04 agosto 2017

Dolomitas. Patrimonio de la Humanidad


Texto y fotos de Julio Sánchez Mingo

Los pies de las imágenes de rocas son de Javier García Guinea, geólogo, profesor de investigación del CSIC en el Museo Nacional de Ciencias Naturales


A Marisol


Los Dolomitas, también llamados Montes Pálidos, Dolomites en ladino, la lengua autóctona del territorio, que no se debe confundir con la lengua de los sefardíes, Dolomiti en italiano, Dolomitis en friulano, Dolomiten en alemán, son un conjunto de grupos montañosos de los Alpes Orientales que se distribuyen por las regiones italianas del Véneto, Trentino-Alto Adigio y Friuli y, más concretamente, por las provincias de Belluno, Trento, Alto Adigio, Údine y Pordenone.
En 2009 fueron declarados Patrimonio Material de la Humanidad por la UNESCO.

Los Dolomitas toman su nombre del naturalista francés Déodat de Dolomieu (1750-1801), que fue el primero en estudiar el característico tipo de roca predominante en la zona, que en su honor fue bautizada dolomía, y que está formada principalmente por carbonato doble de calcio y magnesio, (MgCa(CO3)2). Esta composición química da lugar al fenómeno, denominado en italiano enrosadira, que proviene del término ladino que significa volverse rosa, por el cual las rocas dolomíticas adquieren un color rosa, que gradualmente va virando a violeta, al incidir sobre ellas los rayos del sol al atardecer.

Atardecer sobre el Gruppo delle Odle. Val di Funes

La génesis de este tipo de roca carbonatada comienza hace 250 millones de años, en el Triásico, en mares poco profundos y de aguas cálidas, alejados de la actual localización de los Dolomitas, con la acumulación de conchas, corales y algas calcáreas, en un ambiente marino y tropical similar a las actuales barreras de coral de las Bahamas y de Australia oriental. En el fondo marino se apilaron centenares de metros de sedimentos que, por su propio peso, y habiendo perdido los fluidos internos, se transformaron en rocas. La colisión de las placas europea y africana, orogénesis alpina, hizo emerger estas rocas que se alzaron más de 3.000 metros sobre el nivel del mar.

Montañas y grupos destacados de los Dolomitas son las Tres Cimas de Lavaredo, Pale di San Martino, Monte Civetta, los Dolomitas de Brenta, Gruppo delle Odle, Gruppo di Sella y el macizo de la Marmolada. Curiosamente siempre se dice que la Marmolada es la altura máxima de los Dolomitas con sus 3.348 m. a pesar de que no es un macizo estrictamente dolomítico, ya que en la composición de su roca dominan calizas blancas muy compactas, derivadas de escolleras coralinas, con inclusiones de material volcánico.

El paisaje de los Dolomitas se caracteriza por la presencia de grandes superficies de depósitos detríticos, fruto de la fuerte erosión causada por el hielo, la nieve, el agua, el viento y el contraste frío-calor.
Los Dolomitas son unas montañas bellísimas, agrestes, que surgen de valles cubiertos de bosques de coníferas de gran altura y de prados y pastos espléndidos.

La cubierta arbórea de los Dolomitas se compone del alerce, Larix decidua Mill., conífera caducifolia, la pícea, Picea Abies L., el característico árbol de Navidad, también llamada abeto rojo, el abeto blanco, Abies alba Mill., es decir, el abeto propiamente dicho, el pino silvestre, Pinus sylvestris L., el pino cembro, Pinus cembra L., y, a gran altitud, el pino mugo o pino negro de montaña, Pinus mugo Turra.
Todos ellos alcanzan portes elevadísimos, de hasta 40 metros, excepto el pino cembro, que sólo llega hasta los 25 metros y el pino negro de montaña que, por su elevada estación, sometido a condiciones climatológicas muy adversas, suele presentar carácter arbustivo o rastrero.
El alerce, la pícea y el pino cembro no existen silvestres en la Península Ibérica. El cembro es la única especie del género Pinus en Europa cuyas acículas se agrupan en número de 5 en cada braquiblasto, en lugar de 2 ó 3, como sucede con el resto.

En el mes de julio, período en que tiene lugar la primavera alpina, los Dolomitas son un inmenso jardín cuajado de flores, un verdadero paraiso.

No hace falta decir que los Dolomitas son una auténtica joya de la Naturaleza, que debemos preservar y conservar para deleite de todos nosotros y de los que vienen detrás.

Gruppo delle Odle, desde Santa Maddalena, Val di Funes. La aguja más alta es el Sass Rigais (3.025 m.)
Pequeña iglesia de San Giovanni en Ranui, pedanía de Santa Maddalena, con el Gruppo delle Odle al fondo
Val di Funes desde Ranui, con la pequeña iglesia de San Giovanni en primer término

Pale di San Martino desde el Passo Rolle
Pale di San Martino desde el Plan della Vezzana

Pastos en el Plan della Vezzana

Pasto de alta montaña por encima del Plan della Vezzana, sobre un acantilado que cae a plomo sobre la subida al Passo Valles. Provincia de Trento

En la primavera alpina, en el mes de julio, los Dolomitas son un jardín florido

Prado florido subiendo de Passo Falzarego a Forcella Averau

Amapola amarilla rética (Papaver alpinum L. sub. rhaeticum), captada en la subida a la Forcella Averau desde Passo Falzarego

Cardo de bellísima tonalidad

Averau (2.649 m.)

Panorámica desde el Nuvolau (2.575 m.)

Cinque Torri, academia de los escaladores de Ampezzo, y el valle del mismo nombre, con Cortina, al fondo

Libando de una raiz de bicho mayor, también llamada árnica borde o falsa árnica (Doronicum grandiflorum Lam.)

En primer término, un alerce. En segundo plano, píceas

Una pícea y un pino compiten con las agujas dolomíticas por alcanzar el cielo

Los Dolomitas de Ampezzo y, en primer plano, Cinque Torri, desde la ladera este del Averau (2.649 m.)

Gruppo delle Tofane. Dolomitas de Ampezzo

Tofana di Rozes (3.225 m.) desde el Plan del Menis

Las Tres Cimas de Lavaredo (2.999 m.), el grupo más emblemático de los Dolomitas

Panorámica desde el refugio Auronzo, a los pies de las Tres Cimas de Lavaredo, a primera hora de la mañana

Dolomía con inclusiones de óxidos de hierro

Formación de estratos verticales de dolomía con intercalaciones de margas carbonosas

Detalle de los planos de estratificación de las dolomías con margas carbonosas

Lago de Valdaora. Alto Adigio

Flores, prados, grandes coníferas, agrestes agujas y .... el cielo: Dolomitas

Para completar el disfrute y la admiración de la Naturaleza en los Dolomitas, nunca viene mal aprovechar el viaje y cultivar el espíritu con la contemplación de obras maestras de los grandes genios de la Humanidad en la Pinacoteca de Brera de Milán.


Pietà (detalle). Giovanni Bellini. Pinacoteca de Brera


Cristo morto e tre dolenti (detalle). Andrea Mantegna. Pinacoteca de Brera

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28 julio 2017

Estampas veraniegas
Vacaciones en la playa
Julio Sánchez Mingo

Las vacaciones en la playa son las chanclas, los michelines, el bikini, las marcas del bikini, las gordas, los embarazados, la tumbona, la silla plegable, el olor a fritanga, las picaduras de los mosquitos, el calor, el sudor, la crema bronceadora, la arena, la sal, el sol, las quemaduras del sol, la música atronadora, la toalla, el bañador, las sandalias franciscanas, las hamacas de la playa, el encargado de las hamacas, los esforzados que apilan las hamacas, jugar a las paletas, la paella que sirven media hora después de la ensalada cuando los niños se han comido el pan y los mayores atiborrado a cerveza, el camarero sudoroso, la expedición familiar a la vuelta de la playa, el coche al sol, los atascos, los pantalones piratas, las camisetas de tirantes de ellos, el apartamento para cuatro ocupado por ocho, las tribus familiares, la parejita acaramelada, la pareja aburrida, el chiringuito, la siesta, los canalillos, el socorrista, los guiris, los vendedores ambulantes, los puestos de vendedores de artesanía, las fiestas del pueblo, Paquito el Chocolatero, las atracciones de feria, los bailes de salón en el hotel, los bailones, el hideputa montado en un ruido, las adolescentes en el paseo, las panteras en la discoteca, las colchonetas hinchables, los patinetes, los patines, las bicicletas, el sinparar de hacer fotos con el móvil, las gafas de sol, las gafas de bucear, las aletas, la sombrilla, el cubito, la pala y el rastrillo, los manguitos, las gorras, el toples, la música bacalao, el Despacito, el reggaetón, el coche tuneado de música ensordecedora, la abuela en el paseo llamando a voces por el móvil a Bilbao, los niños desaforados en la piscina, la misa de los domingos de los últimos irreductibles, las moscas, la compra en Mercadona, las colas en la farmacia, el mercadillo, el bar de los holandeses ruidosos, los ingleses borrachos, el camping, la barbacoa en el camping, el club naútico, el caricaturista en la plaza, el músico callejero, los madrugadores corriendo por el paseo al amanecer, las negritas senegalesas haciendo trencitas, las noches de calor sofocante en un apartamento de cuarta línea de playa, la chicharra...... y la luna, esa cálida y naranja luna llena que está brotando ahora mismo del mar.

Altea, 9 de julio de 2017

Fotos del autor

14 julio 2017

Intuición
Jesús Ramos Alonso


El rojo de la sangre brotando de la herida en la frente, solo me produjo vacío en el estómago; en cambio el carmín pintando sus labios me repugnó. Quizá la similitud de los colores fue la que produjo un cortocircuito en mi mente y las imágenes se mezclaron en una amalgama macabra, sin explicación aparente. Pero vayamos por partes.
Paseaba con mi mujer y, al ver de lejos el bulto, supe lo que era. No sé cómo pero lo supe.
Anita, ahí hay un muerto.
¡Por Dios, no me asustes! —respondió.
Poco antes ella me había dicho:
¿No notas algo raro?
¿Algo raro? —dije extrañado.
No sé, el aire tiene algo diferente.
¿Pero qué? —insistí.
No sé…pero hay algo —dijo de tal manera que lo acepté como un axioma.
A veces, elementos aparentemente irracionales disparan mi imaginación y, como si no dependiera de mí, crean una historia que mi conciencia acredita como cierta. Es como si viajara por un túnel invisible que me conecta con una realidad ajena: seguramente simple intuición. Esta fue una de esas veces.
El campo era llano, la hierba tupida apenas presentaba ondulaciones y aquel bulto era un borrón de tinta en un folio en blanco.
Aunque la luz de la mañana era limpia, el bulto presentaba un contorno impreciso y difuso. Al acercarnos vimos que estaba aureolado por una nube de moscas, las vacas pastaban cerca. A la distancia en que nos encontrábamos no se distinguían los detalles pero, por las extremidades, comprendimos que era un cuerpo humano. Retrocedimos asustados hacia el pueblo, a mitad de camino ya había cobertura para el móvil; hablamos con el alcalde pedáneo y le explicamos lo que pasaba y donde nos encontrábamos.
Media hora después apareció un todoterreno de la Guardia Civil. Sentada detrás venía una mujer vestida de paisano; tras saludarnos y pedir que nos identificáramos nos dijo que estaría a cargo de la investigación. Era rubia y muy guapa, parecía recién duchada y todo en ella irradiaba frescura; “como ha cambiado la Benemérita”, pensé. Delante iban el conductor y un acompañante, les conocíamos de vista del cuartelillo; presentaban un aspecto desaliñado, el uniforme arrugado y sin afeitar, como si llevaran mucho tiempo de guardia. Dos caras de la misma moneda.
Ramírez, que así se apellidaba la inspectora, se acomodó delante para dejarnos más espacio. El coche avanzó por la pista. Uno de los guardias explicaba las características del pueblo y de la zona que Ramírez no conocía, pues pertenecía al servicio de criminalística. Un bache nos hizo saltar en el asiento y la inspectora miró al conductor con cara de pocos amigos,
¡Ponga más cuidado, cabo!
La pista está muy mal, mi sargento —dijo éste, azorado, a modo de disculpa.
El otro número carraspeó y continuamos en silencio el resto del trayecto.
Al llegar a la altura del cadáver, Anita y yo permanecimos en el vehículo. Por la ventanilla se veía el cuerpo encogido, de lado y dándonos la espalda.
Mientras uno de los guardias tomaba notas al dictado de Ramírez, el otro hacía fotos del muerto, del terreno alrededor, de las huellas de pisadas, que habían tenido buen cuidado de no mezclar con las suyas…
Al terminar el reconocimiento la sargento se dirigió a nosotros:
Parece que pudo ser ayer por la tarde, ¿notaron algo raro en el pueblo?
La miramos negando con la cabeza.
Nada, este es un pueblo muy tranquilo — dijo mi mujer.
Nos mostró el DNI de Raimundo Fontiveros, la víctima, con la foto.
¿Le conocen? —preguntó.
Claro—respondí—es ganadero, en verano sube sus vacas a estos pastos.
La lozanía del rostro de la mujer había desaparecido y ella debió notar mi aprensión pues, ladeándose, se quitó los guantes de látex y sacó del bolso un espejito y un lápiz de labios, en un intento de recomponer la frescura perdida. Justo en ese momento me vino a la mente la imagen del muerto, pero con la cara de Ramírez.
Para el pueblo aquello fue una hecatombe. En verano se llenaban las casas, aunque no seríamos más de ochenta vecinos, todos conocidos cuando no parientes. Alguien debió ver pasar el todoterreno, o, aunque Raimundo vivía solo, echaron en falta la luz en su ventana, o quizá el pueblo lejos de ser un simple conglomerado de casas era algo vivo y detectaba la más mínima alteración de lo cotidiano cuyo ritmo atesoraba en la fuente, en el pilón o en el lavadero. Puede que la campana de la iglesia, con un extraño y desacostumbrado ronquido del viento en su interior, hubiera dado la noticia a los viejos y estos la hubieran transmitido a los demás. El caso es que cuando volvimos todos estaban en la calle y nos avasallaron a preguntas.
Después de aquello nada fue igual, la Guardia Civil hizo preguntas a todo el mundo, algunos volvieron a la ciudad esperando que el ambiente se calmara, Marcial, el del bar, no daba abasto para dar de comer y beber a los periodistas y veraneantes que se acercaban a curiosear…Nosotros nos quedamos pero cambiamos el itinerario de nuestros paseos.
El muerto tenía un balazo en la cabeza. El arma homicida no apareció así que la única hipótesis era el asesinato, pero las circunstancias no aportaban pista alguna ni del móvil ni de posibles beneficiarios de la muerte; en el pueblo no había secretos. Eso sí, a veces Raimundo, que era algo taciturno y sibilino, se ausentaba por unos días, lo que le daba una cierta aureola de misterio que no le importaba alimentar.
¡No andarás tú con tías buenas!, una noche aquí y otra allá —, le espetaba un contrario en el mus.
Envido a la chica — respondía serio.
Así era Raimundo, un tipo singular, y eso contribuyó a que comenzaran a circular rumores: que si narcotráfico, que si había una cuenta en Andorra, que si los asesinos eran sicarios y el crimen un aviso a navegantes o un escarmiento en la persona equivocada. La crueldad de la muerte daba pie a estas y otras explicaciones a cual más peliculera; por lo visto había un vídeo en el móvil del muerto…
A los pocos días, Ramírez nos citó en la comandancia, nos hizo pasar por separado, primero a Anita que estuvo muy poco tiempo. Luego entre yo a una sala donde estuvo mucho rato haciendo preguntas y, sobre todo, conjeturando, mientras hojeaba un libro. Hablaba despacio, con largas pausas en las que me observaba. La verdad es que aquello parecía más una charla de café que un interrogatorio, de hecho en algún momento me comentó que compartía conmigo los avances de la investigación por si me sugerían algo. Desacreditó las habladurías y afirmó que la mayoría de estos casos tenían una explicación local, que en el medio rural eran frecuentes las corrientes de odio o rencor que fluían entre generaciones y de repente se desbordaban. Yo no entendía muy bien qué hacía allí escuchando a Ramírez que, en esa ocasión, estaba especialmente radiante. Me enseñó el vídeo del que se hablaba en la calle, lo había grabado el asesino. Se veía a Raimundo con gafas de sol, como intentando defenderse. Congeló la imagen y amplio el detalle de las gafas en las que se veía, muy borroso, el reflejo del cámara-asesino. Ramírez me explicó que dispondrían en muy poco tiempo del patrón facial del individuo, lo que facilitaría la investigación. En ese momento se quedó callada, miró al gran espejo que había en un lateral de la sala y luego a mí, expectante, como si esperara que dijese algo. No sé por qué, pero la verdad es que me sentí un poco azorado, como si estuviese bajo la lente de un microscopio; no sabía qué decir.
Tras un largo silencio volvió a poner en marcha el vídeo, las imágenes de Raimundo gimiendo y tapándose la cara con los brazos, el cañón de la escopeta apuntándole a la cara, luego el sonido del disparo, el cuerpo desinflándose (me vino a la memoria la maravillosa fotografía del miliciano), y finalmente una toma del ánima del cañón echando humo...—imaginé las volutas atornillándose en el aire e impregnándolo con su letal contenido.
Cuando paró el vídeo me preguntó por el calzado que llevaba ese día, mis botas de montaña…
¿Dónde están ahora? —preguntó.
En la casa del pueblo —contesté.
Tendrá que dejárnoslas.
Tras dirigir la mirada al espejo una vez más, me dijo que iban a venir unos colegas a “cumplimentar unas formalidades”, esas fueron sus palabras exactas. Seria, se levantó y salió de la sala.
Mientras esperaba me entretuve con el libro que hojeaba Ramírez, “Las tres caras de Eva”; leí la síntesis en la contraportada; la protagonista de la novela alternaba en su vida diaria entre personalidades diferentes.
En ese momento me puse a divagar pensando en quién podría ser el asesino del pobre Raimundo, y en qué tendrían que ver mis botas con todo aquello. De repente, sin saber por qué, intuí que en adelante iba a disponer de muchísimo tiempo; así que me apunté el título de la novela.     

05 julio 2017


Pero haberlos, haylos

Carmen Picazo Hernández


Pedro no creía en fantasmas. No le parecía posible que alguien del más allá, con independencia del tiempo que, o bien reposara en la tumba o bien hubiera sido sometido a cremación, fuese a presentarse a seres vivos por algún motivo, ya fuera una reclamación, un recordatorio o una dádiva. Y sí, creía en el espíritu, en l'âme-esprit, como lo llaman algunos franceses, una entidad que abandona el cuerpo físico en el momento del fallecimiento de una persona, algo en lo que no coinciden todas las opiniones de los entendidos: porque algunos creen que tardan hasta días en abandonar definitivamente ese cuerpo en el que hasta entonces habían morado.
Aunque no creyese en fantasmas, Pedro se había deleitado leyendo cuentos de tipo humorístico como El fantasma de Canterville de Oscar Wilde y también había conocido historias de los fantasmas más celebres, tanto de Madrid como de otras ciudades y pueblos. Cada vez que pasaba junto a la Casa de las Siete Chimeneas, tan cercana a la calle de Alcalá, no podía por menos que recordar la historia de esa bella mujer, vinculada a la casa real de los Austria, que se paseaba de vez en cuando por los tejados de ese edificio en el que vivió y que fue, al parecer, un regalo regio.
Incluso en el pueblo del norte de Guadalajara en el que la familia había pasado muchos veranos durante su adolescencia, en la casa rehabilitada de los abuelos de Pedro, se contaba la historia del Ahorcado, que en noches de luna llena se paseaba por la carretera y espantaba a cualquier despistado que, en época estival, no hubiera evitado quedarse en casa y hubiese preferido darse una vuelta por el lugar más fresco, precisamente las eras, a no más de diez metros de la casa del Ahorcado. Pedro no había llegado nunca a verlo, porque sus amigos del pueblo se negaban a salir de la plaza, no fuera a ser…
Él razonaba consigo mismo, sin llegar a ponerlo en palabras, que por qué no puede haber ningún fantasma feliz, que todos tienen a sus espaldas alguna historia terrible, como dicen los que se han ocupado en investigar su pasado. ¿Por qué aquellos que han tenido una vida dichosa no vuelven para contarlo? Eso era algo que a Pedro le extrañaba, que la finalidad de esta "gente" fuese la de repartir miedo y no la de animar, con la de sufrimiento que hay ya en el mundo actual… Si es que, como se dice, el espíritu se convierte automáticamente en algo mejor y más sabio una vez que deja el cuerpo. Pero callaba, sin ganas de discutir.
El tiempo pasó, Pedro se casó con Ana, con quien tuvo hijos, que crecieron y le dieron nietos. La casa del pueblo de Guadalajara era ahora suya, desde que fallecieran sus padres hacía décadas.
Verano de 2015. Calor insoportable en toda la Península Ibérica e incluso en Centroeuropa. Ana y él se fueron a pasar los tres meses, desde mediados de junio a mediados de septiembre, al pueblo de Guadalajara, donde al menos por la noche se podía respirar y dormir bien tapados. Un domingo en que el calor apretó desmesuradamente, la noche se presentó excepcionalmente cálida; pudieron, incluso, cenar en el porche sin tener que abrigarse como era lo normal. Hasta tal punto sintió Pedro la acumulación de calor que decidió proponer a Ana darse un paseo hasta la Fuente Buena, llamada así supuestamente para diferenciarla de la del pilón de la plaza, que no debía reunir garantías suficientes de salubridad para los lugareños. En opinión de Pedro, la Fuente Buena era llamada así por las mozas de otros tiempos, que iban allí a llenar los cántaros y los botijos y tener sus ratos de expansión con los mozos. Ana rehusó salir: estaba cansada porque habían pasado el fin de semana con ellos los hijos y los nietos y había tenido que guisar, preparar desayunos y meriendas, recoger todos los trastos que los críos habían dejado esparcidos por todas partes. Pedro lo entendió y se marchó solo.
Para ir a la Fuente Buena tenía que cruzar el lecho seco y pedregoso de un arroyuelo que sólo llevaba agua en invierno, otoño y primavera. Ahora tenía que encontrarse en la estación en la que prácticamente era sólo un recuerdo del pasado mes de mayo, hasta que volvieran las lluvias de octubre. Así que, con la poca luz de su linterna de bolsillo, se puso a atravesar lo que él creyó era esa franja seca y llena de piedras. Su sorpresa fue mayúscula cuando se encontró con los pies metidos en agua y, al avanzar, el agua subió rápidamente, casi hasta su cintura. Al mismo tiempo tropezó en una gran piedra que debía estar en el fondo y cayó, haciéndose mucho daño en la rodilla izquierda. Intentó sin éxito levantarse, forcejeó y luchó por salir, pero el agua iba subiendo apreciablemente de nivel.
Desesperaba ya de lograr estabilizarse y salir de aquella corriente que Pedro nunca había visto tan arrolladora. De pronto, sintió que algo rozaba su mano: era una cuerda y parecía que en el otro extremo alguien la sujetaba con fuerza para intentar ayudarle a salir. Aprovechó la firmeza del tirón para poner de su parte y salir a la orilla del arroyo, convertido casi en caudaloso como por arte de birlibirloque. Fuera ya, se sentó y se palpó la rodilla, al tiempo que buscaba con la vista a su salvador. Éste estaba recogiendo la cuerda que había salvado a Pedro y, al llegar al dogal que había quedado en tierra, se lo pasó por el cuello, como si fuera algo totalmente natural. Pedro pensó que el detalle de la cuerda al cuello era muy revelador, pero por el momento no preguntó nada.
—Buenas noches, ¡¡¡muchísimas gracias!!!
—Bah, no es nada, son cosas que pasan con estas crecidas. Por cierto, a usted no lo conozco. Claro que no conozco a todos los que ahora viven en el pueblo…
—Soy Pedro Fernández, mi familia, mis abuelos, eran de aquí, los Quintanilla.
—Ah, sí, los conozco. Y usted ¿de dónde es?
— De Madrid, venimos a quedarnos todo el verano y el resto del año todos los fines de semana, la Semana Santa, etc.
—¿De Madrid y se vienen aquí, con lo que se aburrirán? ¿Y cómo no se quedan para poder ir al cine o a bailar, o a las tiendas? Aquí, en este pueblo, no hay nada.
—Venimos, sobre todo, por el fresco que hace por las noches. Y con la televisión, la lectura y las partidas de brisca, aparte de los paseos en cuanto se quita el sol, lo pasamos muy bien…
—Yo he sido pastor de cabras, no me hable del fresco de las noches, que cuando tenía que marcharme al Pico todo el verano con el rebaño, ¡anda que no he pasado frío! Luego, cuando bajaba, ya era cada día más frío, no daban ganas de alejarse de la lumbre. Éste es un pueblo rodeado de montañas por todas partes.
—Claro, igual que los demás pueblos de la Arquitectura Negra.
—¿De la qué?
—Los llaman así porque están todas las casas hechas de pizarra.
—Claro y ¿de qué las íbamos a hacer si no?
Pedro se atrevió a hacerle la pregunta que le llevaba quemando los labios: ¿Es usted el que llaman el Ahorcado?
—Pues claro, ¿de dónde cree que sale esta cuerda? Fue un asunto de cuernos, no quiero contar más, fue muy mala cosa. Así que me voy a marchar, creo que con esta vara que hay aquí usted podrá volver a su casa y secarse junto a la chimenera. Si quiere le acompaño…
—No, por Dios, que usted bastante ha hecho ya. Y le repito que muchísimas gracias. A usted le debo no ahogarme.
—No las merezco. Y disculpe la bromita de la crecida del arroyo, es que a veces me aburro mucho y hago alguna travesura. No creí que fuese usted a caerse y golpearse la rodilla… Bueno, a mandar.
Y desapareció como por ensalmo. Pedro, mientras renqueaba apoyado en la vara hacia su casa, se planteaba lo que había pasado. Comenzando con la crecida extemporánea del arroyo, que sin duda era algo sobrenatural, según el Ahorcado había reconocido, y siguiendo con la aparición del fantasma. Un fantasma con muy buena voluntad, y eso que llevaba su calvario, y su cuerda providencial, a cuestas. Una experiencia que no contaría a nadie, porque nadie iba a creerlo.

28 junio 2017

Exposición de pinturas de Gonzalo Silván

El próximo domingo 2 de julio, a las 12:00, se inaugura una muestra de obras del pintor Gonzalo Silván en el Centro de Arte La Fuente, sala de exposiciones del Ayuntamiento de Mojácar (Almería), situada en la cuesta de la Fuente de la población mojaquera.

La exhibición permanecerá abierta hasta el día 15 del mismo mes.


23 junio 2017

La imprevisible novia de Arturo
Javier de Prada Pareja


Sentado en la terraza de un bar cualquiera, una tarde bochornosa del verano madrileño. Begoña, mi novia, se retrasa y empiezo a impacientarme. ¡Odio la falta de puntualidad! Sobre todo porque yo no me la permito nunca; y sin embargo compruebo con demasiada frecuencia que los demás no conceden ninguna importancia al hecho de hacerte esperar unos cuantos minutos, según su propia conveniencia. Begoña, naturalmente, no es una excepción; y me resulta imposible hacerle comprender lo insufribles que se me hacen los largos minutos que gracias a su capricho he de perder día sí y día también.
No hace mucho leí un relato de ficción1 en el que uno de los personajes, tras verse sometido a la inacción durante unos treinta minutos por el retraso injustificado de un compañero, una vez llegado éste, le hizo esperar un periodo de tiempo idéntico, antes de iniciar, los dos, las tareas para las que se habían reunido. Ni que decir tiene que el personaje en cuestión era oriental –japonés para más señas–, y que el relato, naturalmente, contenía una buena dosis de humor. No obstante a mí me pareció enseguida una actitud completamente justificada y llena de sabiduría, y en más de una ocasión he estado tentado de ponerla en práctica, aunque al final ha predominado en mí una indolente tolerancia; cuyo único resultado ha sido el de tener que someterme continuamente la desconsideración de los demás.
Por fin aparece Begoña, veinte minutos tarde y sin inmutarse, con la mayor naturalidad del mundo. En un primer momento siento un deseo irrefrenable de lanzarme sobre su blanco e indefenso cuello, sobre todo porque ayer mismo, debido a una idéntica circunstancia, tuvimos una fuerte discusión que se prolongó durante casi una hora, y cuyo principal efecto fue el de amargarnos la tarde, a los dos, tras los inútiles reproches, las ligeras e infundadas promesas de rectificación por su parte, y alguna voz más alta que la otra, que también la hubo. Tras ese primer impulso que acabo de mencionar, compruebo que carece absolutamente de sentido repetir la misma estrategia del día anterior, ya que amargarme de nuevo e inútilmente la jornada, me resulta lindante con el masoquismo; de manera que en fracciones de segundo y de forma semi-inconsciente pasan por mi cabeza otras posibilidades:
  • 1.- Asesinarla, en efecto, ya sea mediante el procedimiento de estrangulación, inicialmente considerado, o haciendo gala de una mayor sofisticación y planeando un envenenamiento que termine con ella de una manera lenta y dolorosa.
  • 2.- Considerados los inconvenientes del punto anterior, y teniendo en cuenta que, la casi segura incomprensión de los demás me acarrearía consecuencias excesivamente gravosas, queda la posibilidad de cortar lisa y llanamente la relación que me une con Begoña, de una manera tajante e inmediata, en el momento en que ella llegue junto a mí, y sin dar siquiera tiempo a los habituales y cariñosos saludos.
  • 3.- Apropiarme del ingenioso procedimiento punitivo, inventado para estas situaciones por el autor del relato al que me he referido antes, y así obligar a Begoña a estar junto a mí los siguientes veinte minutos en un mutismo absoluto y sometida a total inactividad. Éste es el punto más complicado de llevar a la práctica puesto que estoy seguro de que Begoña utilizaría sus mil y un recursos para sacarme de mis casillas, y al final todo se convertiría en una repetición de la situación de ayer, es decir, la de amargarnos la tarde tras una hora de inútil discusión.
  • 4.- No hacer nada.
Tras el instantáneo examen de las posibilidades anteriores elijo, no sé si por puro sentido práctico, por indolencia o por cobardía, la posibilidad 4. Y así beso el piquito de Begoña que ella me ofrece con irritante naturalidad y paso a otro asunto que aleja de mi cabeza el enfado anterior.
Estaba mirando la cartelera. Ya que no tenemos nada especial que hacer, podríamos ir al cine. – Le propongo con normalidad.
Antes de nada, por favor, pídeme algo fuerte; he venido en metro, y entre la aglomeración de gente y el calor, estoy medio asfixiada y necesito reanimarme. – Contesta ella.
Hago una señal con la mano al chico sudamericano que atiende las mesas y le pido una CocaCola Zero –esa es la idea que tiene Begoña de lo que es “algo fuerte”–, que no tarda mucho en estar sobre la mesa, a disposición de la mano temblorosa de mi sufrida chica.
En ese momento sin embargo suena el móvil, de manera quizás sumamente oportuna. Es mi amigo Arturo que nos propone reunirnos con él y su reciente novia Myriam para pasar juntos la tarde. Cuando cuelgo, Begoña, que ha oído toda la conversación, dice:
Era Arturo ¿verdad? No habrás quedado con ellos. Sabes que no soporto a esa nueva amiga suya que parece gustarle tanto, pero que es una esnob insufrible.
No seas así, mujer. Sabes que Arturo es uno de mis mejores amigos; y además hemos pasado con él un montón de buenos momentos.
No te lo discuto. Pero eso fue antes de que empezase a salir con esa Myriam o como se llame su nueva novia.
- Reconozco que Myriam es un poco peculiar, pero … – Digo yo intentando quitar importancia al asunto.
- ¿A qué llamas tú peculiar? ¿A estar todo el tiempo hablando de prácticas meditativas orientales? ¿O a que de vez en cuando, y en los momentos más inesperados, se arranque a canturrear uno de esos mantras que, según dice, la ponen en conexión y armonía instantánea con el universo entero?
La verdad es que Begoña tenía razón. La tal Myriam era más rara que un perro verde, como se suele decir; y más que una esnob, como la había calificado mi novia, cabría pensar de ella que estaba algo desequilibrada. No obstante desde hacía un par de meses había conseguido enamorar a Arturo, de manera incomprensible para nosotros, ya que nuestro amigo había sido desde siempre la persona más natural y animada del mundo. Ahora sin embargo, bajo la influencia de su chica, había empezado él también a interesarse por todo tipo de prácticas semi-místicas y esotéricas, de diversa procedencia, y que según ellos tenían los más variados efectos sobre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. A pesar de todo Arturo continuaba siendo una persona de trato agradable, y su fiebre momentánea por el esoterismo no había alterado todavía su comportamiento mundano, al contrario de lo que con demasiada frecuencia exhibía su novia. Por otra parte yo no quería indisponerme con mi amigo, además de que no teníamos ningún plan definido para aquella tarde, por lo que, tras unos minutos más de discusión, terminé por convencer a Begoña de que nos reuniéramos con la peculiar pareja, según había yo convenido con Arturo unos minutos antes.

Cuando llegamos al centro comercial de “La Vaguada” –punto de reunión convenido previamente–, era todavía una hora temprana de la tarde, y como estábamos en pleno verano, el calor apretaba de lo lindo. Después de los protocolarios besos y saludos decidimos sentarnos, las dos parejas, al aire libre, en la terraza de una cafetería, con el fin de tomar algo fresco mientras planeábamos cómo pasar el resto de la tarde. A nuestro alrededor la agitación y el bullicio eran considerables. Mucha gente estaba de vacaciones y los turistas inundaban las zonas principales de Madrid. Había bastante gente por la calle; los locales de copas o de tapeo estaban a rebosar, y la circulación en el punto más álgido del día. De manera que el bullicio y el alboroto general empezaban a convertirse en algo molesto; pero desde luego no era nada anormal en esas fechas, a esas horas del día y en el lugar en que nos hallábamos. Para Myriam, la compañera de Arturo, sin embargo la situación parece que resultó insoportable. Al principio sólo notamos que participaba cada vez menos en la conversación y su talante se iba haciendo más serio y concentrado. De repente, sin decir una sola palabra, se levantó de la mesa, y con toda parsimonia se dirigió al semáforo más próximo a nosotros, donde en ese momento los coches estaban parados, esperando a que la gente terminase de cruzar. Ella, con total naturalidad caminó despacio hasta situarse en mitad de la calzada, donde para sorpresa de todos los presentes y bochorno nuestro, se sentó en el suelo, adoptó la postura del loto y cerró los ojos, permaneciendo inmóvil y ajena a los pitidos de los coches y los improperios de los conductores. Éstos, en cuanto el semáforo se puso en verde, pretendían con inocencia continuar su marcha sin tener que aplastar a la insospechada meditadora, –aunque estoy seguro de que más de uno se planteó la posibilidad de ignorar la presencia de aquella extravagante individua y arrancar el coche, fuesen cuales fueran las consecuencias– por lo que su enfado era monumental. Entre los viandantes, los comentarios y las hipótesis, se movían entre lo divertido y lo sarcástico. Hubo quien sospechó una estratagema por parte del ayuntamiento para atraer turistas, otros una campaña publicitaria de algún producto de una multinacional extranjera, los más aviesos una broma de cámara oculta, y entre los más leídos apareció la conjetura de que se tratase de alguna manifestación artística de vanguardia o una performance. Nadie desde luego acertó con las verdaderas motivaciones de nuestra amiga Myriam.
Mientras tanto, la tez de Arturo, al ver la situación en que su chica se había colocado voluntariamente, adquirió una coloración próxima a la de un albino, y sus ojos, casi desorbitados, se dirigieron a los nuestros en busca de algún asidero que paliara su estupor. Ante la imposibilidad de encontrar una explicación racional para la situación que se había creado, tras el inicial momento de desorientación, los tres, casi al unísono, saltamos hacia el cuerpo físico –que no el astral que seguramente se encontraba en alguna región celeste– de Myriam, temerosos de encontrarnos ya al llegar, nada más que los pobres despojos de la desdichada criatura, apisonados por las máquinas de los inmisericordes automovilistas. Afortunadamente tuvimos tiempo de llegar junto a ella y agarrarla, Arturo y yo, por debajo de ambas axilas para transportarla en volandas –sin que ella deshiciese su postura y ni tan siquiera abriera los ojos–, sana y salva de regreso a su silla en la terraza del bar. Allí nos resultó difícil hacerla volver a nuestro vulgar y cotidiano mundo, ya que se empeñaba en continuar –sobre la silla– como una estatua viviente, sin inmutarse y sin pestañear; eso sí, manteniendo un ritmo absolutamente regular en su respiración. Cuando por fin conseguimos que renunciara, momentáneamente al menos, a su trascendental meditación, comprendimos cuán lejos nos encontrábamos –según ella– del elevado estado espiritual de la novia de Arturo. Así ella comenzó a lanzarnos todo tipo de improperios y después nos atribuyó la responsabilidad completa por el fracaso de su maniobra, que al parecer debería haber tenido importantísimas consecuencias en el orden natural y universal, y cuyo sentido pasó a explicarnos a continuación.
Por lo visto, el jaleo y la confusión propias de los lugares urbanos a determinadas horas del día constituye una muy perjudicial perturbación para la marcha normal de la energía espiritual del mundo, a la que ella se refería como el Chi Cósmico. Aquella tarde sentada con nosotros en la terraza de aquel centro comercial, Myriam había empezado a sentirse mal sin ningún motivo aparente; sin embargo no había tardado mucho en comprender que lo que la alteraba interiormente no era sino esa perturbación del mencionado Chi Cósmico que en aquel momento alcanzaba cotas muy elevadas por la locura de aquella aglomeración urbana que estaba teniendo lugar alrededor nuestro. El excesivo número de coches que se empeñaban en transitar por una vía a todas luces insuficiente para todos ellos; la esquizofrenia consumista de la gente que atiborraba los comercios, y la alienación de quienes, con viandas, alcohol o músicas estridentes, pretendían compensar la trivialidad de sus existencias, eran para ella la causa más que evidente de ese malestar interior que el universo le enviaba, instándola a poner algún remedio, aunque sólo fuera momentáneo, y dar además testimonio de la locura de la vida moderna. Ella había recordado en ese momento la historia de un maestro zen de la antigüedad, en la lejana China, que por medio de la sola meditación había conseguido restablecer la paz y el orden del Chi Cósmico en una remota región de su país donde la alteración de esa fuerza se revelaba a través de una prolongada sequía. Después de tres días de ayunos, rezos y meditaciones, el sabio había logrado recomponer el orden universal y la nieve había caído abundante sobre el país, manifestando así, en el mundo exterior, la paz interna restablecida2.
Myriam al parecer había comprendido al instante que esa inspiración no era casual y que ella había sido elegida para cumplir, en la enloquecida ciudad occidental en que nos encontrábamos, un papel análogo al del sabio maestro chino en su remoto país. Y, ni corta ni perezosa y sin pensárselo dos veces, adoptó como todos habíamos visto la misma estrategia espiritual, de eficacia probada –según ella–, para acabar en un santiamén con el caos urbanístico que nos rodeaba. Su contrariedad y enfado con nosotros eran además importantes, ya que decía no haber corrido en ningún momento ni el más mínimo peligro físico –a pesar de haberse sentado imprudentemente en mitad de la calzada–, y además lo que inicialmente eran el desconcierto y el enfado que su actitud había provocado entre conductores y peatones, se habría convertido, a poco que la hubiéramos dejado actuar, en armonía y paz. Así, los coches se habrían distribuido voluntariamente y de manera ordenada por las vías adyacentes o habrían renunciado a seguir su marcha, para no embotar la circulación. Los compradores compulsivos de los comercios habrían sentido el súbito arranque de volver a sus hogares o donar su dinero para causas benéficas. En las discotecas se habría sustituido el rock y el heavy por músicas exóticas y espirituales, mucho más reconfortantes para el alma, y en fin todo habría alcanzado un orden más humano y satisfactorio. Nosotros, en cambio, –según sus alteradas palabras– habíamos decidido violentar su libertad individual y abortar su altruista acción de una manera totalmente arbitraria e injustificada, típica del prepotente espíritu occidental. Tras lo cual pasó a anticiparnos que, en virtud de inexorables y ocultas leyes del universo y la vida, nosotros mismos sufriríamos en los días próximos las consecuencias de nuestro irresponsable modo de actuar, en la forma y lugar más inesperados.
Dicho lo cual, Myriam optó por marcharse sin despedirse siquiera del desconsolado Arturo, y dejándonos a todos con la boca abierta y sin saber cómo reaccionar.

1 TUSSET, Pablo, Sakamura, Corrales y los muertos rientes, Ediciones Destino, Barcelona 2009

2 Este episodio del sabio chino es real y fue recogido por el sinólogo Richard Wilhelm. Puede leerse en: JUNG, Carl Gustav. Los complejos y el inconsciente, Alianza Editorial, Madrid 1986, p. 401.

15 junio 2017

LA LEONA

Carmen Picazo Hernández


Corrían los primeros años del siglo XX.

La Leona era una gachí la mar de maja del barrio de Lavapiés. Había nacido en la calle del Sombrerete y fue bautizada en la parroquia de San Lorenzo. Era tan castiza y retrechera como cualquiera de las protagonistas de las zarzuelas ambientadas en la capital del reino. No se perdía ni una de las verbenas que jalonaban todo el verano de la Villa, donde era muy solicitada para bailar los chotis, polkas y demás.


Su nombre real era Leonor, pero, dado su carácter independiente y algo fiero, acabó siendo conocida en el barrio como la Leona. De momento no tenía novio, aunque había un gachó que la encandilaba. Sin embargo, un randa del barrio que estaba achicharrado por sus huesos la perseguía. La Leona, cuyo sobrenombre no había sido puesto en vano, le respondía dando zarpazos a diestro y siniestro. Pero ni por esas se amilanaba el pollo.

Él, sin embargo, siempre andaba poniéndose moños, no fuera a ser que en una de esas la Leona se rindiera, aunque bien es cierto que la temía más que a un nublado. Y mira que la Leona le decía que no le buscase cuestión, que como ella atinara a atizarle bien en cualquier momento, no le iba a salvar ni la paz ni la caridad.

El randa, que se llamaba Gregorio, cometía todas sus fechorías fuera del barrio, no fuera a ser que algún guindilla que le conociera bien y supiera donde vivía acabara por echarle el guante. Los guindillas del centro eran más lentos que la tartana del Chirri y por eso el Gregorio siempre se las apañaba para alzarse con el santo y la limosna.

Un día el Gregorio, que había andado de jarana y pimplado más de la cuenta, se atrevió a cerrar el paso a la Leona a su salida de la buñolería, donde ésta había ido para aprovisionarse del desayuno con aguardiente de toda la familia. En su osadía llegó a echarle los brazos encima. La Leona se defendió como gato panza arriba, chilló y pataleó, y al final llegaron los del orden y llevaron al Gregorio a la Prevención. Allí le conocía un guindilla, que preguntó: “¿No es este el Gregorio, el del robo de Santa Ana, el pinturero de las Vistillas?” Rápidamente le metieron en chirona para unos cuantos años, por algunos trabajitos que hiciera en su momento.

Y así fue como una prometedora carrera en la delincuencia, la del Gregorio, se vio frustrada por no haber sabido nadar y guardar la ropa y por acoso sexual. Colorín colorado, este cuento se ha acabado.

09 junio 2017

Mientras sale el tren


Jesús Ramos Alonso



Cuando se jubiló como maquinista del metro todos le decían. “qué suerte tienes Hilario, levantarte cuando quieras y hacer lo que te dé la gana”. Pero Hilario se despertaba a la hora de siempre, y a las ocho en punto ya estaba desayunando delante de la tele como un pasmarote. Nunca había leído un libro ni le veía la gracia a pegar saltitos en pantalón corto con un grupo de vejestorios, así que recorría errabundo la ciudad que le acogió cuando era un chaval y cuyas entrañas conocía tan bien. Pronto se dio cuenta de que andaba por un camino empedrado de días iguales y vacíos, que no llevaba a ninguna parte.
Cuando le flaquearon las fuerzas buscó una residencia barata en la periferia.
Una tarde en el grupo de terapia ocupacional proyectaron “La Gran Vía”, esa zarzuela en la que las calles y las plazas son personajes de carne y hueso; se quedó embobado viendo al Caballero de Gracia flirtear con la calle de Sevilla o al barrio de Pacífico buscando pelea y le causó tal impacto que empezó a imaginar vagones circulando por sus venas como si fueran las líneas del metropolitano.



Cuando acabó la función, bromeando, dijo que estaría gracioso hacer algo parecido; cada uno podía ser una calle o una plaza que reflejara su carácter. La ocurrencia dio en la diana y empezaron a repartirse los papeles. A una señora que se daba muchos aires le cayó el mote de “Princesa” y a otro que había sido mayordomo y andaba muy tieso le pusieron “Serrano”. Cada uno fue encajando en el libreto según y cómo le veía el resto. Un vejete muy irónico al que habían apodado “Quevedo”, y no precisamente por llevar gafas, dijo dirigiéndose a él,
Pues a ti te vamos a llamar “Vodafone”
Hilario sintió como si le hubieran pinchado el culo con un alfiler pero se limitó a torcer el gesto y a hacer mutis, con la esperanza de que el infausto nombrecito cayera en el olvido; Quevedo, que no le era muy simpático, tenía su séquito de incondicionales, así que pensó que resistirse habría sido peor; además todo el mundo le había oído despotricar de las franquicias extranjeras y del patrocinio de la compañía de móviles:
¡Asesinato de la puerta del sol!—había dicho entonces.
Pero el otro no perdía ocasión de endilgarle el mote: Vodafone por aquí, Vodafone por allá, en poco tiempo todo el mundo le llamaba así. Hasta que pasó lo que tenía que pasar: en un calentón, Hilario empujó el cochecito de ruedas de Quevedo por una rampa que había en el jardín, este se estampó contra un muro y le tuvieron que dar cinco puntos, aunque la peor parte se la llevó Hilario que se desmayó.
Cuando recobró el sentido, el médico le preguntó
¿Cómo estás Hilario?
Tengo algo raro en “sol”, doctor.
Señala donde—respondió el galeno, que en lugar de un fonendoscopio habría necesitado un plano de metro para atender a Hilario.
Vodafone se palpaba la línea 1 intentando reconocer la estación afectada bajo las musculosas avenidas pero…¡la estación había desaparecido!
La subida de tensión le produjo un derrame cerebral y lo que comenzó como una broma adquirió carta de naturaleza; perdió la cabeza y somatizó en su propio cuerpo la red de metro y Madrid al completo; cualquier cosa que veía en la tele la sentía en sus propias calles; si subían los índices de contaminación le entraba la tos y si se formaba un atasco por la operación salida empeoraba de la artrosis.
Estaba hospitalizado pues su vida corría peligro, pero aunque andaba ido y delirante, parecía feliz en su nuevo mundo.
En los escasos momentos de lucidez le asaltaban remordimientos de conciencia y, en uno de ellos, le dijo a la enfermera que llamaran a Quevedo. Este fue a verle un día que Hilario parecía regir, pues decía que no cagaba, en lugar de anunciar, como otras veces, una retención en Rivas-Vaciamadrid. Quevedo le llevó un recorte de periódico donde se anunciaba el final del patrocinio de la estación de metro de Sol y los dos viejos terminaron dándose un abrazo.
Cuando se quedó solo, Hilario volvió a leer la noticia mientras se llevaba la mano a la cabeza a la altura del derrame. Se acariciaba la zona como buscando algo, hasta que se detuvo en un punto haciendo una ligera presión con el dedo: una sonrisa iluminó su cara. Al poco rato, le dio otro telele que le dejó sentado en una silla. No volvió a recuperar la cordura, que por otro lado no le habría servido ya para nada y todavía hoy, inmóvil y con la mirada perdida, sigue en el metro de Sol esperando la llegada del tren.

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02 junio 2017

Convocatoria del II Premio La Foto del Verano


           A. L. R.


Se convoca el II Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid, el blog de Julio Sánchez Mingo, con arreglo a las siguientes bases:

1.- Podrán concurrir todas las personas que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad, con un máximo de 5 trabajos.

2.- Las fotografías presentadas deberá reunir las siguientes condiciones:
a) Ser originales e inéditas.
b) No haber sido premiadas ni estar participando en ningún otro certamen.
c) El tema es libre.

3.- Los originales se remitirán por correo electrónico, antes de las 24 horas del 30 de septiembre de 2017, a la dirección diariodemadrid@yahoo.com, con la mención en el asunto II Premio La Foto del Verano de Diario de Madrid. En el mensaje se indicarán los siguientes datos: nombre y apellidos del autor, su dirección, teléfono, dirección de correo electrónico y títulos de las imágenes.

4.- El editor de jsanchezmingo.blogspot.com designará al Jurado. Éste estará compuesto por un mínimo de tres personas y realizará la elección final de la obra ganadora.

5.- Antes del 30 de noviembre de 2017 se publicará el fallo del Jurado en jsanchezmingo.blogspot.com. Simultáneamente será comunicado por teléfono y correo electrónico al autor ganador, en cuyo momento se le informará también del lugar de entrega del correspondiente galardón, una aguada del insigne pintor Antonio Lago Rivera (1916-1990).
El trabajo vencedor será publicado en jsanchezmingo.blogspot.com en los días sucesivos a la proclamación del resultado, junto con una selección de obras presentadas al concurso.

6.- El premio no podrá declararse desierto. La decisión del Jurado será inapelable.

7.- No se mantendrá correspondencia con los autores de los trabajos presentados desde la publicación de la convocatoria hasta después del fallo del Jurado, excepto para la aclaración de cuestiones relativas a estas bases o a la correcta recepción de los trabajos presentados a concurso. La resolución de todas las cuestiones que puedan surgir o plantearse sobre este certamen son de exclusiva competencia del editor de jsanchezmingo.blogspot.com en calidad de convocante.

8.- La participación en este concurso supone el conocimiento y aceptación de las bases que lo regulan, así como el acatamiento de cuantas decisiones adopte el editor de jsanchezmingo.blogspot.com en lo relativo a su interpretación y aplicación.

Madrid, junio de 2017

Diario de Madrid, el blog de Julio Sánchez Mingo