El
lado roto de la vida
Obra
ganadora del III Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid
Con
hebras de sol la niña zurce sus muñecas
Cuando el tendero se enteró, no sé cómo, de que me andaba viendo con su hija a las seis de la tarde en la fuente, amenazó con echarnos, a mi hermana y a mí, del inquilinato.
Lucina
está apaciguada, se la pasa a duerme que duerme una buena parte del
día. Dice sentirse aburrida de asomarse y ver a los vecinos burlones
espiándonos medio escondidos entre las cortinas de sus ventanas. No
le hizo ningún enfado cuando ayer, a eso de las ocho de la noche,
vino un hombre seco, un costal de huesos retacados en una piel
amarillosa de tísico, de lentes de cristales tanto así de gruesos
como lupas, según a entregar un mandato de desalojo: un papel tieso
color nácar con sellos y firmas mal puestas. En esa especie de
cartón viejo me dieron a conocer que debemos mudarnos. Traía una
retahíla de acusaciones y delitos inventados en mi contra: robar las
corolinas que adornan las farolas, caminar meando por las banquetas,
tiznar con carbones las bancas del parque, apedrear gatos sin dueño,
escupir en la mano pedinche de los limosneros ciegos… y, remarcado
a tinta roja, entre signos de admiración y letras grandes: Besar a
la hija del tendero, dando santo y seña del lugar, la hora, el día,
el mes y el año.
El
hombre leyó con un tonito aflautado pegando la cara a las letras
como un párvulo tarado a ras de la tierra mirando una procesión de
hormigas. En mi interior lo apodé El Topo para reírme de él y de
las chuscas acusaciones.
Cosa
rara, jamás hice, ni se me ocurrió por mal pensamiento, nada de lo
que se me culpaba. Y según, la grave falta de besar a la hija del
tendero fue la ojeriza que más bilis me hizo. Sólo habíamos
platicado; ayer fue la tercera ocasión que lo hacíamos y ni siquiera
le había rozado un dedo. Que a decir verdad sí había sentido ansía
de besarla, pero pensé granjearme su confianza con unas cuantas
citas más en la fuente.
Por
último, El Topo leyó muy ceremonioso los renglones donde nos
fijaban un plazo de tres días para que Lucina y yo nos fuéramos. De
no hacerlo por nuestra propia voluntad mandarían a los agentes de la
Guardia Moral para echarnos a zarandeadas y malas palabras como
acostumbran hacer en estos casos.
–¿Y
a dónde nos vamos a ir, señor notario, si aquí todo tiene dueño y
está ocupado –le dije con algo de carrilla–, dígame usted?
Se
hizo el desentendido y siguió leyendo con la misma vocecita de pito
de calabacero nombres de políticos y autoridades que firmaban el
documento. Me miró con la sonsera de un mico ante un espejo y me
preguntó si tenía alguna duda. Respondí no. Me alargó el papel y
cuando se dio la vuelta remedé su pazguato andar de jirafa anciana.
Le
mostré el aviso a Lucina sin mucho interés porque estaba seguro que
ya había escuchado todo detrás de la puerta. Se sonrió al leer la
parte del beso a la hija del tendero en la fuente. Volteó a verme
interrogativa y yo meneé a no la cabeza. Después, noté la tristeza
en sus ojos. En cinco días era su cumpleaños. Habíamos planeado
comprar en la tienda panes de manteca y atole de chocolate
champurrado para una merienda.
El
tendero es hermano del dueño del inquilinato, y los dos son ´primos
carnales de la jueza del distrito donde opera la Guardia Moral, y a
su vez son sobrinos del carnicero y del sastre, padrinos de los hijos
del marimbero, ahijados de la señora de las quesadillas, compadres
del velador del almacén grande. Por eso no dudé en relacionar a El
Topo como uno más de la misma camada. A saber, no hay modo de entrar
en razones con esa gente, y en realidad a dónde se puede llegar con
buenas palabras cuando los malos pasos de otros nos pisan los
talones, nos tumban y de ribete nos apachurran.
Como
lo malicié, a eso de la madrugada oí vocifero y traqueteo de metal
y piedra en la calle, y al asomarme, apenas clareó, vi las pintas
anaranjadas y rosa chillante en las paredes avisando del desalojo por
cometer agravios en contra de las buenas costumbres, en cumplimiento
del artículo tal, del código moral tal, asentado en la acta
notarial tal…
Quince
o veinte malacaras con boinas bermellón y mamemulos color alcachofa
cocida se apoltronaron altivos y desafiantes, con tamaños garrotes.
Ahí donde los perros de la calle gustan ir a hacer sus necesidades.
Llevaron unos pivotes de los que usan los albañiles para apuntalar
las construcciones, seguramente con la idea de empalizar las entradas
y salidas de las bocacalles aledañas, y unas rocas tamaño calabaza
de castilla que apilaron para parapetarse a vigilar que no
saqueáramos el cuarto arrendado. Me reí de coraje, pero luego me
callé cuando escuché los rezos queditos de Lucina, arrinconada en
su cama.
Esa
cuestión de la Guardia Moral es un asunto podrido, encaramado de
hipocresía. Según están impuestos para vigilar las buenas maneras
de las personas; cosa que por lo demás me parece bien, en tanto no
se prohíba, platicar, reír o tocarse las manos en la fuente o en
cualquier otro lugar porque si a esas nos vamos ateniendo, al rato ya
uno no va a ser libre ni de aflojarse, o pararse a escuchar el canto
de los jilgueros bajo un abedul.
A
mi comprender, la verdadera intención de las autoridades y sus
secuaces es aborrecernos porque ya tienen a un mejor postor a quien
hospedar. Seguramente tienen pensado rentarle a unos de esos
neurasténicos que deambulan casi en cueros a la hora de más calor,
hablando solos, manoteando como loquitos y mirando con lujuria las
sentaderas de las mujeres que caminan presurosas. A unos de esos
malvivientes que no tiene cabida en ningún lugar porque nadie
decente y de buen juicio acepta tan fácilmente. Lo único que tienen
es dinero suficiente para poder pagar un alquiler caro, emborracharse
y reunirse con los de su misma ralea a besarse y a tocarse a
escondidas no solamente entre ellos sino también con animales. Por
ese tipo de aprovechados quieren corrernos a la gacha, a nosotros que
nunca nos metemos en vidas ajenas, ni salimos a pleitear de noche, ni
andamos con el Jesús en la boca de
recibir un daño.
Lucina
es católica, asiste a misa los domingos, canta en el coro los días
de fiesta y enseña los sábados el catecismo a los niños. Yo no
hago nada de eso ni soy bueno como ella pero ando orondo y suave de
pesares sin cuidarme de recibir malora, porque no me junto con nadie.
Conocí
a la hija del tendero una tarde olorosa a fresa recién bañada de
lluvia. Estaba muy solita parada en la esquina de la nevería
saboreando una paleta de nanche, supuse, ansiando que alguien se
acercara a hacerle plática. Merodeé a lo largo y ancho de la calle
ideando la maña de acercarme. El pretexto fue dejar caer
intencionalmente una moneda al pasar frente a ella: la intentó
levantar y entonces aproveché la ocasión para decirle no te
molestes, yo la alzo, pero le di tiempo de que la recogiera. Es tuya,
le dije entonces sonriendo, lo que uno agarra tirado en la calle le
pertenece, y tú la agarraste antes que yo. Le causó gracia mi
ocurrencia y me dijo que mejor le invitara algo con esa moneda. En
ese entendido nos fuimos caminando hasta llegar a la fuente, adonde
vimos a un vendedor de algodones de azúcar de alegres colores. Ella
pidió uno amarillo y yo un verde, platicamos un rato de lo bonito
del arco iris y nos dimos cita para el día siguiente a las seis de
la tarde en el mismo lugar. Llegamos puntuales, no sólo ésa, sino
las dos veces más que nos vimos. Como a veces no sabíamos que decir
nos poníamos a recordar nuestra plática del día anterior, pero
siempre mencionábamos muy risueños el primer encuentro y la razón
por la cual habíamos escogido el color de los algodones que comimos.
Ella decía que le gustaba el amarillo porque le traía a la memoria
el vestido que una vez llegó a la tienda de su padre, y que luego de
mucho insistirle desnudó al maniquí
del aparador para dárselo y que lo usara en los días grandes de la
semana santa y fiestas de guardar. Yo, por decir algo, le inventé
que verde era el color favorito de Dios. Buscamos al algodonero para
volver a comprarle pero no apareció por ningún lado. A mí se me
hace que este hombre también está encompadrado con la prole del
tendero y le llevó razón de que me estaba besando con su hija en la
fuente.
Lucina
sabe de cuestiones del cielo y del infierno; yo no sé de esos
intrinques, tengo miedo de preguntarle si es malo besar a una
muchacha en la fuente, esa pregunta me anda zumbando en la cabeza
junto con la preocupación de la merienda de cumpleaños que teníamos
planeada para festejarla en cinco días. Iban a venir de invitados
sus criaturas inmaculadas, como ella llama a los niños de la
doctrina, y el padre José Juan. Todos la quieren mucho por ser mujer
de buen sentir. Ella si se irá al cielo, no lo dudo. En cuanto a mí,
ahora que ya nos pidieron el cuarto, estoy decidido, por puro
despecho, a besar a la hija del tendero a la ventaja, sin darle
tiempo a parpadear, hoy a las seis de la tarde en la fuente.
No
tengo más que perder, ni a donde ir. Lucina es lista, ya al vernos a
la intemperie cogeremos rumbo y llegaremos a donde sea bueno llegar.
Ella piensa bien, por eso tengo intención, mientras vamos andando,
buscar ocasión de confesarle que besé a la hija del tendero a la
brava, que le puse el mal nombre del Topo al señor notario y remedé
con tirria su andar. Se lo diré porque mi hermana sabe diferenciar
los enredos buenos de los malos. Ella si sabe de esos lados rotos de
la vida, esos hoyos, por los cuales uno puede asomarse, según
menciona su catecismo, que a veces hojeo a solas, y me hacen sudar
las manos de miedo con sus estampas de encuerados chamuscándose en
largas lenguas de lumbre, atormentados por demonios maledicentes con
colas de víbora, mientras en lo alto los ángeles caras de niña
bonita revolotean a su antojo adorando a Dios con reverencias y
cantos.
En cuanto encontremos otro inquilinato buscaré a un vendedor de algodones y me comeré uno color amarillo para saborear por doble el gusto del beso y el recuerdo de la hija del tendero con su vestido de gala. Aunque, a decir verdad, no estoy ya muy confiado en contarle mis cosas a Lucina, porque a veces, a hurtadillas me he dado cuenta de los ojitos de borrega que pone y de sus cachetes colorados cuando platica con el padre José Juan en la capilla. La otra vez, dormida, bien que la oí mentar el nombre del padrecito mientras se remolineaba como lombriz de lodo, apretujando las manos entre las piernas.
En cuanto encontremos otro inquilinato buscaré a un vendedor de algodones y me comeré uno color amarillo para saborear por doble el gusto del beso y el recuerdo de la hija del tendero con su vestido de gala. Aunque, a decir verdad, no estoy ya muy confiado en contarle mis cosas a Lucina, porque a veces, a hurtadillas me he dado cuenta de los ojitos de borrega que pone y de sus cachetes colorados cuando platica con el padre José Juan en la capilla. La otra vez, dormida, bien que la oí mentar el nombre del padrecito mientras se remolineaba como lombriz de lodo, apretujando las manos entre las piernas.
Yo
quisiera saber, nomás de curioso, de qué lado roto mira mi hermana
la vida cuando sueña.
Un buen relato. Muchas felicidades para el autor y para Julio como impulsor del premio y editor...
ResponderEliminarMuchísimas felicidades al autor y para ti, Julio, por fomentar la escritura y la lectura. Enhorabuena!!!
ResponderEliminarUn magnífico relato. Como participante considero un honor haber competido con un texto de tanta calidad. ¡Enhorabuena!
ResponderEliminar¡Muy buen cuento, Roberto Román!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu relato, lo he leído varias veces y cada una de ellas he disfrutado con la lectura de lo que nos muestras con tanta belleza.
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