Beas
Mercedes
Trigo
A
Manuela, mi madre
—¡Niña,
vete de aquí ahora mismo si no quieres que te pegue una hostia!—.
Pero no se fue inmediatamente. A pesar de aquella amenaza permaneció
un instante escondida detrás de los cortinajes que, a modo de escena
teatral, encuadraban la estancia, el salón de la casa palaciega de
las Abadesas. Allí, en medio, estaban las madres aterrorizadas,
temblando en torno a la superiora, que lloraba resignada postrada en
un sillón, como si todo estuviera perdido, como si ese fuera el
deseo del Señor. Sólo un susurro desconsolado salía de sus labios:
―¡El
niño Jesús del Consuelo no, el Niño Jesús no!
“¿Qué
estaba pasando?”, se preguntó la chiquilla. O, más aún, ¿qué
había sucedido?. En el pueblo decían, cuando iba a por agua al
pilón, que los milicianos habían echado a las monjas del convento,
recluyéndolas en la casa de las Abadesas. Por eso había ido a
verlas. Pero ¿por qué estaban sin sus hábitos? Nunca las había
visto así. Una sensación de pudor recorrió su endeble figura
adolescente. Vestían unos monos azules y les habían cortado el
pelo. Sin salir de su asombro, le pareció que la madre superiora, de
esta guisa, estaba todavía más gorda. Seguía teniendo cara de
buena y le daba mucha pena ver como lloraba, igual que presenciar a
las otras madres también llorando, consolándose unas a otras, con
sus cabezas llenas de trasquilones. Ahora ya no le hacía gracia como
cuando iba a verlas al convento y las hermanas se reían con sus
ocurrencias.
―¿Pero
todavía estás aquí? ¿Qué tienes tú que ver con estas putas?―.
Aquella
voz bronca la sacó de su abstracción. Era otra vez aquel hombre;
también ataviado con un mono azul, se comportaba como un soldado,
pero no lo parecía. Portaba un fusil y mientras le hablaba no dejaba
de apuntar a las madres; tenía una mirada como… si estuviese muy
enfadado con ellas, o más aún, con todo el mundo. ¿Qué le habrían
hecho para comportarse así?
Manuela
no respondió al miliciano. La verdad es que tampoco pudo, tan
asustada como estaba. Optó por salir de su escondite, echó a correr
escaleras abajo, atravesó el patio y no se detuvo hasta llegar a la
calle. Sintió que su corazón latía más deprisa, que la golpeaba
en el pecho como si estuviera desbocado. Tenía que haberle
contestado, pensó con rabia, que si estaba allí era porque las
quería, porque la daban algo de comer cuando su madre llegaba tarde
del tajo, que le cosían mandiles y enaguas de vez en cuando, que le
enseñaban las letras y los números, que eran buenas. ¡Eso era lo
que tenía con ellas, al igual que otros niños del pueblo¡
La
casa de las Abadesas estaba en la calle principal del pueblo, quedaba
lejos de El Cerrillo, el barrio pobre donde vivía Manuela, en las
afueras. Ya había atravesado la plaza y corría por la calle del
mercado, cuando, de pronto, se detuvo en seco. ¡El Niño Jesús
estaba en el convento y esos hombres también! No supo por qué, pero
cambió de sentido y retrocedió hacia la plaza. La calle del
convento arrancaba allí, era una cuesta bastante pronunciada que se
retorcía, cada vez más empinada, hasta llegar a una amplia
explanada donde se hallaba el edificio. Desde allí se podían ver
todos los barrios del pueblo. Rodeándolos, se extendían los
olivares hasta donde alcanzaba la vista; arropaban al pueblo como si
de un manto verde se tratara, más allá el cielo azul… Así son
los campos de Jaén y así se divisaba aquella mañana el campo de
Beas de Segura. ¡Lástima que las debilidades de los hombres, el
odio y la ira no permitieran contemplar el esplendor y la belleza con
que la naturaleza, generosamente, se mostraba! Manuela llego a la
explanada del convento sin notar la carrera cuesta arriba. Sus flacas
piernecitas casi no la sostenían… estaba sin aliento. Se detuvo y
mientras se recuperaba oyó voces dentro. Tenía que entrar sin que
la vieran.
La
chiquilla se acercó a los muros sin saber exactamente qué hacer,
pero, impulsivamente, se dirigió a la fachada principal, atravesó
el pórtico y empujo las pesadas puertas de la capilla. A pesar de
que la mañana ya estaba bien entrada, la estancia se encontraba en
penumbras y al fondo, entre claros y oscuros, el retablo barroco
destellaba suaves luces doradas que se desvanecían por todas las
paredes. Delante del retablo, el altar mayor se definía claramente.
Manuela avanzó entre las filas de bancos por el pasillo central. No
se veía a nadie, pero se oían muchas voces y ruidos que llegaban de
las otras dependencias del convento. Las reconoció, eran los mismos
tonos airados y groseros que oyera en el palacio de las Abadesas e,
inmediatamente, sintió tanto miedo que le impedía pensar con
claridad. Cuando llego al altar, miro a un lado y al otro, busco con
la mirada. ¿Y el Niño Jesús?
En
la nave lateral, en un pequeño altar, se encontraba la imagen. Se
acercó sin dudarlo, la cogió y salió corriendo por donde había
entrado. Una vez fuera de la capilla, apoyada en uno de los muros,
suspiró. ¡No la habían visto! De nuevo sintió que el corazón le
latía como si estuviera loco y que las piernas le temblaban de
nuevo. Pero no podía entretenerse, tenía al Niño en sus manos y lo
primero era ocultarlo. Se quito el delantal, que llevaba a modo de
guardapolvo, y lo utilizó para envolver la imagen cuidadosamente.
Recordó que las leñeras estaban en la parte de atrás del convento.
Sin separarse del muro, llegó hasta las pilas de leña, entre las
que pudo esconderse mejor.
Vio
una pequeña puerta que daba acceso a las cocinas. Sin vacilar se
acercó y la empujó; estaba abierta, allí estaban las carboneras…
¡Escondería al Niño entre el carbón!. Empezó a escarbar. Sus
manitas se manchaban de tizne y el mineral le hacía cortes en los
dedos, pero ¿qué importaba eso? Cuando creyó que el agujero era
suficientemente profundo, depositó la imagen y empezó a cubrirla
con el carbón. Todavía estaba en esa tarea, cuando, por la espalda,
sintió que la levantaban en volandas como si fuera una pluma, para
luego volver a depositarla en el suelo. Uno de aquellos milicianos la
miraba entre enfadado y sorprendido, creyendo entender lo que la niña
hacía allí.
―Ja,
ja, ja, ¡te pillé ladronzuela! Con que robando carbón del
convento… ¡No está mal!―.
No le permitió continuar, echó a correr y salió de allí.. Llegó
a la explanada, miró un instante hacia atrás y todavía alcanzó a
ver a aquel hombre en la puerta de las cocinas, riendo a carcajadas,
divertido por el encuentro: ―Chiquilla,
vuelve, llévate un poco más―.
Manuela continuó corriendo mientras se decía para sus adentros: “Tú
ríete, qué no te has enterado de nada”.
Cuando
llegó a casa, recordó que su madre debería haber estado ya en su
trabajo. La esperaba en la puerta con Juan Manuel, su hermanito
pequeño, en brazos: ―¿Dónde
has estado? Voy tarde, coge a tu hermano. Está bueno todo como para
andarse con tonterías―.
Mientras se anudaba el chal, seguía murmurando: “Esta niña cada
día está más despistada… ¡Dios mío con la que tenemos
encima!”. Cogió el canasto y se marchó. Manuela se quedó
mirándola. “Tenía que haberle explicado lo que me ha pasado”,
pensó…pero el bebé empezó a lloriquear y se centró en callarlo.
Con suaves movimientos, consiguió dormirlo.
No
era fácil la vida para Francisca. Diego, su marido se había
marchado a Jaén, puede que huyendo o sencillamente a buscar otra
vida. No sabía si volvería, pero lo que tenía claro es que tenía
seis bocas que alimentar: Fuensanta, Manuela, Josefa, Valeriano y
Juan Manuel. No, cinco, se corrigió, porque José el mayor, estaba
en el frente. Allí, al menos, comería todos los días. Entró en la
fonda del pueblo donde trabajaba y se puso a sus quehaceres. Apostada
ya en el lavadero, resignada, afrontó como todos los días la dureza
de su trabajo, suspirando pensativa: “¡Al menos vamos tirando!”.
Qué lejos quedaban los días felices en la fábrica de aceite.
Entonces se podía vivir tranquilamente, sin escaseces. Diego tenía
un buen trabajo y estaba considerado, no como ahora. “Estos
políticos tienen la culpa de sus ideas, de que se haya ido. ¡Maldita
política!”. Golpeando con fuerza en las sabanas que lavaba,
descargó su rabia.
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Manuela
camina alegre calle abajo, va muy guapa, con su vestido azul y sus
zapatillas nuevas de domingo, aunque hoy no lo es. Ha decidido que
hoy es el día, mañana será Navidad y… Ya ha atravesado el pueblo
y ha subido la cuesta sin esfuerzo alguno. Aunque es una mañana
fría, el cielo está despejado y una luz especial ilumina los viejos
muros del convento. Todo está tranquilo, ¡tan diferente de aquel
día!
Han
pasado varios meses, el pueblo ha recuperado algo de calma y, poco a
poco, todo va volviendo a la normalidad. Cada uno va y viene de sus
huertos, del olivo, de sus faenas.
Las
madres ya no están en la casa de las Abadesas. Los milicianos se
fueron del convento y ellas han podido regresar. Muchos han sido los
destrozos, muchas las imágenes que han quedado inservibles…
Algunas han desaparecido, pero al menos aquellos muros siguen en pie,
dispuestos como lo han hecho siempre para darles cobijo. Hay un
ambiente cálido en las estancias, ajetreo de hermanas que se saludan
y se sonríen, mujeres dispuestas a respirar y perdonar para seguir
adelante. Saben que la calma de estos días es transitoria, pero es
Navidad y hay que celebrar el nacimiento de Dios.
—¿Dónde
está la Madre superiora?—,
ha preguntado Manuela a una hermana que ha encontrado en la puerta.
Ésta, sorprendida, se ha alegrado de ver a la niña, hacía meses
que no sabían de ella, algo lógico, pensó. —Vamos,
te acompaño—,
mientras la estrecha por los hombros. —¡Me
alegro mucho de verte! Ya verás cómo la Madre también se pondrá
muy contenta cuando te vea. ¡Le hace tanta falta un poco de ánimo!
¿Qué te trae por aquí?—.
Pero la cría calla, quiere ver a la superiora.
Allí
está, pero no como siempre, casi no puede moverse, ¡parece que ha
envejecido cien años!
—¡Manuela,
¿qué haces aquí? ¡Mi niña!—.
La mujer rompe a llorar mientras la abraza…
—Madre
no llore—,
la niña intenta separarse de aquellos brazos queridos.
—Madre
no llore—,
insiste.
—Tengo
que decirle un cosa—,
balbucea.
Algo
más serena y conteniendo las lagrimas, la mujer la escucha: —A
ver
¿qué tienes que decirme, qué te pasa?.
—Madre
a mi no me pasa nada, estoy bien, pero tenemos que ir a la carbonera.
Tengo que enseñarle una cosa, he intentado entrar pero la puerta
estaba cerrada.
Sorprendida
y llena de curiosidad, al tiempo que una sonrisa se dibuja en sus
labios, pregunta: —¿A
la carbonera, a qué?.
—Madre,
allí tengo escondido al niño Jesús, entre el carbón. ¡Menos mal
que aún no ha empezado el frio¡.
Las dos monjas se miran incrédulas
y, acto seguido y sin mediar palabra, una ayudando a la otra, con
pasos dificultosos y atropellados, recorren la distancia hasta las
cocinas La niña va delante, quisiera correr pero la superiora no
puede ir más deprisa… Por fin la cocina, la carbonera, aún sin
usar, como ella la dejó aquella mañana de septiembre. Sus manitas
no dudan, escarban más y más entre el carbón hasta encontrar la
tela de su delantal. La palpa y siente la figura. Cuando la
desenvuelve, las dos monjas no dan crédito. Es el Niño, el Niño
Jesús del Consuelo.
—¡Se
ha salvado¡—
dicen
entre lágrimas.
Es Navidad y Dios, de nuevo, ha
nacido.
Beas de Segura (Jaén). |
Es un hermoso recuerdo. Una limpia mirada a los años de la niñez.
ResponderEliminarMuy entrañable relato que me ha estremecido al leerlo pues como está muy bien descrito lo he vivido.
ResponderEliminarHoy ha fallecido Manuela, la protagonista de este relato.
ResponderEliminarDescanse en paz.
Un fuerte abrazo a su hija Mercedes y a su familia.