06 julio 2019


Hoy es el chupinazo y mañana San Fermín

A nuestra amiga Chon


Otro punto de vista

Jesús Ramos Alonso

Racve

¡Me tienen harto los mozos con tanto cántico! Muuuu...
Déjalos, nos distraen de la escabechina. Muuuu...
¿Escabechina? ¿qué escabechina?
¡Estás en la inopia, toro!, ¿no has oído a los cabestros...? ¿Te acuerdas de Cuba, ese torete que se lo llevó un camión y no volvió? Dicen que le hicieron perrerías antes de atravesarlo con un estoque...
¡Qué animalada!
...y que nosotros correremos la misma suerte.
¡Qué horror!, atravesados por un estoque.
Cuba, ya agonizando, corneó al diestro en el muslo. Le dieron un premio por bravo: ¡eso que se llevó!
Pues yo tampoco me voy de vacío; antes de espicharla ensarto tres o cuatro mozos.
Eso será si te deja San Fermín, el de la música.
¡No me ha de dejar! En la curva de Estafeta me zampo al primero, y al resto en el callejón: amontonados, se les pincha mejor.
¡Es un diablo ese Fermín! En cuanto le rezan esa letanía no hay quien pille cacho.
¿¡Cómo se las apañará para aguarnos la fiesta!?
Para mí que es un trilero, solo que con un capote rojo en lugar de cubiletes.
¡Qué bonito es el rojo!
¡Ya te digo!, nos pierde el rojo.
¡El cohete!, ¡corre!
Muuuuuuuuuuu...


El milagro de San Fermín

Julio Sánchez Mingo


Villar López (EFE).

Dice mi amiga Campo que al creer intensa y apasionadamente en algo que no existe, lo creamos.
Ginés Morata, el prestigioso científico, afirma: "Dios no nos ha creado a nosotros: los humanos hemos creado a Dios”.
Son milagros que obra la mente humana.

En la cuesta de Santo Domingo, antes de la suelta de los morlacos desde los corrales, los mozos, casi todos ellos descreídos o no practicantes, presos de la tensión, recitan con fervor:
"A San Fermín pedimos por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro dándonos su bendición. ¡Viva San Fermín!".
Un escalofrío de emoción sacude a todos, corredores y espectadores. Es el momento más intenso de toda la fiesta, el instante previo a enfrentarse a un peligro cierto, con un triste periódico enrollado como única arma.
Y se manifiesta el prodigio de la mente humana y todos creen en el santo y su intercesión. Es el milagro de San Fermín, el capotico que a todos cubre.

02 julio 2019


Catadura moral

Julio Sánchez Mingo

AP: Reuters

Me rompe el alma ver las imágenes de esos pobres niños muertos. Entonces Alan, ahora Valeria. Y la impotencia se apodera de mí.

Ellos, en el cielo, serán amigos, jugarán, se llevarán bien.
Nosotros, aquí abajo, cada vez más egoístas y de peor catadura moral, a pesar de los crecimientos económicos y los avances tecnológicos.

Y no tenemos excusa. La información fluye a toda velocidad, sabemos de la desigualdad, de las tragedias de muchos países, de las necesidades perentorias de tanta gente y, sin embargo, nos encogemos de hombros, no reaccionamos, no presionamos a quien debemos. Y cuando votamos, nuestra gran ocasión, quedamos retratados y se ponen en evidencia todas nuestras miserias éticas, origen de muchas de nuestras incongruencias.

Hasta que punto hemos llegado que hay quienes se van a casar junto a la tumba de un dictador de ralea asesina, anteponen su sentimiento de clase a su respeto a tanto muerto y represaliado, o un presidente gringo, porque la economía le va bien, se dedica a chulear a europeos y chinos, extorsionar a mexicanos y colaborar en la masacre de palestinos, o un recién elegido alcalde se permite el lujo de incrementar el gaseo de sus ignorantes convecinos.

No es de extrañar que el filósofo italiano Gianni Vattimo diga que desea morir antes de que reviente todo.


PD.
Muchas veces cunde el desaliento porque las cosas no van como deberían ir, pero hay que reconocer que la Humanidad está mejor ahora que hace cien años. Hay menos desigualdad, menos injusticias.
Lo que ahora está mucho peor que entonces es la casa de todos, el Medio Ambiente, el planeta Tierra. Hay que hacer urgentemente una reforma integral, como las de los pisos para conservarlos habitables. De lo contrario, ¿qué será de todos nosotros?



28 junio 2019


Convocatoria del IV Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid


Se convoca el IV Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid, el blog de Julio Sánchez Mingo, con arreglo a las siguientes bases:

1.- Podrán concurrir todas las personas que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad, con un máximo de 5 trabajos.

2.- Las fotografías presentadas deberá reunir las siguientes condiciones:
a) Ser originales e inéditas.
b) No haber sido premiadas ni estar participando en ningún otro certamen.
c) El tema es libre.

3.- Los originales se remitirán por correo electrónico, antes de las 24 horas del 30 de septiembre de 2019, a la dirección diariodemadrid@yahoo.com, con la mención en el asunto IV Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid. En el mensaje se indicarán los siguientes datos: nombre y apellidos del autor, su dirección, teléfono, dirección de correo electrónico y, opcionalmente, títulos de las imágenes.

4.- El editor de jsanchezmingo.blogspot.com designará al Jurado. Éste estará compuesto por un mínimo de tres personas y realizará la elección final de la obra ganadora.

5.- Antes del 30 de noviembre de 2019 se publicará el fallo del Jurado en jsanchezmingo.blogspot.com. Simultáneamente será comunicado por teléfono y correo electrónico al autor ganador, en cuyo momento se le informará también del lugar de entrega del correspondiente galardón, obra de un artista plástico de reconocido prestigio.
El trabajo vencedor será publicado en jsanchezmingo.blogspot.com en los días sucesivos a la proclamación del resultado, junto con una selección de obras presentadas al concurso.

6.- El premio no podrá declararse desierto. La decisión del Jurado será inapelable.

7.- No se mantendrá correspondencia con los autores de los trabajos presentados desde la publicación de la convocatoria hasta después del fallo del Jurado, excepto para la aclaración de cuestiones relativas a estas bases o a la correcta recepción de los trabajos presentados a concurso. La resolución de todas las cuestiones que puedan surgir o plantearse sobre este certamen son de exclusiva competencia del editor de jsanchezmingo.blogspot.com, en calidad de convocante.

8.- La participación en este concurso supone el conocimiento y aceptación de las bases que lo regulan, así como el acatamiento de cuantas decisiones adopte el editor de jsanchezmingo.blogspot.com en lo relativo a su interpretación y aplicación.

Madrid, junio de 2019

Diario de Madrid, el blog de Julio Sánchez Mingo
jsanchezmingo.blogspot.com

21 junio 2019


Donde empieza la patria y ¿termina la esperanza?


Texto y fotos de Maricarmen Rizo



Era Héctor Barrios, un rostro que se desvaneció en la nada, una historia perdida entre millones, su nombre quedó grabado junto al de Alfredo Varón y de Juan José Mayor, muy cerquita de César López; más lejos está Tania, a secas sin apellido. Todos, a un costado de un enorme corazón rojo, pintado en el muro metálico, ese que está en el punto inicial del límite entre México y los Estados Unidos y el punto final para miles de vidas que ahí perecen en busca de otra vida, una mejor.

Nombres y más nombres, de origen latino casi todos, escritos en cada barrote que divide ambos países y por cada uno, tragedia y esperanza; cientos de lágrimas derramadas o tal vez ninguna; es el drama de la inmigración indocumentada que con la ilusión de una vida digna para ellos, y generalmente para los suyos, terminan en muertes dramáticas en el intento por cruzar.

Ahí, en Tijuana, Baja California, ciudad fronteriza con San Diego, California, está uno de los muros sobre los que tanto se ha escrito con fines políticos, electorales y humanitarios, pero que poco se sabe sobre los protagonistas; los dreamers o los nadie para un mundo inmisericorde y racista.

Es estremecedor estar frente a las kilométricas vallas, mientras por el cielo sobrevuelan helicópteros que vigilan la zona; cazadores a la carga listos para atrapar su presa, un ser humano: en algunas ocasiones familias enteras.

Con todo y el panorama del escalofriante muro, te topas también con el aliento al estilo mexicano, ese que da ánimo en cualquier circunstancia. Hasta arriba de los barrotes en láminas, casi carcomidas por el sol, puedes leer mensajes como: “Ningún obstáculo nos puede impedir alcanzar nuestros sueños”; “Somos mexicanos, somos imparables”, también puedes ver la huella millenial escrita con hashtag: “#MuroDeLaHermandad”, “#NoWalls”, entre otros.

Mientras de un lado observas el conmovedor muro de muerte, volteas al lado contrario y ves restaurantes llenos de vida, de música alegre que ofrecen, generalmente a los turistas, una vista privilegiada al mar y también al detestable e histórico muro. Así es la vida, cada quien que ponga su esfuerzo por derribar muros no sólo metálicos que dividen países, que, por cierto, generalmente cuanto más grande es el muro mayor es la esperanza, también muros de odio que polarizan sociedades.






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14 junio 2019


El lado roto de la vida

Obra ganadora del III Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid

Roberto Omar Román




Con hebras de sol la niña zurce sus muñecas

Cuando el tendero se enteró, no sé cómo, de que me andaba viendo con su hija a las seis de la tarde en la fuente, amenazó con echarnos, a mi hermana y a mí, del inquilinato.
Lucina está apaciguada, se la pasa a duerme que duerme una buena parte del día. Dice sentirse aburrida de asomarse y ver a los vecinos burlones espiándonos medio escondidos entre las cortinas de sus ventanas. No le hizo ningún enfado cuando ayer, a eso de las ocho de la noche, vino un hombre seco, un costal de huesos retacados en una piel amarillosa de tísico, de lentes de cristales tanto así de gruesos como lupas, según a entregar un mandato de desalojo: un papel tieso color nácar con sellos y firmas mal puestas. En esa especie de cartón viejo me dieron a conocer que debemos mudarnos. Traía una retahíla de acusaciones y delitos inventados en mi contra: robar las corolinas que adornan las farolas, caminar meando por las banquetas, tiznar con carbones las bancas del parque, apedrear gatos sin dueño, escupir en la mano pedinche de los limosneros ciegos… y, remarcado a tinta roja, entre signos de admiración y letras grandes: Besar a la hija del tendero, dando santo y seña del lugar, la hora, el día, el mes y el año.
El hombre leyó con un tonito aflautado pegando la cara a las letras como un párvulo tarado a ras de la tierra mirando una procesión de hormigas. En mi interior lo apodé El Topo para reírme de él y de las chuscas acusaciones.
Cosa rara, jamás hice, ni se me ocurrió por mal pensamiento, nada de lo que se me culpaba. Y según, la grave falta de besar a la hija del tendero fue la ojeriza que más bilis me hizo. Sólo habíamos platicado; ayer fue la tercera ocasión que lo hacíamos y ni siquiera le había rozado un dedo. Que a decir verdad sí había sentido ansía de besarla, pero pensé granjearme su confianza con unas cuantas citas más en la fuente.
Por último, El Topo leyó muy ceremonioso los renglones donde nos fijaban un plazo de tres días para que Lucina y yo nos fuéramos. De no hacerlo por nuestra propia voluntad mandarían a los agentes de la Guardia Moral para echarnos a zarandeadas y malas palabras como acostumbran hacer en estos casos.
¿Y a dónde nos vamos a ir, señor notario, si aquí todo tiene dueño y está ocupado –le dije con algo de carrilla–, dígame usted?
Se hizo el desentendido y siguió leyendo con la misma vocecita de pito de calabacero nombres de políticos y autoridades que firmaban el documento. Me miró con la sonsera de un mico ante un espejo y me preguntó si tenía alguna duda. Respondí no. Me alargó el papel y cuando se dio la vuelta remedé su pazguato andar de jirafa anciana.
Le mostré el aviso a Lucina sin mucho interés porque estaba seguro que ya había escuchado todo detrás de la puerta. Se sonrió al leer la parte del beso a la hija del tendero en la fuente. Volteó a verme interrogativa y yo meneé a no la cabeza. Después, noté la tristeza en sus ojos. En cinco días era su cumpleaños. Habíamos planeado comprar en la tienda panes de manteca y atole de chocolate champurrado para una merienda.
El tendero es hermano del dueño del inquilinato, y los dos son ´primos carnales de la jueza del distrito donde opera la Guardia Moral, y a su vez son sobrinos del carnicero y del sastre, padrinos de los hijos del marimbero, ahijados de la señora de las quesadillas, compadres del velador del almacén grande. Por eso no dudé en relacionar a El Topo como uno más de la misma camada. A saber, no hay modo de entrar en razones con esa gente, y en realidad a dónde se puede llegar con buenas palabras cuando los malos pasos de otros nos pisan los talones, nos tumban y de ribete nos apachurran.
Como lo malicié, a eso de la madrugada oí vocifero y traqueteo de metal y piedra en la calle, y al asomarme, apenas clareó, vi las pintas anaranjadas y rosa chillante en las paredes avisando del desalojo por cometer agravios en contra de las buenas costumbres, en cumplimiento del artículo tal, del código moral tal, asentado en la acta notarial tal…
Quince o veinte malacaras con boinas bermellón y mamemulos color alcachofa cocida se apoltronaron altivos y desafiantes, con tamaños garrotes. Ahí donde los perros de la calle gustan ir a hacer sus necesidades. Llevaron unos pivotes de los que usan los albañiles para apuntalar las construcciones, seguramente con la idea de empalizar las entradas y salidas de las bocacalles aledañas, y unas rocas tamaño calabaza de castilla que apilaron para parapetarse a vigilar que no saqueáramos el cuarto arrendado. Me reí de coraje, pero luego me callé cuando escuché los rezos queditos de Lucina, arrinconada en su cama.
Esa cuestión de la Guardia Moral es un asunto podrido, encaramado de hipocresía. Según están impuestos para vigilar las buenas maneras de las personas; cosa que por lo demás me parece bien, en tanto no se prohíba, platicar, reír o tocarse las manos en la fuente o en cualquier otro lugar porque si a esas nos vamos ateniendo, al rato ya uno no va a ser libre ni de aflojarse, o pararse a escuchar el canto de los jilgueros bajo un abedul.
A mi comprender, la verdadera intención de las autoridades y sus secuaces es aborrecernos porque ya tienen a un mejor postor a quien hospedar. Seguramente tienen pensado rentarle a unos de esos neurasténicos que deambulan casi en cueros a la hora de más calor, hablando solos, manoteando como loquitos y mirando con lujuria las sentaderas de las mujeres que caminan presurosas. A unos de esos malvivientes que no tiene cabida en ningún lugar porque nadie decente y de buen juicio acepta tan fácilmente. Lo único que tienen es dinero suficiente para poder pagar un alquiler caro, emborracharse y reunirse con los de su misma ralea a besarse y a tocarse a escondidas no solamente entre ellos sino también con animales. Por ese tipo de aprovechados quieren corrernos a la gacha, a nosotros que nunca nos metemos en vidas ajenas, ni salimos a pleitear de noche, ni andamos con el Jesús en la boca de recibir un daño.
Lucina es católica, asiste a misa los domingos, canta en el coro los días de fiesta y enseña los sábados el catecismo a los niños. Yo no hago nada de eso ni soy bueno como ella pero ando orondo y suave de pesares sin cuidarme de recibir malora, porque no me junto con nadie.
Conocí a la hija del tendero una tarde olorosa a fresa recién bañada de lluvia. Estaba muy solita parada en la esquina de la nevería saboreando una paleta de nanche, supuse, ansiando que alguien se acercara a hacerle plática. Merodeé a lo largo y ancho de la calle ideando la maña de acercarme. El pretexto fue dejar caer intencionalmente una moneda al pasar frente a ella: la intentó levantar y entonces aproveché la ocasión para decirle no te molestes, yo la alzo, pero le di tiempo de que la recogiera. Es tuya, le dije entonces sonriendo, lo que uno agarra tirado en la calle le pertenece, y tú la agarraste antes que yo. Le causó gracia mi ocurrencia y me dijo que mejor le invitara algo con esa moneda. En ese entendido nos fuimos caminando hasta llegar a la fuente, adonde vimos a un vendedor de algodones de azúcar de alegres colores. Ella pidió uno amarillo y yo un verde, platicamos un rato de lo bonito del arco iris y nos dimos cita para el día siguiente a las seis de la tarde en el mismo lugar. Llegamos puntuales, no sólo ésa, sino las dos veces más que nos vimos. Como a veces no sabíamos que decir nos poníamos a recordar nuestra plática del día anterior, pero siempre mencionábamos muy risueños el primer encuentro y la razón por la cual habíamos escogido el color de los algodones que comimos. Ella decía que le gustaba el amarillo porque le traía a la memoria el vestido que una vez llegó a la tienda de su padre, y que luego de mucho insistirle desnudó al maniquí del aparador para dárselo y que lo usara en los días grandes de la semana santa y fiestas de guardar. Yo, por decir algo, le inventé que verde era el color favorito de Dios. Buscamos al algodonero para volver a comprarle pero no apareció por ningún lado. A mí se me hace que este hombre también está encompadrado con la prole del tendero y le llevó razón de que me estaba besando con su hija en la fuente.
Lucina sabe de cuestiones del cielo y del infierno; yo no sé de esos intrinques, tengo miedo de preguntarle si es malo besar a una muchacha en la fuente, esa pregunta me anda zumbando en la cabeza junto con la preocupación de la merienda de cumpleaños que teníamos planeada para festejarla en cinco días. Iban a venir de invitados sus criaturas inmaculadas, como ella llama a los niños de la doctrina, y el padre José Juan. Todos la quieren mucho por ser mujer de buen sentir. Ella si se irá al cielo, no lo dudo. En cuanto a mí, ahora que ya nos pidieron el cuarto, estoy decidido, por puro despecho, a besar a la hija del tendero a la ventaja, sin darle tiempo a parpadear, hoy a las seis de la tarde en la fuente.
No tengo más que perder, ni a donde ir. Lucina es lista, ya al vernos a la intemperie cogeremos rumbo y llegaremos a donde sea bueno llegar. Ella piensa bien, por eso tengo intención, mientras vamos andando, buscar ocasión de confesarle que besé a la hija del tendero a la brava, que le puse el mal nombre del Topo al señor notario y remedé con tirria su andar. Se lo diré porque mi hermana sabe diferenciar los enredos buenos de los malos. Ella si sabe de esos lados rotos de la vida, esos hoyos, por los cuales uno puede asomarse, según menciona su catecismo, que a veces hojeo a solas, y me hacen sudar las manos de miedo con sus estampas de encuerados chamuscándose en largas lenguas de lumbre, atormentados por demonios maledicentes con colas de víbora, mientras en lo alto los ángeles caras de niña bonita revolotean a su antojo adorando a Dios con reverencias y cantos.
En cuanto encontremos otro inquilinato buscaré a un vendedor de algodones y me comeré uno color amarillo para saborear por doble el gusto del beso y el recuerdo de la hija del tendero con su vestido de gala. Aunque, a decir verdad, no estoy ya muy confiado en contarle mis cosas a Lucina, porque a veces, a hurtadillas me he dado cuenta de los ojitos de borrega que pone y de sus cachetes colorados cuando platica con el padre José Juan en la capilla. La otra vez, dormida, bien que la oí mentar el nombre del padrecito mientras se remolineaba como lombriz de lodo, apretujando las manos entre las piernas.
Yo quisiera saber, nomás de curioso, de qué lado roto mira mi hermana la vida cuando sueña.



El lado roto de la vida, de Roberto Omar Román, gana el III Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid

El lado roto de la vida, relato de Roberto Omar Román, de Toluca (México),ha resultado ganador del III Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid, recompensado con una pintura del artista Gonzalo Silván Lago, aquí reproducida, y con la publicación de su trabajo en este blog.

Enhorabuena al autor, también extensiva  a los otros siete finalistas, que son, por orden alfabético:
- Donde empieza la patria, de Maricarmen Rizo, de Ciudad de México
- El mal paso, de Antonio Pablo Bueno Velilla, de Gallur (Zaragoza) 
- La alacena, de Jesús Ramos Alonso, de Madrid
- Máquina del tiempo, de Carmen Picazo Hernández, de Madrid
- Negocios, de Luis de Blas Muela, de San Fernando de Henares (Madrid)
- Tepito existe porque reziste, de María Yañez, de Ciudad de México
- Turismo natural, de José Luis Chaparro González, de Salvatierra de los Barros (Badajoz)

Muchas gracias al resto de los concursantes por su participación.
A esta III edición del premio se han presentado un total de treinta y ocho escritos. 

El jurado del concurso ha estado formado por:
- Teresa Albert Fernández, geógrafa, del Instituto Geográfico Nacional
- Luis Flores Flores Fuentes, pintor
- Carmen García Delgado, médico internista
- Alicia García Medina, bibliotecaria, de la Biblioteca Nacional de España
- Carola Moreno Torres, editora, de Ediciones Barataria
- César Rodríguez González, ingeniero industrial
- Gonzalo Silván Lago, pintor y profesor
- Asunción Zuza Lanz, profesora de Lengua francesa
a quienes se agradece vivamente la difícil y encomiable labor realizada.  






17 mayo 2019


Elogio de las lentejas
Con la receta de un plato sencillo y sublime

Julio Sánchez Mingo



Todas las semanas, mi madre, indefectiblemente, ponía lentejas para comer. Ya fuera invierno o verano, unas lentejitas estofadas siempre caían.
Yo las odiaba e, infaliblemente, siempre protestaba. Fue un toma y daca que duró muchos años.
Imagen inolvidable es la de los niños sentados en la mesa de la cocina separando las lentejas de inoportunas y peligrosas chinitas, con un ágil movimiento de sus deditos.
Sin embargo, con el tiempo, me he aficionado a estas legumbres tan sanas y nutritivas y procuro cocinarlas con asiduidad.
Son económicas y muy asequibles en cualquier estación y lugar, ricas en proteínas vegetales y minerales y destacan sus propiedades antioxidantes. Aportan hidratos de carbono, amén de zinc, hierro —“Hijo, cómetelas, que tienen mucho hierro y te pondrás muy fuerte”—, magnesio, sodio, potasio, selenio, calcio y vitaminas, especialmente las del complejo B B2, B3, B6 y B9 (el antioxidante ácido fólico)—, además de vitamina A y vitamina E. Son fuente de fósforo y manganeso y por su contenido en fibra favorecen el tránsito intestinal y evitan el estreñimiento.
Son saciantes, lo que nos ayuda a no comer en demasía. Nadie toma un chuletón tras un plato de lentejas.
Seguramente sus características antioxidantes justifican la longevidad en muchos pueblos de Castilla, donde su ingesta es frecuente.
Son fáciles de preparar y, recalentadas, están buenísimas de un día para otro, siendo un plato habitual en las tarteras y omnipresente en los microondas de las oficinas.
¿Quién da más?


Receta de lentejas estofadas viudas, según María Luisina

Ingredientes (Para dos personas). Dosis en medidas madrileñas.

Lentejas pardinas: un vaso de chato de vino
Agua: Siete vasos de chato de vino
Una cebolla generosa
Dos dientes de ajo
Dos hojas de laurel
Una zanahoria
Una patata mediana
Un chorro de aceite de oliva virgen extra
Una punta de cuchillo de cocina de pimentón agridulce de la Vera
Una pizca de sal
Una punta de cuchillo de cocina de harina (opcional)

Modus operandi:

- La noche anterior, se ponen las lentejas en remojo en abundante agua fría, más por tradición que por necesidad.
- La cebolla picada se sofríe en una sartén con aceite. Cuando está dorada se añade el pimentón para que coja todo ello un color rojizo. Se aparta enseguida del fuego para evitar que se queme y amargue.
- En una cacerola se pone el agua, con las lentejas, previamente bien escurridas, la zanahoria troceada, la patata dividida en cuatro, el laurel, el ajo y la sal, y se tiene en el fuego hasta que rompe a hervir. Con la tapa puesta, se mantiene cociendo a fuego lento durante 40 minutos, 15 minutos en olla a presión.
- Se echa el sofrito de la cebolla en la cacerola y se deja de dos a tres minutos más, a fuego lento.
- Dependiendo de la calidad de la patata, el estofado habrá quedado más o menos líquido. Si las lentejas nos gustan espesotas se añade la harina al sofrito de la cebolla en el momento de verterlo sobre el guiso.
- Los finolis retiran los dientes de ajo y las hojas de laurel antes de servir en la mesa. El ajo guisado untado en pan es un manjar exquisito.

¡Qué aproveche!

10 mayo 2019


Las cinco
Arturo Martínez González

J. S. M.

Vietnam, muy dañado después de ganar tres guerras en venticuatro años, empezaba a recuperarse económicamente. Los distintos organismos de la administración, únicos autorizados a poseer empresas grandes o medianas, buscaban desesperadamente cualquier fuente de divisas. Así, casi todos los hoteles autorizados a alojar a extranjeros estaban en manos de diferentes ministerios.
Cuando me bajé del tren en Da Nang, me encontré con que mi reserva en un hotel de más categoría había sido cancelada para alojar a los asistentes a un congreso provincial del Partido Comunista. Por eso acepté la propuesta de mi conductor de rickshaw, que me llevó pedaleando con mucho esfuerzo hasta el cuartel general de la XV División Motorizada. Los militares no querían ser menos, y aprovechando la antigua residencia de oficiales habían montado un hotel, bastante espartano, pero de precio asequible.
Después de pasar un control militar a la entrada del recinto, y de cederle el paso a una columna de soldados que corrían cargados con armas y mochilas, llegamos al edificio del hotel, en lo alto de un promontorio, sobre una playa absolutamente vacía. La recepción ocupaba una esquina de un salón amplio y oscuro, que servía de comedor, bar y sala de billares. Unos cuantos oficiales holgazaneaban en los sillones cercanos a la barra mientras bebían la única cerveza del país, la suave 333. Una docena de chicas jóvenes, que supuse serían las camareras, se alineaban contra la pared del fondo, uniformadas con elegantes Áo dài blancos y azules.
El recepcionista, con el que a duras penas pude entenderme en inglés, me acompañó a mi habitación, ubicada en el primer piso. Era un tanto cuartelera, como es lógico. La amueblaban dos camas estrechas, con colchonetas bastante finas y sábanas remendadas pero limpias, dos sillas y una mesita de bambú para dejar el equipaje. Del techo colgaba un ventilador, que removía cansino el aire caliente.
El cuarto de baño demostraba que los vietnamitas serían excelentes militares pero muy malos fontaneros. La ducha, sin cortinas, goteaba; el grifo rojo estaba situado a la derecha del lavabo y el azul a la izquierda, aunque luego descubrí que los dos suministraban agua a la misma temperatura: algo más fresca por la mañana temprano, caldosa a partir del mediodía. El lavabo desaguaba directamente al suelo del cuarto de baño, por donde el agua corría libre hasta un sumidero.
Me di una ducha rápida para quitarme la suciedad de toda la noche en el tren, me cambié de ropa, lavé y puse a secar la que llevaba puesta hasta entonces, y salí a hacer un recorrido por la ciudad.
Volví al hotel a poco de anochecer, porque al día siguiente quería coger el expreso de la Unificación, que unía Ciudad Ho Chi Minh con Hanoi y paraba en Da Nang a las seis de la mañana. Como los relojes de entonces no tenían alarma, los teléfonos móviles no existían y mi escueto equipaje no incluía un despertador, me dirigí al recepcionista para pedirle que me despertara a las cinco de la mañana.
Por desgracia, el que me había atendido por la mañana ya no estaba, y el del turno de noche era muy amable y sonriente, pero no hablaba ni una sola palabra de inglés. Bueno, una sí, que usaba continuamente: OK.
Después de varios intentos de hablarle muy despacio y muy clarito, obteniendo siempre la única respuesta que sabía darme, decidí pasar a los gestos. Así, le enseñé la llave de la habitación, luego le mostré mi reloj, levanté uno por uno los cinco dedos de la mano izquierda, simulé golpear con los nudillos en una puerta, e imité el ruido:
Five o’clock, toc toc toc…
El recepcionista me miró con extrañeza, repitiendo mi gesto hasta levantar los cinco dedos. Como era inútil intentar explicarle lo del tren a Hanoi, sonreí e insistí en repetir mi pantomima, paso por paso. Al tercer intento, el soldado sonrió todavía más ampliamente, repitió mis gestos uno por uno, y me indicó que esperara. Habló unos momentos por teléfono, y en un par de minutos se presentó un sargento.
Five?— me preguntó.
Yes, five— insistí yo.
Me miró con cara de asombro, pero terminó asintiendo y confirmando:
OK, five.
Me quedé tranquilo, seguro de que a la madrugada siguiente me despertarían a tiempo de coger el tren, y subí a mi habitación. Estaba todavía en la ducha cuando oí golpear en la puerta. Me envolví en una toalla, y salí a abrir goteando por toda la habitación.
Cuando abrí la puerta, me encontré al sargento con una enorme sonrisa.
Five— me dijo, echándose a un lado y dejando a pasar a varias de las chicas que yo había tomado por camareras del restaurante.
Allí estaban. Five. Las cinco.

03 mayo 2019


Las edades de la inocencia


Jesús Ramos Alonso


Trescientas pesetas



Corrían los cincuenta, tendría yo seis o siete años y ya iba solo al colegio, a cinco minutos de mi casa. Por el pavés de las calzadas apenas circulaba algún cuatro-cuatro, amén de taxis, autobuses y, por supuesto, tranvías. Faltaba más de un lustro para la aparición del Seiscientos.
Hoy, en Madrid, ya no quedan tranvías, ni cuatro-cuatro, ni pavés. La zapatería El Talgo, en la calle Sainz de Baranda, junto a la que ocurrió lo que voy a contarles, ha desaparecido, lo mismo que el cine de sesión continua que estaba enfrente y compartía nombre con la calle. Siempre que paso por allí recuerdo con nostalgia ese paisaje que acompañó mi niñez y del que apenas queda nada, igual que añoro la inocencia de entonces de la que, aquel día, perdí un poquito junto con trescientas pesetas.
Era por la mañana y yo caminaba por la acera de los impares. Debía ir con la mirada baja y, al pasar junto a la zapatería, vi unos billetes en el suelo. Eran tres, de cien pesetas cada uno. Me acuerdo de su delicioso color marrón y de la gitana de Romero de Torres estampada en el reverso. Yo nunca había poseído uno de esos billetes, a lo más que alcanzaban mis finanzas era a juntar tres o cuatro duros el día de mi cumpleaños. Para los más jóvenes, un duro igual a cinco pesetas. Supongo que iría distraído, quizá pensando en los deberes que no habría hecho, el caso es que, solo al ir a guardarme los billetes en el bolsillo, me di cuenta de que dos señoras que estaban cerca me miraban. No decían nada, solo me miraban. Yo me quedé pensativo, supongo que con cara de pasmarote; con esas trescientas pesetas podría haber ido al cine todos los jueves por la tarde, que no había colegio, durante más de dos años. No sé si por aquel entonces hice ese cálculo mental, lo que si debí pensar es que era una cantidad exorbitante de dinero. Quizá por eso, porque no me parecía posible que fuera mío, pregunté: «¿Se les han caído?».
Las trescientas pesetas desaparecieron para siempre, y yo, para pagar la entrada del cine, tuve que vender, al peso, los periódicos de la semana en la chamarilería cercana que, por supuesto, también ha desaparecido.

Antigua zapatería El Talgo, ahora un bar de copas y tapas. J. S. M.


Julio Sánchez Mingo


En el coche

Un domingo por la mañana, Eduardo había ido al zoológico de la Casa de Campo con sus dos hijas pequeñas.
A la vuelta, cerca del lago, unos travestis, ataviados con ropa un tanto llamativa lentejuelas, escotes vertiginosos, minifaldas, pantaloncitos cortos, sandalias de tacón, calzado de plataforma―, ofrecían sus servicios.
Al verlos, María comentó: ―Papá, debe haber una boda. Mira qué elegantes van esas señoras.


En el ascensor

Quique, amigo y compañero de universidad, se acababa de casar. Se había instalado con su flamante mujercita en un pequeño apartamento, en una torre situada en AZCA, en la esquina de General Perón con Orense, uno de esos edificios con infinitas y minúsculas viviendas por planta ―de largos pasillos e incontables puertas, donde nunca se coincide ni se conoce a los vecinos―, ocupadas por gente de paso, inquilinos provisionales, algún estudiante pudiente, picaderos y, en gran parte, señoras que ofrecían sus servicios.

A la vuelta del viaje de novios, me invitaron a cenar en su recién estrenado hogar. En la calle hacía un frío pelón, ya se sabe lo que puede ser el invierno madrileño. Al coger el ascensor coincidí con una señora mayor, una venerable anciana muy risueña, y dos sonrientes chicas ataviadas con vaporosos vestidos de fiesta ―menuda fiesta las esperaba― y calzadas con sandalias de tacón, sin medias, que dejaban sus pies completamente al aire. Al entrar en la cabina, la abuelita las miró de arriba abajo y añadió, inocentemente: ―Pero hijas, ¿no tenéis frío en los deditos?