19 octubre 2018


III Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid. Resultados


Arco iris pirenaico, de Álvaro Bueno Lumbreras, residente en Madrid, ha resultado ganadora del III Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid, de acuerdo con las votaciones del jurado, que ha estado compuesto por Chon Zuza. Marisol Martínez, Jessica Thomas, César Rodríguez, Miguel Ángel Valenzuela y Gonzalo Silván.

Enhorabuena al vencedor, que recibirá en breve el correspondiente galardón, una aguada del insigne pintor Antonio Lago Rivera (1916-1990), y a los finalistas. Muchas gracias al resto de participantes por su contribución y esfuerzo y a los miembros del jurado por su inestimable labor.

La fotografía premiada y las obras finalistas pueden verse más abajo. Aparecen por orden de puntuación, de mayor a menor.

Fotografía ganadora

Arco iris pirenaico. Álvaro Bueno Lumbreras.

Fotografías finalistas

Se hace camino al andar. Mar Doménech.

Sin título. Nieves Alonso.

Relax en el canal de la Mancha. Álvaro Bueno.

Tocando el agua. Álvaro Bueno.

Central Park. Nueva York. Maricarmen Rizo.

Casetas en la playa. Campo Rodríguez.

Tardes de bahía. José Lebeña.

Pescando con alas de mariposa. Lago de Pátzcuaro. María Yáñez.

Atardecer suancino. Ángel Revuelta.

Llanisca al móvil.

Una nota de color. Mar Doménech.

Icebergs a la deriva. Nadia Álvarez.

Estatua de la Libertad. Nueva York. Maricarmen Rizo.

Sierva de María. Nieves Alonso.

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12 octubre 2018

La talla de Montserrat Caballé

Julio Sánchez Mingo

La Sexta

María Luisa trabajó toda su vida en Televisión Española como escenógrafa y, durante muchos años, fue la responsable de los decorados de Los desayunos de TVE, el programa matinal de debate y entrevistas de La 1, en el que un grupo de periodistas conversa con una figura notable de la actualidad.

Aquella mañana el personaje invitado a la tertulia era Montserrat Caballé. En la reunión previa de preparación de la emisión, el director del programa planteó a María Luisa el problema derivado de la talla de la cantante y cómo sentarla adecuadamente.

A la llegada de la artista, tras saludarla, la escenógrafa le preguntó:
Queremos que esté cómoda, a gusto, como en su casa. ¿Qué tipo de asiento quiere que le pongamos?
Ay hija, a mí me sirve cualquier silla. Como no quepo en casi ninguna, yo me siento en el borde, sin reclinarme en el respaldo, y así nunca tengo dificultades.

Y siguieron charlando animadamente durante un buen rato, como dos viejas amigas, porque tanto a una como a la otra les encantaba rajar, dando muestras la soprano de su sencillez, su simpatía y su talla humana, algo poco frecuente entre las estrellas de la canción y, menos aún, entre las divas del bel canto.

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Con motivo del fallecimiento de Montserrat Caballé, Riccardo Muti, el famoso director de orquesta napolitano, ha escrito un sentido artículo necrológico, publicado por el diario El País, cuya lectura recomiendo. En él se hace referencia al aria que más abajo se reproduce.



05 octubre 2018


Copetti


Julio Sánchez Mingo




Copetti fue el pilar de mi colegio, sin cuyo concurso y esforzada labor el centro no hubiera funcionado. Era el responsable de todo, excepto de la actividad docente. Era el encargado del mantenimiento y de que todo marchara, desde la calefacción, que él encendía todas las mañanas embutido en su mono de trabajo, a la jardinería; incluso de que las bedelas, Juliana y Antonia, a las que después se unió ¿Juanita?, rellenaran los tinteros de loza de nuestros pupitres de madera. ¡Hasta ejercía de animador del equipo de baloncesto!

Fueron catorce mis años de convivencia con él, un italiano del Norte, friulano, de carácter reservado, pero cordial y sonriente y con el corazón de oro, del que siempre he desconocido el nombre de pila. Recuerdo sus recias manazas de trabajador infatigable y su grave voz. Siempre me pareció un hombre mayor, de edad superior a la de mis padres.

Según me contó una de sus nietas hace pocos años, llegó a España al terminar la Guerra Civil, contratado por una empresa constructora italiana que participó en la prolongación de la Castellana, que tomó el nombre de avenida del Generalísimo.
A su lado Teresina, su mujer, pelo blanco, delicada, que compartía con él las funciones de guardeses del palacete, nuestra mítica palazzina, que mandara erigir en 1911 el conde de Santa Coloma, para fijar su residencia tras vender su palacio, afectado por la construcción de la Gran Vía y situado en la esquina de Reina con Hortaleza, donde se construyó el edificio del Círculo de la Unión Mercantil e Industrial, ahora ocupado por un casino. En 1940 el Estado italiano adquirió el inmueble destinándolo a sede de las Escuelas Italianas de Madrid. Todas las mañanas, el aroma del café que Teresina preparaba para los profesores inundaba la segunda planta, donde se encontraban las aulas de la Scuola Media y la sala de los docentes, espacios que en origen ocupaban las mansardas de la construcción y sobre los cuales se levantó un ático, vivienda de nuestra pareja protagonista.

Nuestro compañero Luis González Echeverría, en su libro Pensierini, buongiorno, narra unas cuantas anécdotas que glosan la figura humana de Teresina. Yo, que quería escribir una semblanza de Copetti divertida, amena y entrañable, además de laudatoria, no he conseguido material oral ni escrito de ningún tipo, salvo un par de testimonios que reproduzco literalmente:

Jesús Sotillo: “…. Una tarde, ya de noche, jugaba el juvenil de baloncesto en el Liceo. Yo era infantil entonces y estaba de espectador. Jugaban contra el San Viator.Y cosa inusual en aquella época se presentaron con 50 o 100 hinchas. Llenaron todo el lateral del campo que daba a la zona ajardinada. Nosotros seríamos, como mucho, los 10 habituales del barrio que íbamos a verlos. Supongo que estaría Lalo. El caso es que ellos gritaban como animales a favor de su equipo. Pero sin agresividad ni malos modos. El caso es que a Copetti no le pareció bien y, de repente, paró el partido, que estaba arbitrado por dos jueces que mandaba la federación madrileña, cruzó el campo, me acuerdo que con una escoba en la mano y, dirigiéndose a ellos, les gritó que como no se callaran los echaba del colegio. Y se callaron para todo el partido. Eran otros tiempos en que se respetaba mas a las personas mayores. Hoy día no sé qué hubiera pasado. Nosotros le felicitamos como a un héroe y el estaba tan orgulloso…”

Isabel Fernández Asís: “… Yo solo recuerdo que Copetti vigilaba para que no nos escapáramos a la pastelería a por pepitos de chocolate, pero al final siempre nos debaja salir y decía que volviéramos rápido...”

Ahora, al escribir estas líneas, reflejo las percepciones del niño que yo era entonces y paso por alto las cosas que no era capaz de captar. Por ello, mi sorpresa fue grande cuando su citada nieta me dijo, hace tres años, que su abuelo siempre se había arrepentido de haber aceptado el empleo en el colegio. Supongo que la atadura que su puesto comportaba, así como el trato un tanto despótico y clasista de algunos presidi1, directores y profesores, debieron pesar lo suyo.
Con los alumnos, sus niños, fue siempre afectuoso, a pesar de su gravedad, y creo que aguantó tantos años por nosotros, dejándonos una huella imborrable.

Copetti, siempre en nuestro corazón y eternamente agradecidos.

1 Directores de la Escuela Media y el Liceo

Fachada sur del palacete del conde de Santa Coloma, antes de la reforma que lo convirtió en colegio.


31 agosto 2018


Verano en Soria
Carmen Picazo
Recuerdo muy bien algunas cosas puntuales de aquel verano, a pesar de que por entonces yo tendría, como mucho, cinco o seis años.
Mi tía, hermana de mi madre, quiso llevarme unos días con ella y su marido a la tierra de él, Soria, a un pueblo, Bayubas de Abajo, cercano al de él , Quintanas de Gormaz. Luego, andando los años, me enteraría de que mi bisabuelo materno también había nacido en Quintanas, aunque se hubiera ido de joven a Madriguera, en Segovia, y allí se hubiera casado.

Todavía no sé cómo pudo mi padre acceder a que me llevaran mis tíos con ellos de veraneo, era poco aficionado a que yo me marchara con nadie. Supongo que mi madre le convencería, pero eso es otra historia.

Recuerdo que llegamos al pueblo por la tarde, en lo que entonces se llamaba el coche de línea, es decir, un autocar que salía de Madrid e iba parando en todos los pueblos del recorrido. Al bajar del autocar vi que prácticamente todo el pueblo estaba en la plaza esperando su llegada. Era, al parecer, el único entretenimiento que tenían. Yo me sentí como una extraterrestre al ver cómo nos observaban, sobre todo mi ropa, que era de lo más común en Madrid pero totalmente exótica en aquel pueblito en aquellos tiempos sin televisión ni Internet. Me avergoncé hasta de mis calcetines de perlé y mis zapatitos blancos. Mi madre no había consentido que fuese a un lugar tan frío como Soria, ¡en pleno verano!, en sandalias.

Nos afincamos en una casa de una especie de parientes de mi tío, que nos alquilaron una habitación, estando comprendida la alimentación, desayuno, comida y cena. Para las dos comidas principales ponían un cuenco muy grande en el centro de la mesa y todos metían la cuchara, excepto mi tía y yo. A nosotras nos ponían plato y nos servían aparte. A la hora de la merienda llegaba el momento de avergonzarme de nuevo, porque mientras yo tomaba un bollo y una onza de chocolate, una niña de la casa que merendaba al tiempo que yo se comía un trozo de cebolla con pan. Por cierto, la niña iba vestida todo el tiempo con una especie de sayón y un delantalito.

Un buen día, a mi tío se le ocurrió la idea de visitar su pueblo, a unos siete kilómetros de distancia atravesando el pinar, lo he averiguado buscándolo en Internet, y me dijo que me fuera con él. Nos prepararon en la casa una hogaza con unas magras con tomate y nos pusimos en camino. No recuerdo en qué pasamos el día en Quintanas desde que llegamos hacia mediodía, supongo que mi tío saludaría a algunos parientes que le quedaban en el pueblo. Y ya, a media tarde, nos despedimos y pusimos rumbo a Bayubas, de nuevo atravesando el pinar.

Caminar por un pinar siempre ha sido algo casi mágico para mí. Ver esos altos pinos que parece que te cobijan de todo mal es una experiencia maravillosa, casi mística. Así que anduvimos, anduvimos, anduvimos… hasta que mi tío confesó que nos habíamos perdido.

En ese momento yo recordé todos los cuentos que conocía de niños perdidos en el bosque, todas las Caperucitas, los Hansel y Gretel, etc. se me vinieron a la cabeza. Estaba muy cansada porque en lugar de los siete kilómetros debimos hacer dos o tres más intentando que mi tío encontrase el camino de vuelta. En un momento dado tuvo que subirme sobre sus hombros porque yo ya iba rendida.

Cuando ya desesperábamos de llegar, vimos a lo lejos una luz que era ¡¡¡¡el reloj del Ayuntamiento de Bayubas de Abajo!!!! Estábamos salvados…

Hoy, recordando aquello, he querido buscar en la red ese reloj, que representó para una niña pequeña como yo era entonces el símbolo de la salvación. Y lo he encontrado, aunque hoy día el edificio es una Oficina Comarcal de la Junta de Castilla y León. No sé si de noche seguirán iluminando el reloj y si le ha servido a alguien más de orientación nocturna como nos ocurrió a mi tío y a mí en aquella noche de hace tantos años. Pero me ha dado mucha alegría comprobar que mis recuerdos se conservaban intactos y que aquel bendito reloj existía. Y que siga existiendo por muchos años.

Bayubas de Abajo (Soria).



24 agosto 2018


Altea, martes de agosto. Mercadillo de frutas y verduras

Julio Sánchez Mingo

A Coralita


 —A mí los pepinos me gustan de color verde, no de esos negros que hay por ahí.

¿A cómo está el aguacate?

¡Qué calor!
No señora, es el bochorno, la humedad.

Los tomates los tengo todos al mismo precio, a 3,40, peros son mejores estos, que son de mi tío.

No me ha devuelto los 50 céntimos.
Sí señor, se los he devuelto.
Yo he visto como se los ha dado.
¿Ve usté?

Vamos, que se acaba.

Deme una bolsa.

Póngame 10 kilos de naranjas de zumo.
¡Vaya familión!

Pog favog, seguía tan guentil de dagme trois pimientas vegdes y dos gojas.
Madan, la pimienta es otra cosa. Estos son pimientos.

En Madrid he visto los melocotones a 80 céntimos, aquí a 1,50. ¡Qué barbaridad!
La semana que viene, cuando se vayan los turistas, bajarán.

Deme perejil.

¡Pero qué señora mas guapa y más joven!
Ya tengo ochenta.

El pepino quita la sed.
¡Hay que ver, qué fijación tienen estas señoras con los pepinos!

¡Vaya melones que tengo, vaya melones que tengo!
Ya, ya, señora.

¿Qué pasa, a mí no me pesa? Yo estaba antes.

Jefe, pruebe estos higos, que están muy dulces.

Estas uvas son contra el cáncer. Tienen pepita.

¿Estará buena?
Está como la miel.

Yo utilizo estos tomates para el gazpacho. Mire qué pulpa.
Yo lo hago con tomates pera.

No le quite los rabos.

A ver, Messi, campeón ¿qué te pongo?

Está de muerte

Gracias, tesoro.

Ya no hay huevos blancos.
No, sólo morenos.

Hoy hay coliflor.
No, gracias.
Con lo buena que es, reina.

Buenos días, moreno.

Señora, se le ha caído el pepino.

¿Mezclo melocotones y chatos?
Sí, no creo que se peleen.

Tengo una alegría en el cuerpo...alegría Macarena.


Estos me han hecho trabajar hoy. Uno se quiere comprar una moto, otro no sé qué. Yo estaría tumbao en la playa con tres rubias…. de cerveza.

PD. Transcripción de frases y diálogos escuchados en el mercadillo de frutas y verduras de Altea de los martes, en agosto de 2018.

J. S. M.


17 agosto 2018


El verde de tus ojos


Jesús Ramos Alonso



Hoy he recordado los días en que nos conocimos. Todo ha sido por una revista del corazón que he leído en la consulta del dentista; traía una semblanza de Liz Taylor a raíz de no sé qué efeméride. Ya sabes lo que siempre me ha gustado esa actriz.
Cuando te conocí llevaba unos meses bastante desquiciado. Al principio lo achaqué a la muerte de mi abuela, justo después de aprobar las oposiciones que me habían dejado para el arrastre. La quería mucho, ella me había criado y había sido el padre y la madre que no conocí.
Además tenía el turno de noche en la maternidad del Gregorio Marañón y, aunque ya llevaba tres meses con ese horario, no conseguía acostumbrarme a irme a la cama cuando todos se levantaban.
Sería eso o no, el caso es que me encontraba desubicado y de mal humor. No conseguía aprovechar mis horas libres, que desperdiciaba con cualquier cosa. Los fines de semana salía con compañeras del hospital o antiguas conocidas, íbamos a cenar o a tomar copas y cuando se terciaba terminábamos en la cama, pero en seguida cortaba: con ninguna me encontraba lo suficientemente a gusto como para prolongar la relación. Luego, en el hospital, cada vez que participaba en un parto, según fuera la mujer que daba a luz, imaginaba al adulto en que se convertiría ese proyecto de persona. Y esas fantasías me llevaron a obsesionarme con la madre que no tuve. Buscaba sus gestos en las mujeres a las que ponía el termómetro o curaba los puntos; intentaba encontrar su aliento, sus caricias o su voz, en el aliento, las caricias y la voz de las parturientas, y, como un brujo, daba vida en mi interior a la que con amoroso cuidado me habría visto crecer. Y me perturbaba la idea de que yo podría haber sido alguien distinto; quizá más inteligente, más audaz, menos lacónico…pero sobre todo más feliz que el pobre hombre que veía en el espejo: el huérfano al que acababa de descubrir.
Ya habíamos coincidido algunas veces por cambios de turno y desde el principio me caíste bien. Así que un día, al terminar, te invité a desayunar. Al parecer, ni tú ni yo teníamos sueño y después del desayuno pedimos otro café y luego otro y empezamos a charlar de cosas de nuestra vida. Recuerdo que me pediste que te hablara de mi familia y entonces yo te conté lo que nunca antes le había contado a nadie, que crecí creyendo que mi abuela era mi madre hasta que me dijo la verdad cuando yo tenía once años. Me lo ocultó sí; es muy duro decir a un niño una cosa así y es natural que dejara pasar el tiempo. Me quería mucho, lo sé; recuerdo cuando llegaba por las tardes, derrengada, después de hartarse limpiando la mierda de otros, y lo ancha que se ponía cuando me contaba que las vecinas le decían “la del niño guapo”; por lo visto yo, de niño, lo era. Un día al ir a recogerme a la salida del colegio, me vio hablando con unos chicos mientras estos la señalaban. ¿Qué te decían esos niños? me preguntó. Lo que me decían es qué quién era esa que me venía a buscar, que mi madre no podía ser tan vieja. Se debió quedar con el comecome y una tarde, de repente, me atrajo hacia sí, y al abrigo del abrazo me contó que mis padres murieron en un accidente de tráfico, siendo yo aún bebé. Lo recuerdo como si estuviera ocurriendo ahora mismo, en la tele ponían “Cleopatra” y mi abuela, sin apartar la vista de la pantalla, dijo: Tu madre tenía los ojos más bonitos del mundo.
También me acuerdo que en ese momento me acerqué para besarte pero tú me detuviste con una pregunta: ¿Cómo era tu madre?dijiste. Yo me quedé pensativo, esa era la pregunta que me llevaba haciendo tanto tiempo, “¿cómo era mi madre?” y, tras unos instantes, contesté que sus ojos eran verdes, como los de Liz Taylor. Y mientras lo decía caía en la cuenta de que tú también los tenías de ese color.
Tienes que enseñarme fotos suyas dijiste. Yo entonces te mentí, te contesté que sí y luego sellé mi mentira con el beso que había quedado en el aire.
Todavía me asustaba enfrentarme con la verdad. Esa verdad que no descubrí hasta que murió mi abuela y me traje a casa sus cuatro cosas en una bolsa de El Corte Inglés. ¡Qué ironía, toda una vida en una bolsa de plástico! Esa verdad que me reconcomía por dentro y solo fui capaz de contarte mucho después de casarnos. Esa verdad que lo explicaba todo, oculta en la bolsa junto a una foto mía y otra de mi padre, dentro de una carpeta con recortes de periódico: que el cadáver de mi madre apareció en un descampado, desnudo, sucio y violado, con los ojos arrancados y un mensaje esculpido a punta de cuchillo en el mármol de su vientre: “PAGA CABRÓN”; que mi padre era un narcotraficante y que poco después le colgaron de una soga bajo un puente.
Mi abuela tuvo que renunciar a todo por mí, marcharse fuera como una apestada y empezar una vida nueva.
Más tarde nos divorciamos. No hemos tenido grandes broncas ni nos hemos sido infieles pero, sin saber por qué, lo nuestro dejó de funcionar.
Hoy, leyendo la revista, me he enterado de que los ojos de Liz Taylor eran de color violeta.


07 agosto 2018


Apuntes de viaje

Julio Sánchez Mingo
Fotos del autor1

A la valiente de las cumbres tempestuosas y a Lola Alegre y Gonzalo Silván, mis pintores de cámara

Hace muchos años acudí a la Galería Doria Pamphilj de Via del Corso, en Roma, a conocer el retrato de Inocencio X que pintara Velázquez, obra cumbre de este género de pintura. Muestra, con maestría inigualable, los rasgos físicos y psicológicos del pontífice. El ceño fruncido, su fealdad, sus arrugas, su demoledora y penetrante mirada transmiten un carácter saturnal y casi agresivo, muy humano y nada devoto, todo ello sobre un frenesí de rojos: cortinaje rojo, sillón rojo y ropajes rojos. Troppo vero— dijo el papa Pamphilj al ver el trabajo terminado, según cuenta la leyenda.

Velázquez: Inocencio X. Galleria Doria Pamphilj. 

Fui afortunado porque durante la media hora, más o menos, que estuve a solas frente al cuadro, nadie, ni siquiera un celador, apareció a interrumpir mi contemplación y deleite en la pequeña sala que, a mediados del 800, mandó construir su descendiente Filippo Andrea V Doria Pamphilj, para mostrar, en exclusiva, la joya más preciada de su colección.
Años después, en el 96, el cuadro viajó a Madrid para ser exhibido en el Prado durante unas pocas semanas. Largas colas, la sala Ariadna del museo atestada de gente, codazos por ver el famoso retrato.... Toda la ciudad quería estar allí. El triunfo del marketing, la comunicación y la publicidad.
Seguramente muchos de los concurrentes habrían pasado por Roma con anterioridad y, habiendo podido disfrutar de la obra sosegadamente, no lo habían hecho.

La semana antepasada, en el Belvedere de Viena, hordas de chinos, especialmente mujeres jóvenes, se afanaban por hacerse un autorretrato, vulgo selfie, con El beso de Klimt de fondo, desdeñando obras colgadas en el palacio, ahora museo, que mandó construir el príncipe Eugenio de Saboya como residencia de verano, y que son, a mi parecer, más interesantes, como las de Egon Schiele.

Gustav Klimt: El beso (detalle). Galería Belvedere.

Egon Schiele: Autorretrato (detalle). Leopoldmuseum.

El sábado de esa misma semana, en el Kunsthistoriche, fui de nuevo afortunado. Durante al menos un cuarto de hora, pude disfrutar de la contemplación, de nuevo a solas, repantigado en un comodísimo sofá, los hay repartidos por muchas de las salas de la colección de pintura, de los tres autorretratos de Rembrandt que posee el excepcional museo vienés. Lo es no sólo por el contenido sino también por el continente, el magnífico edificio que hizo erigir el emperador Francisco José.

Con semejantes sofás, ¿quién no disfruta de la pintura?

Al final me vi interrumpido por un mocetón, chino, como no, que entró en la relativamente pequeña sala, la recorrió de punta a punta, sin detenerse ni siquiera ante las obras del maestro holandés, para desaparecer por la puerta de entrada. La salida, que da a otra estancia, está temporalmente cegada por los trabajos de montaje de una exposición temporal de Brueghel. ¿Cómo se comportaría en la sala anterior, donde cuelga El Arte de la Pintura de Vermeer? ¿Qué buscaría en la pinacoteca?

Rembrandt: Autorretrato grande de 1652 (detalle). Kunsthistoriches Museum.


Vermeer: El Arte de la Pintura (detalle). Kunsthistoriches Museum.

Tampoco un matrimonio español, con su hijo treintañero, dedicó mucha atención, no más de dos minutos, a Velázquez, en concreto a los retratos de la infanta Margarita, impresionismo puro, y al retrato del malogrado príncipe Felipe Próspero, máxima expresión de ternura de un pintor a sus modelos, en este caso el infante y su perrillo.

Velázquez: Infanta Margarita Teresa. 1654 (detalle). Kunsthistoriches Museum.

Velázquez: Infanta Margarita Teresa. 1654 (detalle). Kunsthistoriches Museum.

Velázquez: Infante Felipe Próspero (detalle). Kunsthistoriches Museum.

Velázquez: Infante Felipe Próspero (detalle). Kunsthistoriches Museum.

En el Leopoldmuseum de Viena, para conmemorar el centenario de la muerte del popularísimo Klimt y de su amigo, y en cierto modo discípulo, el excepcional pintor expresionista Egon Schiele, fallecidos en 1918 en un breve lapso de tiempo, se celebran dos exposiciones dedicadas, respectivamente, a cada uno de ellos. Allí sólo hay público local. Los chinos están desaparecidos.

Egon Schiele: Mujer recostada. 1917 (detalle). LeopoldMuseum.

Por cierto, los ingleses, puritanos ellos, censuraron la publicidad, preparada al efecto para ser mostrada en autobuses, metro y grandes edificios de Londres, de la exhibición de Schiele del Leopoldmuseum. Incluso, desde el ayuntamiento de la ciudad británica la tildaron de pornográfica. Los políticamente correctos alemanes de Berlín repitieron el desatino. En ambos casos, las autoridades austríacas se vieron obligadas a cubrir los genitales de las reproducciones de las obras de Schiele de los carteles de la campaña de promoción con la frase: “Cien años ya, pero aún demasiado atrevido”2.

Publicidad censurada en el Metro de Londres.

Como recuerda Borja Hermoso en su artículo de El País, en el frontón de la fachada del Pabellón de la Secesión3, que los vieneses llaman el repollo de oro, reza, en alemán: “A cada tiempo su arte. A cada arte su libertad”.

Pabellón de la Secesión. Viena.

1Excepto la imagen del retrato de Inocencio X, tomada de www.doriapamphilj.it, y la foto del Metro de Londres.
3 Movimiento modernista vienés en el que participaron Schiele y Klimt, que fue su primer presidente.