24 septiembre 2021

La mujer del violinista

Mercedes Trigo

 

 

En el pasillo interminable que comunica las líneas 6 y 4 del metro, en Madrid, las notas musicales bailan al ritmo de vals cuando él toca su violín. Una danza que contagia a los pasajeros que parecen también quedar embrujados, como ratones encantados, por un nuevo flautista de Hamelín.

El viejo, con traje negro de elegancia olvidada, sostiene el arco con su mano huesuda y lo desliza sobre las cuerdas del violín, a veces suave, otras con verdadera vehemencia, a la vez que su cuerpo le sigue con un vaivén reposado, conteniendo apenas la emoción que lo embarga.

A su lado, sentada en una silla de tijera, que pareciera a punto de quebrarse, está ella, su admiradora, su compañera inseparable. Vestida como para ir a una fiesta, una diadema de flores ciñe sus cabellos plateados. Sobre su falda de encajes, permanecen las manos dormidas sobre su violín, como si acunara a una criatura. La dulzura dibuja una sonrisa en sus labios, pero con mirada ausente, ella está lejos, muy lejos de allí.

Hace tiempo que su mente se perdió en los recuerdos, una nebulosa de luces y lentejuelas que se enredan en un bucle interminable. En esta confusión de imágenes, ella se ve joven, bella, con cabellos radiantes y figura frágil. Sosteniendo, jadeante, en una de sus manos un violín, agradece emocionada una y otra vez las ovaciones de un público, entregado a su virtuosismo en el teatro Bolshoi de Moscú. A su lado, otro joven violinista, él, saluda también agradeciendo los aplausos que no dejan de tronar como si el teatro se viniera abajo. Cogiéndole la mano, se la aprieta con fuerza, las miradas cómplices reflejan una felicidad contenida, se vuelven hacia la orquesta sin soltarse, saludan y ésta les devuelve el saludo. Más luces, más brillos, más flores, más aplausos…

El sonido metálico de una moneda al caer la saca de su ostracismo. En el suelo, el estuche abierto del violín sirve de bandeja, donde, algunas monedas reposan en el fondo. El viejo sigue tocando, ella mira las monedas, hace ademán de tocarlas pero se detiene, y de nuevo las manos cansadas se cruzan en una caricia, mientras fija su mirada sonriente en él.

Así permanecen hasta que al cabo de un rato el violinista deja de tocar, la magia musical se rompe de golpe, y el pasillo vuelve a adquirir su corriente interminable de gentes que, indiferentes, van y vienen con caminar apresurado.

Ella observa como él recoge las pocas monedas. Las guarda en un bolsillo de su frac, raído por el paso del tiempo, y a continuación, con parsimonia, coloca con mimo el violín en el estuche.

Ahora, solícito, la levanta de su silla, ella se deja llevar. Como a una niña, le arregla los frunces de la falda, le acaricia el cabello, y con ternura deja reposar sus labios en la frente florecida. Se alejan con pasos cansados, la lleva de la mano, como siempre, ella sostiene su violín en la otra.

No muy lejos de allí les espera un cuarto frio y destartalado, donde él dejará pasar las horas, mientras ella volverá a su mundo hechizado de luces y flores, una y otra vez, del que cada vez menos regresa.

17 septiembre 2021

El bar de la calle Ibiza

Julio Sánchez Mingo

 


César trabajaba como camarero en un pequeño y castizo bar de la calle Ibiza. En invierno, debido al reducido tamaño del establecimiento, por la mañana servían algún que otro desayuno a fieles parroquianos. Por la tarde, las consabidas cañas que ingieren con aburrimiento los asiduos y solitarios clientes, tan característicos, que pueblan las barras de la ciudad. En primavera, verano y otoño, el panorama cambiaba radicalmente. En el bulevar instalaban una amplia terraza, con mobiliario abanderado por una de las grandes cerveceras. Al atardecer, con buen tiempo, siempre estaba llena. Los fines de semana, y las noches de estío, la demanda de raciones, tapas y bocadillos era tal que el dueño se ponía a los mandos de la diminuta y agobiante cocina, mientras nuestro protagonista, normalmente con uno o dos compañeros más, se afanaba en cruzar la calzada incesantemente para atender el servicio de mesas. Eran muy amables con nosotros y siempre nos completaban el aperitivo de rigor, un cestillo de patatas fritas y almendras, con un par de tapas adicionales. Tras ello, pedíamos, como poco, una de colesterol, un bocadillo de beicon con queso y tomate, con el pan tostadito, que dividíamos en dos porciones exactamente iguales.

Llegó el confinamiento de 2020 y permanecieron cerrados hasta junio. Por prudencia, cuando reabrieron, no acudimos de nuevo a disfrutar de sus especialidades, aunque saludábamos a César en nuestros paseos pandémicos, al encontrárnoslo en el bulevar, siempre atareado. El pasado otoño nos adelantó que cerrarían con los primeros fríos para reformar el local. No supimos nada de él ni de sus compañeros hasta que esta primavera se reinauguró el negocio con la denominación de gastrobar. El mismo concepto hostelero pero con otra imagen y otras formas. Distinta propiedad se trata de inversores que por allí no aparecen, que no están al pie del cañón, nuevos camareros, con mandil ―es la moda―, más jóvenes, guapos y modernos, y un encargado con corbata. Seguramente con empleos más precarios, de alta rotación, sin estabilidad, peor pagados. El mobiliario de imitación mimbre, como si se tratara de una brasserie de París, también está patrocinado. La carta es más reducida y mucho menos variada, y los precios, obviamente, son más altos. Se promocionan en Instagram y admiten reservas, por lo que a las nueve de la noche están completos mientras la mitad de las mesas permanecen vacías. La clientela ya no es mayoritariamente del barrio. Nuevos tiempos en los que creo que nosotros y los demás vecinos de la zona hemos salido perdiendo.

¿Qué ha pasado con César, sus compañeros y su jefe? Con un poco de interés, en un barrio de Madrid, es muy fácil seguirle la pista a alguien. Basta preguntar a las personas adecuadas como porteros, camareros, tenderos o dependientes. Felizmente César está trabajando cerca de su casa, por la Vaguada, y su alter ego en un bar restaurante con terraza, al final de la misma calle Ibiza, frente al Marañón. Su patrono, el propietario del negocio, que también lo era del local gua, disfruta de una merecida jubilación en Galicia. No había vendido el recinto y ahora se lo arrienda a sus actuales ocupantes.

César es uno más de los miles de cocineros y camareros que atestan, al cierre diario de bares y restaurantes, los trenes del metro de Madrid, camino de sus casas en la periferia, agotados, más bien reventados, tras durísimas jornadas de trabajo, que se prolongan desde la mañana hasta la medianoche. Mi reconocimiento a todos ellos.

27 agosto 2021

SOS Mar Menor

Carmen García Delgado

 

La Verdad de Murcia: Antiguo balneario en Los Alcázares, Mar Menor.

Desde hace un par de días es noticia de portada en los medios de comunicación la ingente cantidad de peces que aparecen muertos en el Mar Menor, la lenta y anunciada agonía de esta bella laguna de agua salada, la pérdida irreparable de otro lugar único.

El Mar Menor se muere víctima de la codicia de unos cuantos, de la desidia de otros muchos y de la complicidad criminal de quien pudiendo evitarlo no lo hace. Sí, criminal, porque atentar contra el medio ambiente, propiciar su degradación sin importar más que el beneficio económico cortoplacista que se extrae es criminal.

Atesoro preciosos recuerdos de infancia de algunos veranos en Santiago de la Ribera, de los baños en las aguas saladas y transparentes de ese Mar pequeño.

El Mar Menor era un lugar excepcional para veranear con niños; su poca profundidad permitía a los chavales aventurarse sin peligro en sus aguas transparentes y observar los miles de peces que lo poblaban, los caballitos de Mar. Podías pasarte horas en sus aguas cálidas, adivinar los nombres de los pueblecitos que se vislumbraban en las orillas: Los Alcázares, Los Nietos...

Cuando finalmente conseguían que salieras del agua notabas la sal en la piel, en las cejas, en las pestañas.

-¡Anda! Si tienes las cejas blancas, ja, ja, ja...

-Tú también.

Veraneamos en Santiago de la Ribera a finales de los años 50 y hasta 1961. Era la época de las secuelas de las epidemias de poliomielitis y en las orillas del Mar Menor había muchas criaturas que las padecían. Recuerdo verlas llegar a la playa caminando con muletas, las piernas sostenidas por aparatos de metal y cuero que les quitaban para bañarlas en la calmada salinidad de la laguna. Al parecer, muchos médicos de entonces recomendaban baños de Mar y sol en esta zona.

Un médico que pasaba consulta en Madrid y que se alojaba en el mismo hotel que nosotros les explicó a mis padres las bondades del Mar Menor, no sólo para las secuelas de la polio, sino también para otras muchas dolencias.

Por aquel entonces mis padres no tenían coche, pero mi tío Pelayo, que vivía en La Unión, nos llevó a conocer las salinas de San Pedro del Pinatar, donde anidaban flamencos, y La Manga, una lengua de tierra que separa el Mar Mayor, el Mediterráneo, del Menor, la laguna. Apenas había construcciones, todo era arena blanca, algunas colinas, olor de salitre y un punto donde se unían los dos Mares. Gaviotas, cañizos …

He vuelto varias veces y cada vez me costaba más reconocer los paisajes y olores de mi infancia, enterrados bajo enormes rascacielos y olor de cloaca según soplaba el viento.

Y ahora el Mar Menor se muere asfixiado por la especulación inmobiliaria, por los vertidos indiscriminados, por la incuria de quien debería cuidarlo. Ya no hay caballitos de Mar, ni aguas transparentes. Toneladas de peces muertos nos recuerdan el daño que le estamos causando a la naturaleza aquí y en otras muchas partes. ¿Seremos algún día conscientes de que nuestra supervivencia como especie depende de cómo tratemos a la tierra que nos sustenta? ¡Ojalá no lleguemos tarde!



21 agosto 2021

Benidorm

Julio Sánchez Mingo

 

Manuel Redondo: Benidorm desde el hotel Villa Marconi. 1940.

La primera vez que oí hablar de Benidorm fue a mi madre. Había pasado allí un verano con su hermana Teresa —la mayor de doce hermanos— y el marido de ésta, Manuel Redondo, un polifacético personaje de otros tiempos —empleado del Banco de España, bohemio, pintor, hijo de papá, con un fugaz enrolamiento en la Legión Francesa en Orán, antiguo aspirante a Caballería— del que guardo un cálido recuerdo. Creo que era 1940.

Le habían recomendado baños de sol para recuperarse de una intervención de osteomielitis que le había sido practicada en tiempos de la guerra y que comenzó a tomar —con un permiso especial—, mientras las bombas caían sobre la ciudad sitiada, en la azotea de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer de la calle San Mateo, donde su hermana mayor era profesora y ella había estudiado Comercio.

Se acomodaron en el hotel Villa Marconi, de la playa de Poniente, delante del que discurría la general Valencia-Alicante, que entonces atravesaba la minúscula población por lo que ahora es el paseo de la Carretera, una angosta calle peatonal, muy concurrida y animada, repleta de comercios y pequeños establecimientos de comida rápida para turistas y veraneantes, que conecta las dos playas y donde está emplazada la que yo creo farmacia más grande de la provincia de Alicante. Siempre me he preguntado como hacían dos camiones al cruzarse. A espaldas del alojamiento, en un reseco y calcinado erial, pastaban y triscaban los animales de un humilde cabrero. El mal endémico de la localidad era la falta de agua para beber y cultivar. ¡Cómo se reiría años después el alteano señor Miguel —un hortelano de infinita sabiduría, muy apegado al terruño, cuyos tomates eran apreciadísimos— cuando les vendía a los hoteles de Benidorm camiones cuba del oro líquido de su pozo para que saciaran las necesidades de sus huéspedes.

No tenían otra cosa que hacer que bajar a la playa, en albornoz, y los domingos por la mañana recorrer, ida y vuelta, bajo un sol de justicia, el trayecto hasta la iglesia parroquial para asistir a la correspondiente misa de precepto, todos vestidos recatadamente. Ellas con velo o mantilla, medias y los brazos cubiertos. Ellos con traje y corbata. Soporífero para una veinteañera que añoraba los bailes de verano de antes de la guerra en Pradoluengo. El conflicto y la posguerra truncaron su juventud.

Conocí Benidorm en 1965. Fui en agosto a pasar las vacaciones a la Olla de Altea, invitado por mis queridísimos amigos Picazio. Una tarde nos acercamos a la entonces meca emergente del turismo popular de playa y... piscina —sus dos arenales no tienen capacidad para acoger tantos bañistas como clientes sus alojamientos— a dar un paseo. A un mozalbete de Madrid como yo, el lugar no le llamó especialmente la atención. Los bloques de apartamentos eran similares a aquellos de las nuevas barriadas de la capital. El desarrollo hiperbólico en altura, los colosos actuales —grandes derrochadores de energía, dependientes de ascensores de gran velocidad y de un consumo desaforado de aire acondicionado— tardarían todavía en llegar. La plaza Triangular no existía y no estaba trazada la avenida del Mediterráneo. Sentado todo el grupo en el entonces existente poyete de la playa de Levante, avisté que se aproximaban dos vistosas y jacarandosas jovenzuelas. Di un codazo de complicidad acompañado de una mirada de inteligencia a Ughino. Su madre se percató de mis gestos y exclamó: —Pero si no valen nada, son todo tacones.

Para mí Benidorm se ha convertido en una ciudad de servicios, a la que acudo raramente desde Altea. En su día, de jóvenes, era nuestro destino predilecto para disfrutar de la noche y sus posibilidades. Ahora no me suscita mayor interés, aunque su modelo de desarrollo y lo procedente del mismo es objeto de estudio y controversias de sociólogos, urbanistas y arquitectos.

Esta semana me escribe Ughino y se lamenta de que "aquel mundo —ya tan lejano— al borde del mar, habitado por lagartijas, cubierto de almendros, de acequias invadidas por sapos enormes, de secos terrones utilizados como proyectiles, haya sido borrado, dando paso a espacios dedicados al turismo de masas, confinado en rascacielos hipertecnológicos".

Los lugares, sus paisajes, su naturaleza y ambiente, su arquitectura, son el decorado, el telón de fondo de nuestras vidas. Por ello nos duele tanto asistir a su alteración y ver como se degradan, especialmente aquellos que fueron testigos de nuestra infancia y juventud —la etapa de formación de nuestra identidad y consolidación de nuestra personalidad—. ¿Idealizamos esos períodos y sus añorados rincones, de recuerdo tan subjetivo, en exceso?

 

J. S. M.: Benidorm. Playa de Poniente. 31-08-2012

 

13 agosto 2021

Ella

Isabel Lobato

 

 

A los ojos de todos eran la pareja perfecta, Esteban y Pilar, atractivos y con éxito. Siempre se trataban ante los demás con una exquisita amabilidad y una leve sonrisa de personas mutuamente satisfechas. Nunca se pudo crear un chismorreo sobre ellos, nada de infidelidades, adicciones, mentiras, discusiones o desacuerdos. Eran la envidia de sus amigos y su modelo a seguir. Únicamente se podía observar una conversación peculiar que se repetía cada cierto tiempo.

Cuando ella expresaba una opinión diferente de la suya sobre cualquier tema, él le preguntaba sin abandonar su sonrisa:

¿Estás segura querida?

Y ella indefectiblemente hacía una pausa, mientras los demás contenían el aliento ante la posibilidad de que se abriera una fisura en aquella envidiable, y a veces un tanto irritante, armonía. Entonces contestaba.

Oh, pues ahora que lo dices... Ya no lo tengo tan claro.

Entonces él expandía su sonrisa y la conversación continuaba.

Quiso la suerte, buena o mala, según para quien, que Esteban muriera a los cincuenta y ocho años de un ataque fulminante al corazón, dejando a todos consternados por su inesperada muerte, a todos menos a su viuda. Ese día, en el interior de su casa, oculta de los ojos de todos con la disculpa del duelo, Pilar sonrió de verdad por primera vez en mucho tiempo. Después se desnudó entera y se paseó descalza por la mansión vacía, mirándose con coquetería en cada espejo y cristal. ¡Aún estaba de buen ver para sus cincuenta años! Luego encendió un cigarrillo y aspiró con deleite... El esperado reencuentro después de tanto tiempo... A continuación fue a la cocina y se sirvió una copa de chardonnay bien frío. Eran las diez de la mañana, pero eso ya daba igual. A partir de ahora era la única dueña de su cuerpo, de su mente, de su corazón y de su vida. Nadie que la controlara, nadie que decidiera qué era lo adecuado y lo correcto, nadie que le impusiera su inflexible y limitada manera de ver la vida. Disfrutó de un día completo de paz consigo misma, después tuvo que pasar por el teatro de la triste despedida y de la incineración. Él no quería que lo incineraran, siempre hablaba de un fastuoso mausoleo, para que nadie le olvidara, para que ella siguiera recordando, para que también en la muerte pudiera tenerla atada, pero se sintió invulnerable y no tuvo la precaución de dejar su deseo por escrito, así que por una vez en la vida, ella decidió por él, y lo redujo a cenizas.

Se las llevó a casa en aquella vasija tan delicadamente ornamentada, para darse el gusto de decirle todo lo que no le dijo en treinta años de vida juntos y, después, las esparció. Las dejó caer en una alcantarilla de una ciudad a quinientos kilómetros de la suya y se llevó la vasija porque le parecía preciosa. Él no se merecía nada mejor. No las tiró al mar o en un bosque porque no quería encontrárselo otra vez golpeándole la cara, en una tarde ventosa.

Días después decidió abrir al público la gran mansión. Pagando una módica entrada, cualquier persona interesada podía recorrer los maravillosos jardines, las bellas estancias, admirar el extraordinario mobiliario hecho a mano por grandes maestros artesanos, extasiarse ante las obras de arte de pintores famosos, y descubrir qué sentían al ver la sala de tortura. Allí fue donde Esteban la sometió a todo tipo de humillaciones durante treinta largos años.

Ahora era el momento de darlo a conocer al mundo.



06 agosto 2021

Sola, no es soledad

Amparo Morales

 


Pasaba los veranos en el campo, donde un niño crece libre. Mis abuelos vivían en una casona plantada en un extenso terreno. Despertábamos al alba, el olor a pan tostado y tocino a la brasa me sacaban de la cama para hacer algo… Siempre había algo que hacer: visitar el ganado en el monte, recoger huevos, cortar hortalizas del huerto, elaborar mermelada, envasar la conserva de tomate… y siempre con la puerta de la calle abierta, por donde los vecinos igual traían un bizcocho para ese flacucho niño de ciudad, como pedían ayuda para doblar la ropa de cama.

Todas ejercían de abuelas y abuelos de los flacuchos de ciudad.

Por las tardes, cuando los nietos volvíamos del río, o regresábamos con una brecha abierta por los tirachinas, las abuelas nos recibían con unos bocadillos de pan redondo donde cabía de todo.

Rafi, que había sido peluquera, el último jueves del mes peinaba y daba el tinte a las abuelas y el martes cortaba el pelo a los abuelos. Rosa, que fue maestra, los miércoles nos convocaba en su casa para escuchar cuentos de Tolstoi o recitar poemas de Antonio Machado y comentarlos. Mi abuela Amparo, que había sido maestra bordadora, sacaba a la puerta de la calle su bastidor y en un corro de vecinas, cada cual con su costura o ganchillo, pasaban las otras tardes charlando y recordando tiempos vividos y vecinos muertos.

Veía como cada año faltaba uno de ellos: Pedro, el señor del bar, una de las pérdidas más sentidas, porque el bar, aunque poco visitado por las abuelas, era tanto el salón de juego, como el centro dónde se trataban los asuntos del campo y las necesidades de los vecinos. Al año siguiente, Gloria, que se quedó para mantener un ultramarino, pequeño, pero donde podías encontrar de todo. Cuando Gloria murió, por turnos, los abuelos iban a la ciudad con las listas de la compra que traían en sus altos Land Rover. Mi abuelo era bastante desastre para ello, nunca se ciñó a la lista.

¡He añadido un caprichito!— decía entregando el encargo.

También se enterraban los unos a los otros. Lo descubrí cuando murió mi abuelo por la coz de una yegua recién parida. Mi abuelo estaba en la tumba del 67, que era la que tocaba abrir. El señor Cruz y Paco, los últimos jubilados que habían regresado al pueblo, y los más jóvenes, fueron los enterradores.

En la aldea, se lloraba poco, la muerte era un quehacer más de la vida: talar castaños, arrancar malas hierbas, geranios helados, sacrificar becerros… y morían los abuelos.

Años después cayó muy enferma Rafi, ya casi no podía levantar los brazos para peinar, pero seguía siendo tan dicharachera y alegre. Todos los días, apoyada en su garrota, visitaba a las vecinas antes de darse una vuelta hasta el molino. Mi abuela la apreciaba mucho y dedicaban horas y horas a charlar; de esas charlas que sanan. A Rafi, la oí decir un día, que ella lo había llorado todo cuando su hijo murió en un accidente de tractor y que desde entonces no había encontrado ningún pesar en la vida. Todo era de agradecer. Reía con mis ocurrencias y siempre descubría la primera amapola del año. Rafi, algunos días de tertulia literaria, redactaba una crónica acaecida tiempo atrás y contada con humor. Los miércoles pasábamos la tarde todos juntos.

Para que estos flacuchos de la ciudad nos conozcan mejor, que también fuimos jóvenes —apostillaba sonriendo.

El corro a la puerta de la calle se iba reduciendo, mas nunca faltaron dos abuelas en compañía, calladas o en charla amable.

Tras la muerte de Gloria y los desastres de los abuelos con la compra sucedió el milagro. César David subía con su furgoneta los martes y los jueves para abastecerlos de pan, pescado, carne… César David se convirtió en el salvador del pueblo para los pocos abuelos que quedaban. César David era un ecuatoriano simpático que hastiado de trabajar en un almacén, decidió recorrer los pueblecitos y atender las necesidades de sus vecinos. Era muy querido. Se hacía notar tocando la bocina, el día que se retrasaba, las abuelas, reunidas en la plaza, esperaban inquietas por si le hubiera pasado algo en la carretera. Cuando llegaba era recibido con regocijo y regañina a partes iguales. Traía tanto la medicina de la farmacia, como dinero del banco que los abuelos le confiaban para poder darnos la paga. Se había ganado la confianza, es la recompensa que tiene recibir buenos ejemplos y valores en la familia. Sus padres trabajaron muy duro y se desvivieron para sacarlo adelante. Tenía los valores del antiguo castellano: honradez, bondad, pasión por el trabajo, humildad y buena educación.

Todo esto no fue suficiente para convencer a mi madre, que conminó a la abuela para que se viniera con nosotros a Madrid.

Estarás acompañada, y tenemos todo a mano: la farmacia, el súper…— La abuela cedió cuando obtuvo de mamá la promesa de volver si no se acomodaba.

Los días pasaban; yo al colegio desde las ocho, mamá al trabajo y la abuela perdía energía aunque lo disimulaba.

¡Estos pisos parecen nichos! —me dijo una tarde cuando pasé por casa para dejar la mochila y coger la bolsa del fútbol.

Mamá, con su horario de comercio volvía a las nueve de la noche, pasábamos todo el día fuera, mientras la abuela bajaba a la farmacia donde un brazo mecánico le dispensaba la medicina, y una máquina le cobraba. Mamá le dejaba recados, para tenerla ocupada, así los miércoles iba al súper. Lo odiaba.

¡Cómo podéis necesitar tantas cosa! —dijo un día que la acompañé—. Me aturden tantos pasillos, la música, los colores, es como una feria. No hay un César David que te recomiende qué género es hoy el mejor, todo está envasado, si quieres cuatro te tienes que llevar ocho porque no hay envases de cuatro, no puedo escoger los tomates, están en redes, las manzanas… las del bodegón de mi comedor son más reales que estas, ¿quién ha visto un manzano con manzanas enceradas?— decía contrariada. Aunque lo que peor llevaba es que nadie nos saludara, ni supiéramos de ellos.

Ayer me ayudó a subir la compra un joven muy amable del doce, me la pasó hasta la cocina— dijo contenta por haber entablado relación con el vecino. Mamá entró en cólera.

¡Pero mamá!, ¡cómo puedes hacer eso!, debe ser uno de los nuevos alquilados, ¡sabrá Dios quién será!

Pues a mí me ha parecido muy amable y me ha recordado a mi César David, tenía su mismo acento. Por cierto, hoy los he convidado, a él y a su niña, a merendar en la terraza de la esquina.

¡Pero mamá!, esa cafetería ha estado cerrada mucho tiempo, ahí debe haber de todo.

En eso sí tienes razón, ahí hemos comido unos dulces de miel y almendras exquisitos. Cuando me vuelva al pueblo me llevaré un buen cargamento, porque me ha dicho Sara, la señora del pañuelo, que me daría la receta si es solo para consumo particular. Por cierto, me vuelvo al pueblo, os dejo Madrid para vosotros, está decidido. Así que no me mandes nada para las dos próximas tardes, que tengo que aprender a hacer esos dulces que toman en el Ramadán. Se llama así la fiesta, ¿verdad, hijo?

Sí, abuela— dije yo al tiempo que aprovechaba la oportunidad.

¡Pues, mamá! —dije yo emocionado— ¿acompañamos a la abuela y pasamos las vacaciones de Pascua en el campo?

Por mí, no hay problema, lo que queráis. Os vendrá bien pasar un tiempo en contacto con la realidad y olvidar tantos prejuicios, tantos miedos…—dijo mirando retadora a mamá—. La vida es relacionarse, compartir vivencias, aprender de los otros, eso nos enriquece, y no tener un brazo que te da las pastillas, o una máquina que te cobra, os da las gracias y a la que contestáis. Yo en el campo no siento soledad, estoy sola, sí, pero en casa encuentro compañía con mis recuerdos y con solo salir de ella siempre hay un vecino con quien charlar, pero aquí… Vosotros no os dais cuenta porque sois parte de esta maquinaria infernal, pero en los tres meses que llevo, la tarde de ayer, fue la mejor: compañía, charla, unos dulces y conocer a los que nos rodean. ¡Lo esencial de la vida no es mucho más!

Pero, mamá, te apunté al taller de lectura y solo fuiste un día.

Dos, porque uno fue por ordenador. Hija, lo siento, pero no me hago a ello; yo no conocía a nadie, ni ellos a mí, éramos extraños retratados en una pantalla.

En la asociación de vecinos siempre hay actividades, mamá.

Pues ahora que lo dices, nos separan por edades, como en un colegio. A mí me apetecía enseñar a coser al grupo de jóvenes que estaban interesadas, pero como no estaba programado…, para los de mi edad había campeonato de parchís. No, no tengo nada que reprocharos, pero pensad si os vale la pena, tantas horas de trabajo, tantas cosas acumuladas y tan poca vida compartida. Por cierto, el vecino ese tan atento, ha comprado el piso, son tres de familia a la espera de un cuarto y es el nuevo pediatra del centro de salud que nos pertenece, por si alguna vez necesitas algo. ¡Ah, y los he invitado a que visiten el campo!

¡Mamá, eres incorregible!

A lo mejor, es que no hay nada que corregir, hija.


Mi abuela Amparo volvió a su vida hasta que la consumió. Ella descansa en la fosa del 71, y yo, escritor que pasa largas temporadas en el campo, revivo el pasado porque aún es César David el que nos abastece, y sigo yendo al monte a revisar el ganado, y por las tardes salgo a la calle a charlar con mis vecinas y ahora soy yo quien los miércoles los convoco para contar historia de otros, para saber de los de aquí y de los de allá, mientras mi madre regenta la gran casona reformada en una sencilla casa rural por donde pasan peregrinos, viajeros, caminantes…, amigos tras una charla… de esas que curan.

Por cierto, la casa se llama Soledad donde Nicolás y Flor con sus hijos Jenni y Santiago, nuestros amigos del doce, todos los años pasan la última semana de sus vacaciones para recordar lo esencial de la vida.

30 julio 2021

Lluvia

Joaquín Lozano Torres

 


Hay un sonido un tanto sostenido y característico en el que solo reparo si no hay ruido alguno fuera de la casa. Se trata del que hacen las gotas que caen desde el balcón de arriba sobre el prominente tubo de aluminio destinado a evacuar el agua que cae sobre mi descubierta terraza.

Pues bien, cuando en la tranquilidad de la primera hora de la mañana y apenas ha comenzado a clarear, se escucha ese toc, toc, toc, no hace falta abrir la persiana para saber que llueve y un primer pensamiento en automático aparece: ¡bien!, por fin llueve.

Con tan feliz novedad, ni que decir tiene que decido ir al campo para ver si, entre lo que ayer cayó y lo que esta mañana promete, será suficiente para enmendar el mal camino de agostamiento que algunos árboles, cargados de fruta, ya muestran a causa de tantos días de rigor veraniego que ni siquiera el goteo es capaz de contrarrestar.

El gris de la mañana producto de un continuo sirimiri, lejos de parecer triste se vuelve el color más alegre posible porque esa lluvia leve que todo lo empapa no es más que el mejor medio posible para que se limpie el aire, para que las primeras hierbas asomen, para que vuelva a enderezarse esa vegetación agotada que bordea el cauce del arroyo hoy seco. Para que, en definitiva, comience un nuevo ciclo de renovación y pueda de nuevo surgir la vida.

Al entrar con el coche en la finca, entre los olivos veo un grupo de tres burritos, uno de ellos demasiado pequeño y lógicamente sé que habrán salido del refugio que mi amigo Luis tiene al otro lado de la estrecha carretera que llamamos el camino de la Palma. A mí, faltaría más, me parece bien que entren por allí cuando quieran así que no le doy mayor importancia y sigo porque, camino arriba, hay un coche parado y no sé de quién será. Pero, cuando me acerco, veo que es precisamente el de Luis así que me bajo y sigo a pie para ver por dónde anda. Efectivamente, están muy cerca y viene caminando con Cristina a mi encuentro.

¿Qué tal Luis, cómo estáis? ¡Qué alegría de mañana!.

Así mismo es pero estamos buscando a la burrita Ainhoa que ha parido en tu finca y no la encontramos.

Pues ahí abajo está que la acabo de ver con otros dos.

Claro, va con Ume1 y el recién nacido.

Nos dirigimos al sitio y allí están los tres. Verdaderamente, es increíble que en esto, como en tantas otras cosas, los animales hacen mucho mejor las cosas que los humanos. Es siempre sorprendente que acabado de nacer, sobre esas temblorosas y frágiles patas, en pocos minutos el lógico temor a lo nuevo se torne en confianza y arranque a andar como si nada. Un primer biberón directamente de la madre bajo la atenta y curiosa mirada de Ume y los tres te miran como diciendo eso de vámonos que nos vamos.

Es entonces cuando Luis me comenta que Ume ha estado toda la noche acompañando a Ainhoa y que por la mañana, antes del alba, salió de su finca con ella. Se ve que estuvo a su lado hasta que el parto felizmente concluyó y solo entonces fue cuando regresó desde el improvisado paritorio en mi finca para ir en busca de Luis y a su manera, participarle la buena nueva.

Ya no llovía pero la criatura recién llegada al mundo solo podía llevar el nombre con el que ha sido bautizada: Lluvia.

Al poner la radio del coche, cuando ya concluyo la jornada mañanera de faena colocando una serie de gomas de riego, sus conexiones, goteros y demás, una canción suena; es Roberto Carlos y dice algo con lo que no puedo estar más de acuerdo:

"Yo quisiera ser civilizado, como los animales... "

1Ume, por UME, Unión Militar de Emergencias.

23 julio 2021

Finalista del V Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid 2021

Hasta la vista baby

Fernando Chelle

 

 

Después de una semana gris de lluvias permanentes, el sol había dado tregua en el pequeño pueblo de Palmar. Los habitantes, llevados por el entusiasmo que les provocaba ver nuevamente el cielo despejado, salieron de sus casas, así como salen las avispas del camoatí cuando sienten la presencia del humo. Los niños en la plaza principal se habían juntado para jugar a policías y ladrones. Hasta allí, con la intención de sumarse al grupo, llegó Cándido, un niño de seis años, único hijo de los Causa, una familia que por esos días se había instalado en el vecindario. Cargaba un revolver plástico que alguna vez había lucido plateado y con buena empuñadura, pero que en ese momento estaba destrozado. El hecho de que el joven Cándido fuera nuevo en el barrio, un tanto más pequeño que los demás y que portara aquel pedazo de plástico con que pretendía incorporarse al grupo, fueron factores suficientes, para que los demás niños no sólo no lo dejaran jugar, sino para que lo expulsaran de la plaza. “Vete a jugar a las muñecas”, fue lo último que escuchó que le gritó El Varón, el líder de los niños de la zona, cuando cabizbajo se retiraba del lugar. Pronto pareció olvidarse del mal momento, la fantástica edad de todos los posibles que estaba viviendo lo sumergió en un enfrentamiento solitario, donde pudo dar de baja a varios terminators de mercurio que se escondían entre los árboles del jardín de su casa. Seguramente los podría haber matado a todos, si no hubiera tenido que interrumpir el imaginario combate por la llegada de su tío Pangloss. Corrió a abrazarlo y, como de costumbre, lo primero que le preguntó fue si le había traído algún regalo. Sonriente por la inocencia y espontaneidad de su sobrino, Pangloss le contestó que sí, pero que le diera tiempo a llegar y a ponerse cómodo, que más tarde le iba a dar algo que traía en la mochila para él, y que estaba seguro de que le iba a encantar.

Al igual que el resto de los habitantes del pueblo, los Causa optaron por el aire libre, cansados de tantos días de encierro, decidieron instalarse en el patio de la casa, hacer un asado, conversar y tomarse algunas cervezas. El pequeño Cándido, en cambio, optó por mirar “Terminator 2”, por enésima vez, en el televisor de la sala. No necesitaba estar pendiente de la pantalla, sabía de memoria lo que ocurría en cada escena, de manera que mientras escuchaba el audio de la película, jugaba a que limpiaba aquel revolver otrora plateado y con todas sus partes. En determinado momento volteó la cabeza, y su mirada se quedó congelada en la mochila de Pangloss, que colgaba de una de las sillas de la sala. Sabía que debía esperar por su regalo, intuía que era incorrecto abrir la mochila y sacarlo por su cuenta, pero la curiosidad fue más fuerte. Sin bajar el volumen de la película, caminó despacio hasta la ventana, desde donde pudo ver a sus padres como conversaban y reían con su tío, en una sombra del patio. Regresó hasta la mochila y la abrió. Sin dejar de mirar en la dirección que llevaba al patio, fue sacando con cuidado lo que había en el interior. Primero, unos libros, después, un paquete de cigarrillos, dos bolsas con un polvo blanco, hasta que finalmente, sus manos tomaron posesión y sus ojos pudieron ver, el objeto más hermoso, superior a todos los que él había soñado y a cuantos había visto entre los niños de la plaza. Era un Colt Anaconda 44 Magnum, un revolver capaz de volarle los sesos a una persona de un sólo disparo, según Harry el Sucio. Allí lo tenía él, pesado, plateado como un pez y luminoso como aquel día. Asombrado, lo observó detenidamente, intentó introducir sus pequeños dedos en la boca del cañón, lo manipuló hasta quitarle el retén del tambor que estaba vacío, e imitando lo que había visto en muchas películas, lo hizo girar, lo volvió a cerrar y disparó. Entusiasmado, volvió a la mochila, donde finalmente encontró la caja con las balas. Allí mismo, olvidado por completo que sus padres y su tío estaban en el patio, volteó la caja y dejó que cayeran los numerosos proyectiles en el piso. Abrió nuevamente el tambor del revólver, introdujo una bala, lo hizo girar, y finalmente lo cerró con un golpe seco. Antes de salir rumbo a la plaza, ahora convencido de que no sólo lo iban a dejar jugar, sino de que iba a ser la envidia de todos por el arma que tenía, echó en el bolsillo de su pantalón un puñado de aquellas balas que estaban regadas en el piso. Primero salió al patio, eufórico por la alegría, y vio cómo mientras su tío Pangloss conversaba muy entretenidamente con su padre, su mamá se encontraba preparando una ensalada. Camino despacio, hasta estar justo atrás de su progenitora, entonces, apoyándole el cañón del revolver un poco más arriba de la cintura, en la columna vertebral, a la altura del hermanito que pronto llegaría, le ordenó “arriba las manos”. A la primera orden la mamá no reaccionó, pero a la segunda, que agregaba “arriba las manos o disparo”, la joven mujer, sin voltear a mirar a su hijo, le dijo amablemente que ahora no podía jugar. Eso no pareció importarle al niño, él ya estaba jugando, con la complicidad de su madre o no, lo seguiría haciendo. Entonces apretó el gatillo, pero sólo se escuchó el golpe seco del martillo. Con el arma en alto, se dirigió hasta donde estaba su tío conversando con su padre y le agradeció por el regalo, le dijo que era el mejor tío del mundo, pero como aquellos hombres conversaban tan ensimismados apenas repararon en las palabras del niño, y el padre, sólo cuando vio a Cándido salir de la casa, atinó a decirle que no se fuera lejos porque ya estaban por almorzar.

En la plaza, ya no estaba El Varón, ni ninguno de aquellos niños que jugaban a policías y ladrones. Sólo un grupo de niñas saltaban a la cuerda y una mamá hamacaba a su bebé. Con el revolver a la altura del hombro, apuntando al cielo, Cándido caminó hacia donde estaban las niñas. Les preguntó por los demás, pero no supieron responderle con certeza, le dijeron que seguramente se habían ido a almorzar o a jugar a las maquinitas. Entonces fue cuando pensó que quizá podría quedarse un rato saltando a la cuerda, total, pronto tendría que regresar a almorzar, pero cuando se lo propuso a las niñas, estas no se lo permitieron. Una de ellas, con una sonrisa burlona, le dijo: “Éste es un juego de mujeres, con razón los varones te enviaron a jugar con las muñecas”. Cándido no le dio mayor importancia, estaba encantado con su revólver. Dio la vuelta, caminó unos pasos hasta donde estaba el subibaja, se arrodilló en la arena para apoyar el arma en el hierro que sostenía la tabla del juego, y desde allí apuntó por unos segundos al grupo de niñas, hasta que finalmente, disparó. Fascinado por el giro del tambor, por el sonido metálico tan parecido al de las películas, bajó el arma suavemente sin dejar de mirar hacia donde había disparado, luego, dando una vuelta un tanto histriónica, abandonó el lugar y se encaminó hacia el salón de maquinitas.

Pangloss corrió con la fortuna de sentir necesidad de fumar, antes de que a su hermana o a su cuñado se les ocurriera entrar a la casa. Cuando llegó a la sala encontró en el piso los libros, los cigarrillos, y las dos bolsas de cocaína. Metió todo lo más rápido que pudo nuevamente en la mochila y, solo entonces, cuando comenzaba a recobrar un tanto la tranquilidad, ya que estaba seguro de que el contenido de las bolsas no era significativo para su pequeño sobrino, vio las balas desparramadas al lado de la caja que alguna vez las había contenido. Esto le provocó un escalofrío, en un momento su mente asoció que el revólver no estaba entre las cosas del piso y que por algo la caja de las balas había sido abierta. Volvió nuevamente a abrir la mochila, nervioso y sin esperanzas, y pudo corroborar la falta del Colt 44. Aterrado por lo que pudiera suceder con su sobrino, guardó en la habitación de huéspedes en un sitio seguro la mochila, y volvió con la noticia hasta el patio donde se encontraban disfrutando del día su hermana y su cuñado.

Ni el Varón, ni ninguno de los otros niños se encontraban en el salón de maquinitas. De todas maneras, el joven Cándido, revólver en mano, entró al lugar y avanzó por el salón principal esquivando a algunos pocos clientes que jugaban al pool y al futbolito. Cuando llegó a la zona de maquinitas y flippers, se encaminó hacia donde estaba su preferido, el de Terminator 2. Apoyó el revólver en el vidrio del tablero, y sacó de su bolsillo, junto con unas monedas, una nueva bala, que no demoró en introducir en el arma. Perdió rápidamente todas las bolas del juego. Hubiera querido seguir jugando, pero la presión malgeniada de unos adolescentes que esperaban turno hizo que se sintiera intimidado y se alejó de la máquina. Cuando los jóvenes ya se encontraban abstraídos en el juego, echó mano al revólver que estaba sujeto por el elástico del pantalón, y les apuntó. Fue moviendo lentamente la dirección del cañón de una nuca a la otra, hasta que se decidió por la de un joven de cabello rapado, entonces, disparó. Felizmente el único estampido que resonó en el salón de juegos fue el de una bola del flipper que rebotó contra uno de los elásticos, de manera que aquellos muchachos continuaron su partida con la felicidad que les otorgaba conjuntamente el juego y la ignorancia. Antes de abandonar aquel lugar que ya estaba quedando prácticamente vacío, el joven Cándido introdujo en el revólver las tres balas que restaban para llenar el tambor.

Las calles de Palmar en aquel mediodía soleado estaban prácticamente vacías, por lo que desde lejos los Causa pudieron identificar a Cándido que volvía por la avenida principal con el arma en la mano. No respetaron el semáforo y casi provocaron un accidente con una moto que pasaba, pero lograron llegar rápidamente en el auto hasta donde estaba el niño. Causa manejaba el vehículo, su mujer, embarazada, en una crisis de nervios, ocupaba el puesto del acompañante. Pangloss, que venía en el asiento trasero, fue el que descendió a toda prisa en busca de su sobrino. Al joven se le iluminó la cara de alegría al ver a su tío, pero en un segundo, cambió el gesto, le apuntó y, diciendo “Hasta la vista baby”, disparó.

16 julio 2021

Crónica atípica

Luis M. de Blas

 


Fue por un dolor de muelas.

Hace bastantes años, tras varios días sufriendo dolores y con la esperanza de que no me arruinaran las vacaciones me decidí a acudir a un dentista de la pequeña localidad donde me encontraba.

En la sala de espera ya se encontraban varias personas así que decidí armarme de paciencia y me dispuse a pasar la presumible larga espera con una revista. Cogí la primera del montón sobre la mesa de la sala de espera. Se titulaba Cosas nuestras y tenía una preciosa foto de portada de un perro pastor recogiendo un rebaño de ovejas. La abrí y empecé a curiosear su interior, deteniéndome en las fotos de la zona que ilustraban sus reportajes. Tras pasar varias páginas un encabezado llamó mi atención. Miré la sección a la que pertenecía que resultó ser Ecos de sociedad, lo que me hizo volver a leer el titular. Decía: Vivir viuda, morir novia. Aquello prometía, así que me dispuse a prestar mi atención al artículo. Era el siguiente:

VIVIR VIUDA, MORIR NOVIA, por E. H. Gomezón

Pido disculpas a mis lectores habituales por la crónica de esta semana, tan distinta de las habituales, pero el hecho merece la pena y estoy seguro que ninguno de quienes me leen habitualmente quedará decepcionado. A los que no, bueno, la semana que viene volveré al redil.

Hace unas semanas recibí una extraña invitación. Se trataba de la celebración del cumpleaños y al mismo tiempo primer aniversario de la muerte de doña Angustias Lobo Martínez, viuda de don Enrique Ceballos, por lo que era más conocida, como muchos de ustedes saben, como la viuda Ceballos o abuela Ceballos, pues así la llamaba todo el mundo en la localidad, especialmente quienes de niños frecuentábamos su pequeña tienda, que más que de ultramarinos y prensa nos parecía un bazar del tesoro, pues no solo encontrábamos en ella tebeos y novelas de aventuras sino pequeños juguetes y golosinas de todas clases que, a veces, incluso nos regalaba. Siempre había gente en ella, revoloteando o sentada en los largos bancos corridos. A veces incluso era el lugar donde quedábamos los amigos, pues no nos importaba que alguno llegara tarde ya que la abuela Ceballos siempre estaba contando historias. De sus hijos, de sus nietos, pero sobre todo de su marido, muerto en la guerra muchos años atrás. A las jóvenes les hablaba de su época de novios y le encantaba contarles cómo le recitaba versos, con su voz que ella decía clara y fresca como el agua de un arroyo en una mañana de primavera, y les repetía el que más recordaba de tanto que se lo recitó:

Ojos claros, serenos.

Si de un dulce mirar sois alabados

¿por qué si me miráis, miráis airados?

Si cuanto más piadosos más bellos parecéis a aquel que os mira, no me miréis con ira, porque no parezcáis menos hermosos.

Ay, tormentos rabiosos. Ojos claros, serenos, ya que así me miráis, miradme al menos.

Las jóvenes escuchaban embelesadas y alguna, un poco mayor que las demás y quizá ya empollando, se sonrojaba y volvía la cara hacia otro lado o fingía leer un libro. Muchos de mis lectores recordarán aquella tienda y seguro que pasaron más de una tarde entre sus paredes, hojeando tebeos, comiendo dulces y riendo entre amigos.

Tanta era mi curiosidad que decidí asistir a tan extraña invitación, sobre todo porque en la época de su fallecimiento me encontraba de prácticas en una provincia lejana, por lo que no supe de su muerte —de la que algunos murmuraban cosas extrañas— hasta tiempo después de mi vuelta. La cita decía como fecha: “El próximo 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, cuando el sol empieza a prestar su oro a las espigas”…

Llegado el día me puse una ropa no demasiado formal y me dirigí a la casa familiar de los Ceballos, una pequeña finca en las afueras. Desde la verja de entrada todo estaba adornado con flores y plantas silvestres, supongo que queriendo dar un aire de fiesta al lugar, lo que casaba con tan extraña celebración. Una vez dentro los adornos y guirnaldas corroboraban la intención de la familia. Había incluso un pequeño altar no sé de qué otra forma llamarlo— en el que se encontraba una foto de la abuela Ceballos, recostada en su mecedora con los ojos cerrados, con la mayor cara de felicidad que había visto en toda mi vida, sosteniendo una pequeña y extraña caja entre sus manos. En el margen inferior ponía una fecha: 29 de junio.

Charlé con algunos conocidos que recordaban hechos que yo tenía olvidados. Alguno reconoció tener aún en su poder algún libro no devuelto que la viuda Ceballos jamás reclamaba, pues decía que correr de mano en mano era su mejor destino. La tarde fue pasando y los invitados iban regresando a sus casas. En un momento dado, ya anocheciendo y con la casa casi vacía, me encontré sentado en un sofá con algunos de los hijos que reían con los recuerdos, sujetando de vez en cuando alguna lágrima. En uno de esos momentos hubo un silencio mayor de lo habitual y, para salvarlo, se me ocurrió comentar la foto de la anciana, preguntando si era antigua, de otro cumpleaños muy anterior. Vi aparecer unas sonrisas en sus rostros y creí descubrir unas miradas cómplices entre ellos. El mayor de los hijos, un tanto azorado, me respondió que no. La foto era del cumpleaños anterior, el último que celebró con vida, y la foto se tomó instantes después de su muerte, rodeada de su familia y de una visita inesperada.

Según me contó, acababa de soplar las velas y estaban cuidando que los nietos no lo pusieran todo perdido con la tarta, cuando vieron llegar una pequeña y extraña comitiva: dos jeeps con varios soldados, precedidos de dos flamantes coches negros, seguramente vehículos oficiales, dadas las dos banderas que lucía uno de ellos. Pararon frente a la entrada de la casa y de uno de ellos descendieron dos hombres, un militar de alta graduación, a juzgar por las estrellas y medallas de su uniforme, y un hombre mayor vestido con un elegante esmoquin. Pensaron que habrían errado el camino y buscaban ayuda, pero ellos preguntaron por la viuda y familiares de don Enrique Ceballos. Totalmente sorprendidos pero aún más intrigados les hicieron pasar, entrando con ellos cuatro soldados que portaban varias cajas de diverso tamaño y de contenido desconocido. Tras las presentaciones oportunas, en las que el hombre vestido de etiqueta resultó ser el agregado cultural de la embajada francesa, el militar explicó la razón de su visita, para lo que hubo de remontarse a los hechos ocurridos en los últimos meses de la guerra mundial.

En uno de los campos de concentración, el más habitado por españoles, se instaló como médico un personaje peculiar, el Dr. René Lefevre, un francés enamorado de España, que trataba con la mayor humanidad que le permitían a los presos, especialmente a los españoles. Dado su afán por saber y la cantidad de tiempo disponible, se propuso una labor casi imposible: deseaba crear un registro de los acentos de las diferentes tierras de España, para lo que fue tomando nota de los datos de todos los presos, especialmente su lugar de nacimiento y lugar de residencia, cuando era distinto del anterior, efectuando grabaciones de su forma de hablar, ya fuera leyendo pasajes de la Biblia, los que eran católicos, o de cualquier otro libro o manual a elección del preso.

Se sabía desde siempre que nadie sobrevivió a su estancia en aquel campamento, pero lo que no era del dominio público era que el buen doctor Lefevre conservó sus archivos, que pasaron a su muerte a propiedad de las autoridades francesas, quienes los custodiaron y conservaron. Fruto de la colaboración entre los dos países se creó un archivo con todas las grabaciones, efectuando copias en soportes más actuales, para preservar su conservación, buscando además las referencias necesarias para llevar a cabo una tarea aún mayor, que era la que les había traído hasta aquí. En ese momento el militar se volvió a los soldados y dio la orden de proceder. Los soldados sacaron de sus embalajes un antiguo gramófono, un disco de baquelita que manejaban con gran cuidado y una pequeña caja. Una vez estuvo todo dispuesto el militar y el agregado cultural francés se pusieron en pie. Los soldados formaron en posición de firmes tras los dos hombres y el militar hizo entrega ceremoniosamente de la pequeña caja, que dijo contener una grabación restaurada, copia del original, en nombre de los gobiernos de España y Francia. La viuda Ceballos sujetó la pequeña caja entre sus manos, sentándose en su mecedora, aun sin entender del todo lo que le estaban relatando. Entonces el agregado de la embajada francesa pidió a la anciana su permiso para continuar. Ella asintió sin saber qué otra cosa decir ni qué vendría a continuación. Entonces uno de los soldados, se atavió con unos guantes blancos, tomó cuidadosamente el disco de baquelita, lo colocó en el antiguo gramófono, dio vueltas a la manivela, giró la bocina amplificadora y posó la aguja sobre el disco.

Empezaron a sonar unos chirridos extraños, quizá por la antigüedad de la grabación, seguidos por una voz que, en pobre castellano pero con claro acento francés, decía que podía empezar la grabación. Después se oía un carraspeo, como el de alguien intentando aclararse la voz. Tras unos segundos de silencio se oyó una voz, clara y fresca como el agua de un arroyo en una mañana de primavera, que decía:

Ojos claros, serenos,

Si de un dulce mirar sois alabado,

¿por qué si me miráis, miráis airados?...