las maneras de la Armada, su madre, la reina regente María Cristina de Habsburgo, organizó un crucero por el norte de España que tanto agradaba a dicha dama. Era el año 1900 y tan solo contaba el rey con 14 años de edad. Parece que el hombre se lo pasó de cine, dicen que no se mareó y que recorría una y otra vez las diferentes dependencias del hermoso yate. Incluso se encargaba de disparar cada mañana el llamado cañonazo de las nueve. En fin, que se aficionó y mucho al barco hasta el punto de que este fue utilizado ya con asiduidad. En 1904, fondeado en la Ría de Vigo, sirvió de excelente escenario para recibir al káiser Guillermo II, que había llegado en el lujoso vapor König Albert. Durante 1906 y a bordo del Giralda se llevó a cabo la que sería primera visita de un rey de España a las islas Canarias. Al año siguiente y frente a Cartagena se celebró a bordo el encuentro con el entonces rey británico Eduardo VII, que precedió a unas cuantas navegaciones posteriores hasta el sur de Inglaterra, para asistir a unas tradicionales regatas que se celebraban frente a la isla de Wight.


El Giralda fondeado en Santander.

Y aunque todo esto estaba muy bien, verdaderamente resultaba vistoso y supongo que distraía algo al personal, la verdad es que España seguía padeciendo una enorme hemorragia que tal vez se viera poco desde fuera porque se había tornado interna, aunque el país se desangraba igual o más aún que antes; por muchas razones: porque nunca se asimiló el desastre del 98, porque las desigualdades entre los españoles seguían creciendo, porque a la continua gresca entre conservadores y liberales se unió el movimiento anarquista yendo contra ambos, sindicatos dispuestos a romper la baraja, los líos en los territorios de soberanía española en el actual Marruecos, lo de nunca acabar en Cataluña, etc., etc. Vamos, que me recuerda a eso que veíamos en aquellas películas de submarinos cuando, en los momentos más dramáticos y descontrolados después de recibir el impacto de la carga de profundidad enemiga, un oficial, ante el acojone general de todos los que a bordo se encuentran, canta la profundidad en descenso desbocado mientras el segundo va repitiendo de manera estúpida lo evidente: 60… 60, 65… 65, 68… 68, 73… 73, 85… y ya el segundo, como si hubiera algo que aclarar dice: 85 y bajando…

Pues eso, que no estaba la cosa para verbenas y que, si comenzamos con mal pié el siglo, cada día íbamos un poquito peor.


Al poco, comenzó la Primera Gran Guerra y los paseítos en yate dejaron de ser una actividad aconsejable, así que el buen Giralda, que también iba cumpliendo años, dedicaba cada vez más tiempo a contemplar los norayes de proa y popa que, gracias a los tensos largos, traveses y esprines, lo sujetaban firmemente atracado en los muelles de La Carraca.


Ya en 1918 y después de unas obras llevadas a cabo para dotarlo de habilitación para 80 alumnos, se decidió asignarle un nuevo empleo. Sería, a partir de entonces, buque escuela de guardiamarinas en sustitución del poco apropiado Reina Regente. Pero poco duró en este cometido porque, dos años después de haber sido adaptado, se volvió a reconvertir, esta vez para hidrográfico o, como antes se decía, planero. Y este sería su último empleo antes de pasar de nuevo a dormitar en los caños de La Carraca.


La armada lo dio de baja en el 32 del pasado siglo XX y pretendió su venta pocos meses antes de que estallara la Guerra Civil. Pero, naturalmente, no dio tiempo a que llegara oferta alguna porque la nueva tragedia estaba servida y el Giralda allí permaneció durante toda la contienda. Después, recién terminada la guerra, se vuelve a subastar para desguace pero otra vez queda desierta dicha subasta así que, ante el panorama de penuria y escasez de todo tipo de materiales que España padecía, pues al lamentable estado de nuestra nación se unió el horrible nuevo conflicto mundial y, por si esto fuera poco, el embargo internacional que llevó al país a una situación de autarquía donde todo lo que fuera susceptible de ser aprovechado, como era el caso del acero, era de incalculable valor, en 1940 se procedió a su venta directa para ser achatarrado.


Es de nuevo el destino quien ordena y manda. Las casualidades solo son relativas. No podía terminar muriendo aquella noble embarcación mas que en la ciudad que, 45 años antes, le prestase el nombre de su más preciada seña de identidad, Giralda.


Y es que el acuerdo final de venta se firma con un comprador sevillano, don José Cobián, titular de una conocida fundición situada en las proximidades de la Macarena, Industrias Cobián, donde, entre otras manufacturas, se fabricaban camas metálicas.


Se da pues remolque al Giralda hasta Sevilla y, a los pies de la Torre del Oro, sin más, se procedió a su sacrificio.

 

 
Anuncio de Industrias Cobián. 1936.

Una vez más y al contrario de otros países que valoran mucho mejor que nosotros sus buques históricos, no fuimos capaces de mantener con vida a este bergantín goleta, pero, ¿qué nos queda de él? Con certeza el bello mascarón de proa que preside una de las estancias superiores de nuestra Torre del Oro aunque, leyendo el minucioso inventario que la Armada acompañaba a los documentos de venta, el buque llegó bastante completo por lo que es fácil concluir que algún que otro tesoro habrá sido aprovechado para el disfrute por alguien que aprecie cualquiera de esos objetos llenos de callada y sabia vida marinera.


De no ser así, tal vez sirva de consuelo conocer que, al menos, bastantes habrán sido los sevillanos que, sin saberlo, muchos años hayan dormido sobre los fierros transformados que un día surcaron tantos mares.

 

Mascarón de proa del Giralda. Torre del Oro. Sevilla.


13 comentarios:

  1. Qué historia tan interesante! No tiene final feliz, pero es bueno que alguien la cuente para tomar conciencia de nuestros errores. Daría para el guión de una gran súper-producción.

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  2. Muy interesante!!!!!
    Gracias x compartir.

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  3. Interesantísimo y entretenidísimo.
    Cuenta nuestras desgracias de forma tan amena, que el lector acaba en sonrisa en vez de en llanto.

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  4. Muy curiosas las idas y venidas de esta embarcación. Era una historia que desconocía y que me llamó la atención. A pesar de ser sevillano, jamás visité la Torre del Oro, aunque sí sé que es un museo marítimo. La próxima vez que visite Sevilla será una visita obligada. Saludos.

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  5. Olvidé añadir a mi comentario anterior, que me resultó de lo más llamativo que a miles de kilómetros de distancia, alguien decida poner a su barco el mismo nombre que el de nuestra querida torre de la iglesia catedral.

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    1. Es curioso y desconozco las razones que hubo pero así fue. Después de haberlo publicado, un descendiente de Enrique Macpherson me ha enviado copia de las escrituras de venta otorgadas en Londres y efectivamente fue así, siempre llevó el mismo nombre.

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  6. Muy bien escrita y con un estupendo contenido.
    Me encantó.
    Felicidades y sigue. Aún tenemos que leer muchas más cosas interesantes que salgan de tu pluma.

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