14 junio 2019


El lado roto de la vida

Obra ganadora del III Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid

Roberto Omar Román




Con hebras de sol la niña zurce sus muñecas

Cuando el tendero se enteró, no sé cómo, de que me andaba viendo con su hija a las seis de la tarde en la fuente, amenazó con echarnos, a mi hermana y a mí, del inquilinato.
Lucina está apaciguada, se la pasa a duerme que duerme una buena parte del día. Dice sentirse aburrida de asomarse y ver a los vecinos burlones espiándonos medio escondidos entre las cortinas de sus ventanas. No le hizo ningún enfado cuando ayer, a eso de las ocho de la noche, vino un hombre seco, un costal de huesos retacados en una piel amarillosa de tísico, de lentes de cristales tanto así de gruesos como lupas, según a entregar un mandato de desalojo: un papel tieso color nácar con sellos y firmas mal puestas. En esa especie de cartón viejo me dieron a conocer que debemos mudarnos. Traía una retahíla de acusaciones y delitos inventados en mi contra: robar las corolinas que adornan las farolas, caminar meando por las banquetas, tiznar con carbones las bancas del parque, apedrear gatos sin dueño, escupir en la mano pedinche de los limosneros ciegos… y, remarcado a tinta roja, entre signos de admiración y letras grandes: Besar a la hija del tendero, dando santo y seña del lugar, la hora, el día, el mes y el año.
El hombre leyó con un tonito aflautado pegando la cara a las letras como un párvulo tarado a ras de la tierra mirando una procesión de hormigas. En mi interior lo apodé El Topo para reírme de él y de las chuscas acusaciones.
Cosa rara, jamás hice, ni se me ocurrió por mal pensamiento, nada de lo que se me culpaba. Y según, la grave falta de besar a la hija del tendero fue la ojeriza que más bilis me hizo. Sólo habíamos platicado; ayer fue la tercera ocasión que lo hacíamos y ni siquiera le había rozado un dedo. Que a decir verdad sí había sentido ansía de besarla, pero pensé granjearme su confianza con unas cuantas citas más en la fuente.
Por último, El Topo leyó muy ceremonioso los renglones donde nos fijaban un plazo de tres días para que Lucina y yo nos fuéramos. De no hacerlo por nuestra propia voluntad mandarían a los agentes de la Guardia Moral para echarnos a zarandeadas y malas palabras como acostumbran hacer en estos casos.
¿Y a dónde nos vamos a ir, señor notario, si aquí todo tiene dueño y está ocupado –le dije con algo de carrilla–, dígame usted?
Se hizo el desentendido y siguió leyendo con la misma vocecita de pito de calabacero nombres de políticos y autoridades que firmaban el documento. Me miró con la sonsera de un mico ante un espejo y me preguntó si tenía alguna duda. Respondí no. Me alargó el papel y cuando se dio la vuelta remedé su pazguato andar de jirafa anciana.
Le mostré el aviso a Lucina sin mucho interés porque estaba seguro que ya había escuchado todo detrás de la puerta. Se sonrió al leer la parte del beso a la hija del tendero en la fuente. Volteó a verme interrogativa y yo meneé a no la cabeza. Después, noté la tristeza en sus ojos. En cinco días era su cumpleaños. Habíamos planeado comprar en la tienda panes de manteca y atole de chocolate champurrado para una merienda.
El tendero es hermano del dueño del inquilinato, y los dos son ´primos carnales de la jueza del distrito donde opera la Guardia Moral, y a su vez son sobrinos del carnicero y del sastre, padrinos de los hijos del marimbero, ahijados de la señora de las quesadillas, compadres del velador del almacén grande. Por eso no dudé en relacionar a El Topo como uno más de la misma camada. A saber, no hay modo de entrar en razones con esa gente, y en realidad a dónde se puede llegar con buenas palabras cuando los malos pasos de otros nos pisan los talones, nos tumban y de ribete nos apachurran.
Como lo malicié, a eso de la madrugada oí vocifero y traqueteo de metal y piedra en la calle, y al asomarme, apenas clareó, vi las pintas anaranjadas y rosa chillante en las paredes avisando del desalojo por cometer agravios en contra de las buenas costumbres, en cumplimiento del artículo tal, del código moral tal, asentado en la acta notarial tal…
Quince o veinte malacaras con boinas bermellón y mamemulos color alcachofa cocida se apoltronaron altivos y desafiantes, con tamaños garrotes. Ahí donde los perros de la calle gustan ir a hacer sus necesidades. Llevaron unos pivotes de los que usan los albañiles para apuntalar las construcciones, seguramente con la idea de empalizar las entradas y salidas de las bocacalles aledañas, y unas rocas tamaño calabaza de castilla que apilaron para parapetarse a vigilar que no saqueáramos el cuarto arrendado. Me reí de coraje, pero luego me callé cuando escuché los rezos queditos de Lucina, arrinconada en su cama.
Esa cuestión de la Guardia Moral es un asunto podrido, encaramado de hipocresía. Según están impuestos para vigilar las buenas maneras de las personas; cosa que por lo demás me parece bien, en tanto no se prohíba, platicar, reír o tocarse las manos en la fuente o en cualquier otro lugar porque si a esas nos vamos ateniendo, al rato ya uno no va a ser libre ni de aflojarse, o pararse a escuchar el canto de los jilgueros bajo un abedul.
A mi comprender, la verdadera intención de las autoridades y sus secuaces es aborrecernos porque ya tienen a un mejor postor a quien hospedar. Seguramente tienen pensado rentarle a unos de esos neurasténicos que deambulan casi en cueros a la hora de más calor, hablando solos, manoteando como loquitos y mirando con lujuria las sentaderas de las mujeres que caminan presurosas. A unos de esos malvivientes que no tiene cabida en ningún lugar porque nadie decente y de buen juicio acepta tan fácilmente. Lo único que tienen es dinero suficiente para poder pagar un alquiler caro, emborracharse y reunirse con los de su misma ralea a besarse y a tocarse a escondidas no solamente entre ellos sino también con animales. Por ese tipo de aprovechados quieren corrernos a la gacha, a nosotros que nunca nos metemos en vidas ajenas, ni salimos a pleitear de noche, ni andamos con el Jesús en la boca de recibir un daño.
Lucina es católica, asiste a misa los domingos, canta en el coro los días de fiesta y enseña los sábados el catecismo a los niños. Yo no hago nada de eso ni soy bueno como ella pero ando orondo y suave de pesares sin cuidarme de recibir malora, porque no me junto con nadie.
Conocí a la hija del tendero una tarde olorosa a fresa recién bañada de lluvia. Estaba muy solita parada en la esquina de la nevería saboreando una paleta de nanche, supuse, ansiando que alguien se acercara a hacerle plática. Merodeé a lo largo y ancho de la calle ideando la maña de acercarme. El pretexto fue dejar caer intencionalmente una moneda al pasar frente a ella: la intentó levantar y entonces aproveché la ocasión para decirle no te molestes, yo la alzo, pero le di tiempo de que la recogiera. Es tuya, le dije entonces sonriendo, lo que uno agarra tirado en la calle le pertenece, y tú la agarraste antes que yo. Le causó gracia mi ocurrencia y me dijo que mejor le invitara algo con esa moneda. En ese entendido nos fuimos caminando hasta llegar a la fuente, adonde vimos a un vendedor de algodones de azúcar de alegres colores. Ella pidió uno amarillo y yo un verde, platicamos un rato de lo bonito del arco iris y nos dimos cita para el día siguiente a las seis de la tarde en el mismo lugar. Llegamos puntuales, no sólo ésa, sino las dos veces más que nos vimos. Como a veces no sabíamos que decir nos poníamos a recordar nuestra plática del día anterior, pero siempre mencionábamos muy risueños el primer encuentro y la razón por la cual habíamos escogido el color de los algodones que comimos. Ella decía que le gustaba el amarillo porque le traía a la memoria el vestido que una vez llegó a la tienda de su padre, y que luego de mucho insistirle desnudó al maniquí del aparador para dárselo y que lo usara en los días grandes de la semana santa y fiestas de guardar. Yo, por decir algo, le inventé que verde era el color favorito de Dios. Buscamos al algodonero para volver a comprarle pero no apareció por ningún lado. A mí se me hace que este hombre también está encompadrado con la prole del tendero y le llevó razón de que me estaba besando con su hija en la fuente.
Lucina sabe de cuestiones del cielo y del infierno; yo no sé de esos intrinques, tengo miedo de preguntarle si es malo besar a una muchacha en la fuente, esa pregunta me anda zumbando en la cabeza junto con la preocupación de la merienda de cumpleaños que teníamos planeada para festejarla en cinco días. Iban a venir de invitados sus criaturas inmaculadas, como ella llama a los niños de la doctrina, y el padre José Juan. Todos la quieren mucho por ser mujer de buen sentir. Ella si se irá al cielo, no lo dudo. En cuanto a mí, ahora que ya nos pidieron el cuarto, estoy decidido, por puro despecho, a besar a la hija del tendero a la ventaja, sin darle tiempo a parpadear, hoy a las seis de la tarde en la fuente.
No tengo más que perder, ni a donde ir. Lucina es lista, ya al vernos a la intemperie cogeremos rumbo y llegaremos a donde sea bueno llegar. Ella piensa bien, por eso tengo intención, mientras vamos andando, buscar ocasión de confesarle que besé a la hija del tendero a la brava, que le puse el mal nombre del Topo al señor notario y remedé con tirria su andar. Se lo diré porque mi hermana sabe diferenciar los enredos buenos de los malos. Ella si sabe de esos lados rotos de la vida, esos hoyos, por los cuales uno puede asomarse, según menciona su catecismo, que a veces hojeo a solas, y me hacen sudar las manos de miedo con sus estampas de encuerados chamuscándose en largas lenguas de lumbre, atormentados por demonios maledicentes con colas de víbora, mientras en lo alto los ángeles caras de niña bonita revolotean a su antojo adorando a Dios con reverencias y cantos.
En cuanto encontremos otro inquilinato buscaré a un vendedor de algodones y me comeré uno color amarillo para saborear por doble el gusto del beso y el recuerdo de la hija del tendero con su vestido de gala. Aunque, a decir verdad, no estoy ya muy confiado en contarle mis cosas a Lucina, porque a veces, a hurtadillas me he dado cuenta de los ojitos de borrega que pone y de sus cachetes colorados cuando platica con el padre José Juan en la capilla. La otra vez, dormida, bien que la oí mentar el nombre del padrecito mientras se remolineaba como lombriz de lodo, apretujando las manos entre las piernas.
Yo quisiera saber, nomás de curioso, de qué lado roto mira mi hermana la vida cuando sueña.

5 comentarios:

  1. Un buen relato. Muchas felicidades para el autor y para Julio como impulsor del premio y editor...

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  2. Muchísimas felicidades al autor y para ti, Julio, por fomentar la escritura y la lectura. Enhorabuena!!!

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  3. Un magnífico relato. Como participante considero un honor haber competido con un texto de tanta calidad. ¡Enhorabuena!

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  4. ¡Muy buen cuento, Roberto Román!

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  5. Me ha gustado mucho tu relato, lo he leído varias veces y cada una de ellas he disfrutado con la lectura de lo que nos muestras con tanta belleza.

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