17 agosto 2018


El verde de tus ojos


Jesús Ramos Alonso



Hoy he recordado los días en que nos conocimos. Todo ha sido por una revista del corazón que he leído en la consulta del dentista; traía una semblanza de Liz Taylor a raíz de no sé qué efeméride. Ya sabes lo que siempre me ha gustado esa actriz.
Cuando te conocí llevaba unos meses bastante desquiciado. Al principio lo achaqué a la muerte de mi abuela, justo después de aprobar las oposiciones que me habían dejado para el arrastre. La quería mucho, ella me había criado y había sido el padre y la madre que no conocí.
Además tenía el turno de noche en la maternidad del Gregorio Marañón y, aunque ya llevaba tres meses con ese horario, no conseguía acostumbrarme a irme a la cama cuando todos se levantaban.
Sería eso o no, el caso es que me encontraba desubicado y de mal humor. No conseguía aprovechar mis horas libres, que desperdiciaba con cualquier cosa. Los fines de semana salía con compañeras del hospital o antiguas conocidas, íbamos a cenar o a tomar copas y cuando se terciaba terminábamos en la cama, pero en seguida cortaba: con ninguna me encontraba lo suficientemente a gusto como para prolongar la relación. Luego, en el hospital, cada vez que participaba en un parto, según fuera la mujer que daba a luz, imaginaba al adulto en que se convertiría ese proyecto de persona. Y esas fantasías me llevaron a obsesionarme con la madre que no tuve. Buscaba sus gestos en las mujeres a las que ponía el termómetro o curaba los puntos; intentaba encontrar su aliento, sus caricias o su voz, en el aliento, las caricias y la voz de las parturientas, y, como un brujo, daba vida en mi interior a la que con amoroso cuidado me habría visto crecer. Y me perturbaba la idea de que yo podría haber sido alguien distinto; quizá más inteligente, más audaz, menos lacónico…pero sobre todo más feliz que el pobre hombre que veía en el espejo: el huérfano al que acababa de descubrir.
Ya habíamos coincidido algunas veces por cambios de turno y desde el principio me caíste bien. Así que un día, al terminar, te invité a desayunar. Al parecer, ni tú ni yo teníamos sueño y después del desayuno pedimos otro café y luego otro y empezamos a charlar de cosas de nuestra vida. Recuerdo que me pediste que te hablara de mi familia y entonces yo te conté lo que nunca antes le había contado a nadie, que crecí creyendo que mi abuela era mi madre hasta que me dijo la verdad cuando yo tenía once años. Me lo ocultó sí; es muy duro decir a un niño una cosa así y es natural que dejara pasar el tiempo. Me quería mucho, lo sé; recuerdo cuando llegaba por las tardes, derrengada, después de hartarse limpiando la mierda de otros, y lo ancha que se ponía cuando me contaba que las vecinas le decían “la del niño guapo”; por lo visto yo, de niño, lo era. Un día al ir a recogerme a la salida del colegio, me vio hablando con unos chicos mientras estos la señalaban. ¿Qué te decían esos niños? me preguntó. Lo que me decían es qué quién era esa que me venía a buscar, que mi madre no podía ser tan vieja. Se debió quedar con el comecome y una tarde, de repente, me atrajo hacia sí, y al abrigo del abrazo me contó que mis padres murieron en un accidente de tráfico, siendo yo aún bebé. Lo recuerdo como si estuviera ocurriendo ahora mismo, en la tele ponían “Cleopatra” y mi abuela, sin apartar la vista de la pantalla, dijo: Tu madre tenía los ojos más bonitos del mundo.
También me acuerdo que en ese momento me acerqué para besarte pero tú me detuviste con una pregunta: ¿Cómo era tu madre?dijiste. Yo me quedé pensativo, esa era la pregunta que me llevaba haciendo tanto tiempo, “¿cómo era mi madre?” y, tras unos instantes, contesté que sus ojos eran verdes, como los de Liz Taylor. Y mientras lo decía caía en la cuenta de que tú también los tenías de ese color.
Tienes que enseñarme fotos suyas dijiste. Yo entonces te mentí, te contesté que sí y luego sellé mi mentira con el beso que había quedado en el aire.
Todavía me asustaba enfrentarme con la verdad. Esa verdad que no descubrí hasta que murió mi abuela y me traje a casa sus cuatro cosas en una bolsa de El Corte Inglés. ¡Qué ironía, toda una vida en una bolsa de plástico! Esa verdad que me reconcomía por dentro y solo fui capaz de contarte mucho después de casarnos. Esa verdad que lo explicaba todo, oculta en la bolsa junto a una foto mía y otra de mi padre, dentro de una carpeta con recortes de periódico: que el cadáver de mi madre apareció en un descampado, desnudo, sucio y violado, con los ojos arrancados y un mensaje esculpido a punta de cuchillo en el mármol de su vientre: “PAGA CABRÓN”; que mi padre era un narcotraficante y que poco después le colgaron de una soga bajo un puente.
Mi abuela tuvo que renunciar a todo por mí, marcharse fuera como una apestada y empezar una vida nueva.
Más tarde nos divorciamos. No hemos tenido grandes broncas ni nos hemos sido infieles pero, sin saber por qué, lo nuestro dejó de funcionar.
Hoy, leyendo la revista, me he enterado de que los ojos de Liz Taylor eran de color violeta.


2 comentarios:

  1. Un relato lleno de detalles que da para una novela. Enhorabuena!!!

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  2. Me ha encantado. Gracias por compartir un relato tan intenso y emotivo.

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