El
verde de tus ojos
Jesús
Ramos Alonso
Hoy he recordado los días en que
nos conocimos. Todo ha sido por una revista del corazón que he leído
en la consulta del dentista; traía una semblanza de Liz Taylor a
raíz de no sé qué efeméride. Ya sabes lo que siempre me ha
gustado esa actriz.
…
Cuando te conocí llevaba unos meses
bastante desquiciado. Al principio lo achaqué a la muerte de mi
abuela, justo después de aprobar las oposiciones que
me habían dejado para el arrastre.
La quería mucho, ella me había criado y había sido el padre y la
madre que no conocí.
Además tenía el turno de noche en
la maternidad del Gregorio Marañón y, aunque ya llevaba tres meses
con ese horario, no conseguía acostumbrarme a irme a la cama cuando
todos se levantaban.
Sería eso o no, el caso es que me
encontraba desubicado y de mal humor. No conseguía aprovechar mis
horas libres, que desperdiciaba con cualquier cosa. Los fines de
semana salía con compañeras del hospital o antiguas conocidas,
íbamos a cenar o a tomar copas y cuando se terciaba terminábamos en
la cama, pero en seguida cortaba: con ninguna me encontraba lo
suficientemente a gusto como para prolongar la relación. Luego, en
el hospital, cada vez que participaba en un parto, según fuera la
mujer que daba a luz, imaginaba al adulto en que se convertiría ese
proyecto de persona. Y esas fantasías me llevaron a obsesionarme con
la madre que
no tuve. Buscaba sus gestos en las mujeres a las que ponía el
termómetro o curaba los puntos; intentaba encontrar su aliento, sus
caricias o su voz, en el aliento, las caricias y la voz de las
parturientas, y, como un brujo, daba vida en mi interior a la que con
amoroso cuidado me habría visto crecer. Y me perturbaba la idea de
que yo podría
haber sido alguien distinto; quizá más inteligente, más audaz,
menos lacónico…pero sobre todo más feliz que el pobre hombre que
veía en el espejo: el huérfano al que acababa de descubrir.
Ya habíamos coincidido algunas
veces por cambios de turno y desde el principio me caíste bien. Así
que un día, al terminar, te invité a desayunar. Al parecer, ni tú
ni yo teníamos sueño y después del desayuno pedimos otro café y
luego otro y empezamos a charlar de cosas de nuestra vida. Recuerdo
que me pediste que te hablara de mi familia y entonces yo te conté
lo que nunca antes le había contado a nadie, que crecí creyendo que
mi abuela era mi madre hasta que me dijo la verdad cuando yo tenía
once años. Me lo ocultó sí; es muy duro decir a un niño una cosa
así y es natural que dejara pasar el tiempo. Me quería mucho, lo
sé; recuerdo cuando llegaba por las tardes, derrengada, después de
hartarse limpiando la mierda de otros, y lo ancha que se ponía
cuando me contaba que las vecinas le decían “la del niño guapo”;
por lo visto yo, de niño, lo era. Un día al ir a recogerme a la
salida del colegio, me vio hablando con unos chicos mientras estos la
señalaban. —¿Qué
te decían esos niños?—
me preguntó. Lo que me decían es qué quién era esa que me venía
a buscar, que mi madre no podía ser tan vieja. Se debió quedar con
el comecome y una tarde, de repente, me atrajo hacia sí, y al abrigo
del abrazo me contó que mis padres murieron en un accidente de
tráfico, siendo yo aún bebé. Lo recuerdo como si estuviera
ocurriendo ahora mismo, en la tele ponían “Cleopatra” y mi
abuela, sin apartar la vista de la pantalla, dijo: —Tu
madre tenía los ojos más bonitos del mundo.
También me acuerdo que en ese
momento me acerqué para besarte pero tú me detuviste con una
pregunta: —¿Cómo
era tu madre?— dijiste.
Yo me quedé pensativo, esa era la pregunta que me llevaba haciendo
tanto tiempo, “¿cómo era mi madre?” y, tras unos instantes,
contesté que sus ojos eran verdes, como los de Liz Taylor. Y
mientras lo decía caía en la cuenta de que tú también los tenías
de ese color.
—Tienes que enseñarme fotos
suyas—
dijiste. Yo entonces te mentí, te contesté que sí y luego sellé
mi mentira con el beso que había quedado en el aire.
Todavía me asustaba enfrentarme con
la verdad. Esa verdad que no descubrí hasta que murió mi abuela y
me traje a casa sus cuatro cosas en una bolsa de El Corte Inglés.
¡Qué ironía, toda una vida en una bolsa de plástico! Esa verdad
que me reconcomía por dentro y solo fui capaz de contarte mucho
después de casarnos. Esa verdad que lo explicaba todo, oculta en la
bolsa junto a una foto mía y otra de mi padre, dentro de una carpeta
con recortes de periódico: que el cadáver de mi madre apareció en
un descampado, desnudo, sucio y violado, con los ojos arrancados y un
mensaje esculpido a punta de cuchillo en el mármol de su vientre:
“PAGA CABRÓN”; que mi padre era un narcotraficante y que poco
después le colgaron de una soga bajo un puente.
Mi abuela tuvo que renunciar a todo
por mí, marcharse fuera como una apestada y empezar una vida nueva.
Más tarde nos divorciamos. No hemos
tenido grandes broncas ni nos hemos sido infieles pero, sin saber por
qué, lo nuestro dejó de funcionar.
Hoy, leyendo la revista, me he
enterado de que los ojos de Liz Taylor eran de color violeta.
Un relato lleno de detalles que da para una novela. Enhorabuena!!!
ResponderEliminarMe ha encantado. Gracias por compartir un relato tan intenso y emotivo.
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