04 mayo 2018


Sanidad pública: el gran negocio

Carmen García Delgado

A Emilio García Delgado (1953-2017), in memoriam, y a quienes como él luchan por defender los servicios públicos

Hace dos semanas me llegó la noticia de la muerte del doctor Luis Montes. Seguro que lo recuerdan. Lamentablemente, no por su larga y entregada carrera profesional, sino por el falso caso de las sedaciones de Leganés.
El 11 de marzo de 2005 se inició el mayor ataque que se conoce a una institución pública, orquestado desde los organismos responsables de su funcionamiento y tras dar pábulo a una denuncia anónima.
Por cierto, esas denuncias habían sido investigadas previamente sin encontrar irregularidades.
Luis Montes, el personal del centro y el propio Hospital Severo Ochoa fueron sometidos a una brutal campaña de desprestigio, de acoso.

Han pasado muchas cosas en la sanidad madrileña desde aquel nefasto 11 de marzo.
Hace unos años, un consejero de Sanidad organizó un desayuno en el hotel Ritz de Madrid. La convocatoria rezaba: “Aproveche las oportunidades de negocio para su empresa”. Se trataba de informar a las empresas interesadas de las oportunidades de negocio que ofrecía la sanidad pública, e invitarlas a subirse a la “ola privatizadora”, en palabras del propio consejero. Como dice el Gran Wyoming: “La salud vista en términos mercantiles no es una oportunidad de negocio, es el mayor de todos los negocios imaginables”.
Se construyeron siete hospitales públicos, modelo PFI1 de cooperación entre el sector público y el privado. Sin entrar en otros análisis, en el año 2012 la Consejería de Sanidad planteó la venta de seis de estos centros, la conversión del Hospital Universitario de la Princesa en un centro de crónicos, etc. La ejemplar Marea Blanca, movimiento que aunó a profesionales sanitarios y a la ciudadanía, consiguió pararlo.
Pero el desmantelamiento y la privatización de lo público continúa. No de una forma tan obvia como en 2012, menos visible, pero permanente. Los distintos informes de Audita Sanidad2 así lo atestiguan; les invito a consultarlos.

Mientras asistimos al deterioro de los hospitales públicos (techos que se caen, cañerías que revientan ...), se incrementan los presupuestos asignados a los hospitales gestionados por entidades privadas. Se introducen nuevas fórmulas de contratación de la gestión del servicio público y se firman contratos a ¡30 años!, como en el caso de los hospitales modelo concesión administrativa3, todos ellos de titularidad privada.
¿Qué trascendencia tiene firmar un contrato a 30 años? La más obvia es que asegura la estabilidad del negocio para el contratista; la reversión del servicio, como han hecho recientemente en la Comunidad Valenciana, es inviable, salvo en los casos de rescate previstos por la ley. ¿Por qué? Al rescindir el contrato por causas diferentes a las que la legislación prevé, hay que abonar al contratista una indemnización por los ingresos que deja de percibir. Se pueden imaginar el importe de ésta en contratos con tan largo plazo de adjudicación.
En tanto se aseguran las cifras de negocio para el sector privado, las condiciones de trabajo del personal del Servicio Madrileño de Salud empeoran. Las personas que defienden el sistema público, que luchan por los intereses de la ciudadanía, que no conciben que en un servicio público se hable de cifras de negocio, están sometidas a un estrés que se paga caro. Como le pasó a mi hermano, Emilio, el mejor médico que he conocido, la persona más honesta y fiel a sus principios, luchador infatigable, imprescindible.
Cuando las mejores personas son perseguidas, cuando se pagan precios tan altos por defender a quienes están en situación de vulnerabilidad, cuando las cifras de negocio se apoderan de lo público tenemos que alzar nuestra voz. Los derechos se deben ejercer y reclamar.

Los servicios públicos son imprescindibles; nuestra salud, educación y acceso a la justicia no pueden depender de lo abultado, o no, de nuestra cuenta corriente. El doctor García Delgado, mi hermano, lo tenía muy claro y peleó por ello. Su ejemplo me guía en mi cotidianeidad.

1 El modelo PFI de cooperación público privado se inició en Inglaterra durante el gobierno Blair. En el caso de la Comunidad de Madrid, supone que las empresas adjudicatarias “adelantan” el dinero de la construcción de los hospitales. Este préstamo les será devuelto en un determinado período mediante el pago de un canon anual, además de otorgarles la explotación de servicios considerados no sanitarios como aparcamientos, tiendas … Según denuncia la Plataforma Contra los Fondos Buitre, dos de estos hospitales modelo PFI se encuentran ya en manos de estos fondos.

2 Audita Sanidad es un grupo de trabajo para la auditoría ciudadana de la deuda en sanidad. http://auditasanidad.org. Aparece en  Twitter y Facebook con ese nombre.

3 La concesión administrativa supone que a una determina entidad privada se le encarga la asistencia sanitaria de un ámbito poblacional, percibiendo ésta a cambio un importe determinado por cada persona de ese ámbito (cápita). Aparte perciben una contraprestación económica por todas aquellas personas que hayan atendido que no pertenezcan al ámbito poblacional asignado.

Carmen García Delgado es internista y médica inspectora.




28 abril 2018


Beas

Mercedes Trigo

A Manuela, mi madre

¡Niña, vete de aquí ahora mismo si no quieres que te pegue una hostia!. Pero no se fue inmediatamente. A pesar de aquella amenaza permaneció un instante escondida detrás de los cortinajes que, a modo de escena teatral, encuadraban la estancia, el salón de la casa palaciega de las Abadesas. Allí, en medio, estaban las madres aterrorizadas, temblando en torno a la superiora, que lloraba resignada postrada en un sillón, como si todo estuviera perdido, como si ese fuera el deseo del Señor. Sólo un susurro desconsolado salía de sus labios: ¡El niño Jesús del Consuelo no, el Niño Jesús no!
¿Qué estaba pasando?”, se preguntó la chiquilla. O, más aún, ¿qué había sucedido?. En el pueblo decían, cuando iba a por agua al pilón, que los milicianos habían echado a las monjas del convento, recluyéndolas en la casa de las Abadesas. Por eso había ido a verlas. Pero ¿por qué estaban sin sus hábitos? Nunca las había visto así. Una sensación de pudor recorrió su endeble figura adolescente. Vestían unos monos azules y les habían cortado el pelo. Sin salir de su asombro, le pareció que la madre superiora, de esta guisa, estaba todavía más gorda. Seguía teniendo cara de buena y le daba mucha pena ver como lloraba, igual que presenciar a las otras madres también llorando, consolándose unas a otras, con sus cabezas llenas de trasquilones. Ahora ya no le hacía gracia como cuando iba a verlas al convento y las hermanas se reían con sus ocurrencias.
¿Pero todavía estás aquí? ¿Qué tienes tú que ver con estas putas?―. Aquella voz bronca la sacó de su abstracción. Era otra vez aquel hombre; también ataviado con un mono azul, se comportaba como un soldado, pero no lo parecía. Portaba un fusil y mientras le hablaba no dejaba de apuntar a las madres; tenía una mirada como… si estuviese muy enfadado con ellas, o más aún, con todo el mundo. ¿Qué le habrían hecho para comportarse así?
Manuela no respondió al miliciano. La verdad es que tampoco pudo, tan asustada como estaba. Optó por salir de su escondite, echó a correr escaleras abajo, atravesó el patio y no se detuvo hasta llegar a la calle. Sintió que su corazón latía más deprisa, que la golpeaba en el pecho como si estuviera desbocado. Tenía que haberle contestado, pensó con rabia, que si estaba allí era porque las quería, porque la daban algo de comer cuando su madre llegaba tarde del tajo, que le cosían mandiles y enaguas de vez en cuando, que le enseñaban las letras y los números, que eran buenas. ¡Eso era lo que tenía con ellas, al igual que otros niños del pueblo¡
La casa de las Abadesas estaba en la calle principal del pueblo, quedaba lejos de El Cerrillo, el barrio pobre donde vivía Manuela, en las afueras. Ya había atravesado la plaza y corría por la calle del mercado, cuando, de pronto, se detuvo en seco. ¡El Niño Jesús estaba en el convento y esos hombres también! No supo por qué, pero cambió de sentido y retrocedió hacia la plaza. La calle del convento arrancaba allí, era una cuesta bastante pronunciada que se retorcía, cada vez más empinada, hasta llegar a una amplia explanada donde se hallaba el edificio. Desde allí se podían ver todos los barrios del pueblo. Rodeándolos, se extendían los olivares hasta donde alcanzaba la vista; arropaban al pueblo como si de un manto verde se tratara, más allá el cielo azul… Así son los campos de Jaén y así se divisaba aquella mañana el campo de Beas de Segura. ¡Lástima que las debilidades de los hombres, el odio y la ira no permitieran contemplar el esplendor y la belleza con que la naturaleza, generosamente, se mostraba! Manuela llego a la explanada del convento sin notar la carrera cuesta arriba. Sus flacas piernecitas casi no la sostenían… estaba sin aliento. Se detuvo y mientras se recuperaba oyó voces dentro. Tenía que entrar sin que la vieran.
La chiquilla se acercó a los muros sin saber exactamente qué hacer, pero, impulsivamente, se dirigió a la fachada principal, atravesó el pórtico y empujo las pesadas puertas de la capilla. A pesar de que la mañana ya estaba bien entrada, la estancia se encontraba en penumbras y al fondo, entre claros y oscuros, el retablo barroco destellaba suaves luces doradas que se desvanecían por todas las paredes. Delante del retablo, el altar mayor se definía claramente. Manuela avanzó entre las filas de bancos por el pasillo central. No se veía a nadie, pero se oían muchas voces y ruidos que llegaban de las otras dependencias del convento. Las reconoció, eran los mismos tonos airados y groseros que oyera en el palacio de las Abadesas e, inmediatamente, sintió tanto miedo que le impedía pensar con claridad. Cuando llego al altar, miro a un lado y al otro, busco con la mirada. ¿Y el Niño Jesús?
En la nave lateral, en un pequeño altar, se encontraba la imagen. Se acercó sin dudarlo, la cogió y salió corriendo por donde había entrado. Una vez fuera de la capilla, apoyada en uno de los muros, suspiró. ¡No la habían visto! De nuevo sintió que el corazón le latía como si estuviera loco y que las piernas le temblaban de nuevo. Pero no podía entretenerse, tenía al Niño en sus manos y lo primero era ocultarlo. Se quito el delantal, que llevaba a modo de guardapolvo, y lo utilizó para envolver la imagen cuidadosamente. Recordó que las leñeras estaban en la parte de atrás del convento. Sin separarse del muro, llegó hasta las pilas de leña, entre las que pudo esconderse mejor.
Vio una pequeña puerta que daba acceso a las cocinas. Sin vacilar se acercó y la empujó; estaba abierta, allí estaban las carboneras… ¡Escondería al Niño entre el carbón!. Empezó a escarbar. Sus manitas se manchaban de tizne y el mineral le hacía cortes en los dedos, pero ¿qué importaba eso? Cuando creyó que el agujero era suficientemente profundo, depositó la imagen y empezó a cubrirla con el carbón. Todavía estaba en esa tarea, cuando, por la espalda, sintió que la levantaban en volandas como si fuera una pluma, para luego volver a depositarla en el suelo. Uno de aquellos milicianos la miraba entre enfadado y sorprendido, creyendo entender lo que la niña hacía allí.
Ja, ja, ja, ¡te pillé ladronzuela! Con que robando carbón del convento… ¡No está mal!. No le permitió continuar, echó a correr y salió de allí.. Llegó a la explanada, miró un instante hacia atrás y todavía alcanzó a ver a aquel hombre en la puerta de las cocinas, riendo a carcajadas, divertido por el encuentro: Chiquilla, vuelve, llévate un poco más. Manuela continuó corriendo mientras se decía para sus adentros: “Tú ríete, qué no te has enterado de nada”.
Cuando llegó a casa, recordó que su madre debería haber estado ya en su trabajo. La esperaba en la puerta con Juan Manuel, su hermanito pequeño, en brazos: ¿Dónde has estado? Voy tarde, coge a tu hermano. Está bueno todo como para andarse con tonterías―. Mientras se anudaba el chal, seguía murmurando: “Esta niña cada día está más despistada… ¡Dios mío con la que tenemos encima!”. Cogió el canasto y se marchó. Manuela se quedó mirándola. “Tenía que haberle explicado lo que me ha pasado”, pensó…pero el bebé empezó a lloriquear y se centró en callarlo. Con suaves movimientos, consiguió dormirlo.
No era fácil la vida para Francisca. Diego, su marido se había marchado a Jaén, puede que huyendo o sencillamente a buscar otra vida. No sabía si volvería, pero lo que tenía claro es que tenía seis bocas que alimentar: Fuensanta, Manuela, Josefa, Valeriano y Juan Manuel. No, cinco, se corrigió, porque José el mayor, estaba en el frente. Allí, al menos, comería todos los días. Entró en la fonda del pueblo donde trabajaba y se puso a sus quehaceres. Apostada ya en el lavadero, resignada, afrontó como todos los días la dureza de su trabajo, suspirando pensativa: “¡Al menos vamos tirando!”. Qué lejos quedaban los días felices en la fábrica de aceite. Entonces se podía vivir tranquilamente, sin escaseces. Diego tenía un buen trabajo y estaba considerado, no como ahora. “Estos políticos tienen la culpa de sus ideas, de que se haya ido. ¡Maldita política!”. Golpeando con fuerza en las sabanas que lavaba, descargó su rabia.
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Manuela camina alegre calle abajo, va muy guapa, con su vestido azul y sus zapatillas nuevas de domingo, aunque hoy no lo es. Ha decidido que hoy es el día, mañana será Navidad y… Ya ha atravesado el pueblo y ha subido la cuesta sin esfuerzo alguno. Aunque es una mañana fría, el cielo está despejado y una luz especial ilumina los viejos muros del convento. Todo está tranquilo, ¡tan diferente de aquel día!
Han pasado varios meses, el pueblo ha recuperado algo de calma y, poco a poco, todo va volviendo a la normalidad. Cada uno va y viene de sus huertos, del olivo, de sus faenas.
Las madres ya no están en la casa de las Abadesas. Los milicianos se fueron del convento y ellas han podido regresar. Muchos han sido los destrozos, muchas las imágenes que han quedado inservibles… Algunas han desaparecido, pero al menos aquellos muros siguen en pie, dispuestos como lo han hecho siempre para darles cobijo. Hay un ambiente cálido en las estancias, ajetreo de hermanas que se saludan y se sonríen, mujeres dispuestas a respirar y perdonar para seguir adelante. Saben que la calma de estos días es transitoria, pero es Navidad y hay que celebrar el nacimiento de Dios.
¿Dónde está la Madre superiora?, ha preguntado Manuela a una hermana que ha encontrado en la puerta. Ésta, sorprendida, se ha alegrado de ver a la niña, hacía meses que no sabían de ella, algo lógico, pensó. Vamos, te acompaño, mientras la estrecha por los hombros. ¡Me alegro mucho de verte! Ya verás cómo la Madre también se pondrá muy contenta cuando te vea. ¡Le hace tanta falta un poco de ánimo! ¿Qué te trae por aquí?—. Pero la cría calla, quiere ver a la superiora.
Allí está, pero no como siempre, casi no puede moverse, ¡parece que ha envejecido cien años!
¡Manuela, ¿qué haces aquí? ¡Mi niña!—. La mujer rompe a llorar mientras la abraza…
Madre no llore, la niña intenta separarse de aquellos brazos queridos.
Madre no llore, insiste.
Tengo que decirle un cosa—, balbucea.
Algo más serena y conteniendo las lagrimas, la mujer la escucha: —A ver ¿qué tienes que decirme, qué te pasa?.
Madre a mi no me pasa nada, estoy bien, pero tenemos que ir a la carbonera. Tengo que enseñarle una cosa, he intentado entrar pero la puerta estaba cerrada.
Sorprendida y llena de curiosidad, al tiempo que una sonrisa se dibuja en sus labios, pregunta: ¿A la carbonera, a qué?.
Madre, allí tengo escondido al niño Jesús, entre el carbón. ¡Menos mal que aún no ha empezado el frio¡.
Las dos monjas se miran incrédulas y, acto seguido y sin mediar palabra, una ayudando a la otra, con pasos dificultosos y atropellados, recorren la distancia hasta las cocinas La niña va delante, quisiera correr pero la superiora no puede ir más deprisa… Por fin la cocina, la carbonera, aún sin usar, como ella la dejó aquella mañana de septiembre. Sus manitas no dudan, escarban más y más entre el carbón hasta encontrar la tela de su delantal. La palpa y siente la figura. Cuando la desenvuelve, las dos monjas no dan crédito. Es el Niño, el Niño Jesús del Consuelo.
¡Se ha salvado¡— dicen entre lágrimas.
Es Navidad y Dios, de nuevo, ha nacido.


Beas de Segura (Jaén).


17 abril 2018

La lisura del agua, relato de Jesús Ramos Alonso, ha resultado ganador del II Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid.

El jurado ha estado compuesto por Maria Luisa Ciattei, María Luisa Sánchez Mingo, Teresa Albert, Carmen García Delgado, Carola Moreno, Rocío Cela, Marisol Martínez, César Rodríguez González y Gonzalo Silván Lago, a los que se agradece su magnífica y difícil labor.

Enhorabuena al vencedor, que se hace con el preciado trofeo, una pintura del artista Gonzalo Silván Lago, y a los demás participantes por el alto nivel de sus trabajos, que esperamos poder ir publicando poco a poco.


La lisura del agua

Jesús Ramos Alonso


Gonzalo Silván Lago. Galardón del Premio.

No se preocupe padre, no haga caso de todo lo que dicen, yo estoy bien. Aunque ¿quién le iba a decir nada?, si en el pueblo ya no queda nadie; Faustino fue el último en marchar, hace ya más de un año.
A la mayoría los vio usted irse antes de morir; unos pocos afortunados fueron donde los hijos que habían emigrado antes; otros, sin tierra que cultivar, se instalaron en los pueblos de alrededor con las cuatro perras que les dio el gobierno y malviven de oficios que desconocen.
Yo entonces era muy niño; para mí el pantano era pescar con los otros chicos y bañarme en verano en el agua tibia.
Pero cuando murió madre y ya nunca más le vi a usted sonreír me hice mayor de golpe, apenas recién estrenados los primeros pantalones largos que ella me había arreglado aprovechando unos suyos. Le recuerdo mirándome desde el escaño, y como me debían quedar un poco anchos por la cintura, se levantó, me cogió por los hombros y dijo “ya eres un hombre, apriétate bien la correa”
De la enfermedad de madre usted le echaba la culpa al pantano; decía que nos había traído la ruina y el hambre y el irse todos, y que eso la mató.
Luego de quedarnos solos, le recuerdo sentado en el risco al atardecer, bajo la sombra del muro de hormigón, mirando al agua ensimismado. Esa agua que le fue ahogando la vida por dentro y enterrándola en la tierra que fue nuestro sustento, bajo la superficie líquida, quieta y oscura como un mal presagio.
Cuando el pantano le mató, después de dejarle seco como un anciano, le dimos tierra junto a madre; dos mujeres tuvieron que ayudar a llevar la caja hasta el cementerio: ya no había hombres suficientes en el pueblo.
Yo entonces empecé también a mirar a la presa como una especie de fantasma, algo que estando allí, inmóvil, con su sola presencia alejaba a familias enteras.
En los últimos tiempos, antes de morir, ya me miraba usted sin ver, mientras me contaba cosas que yo no recordaba:
Primero vinieron unos pocos” me decía serio, “se hospedaban en la fonda y todas las mañanas salían con el jeep, cargado con unos instrumentos que parecían los del fotógrafo que nos retrató para la boda”.
Todavía conservo esa foto, padre, es lo único que me queda y muchas veces la miro. ¡Si pudiera volver a sentarme en el risco por las tardes! y cerrar los ojos y sentirle a mi lado y escucharle hablando de cómo era el pueblo cuando yo nací.
Me parece estar oyéndole contar como, a poco de marcharse aquellos hombres vino un forastero, un funcionario, a hablar con el alcalde; y que, después, este reunió a los vecinos y les explicó que iban a construir un pantano y que el pueblo quedaría sin comunicación con la cabeza de partido, encajonado entre el agua y la sierra.
A veces, lo pienso ahora, yo debía mirarle perplejo; entonces usted sacaba la petaca y liaba un cigarro mientras añadía pormenores para que yo le entendiera. “No es fácil atravesar la sierra ¿sabes hijo?”, decía mirando rio arriba hacia la estrecha pista que trepa por la ladera, ”fíjate lo lejos que está el valle vecino, que antaño se hablaba allí un dialecto diferente”.
El fantasma de la presa, aún sin existir siquiera en los planos de los ingenieros, se debió instalar en las casas de los vecinos vigilándolos de día y alterando su sueño de noche.
Este invierno ha nevado mucho, padre; menos mal que tenía la vaca y las gallinas y…
Por las tardes, al calor de la chimenea, sacaba los papeles viejos que madre iba guardando en el baúl, entre las sábanas; las escrituras de la casa y de las tierras que ya no sirven para nada, la fe de bautismo,…la carta que trajo el cartero hace ya muchos años, la que le leyó madre con lágrimas en los ojos a la tarde, al volver usted del campo, la de la expropiación de las tierras que escuchó en silencio.
Hace pocos meses yo he recibido una carta igual, quieren recrecer la presa y todo se hundirá; la escuela, la iglesia, la plaza… el pueblo entero desaparecerá. Y con el pueblo desaparecerán también el cementerio y el risco.
El Faustino recibió una carta parecida: él no aguantó. Pero yo me acordé de lo que dijo usted, muy serio, al terminar madre de leer la carta: “pon la cena mujer, de aquí solo me sacarán con los pies por delante”
Así que hice lo que hice, cuando vinieron esos hombres con la lancha y los vi rondando por el cementerio, les pregunté qué hacían. Dijeron que tomaban fotos y medidas para sellarlo, que iban a traer unas máquinas para echar una plancha de cemento sobre las tumbas antes de la inundación.
No lo pensé dos veces, fui a por la escopeta y los maté a tiros. Luego hundí sus cuerpos en el pantano, atados con piedras.
Aquí me tratan bien padre, me dan de comer y me han dejado traer la foto de madre y suya, la de la boda. Solo tengo una pena: no volver al risco a escuchar su voz por última vez antes que se desvanezcan la memoria y los recuerdos bajo la lisura del agua.

13 abril 2018


La rubia del máster
Sainete moderno en dos escenas

Julio Sánchez Mingo

Personajes: La rubia, el catedrático y su ayudante.

Escena I. En el despacho del catedrático.

Buenos días, profesor.
¿Cómo estás, encanto?
Liada. Ya sabes lo que son estos carguitos. Aquí en la universidad vivís muy bien.
No nos podemos quejar. Eso sí, se nos acumula mucho trabajo. Desde que descubrimos lo de los másteres, qué mal suena en español, no paramos. Pero es un gran invento. La universidad saca tajada y los profesores trincamos unos sobresueldos cojonudos. Todo a costa de esos pringaos de estudiantes que por un papelito de mierda pagan miles de euros. Y las empresas tragan contratando a esos ignorantes. Pero hay que aprovechar la situación.
Pues yo estaba pensando hacerme uno de los tuyos. Cuando deje la política me gustaría dar clases en la universidad y necesito currículum. Pero se me ha pasado la fecha de matrícula ¡tres meses!
No te preocupes. Yo te lo arreglo todo para que lo hagas, incluso en este curso.
¿De verdad?
Pues claro.
Pero no tengo tiempo ni para ir a clase ni para nada. Supongo que algo habrá que hacer, algo habrá que estudiar, que leer. Y encima con los trabajitos que hay que presentar.
No seas agonías. No hace falta ni que vengas a clase ni que hagas nada. Yo me encargo de todo. Le diré a algunos de mis esbirros que firmen actas y papeleo y listo. Dile a tu secretaria que llame a la mía y entre ellas lo apañan y lo arreglan sin que te enteres.
Así lo haré. No sabes cuánto te lo agradezco. Te debo un favor gordísimo.
No te creas, que me lo pienso cobrar.


Escena II. En el despacho del catedrático.

¿Ya se ha ido esa bruja, rubia de bote?
Sí, ya se ha ido.
La tengo atragantada, no la soporto. Tan prepotente y tan digna y suficiente.
Hombre, tampoco es para tanto.
Desde que fui a Extranjería, en la antigua cárcel, a que la moldava que cuidaba de mi madre pusiera las huellas en su NIE, no la puedo ni ver. A los inmigrantes que acuden allí les dan un trato indigno, vejatorio, vergonzoso. Haciendo colas, a la intemperie, como en un campo de concentración. Y eso que van con cita previa. ¡Mi pobre moldava, recién salida de la operación y la quimio de un cáncer de mama, con el brazo en cabestrillo, todo hinchado! Cuando entramos, un tipo malencarado me espetó directamente: —¿Tú, qué quieres?—. No dio ni los buenos días. Y no será porque esos desgraciados no pagan un dineral en tasas. Menudo negocio hace la Administración con ellos. Ya sabes que ella, por su cargo, es la responsable de todo aquello, ¿no?



30 marzo 2018


Cheek to cheek

Jesús Ramos Alonso

Amelia notó un roce en su mejilla y una pregunta la acarició.
Sí— respondió con los ojos cerrados.
Oyó música y sintió unos brazos que la levantaban, separándola de la tierra…
«…Vestido con frac y sombrero de copa, Alfredo dirigía sus movimientos con suavidad. Sus larguísimas piernas flotaban sobre el suelo sin impulso. Envuelta en un traje de muselina de seda, ella orbitaba a su alrededor, atraída por un influjo cósmico. Sobre el mar de la tranquilidad, los astros en el cielo acompañaban su danza; sus cuerpos, “cheek to cheek”, se confundían en una forma ingrávida, movida sólo por la voluntad de la música…»
Amelia abrió los ojos y vio la cama, un gotero, su silla de ruedas… Volvió a cerrarlos.
«…La música se aceleró. Arriesgados pasos se alternaban con giros imposibles dentro de la burbuja en la que se movían, sin que el mundo exterior les afectara. Y así, el tiempo se hizo eterno por la magia del baile... »

La mañana anterior, antes de despedirse, Alfredo le preguntó:
¿Que te gustaría?
Bailar— contestó ella.
Al salir, la enfermera fue a su encuentro:
Don Alfredo, el doctor me ha dicho que pase a verle, está en su consulta.
Ya sabía lo que quería el médico así que, tras dar las gracias a la enfermera, siguió su camino.

Ya en casa se derrumbó en el sofá después de poner en el video “Ginger y Fred”. Ella decía que esa película olía a Fellini. La historia, tras un fondo de nostalgia, encerraba un mensaje positivo: dos seres que, en un momento dado, son capaces de crear un mundo casi al margen.

Amelia nunca dejó de bailar, primero en una compañía de ballet clásico, después en la academia que montó apoyada en su prestigio y, cuando su nombre fue decayendo, dando clases en colegios. Mientras la sostuvieron las piernas, no dejó de contagiar a otros la magia de la danza; era su vida, y Ginger y Fred sus ídolos; le hacían olvidar que somos mortales y que tenemos peso.
Alfredo en cambio era incapaz de dar tres pasos seguidos sin tropezar. Decía que la ley de la gravedad se interponía entre él y cualquier baile para el que hubiera que levantarse del sillón. Pero, a su forma, también sucumbió a la misma magia; se interesó por los personajes de Fred Astaire y Ginger Rogers, tanto en la ficción como en la realidad.
Leyó libros, conocía cientos de anécdotas; se sabía todo de su mutua antipatía. En las escenas musicales, él llenaba la pantalla; en cambio actuando llevaba las de perder. Quizá ese doble aspecto fue mal digerido por sus fuertes personalidades y la falta de química dificultó el rodaje de escenas íntimas en sus películas.
Alfredo nunca tuvo problemas con la popularidad de Amelia: se complementaban. La armonía entre ellos dejaba espacio para que ella bromeara con su torpeza. Le decía:
No me quiero morir sin que me hagas volar— se refería al baile— volar por amor— recalcaba —como Ginger y Fred— le susurraba al oído con una sonrisa que le desarmaba.
Para sobreponerse él respondía:
Sí, sí, mucho amor, pero jamás se dieron un beso en la pantalla— lo que era cierto.
En el fondo Alfredo sabía que la broma tenía un fondo de verdad; viendo juntos sus películas leía ese íntimo deseo insatisfecho en los ojos de Amelia.

Comenzaba a anochecer cuando le despertó el ruido del video al acabar la película; se había quedado dormido, en el hospital apenas daba unas cabezadas. Se dio una ducha y se hizo una tortilla francesa. Cogió la bolsa que tenía preparada y salió para pasar la noche junto a ella.
Amelia estuvo muy inquieta. Antes de amanecer se serenó y hablaron un rato. Alfredo sacó un pequeño radiocasete de la bolsa y, muy bajito, puso música. Acariciando su oído con un susurro le dijo: —¿Quieres bailar?...
Retiró la sábana y cogió en brazos aquel cuerpo que, ya, apenas pesaba. Con torpes movimientos, comenzó a girar mientras ella cerraba los ojos.
«…y, en medio de la música, Ginger sintió el beso que Fred nunca le había dado.»
Cuando entró la enfermera, Alfredo, sentado en el suelo, abrazaba el cuerpo sin vida de Amelia. En el radiocasete sonaba “Cheek to cheek”. Fuera empezaba a amanecer.






17 marzo 2018


Al borde del naufragio

Julio Sánchez Mingo

A Ángel Aldarondo, querido amigo, desaparecido en la mar, in memoriam

El pasado lunes 5 de marzo, a las 23:32 UTC, zarpó, de la terminal de Beato del puerto de Lisboa, el buque Betanzos de Navigasa, Naviera de Galicia, S.A., de 7.875 TPM y 118,55 m de eslora, con destino Casablanca y una carga de áridos, sílices para la fabricación de vidrio y cerámica.
A bordo diez tripulantes. Como primer oficial de puente, Aitor, el marido de Gora, nuestra Gorita, bisoño papá de Álvaro, su primogénito, nacido el pasado noviembre.
El viaje no duró mucho. En la canal del Tajo, frente a Oeiras, se produjo una caída de planta, black out, apagón general. El carguero quedó sin gobierno, con el timón metido a babor, y, por el efecto combinado de la inercia de sus 10 nudos de velocidad, la corriente y el viento, fue a encallar en los arenales de Bugio, cerca del faro situado en la fortaleza de San Lorenzo. Justo en ese momento la máquina se restableció. Mala suerte.

Faro y arenal de Bugio. Entre ambos encalló el Betanzos. mapio.net.

El escenario de la varada era complicado: abierto al océano, las olas golpeaban el barco con violencia. Había ráfagas de viento de hasta 25 nudos. El tiempo bronco no facilitaba las cosas. El fondo, según las cartas naúticas, está a una profundidad de unos 3,7-3,9 m, que aumenta con las mareas. Un poco más allá, al Este, el arenal está a solo 2,5 m de la superficie. El calado de la nave era de 7,3 m.


El Betanzos encallado filmado por un dron. SIC Noticias.

Para la tripulación, la permanencia en el navío durante las siguientes horas y días fue verdaderamente dura, especialmente la primera noche. Sin poder dormir, ¿quién puede conciliar el sueño, ni siquiera acostarse en el camarote en estas circunstancias?, sin conocer el alcance real del accidente, en la oscuridad de la vigilia, soportando los embates del mar y la ducha de los rociones que barrían la cubierta, con el peligro de caer al agua arrastrado por el oleaje.


El Betanzos, encallado en el arenal de Bugio, batido por las olas. Tiago Petinga. LUSA/EFE.

Además de la tortura psicológica que provoca la incertidumbre ante un final incierto. ¿Resistiría la estructura antes de ser remolcados o rescatados?
Y Lisboa, tan cerca y tan lejos.

Localización del Betanzos varado en el estuario del Tajo.

Y mientras unos se divertían en la playa, otros...


                                    Joao Fernandes                                     
La mayor preocupación de Aitor era que no hubiera accidentados: Sobre todo estoy muy encima de la gente para que procuren trabajar seguros.
Él mismo fue derribado por una ola y sufrió un fuerte golpe.
En esa tesitura, casi sin horas de sueño, seguro que malcomidos, agotados, siempre mojados, ateridos de frío, cualquier faena o maniobra era muy penosa y muy peligrosa, con grave riesgo de percances.
Y escribía a su mujer: ―Ayer por la mañana vinieron un refloating master y dos buzos portugueses, que son unos máquinas, para preparar todo el tren de remolque. Entre ellos y nosotros lo montamos. Nos llevó unas dieciséis horas.

El Betanzos encallado. A la derecha el faro de Bugio. Al fondo el Océano.

Los intentos para liberar el Betanzos, efectuados por varios remolcadores portugueses el martes 6 y el miércoles 7, resultaron infructuosos y se quedó a la espera de la llegada del remolcador holandés Fairmount Alpine, un monstruo de 75 m de eslora y 205 toneladas de tracción a punto fijo.

El Fairmount Alpine al remolque de otro buque, el Emma Maersk . Maersk Line.

El jueves 8 por la tarde, ante el empeoramiento del estado de la mar y la llegada de la borrasca Félix para el fin de semana, con previsiones de olas de hasta 15 m para la madrugada del sábado al domingo, un helicóptero Agusta de la Esquadra 751 de la Fuerza Aérea Portuguesa rescató a la tripulación del navío y técnicos de salvamento que se encontraban a bordo, en una operación no exenta de riesgo, debido al fuerte viento y el batir de las olas.


Rescate por aire de los tripulantes del Betanzos. Fuerza Aérea Portuguesa.

Sólo quedaba esperar que Félix fuera misericordioso y que su empuje no fracturara el casco del buque provocando un vertido en el estuario del Tajo de sus 130 toneladas de combustible y 20 toneladas de aceites y otros residuos contaminantes.
Afortunadamente, el Betanzos resistió y sólo se apreciaron daños menores, unas planchas deformadas en el doble fondo y agua en la bodega 1.

El lunes 12 fueron trasladados de nuevo al barco, en helicóptero, cuatro de sus tripulantes y personal técnico especialista en tareas de remolque y salvamento, un total de diez personas. Para Aitor había terminado la odisea. Enfermo, quedó postrado en un hotel de Lisboa.
Hubo que preparar de nuevo el navío para el trabajo de tracción y cortar la cadena del ancla, largada para asegurar la varada, por la imposibilidad de cobrarla. La línea de remolque alcanzó una longitud de unas 1,31 millas naúticas, 2.426 m.

Esquema de la línea de remolque del Betanzos.

Los arreones del incorporado Fairmount Alpine hicieron que el martes 13 el Betanzos se desplazara unos 50 m sobre el lecho arenoso, pasando de una profundidad de 3,7-3,9 m a otra de 4,0-4,5 m. Las pleamares ese día fueron de 3,0 m, y crecientes los días posteriores, según se acercaba el equinoccio. Ello hacía pensar que, con las mareas vivas previstas para viernes y sábado, de hasta 3,7 m, y el tiro del remolcador, que lo desplazaba levemente cada día, se salvaría el calado de 7,3 m y el navío quedaría liberado y a flote.

A popa del Betanzos se aprecia el lecho de arena del estuario del Tajo.

Y, efectivamente, así fue.
Cuando me levanté la mañana del viernes 16, 07:20 UTC, el Betanzos navegaba remolcado por la Barra Grande, con fondos de 28,2 m, a 2 nudos de velocidad, rumbo SW, para efectuar una amplísima virada y embocar de nuevo el Tajo, camino del muelle de Beato. Había sido desencallado a las 02:30 UTC, aprovechando la pleamar. La mala suerte lo había varado y la buena suerte había hecho acto de presencia con las mareas vivas del cercano equinoccio de primavera.
A eso de las 13:00 UTC atracó en la terminal. Sin daños humanos y con desperfectos secundarios en el buque, como una grieta de 40 cm en el casco, que, afortunadamente, no había ido a más.
¡Final feliz!

El Betanzos atracado en la terminal de Beato de Lisboa. 16-03-2018 13:00 UTC.

Debemos estar reconocidos a todas las personas que trabajan en la mar, marinos y pescadores. Sin su contribución, penoso trabajo, esfuerzo y sufrimiento, lejos de casa y de la familia, mal pagados, considerando su entrega total y dura labor, no tendríamos asegurados nuestros suministros, es decir, el desarrollo normal de nuestra vida diaria, y una parte muy importante de nuestra dieta proteica. Y no debemos olvidar el sustento económico que aportan a tantísimas familias.


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Deseo expresar un público agradecimiento a todos lo que intervinieron en el rescate del Betanzos en Bugio, su tripulación, por supuesto, y las tripulaciones de remolcadores y otras embarcaciones de apoyo, así como buzos, técnicos especialistas en salvamento y remolque, dotaciones de helicópteros de la Fuerza Aérea portuguesa y todos aquellos que, fuera del lugar de operaciones, realizaron una labor sorda y gris de coordinación, negociación y soporte.
Este trabajo está dedicado al recuerdo y en homenaje a Ángel Aldarondo, querido amigo nuestro, patrón de pesca del bacalao, con multitud de campañas en Terranova a las espaldas, trágicamente desaparecido en la mar de Altea. Ver anexos 1 y 2.


Nota. Se ha empleado www.vesselfinder.com para la consulta y reproducción del posicionamiento de los buques, las cartas naúticas y la batimetría de la zona.
Para las mareas, la página usada ha sido www.tablademareas.com.

Anexo 1. Trailer 1 del documental Arte al agua, sobre la vida de los bacaladeros vascos y gallegos en las campañas de Terranova. 1:50 min.




Anexo 2. Trailer 2 del documental Arte al agua, sobre la vida de los bacaladeros vascos y gallegos en las campañas de Terranova. 3:42 min.




09 marzo 2018

Máquinas de amor

Julio Sánchez Mingo

A Paloma Blanco Lorenzo

Les encanta subirse a los sofás. Se tumban al solecito cuando hace frío y a la sombra si el calor aprieta. En invierno, en casa, se arriman a los radiadores o se sientan en el suelo, por donde pasan las tuberías de la calefacción. Buscan el contacto humano. Son tremendamente mimosos y retozones. Cuando llegas a casa te reciben con grandes muestras de cariño, dando brincos de alegría. Les gusta la calle, excepto si está lloviendo. Si te vas de casa sin ellos, ponen cara de pena. Si te pones los zapatos para salir, coges las llaves y su correa, dan saltos de contento. Son los primeros en subirse al coche y los primeros en bajarse. En el paseo son incansables, van y vienen, vienen y van. Soportan estoicamente las perrerías paradojas del lenguaje de los niños. Son nobles y fieles hasta la muerte. Como decía el propietario de un hotel, no orinan en los lavabos ni se limpian los zapatos con visillos y cortinas. Son insaciables, un saco sin fondo, comen todo lo que pillan. Te persiguen tenazmente a ver si logran algo de la comida que estás cocinando. Tienen un olfato prodigioso y siguen cualquier rastro. Localizan sepultados por un alud o por los escombros producidos por un terremoto o detectan un alijo de droga en cualquier cargamento. Son los ojos de un ciego. Curiosos de carácter, cuando entran en una casa desconocida la recorren de cabo a rabo para ver quién hay y qué encuentran. Su sueño es ligero, no duermen, dormitan, siempre en guardia. Su oído es finísimo y son capaces de reconocer el ruido del motor de un cierto coche, distinguiéndolo de cualquier otro de igual modelo y cilindrada. Son una compañía inmejorable. No se quejan de nada. Son listos, divertidos y juguetones. Entienden cualquiera de tus gestos. No les suele gustar el baño. Son fácilmente adiestrables. Por naturaleza no son agresivos, pero les pueden hacer violentos, explotando su miedo. Su mirada te desarma. Son muy expresivos y gesticulantes; hacen uso de los ojos —miran con ojos de inmensa bondad, como dice Vicent—, el hocico, la boca, la lengua y las extremidades, como las personas, más las orejas y el rabo. Sólo les falta hablar. Son tu alter ego y, también, uno más de la familia. Necesitan al hombre y por eso, si lo tienen, le son infinitamente agradecidos. Generalmente son obedientes, humildes y nada rencorosos.
Sólo tienen dos defectos: viven poco y, llueva, truene, nieve, hiele, haga un sol primaveral o un calor tórrido, te hacen madrugar.

Este otoño pasado, un distinguido y culto parroquiano, compañero de mesa colectiva en un café, los definió señalando a mi peluda acompañante: Son máquinas de amor.


Lola, chuchita chilanga
Francesca, tusilla de estirpe leonesa




VIDEO

Para los más pequeños, de 0 a 100 años, amantes de los animales


El perrito del pescador