La
imprevisible novia de Arturo
Javier
de Prada Pareja
Sentado en la terraza de un bar
cualquiera, una tarde bochornosa del verano madrileño. Begoña, mi
novia, se retrasa y empiezo a impacientarme. ¡Odio la falta de
puntualidad! Sobre todo porque yo no me la permito nunca; y sin
embargo compruebo con demasiada frecuencia que los demás no conceden
ninguna importancia al hecho de hacerte esperar unos cuantos minutos,
según su propia conveniencia. Begoña, naturalmente, no es una
excepción; y me resulta imposible hacerle comprender lo insufribles
que se me hacen los largos minutos que gracias a su capricho he de
perder día sí y día también.
No hace mucho leí un relato de
ficción1
en el que uno de los personajes, tras verse sometido a la inacción
durante unos treinta minutos por el retraso injustificado de un
compañero, una vez llegado éste, le hizo esperar un periodo de
tiempo idéntico, antes de iniciar, los dos, las tareas para las que
se habían reunido. Ni que decir tiene que el personaje en cuestión
era oriental –japonés para más señas–, y que el relato,
naturalmente, contenía una buena dosis de humor. No obstante a mí
me pareció enseguida una actitud completamente justificada y llena
de sabiduría, y en más de una ocasión he estado tentado de ponerla
en práctica, aunque al final ha predominado en mí una indolente
tolerancia; cuyo único resultado ha sido el de tener que someterme
continuamente la desconsideración de los demás.
Por fin aparece Begoña, veinte
minutos tarde y sin inmutarse, con la mayor naturalidad del mundo. En
un primer momento siento un deseo irrefrenable de lanzarme sobre su
blanco e indefenso cuello, sobre todo porque ayer mismo, debido a una
idéntica circunstancia, tuvimos una fuerte discusión que se
prolongó durante casi una hora, y cuyo principal efecto fue el de
amargarnos la tarde, a los dos, tras los inútiles reproches, las
ligeras e infundadas promesas de rectificación por su parte, y
alguna voz más alta que la otra, que también la hubo. Tras ese
primer impulso que acabo de mencionar, compruebo que carece
absolutamente de sentido repetir la misma estrategia del día
anterior, ya que amargarme de nuevo e inútilmente la jornada, me
resulta lindante con el masoquismo; de manera que en fracciones de
segundo y de forma semi-inconsciente pasan por mi cabeza otras
posibilidades:
-
1.- Asesinarla, en efecto, ya sea mediante el procedimiento de estrangulación, inicialmente considerado, o haciendo gala de una mayor sofisticación y planeando un envenenamiento que termine con ella de una manera lenta y dolorosa.
-
2.- Considerados los inconvenientes del punto anterior, y teniendo en cuenta que, la casi segura incomprensión de los demás me acarrearía consecuencias excesivamente gravosas, queda la posibilidad de cortar lisa y llanamente la relación que me une con Begoña, de una manera tajante e inmediata, en el momento en que ella llegue junto a mí, y sin dar siquiera tiempo a los habituales y cariñosos saludos.
-
3.- Apropiarme del ingenioso procedimiento punitivo, inventado para estas situaciones por el autor del relato al que me he referido antes, y así obligar a Begoña a estar junto a mí los siguientes veinte minutos en un mutismo absoluto y sometida a total inactividad. Éste es el punto más complicado de llevar a la práctica puesto que estoy seguro de que Begoña utilizaría sus mil y un recursos para sacarme de mis casillas, y al final todo se convertiría en una repetición de la situación de ayer, es decir, la de amargarnos la tarde tras una hora de inútil discusión.
-
4.- No hacer nada.
Tras el instantáneo examen de las
posibilidades anteriores elijo, no sé si por puro sentido práctico,
por indolencia o por cobardía, la posibilidad 4. Y así beso el
piquito
de Begoña que ella me ofrece con irritante naturalidad y paso a otro
asunto que aleja de mi cabeza el enfado anterior.
– Estaba mirando la cartelera. Ya
que no tenemos nada especial que hacer, podríamos ir al cine. – Le
propongo con normalidad.
– Antes de nada, por favor, pídeme
algo fuerte; he venido en metro, y entre la aglomeración de gente y
el calor, estoy medio asfixiada y necesito reanimarme. – Contesta
ella.
Hago una señal con la mano al chico
sudamericano que atiende las mesas y le pido una CocaCola Zero –esa
es la idea que tiene Begoña de lo que es “algo
fuerte”–, que no
tarda mucho en estar sobre la mesa, a disposición de la mano
temblorosa de mi sufrida chica.
En ese momento sin embargo suena el
móvil, de manera quizás sumamente oportuna. Es mi amigo Arturo que
nos propone reunirnos con él y su reciente novia Myriam para pasar
juntos la tarde. Cuando cuelgo, Begoña, que ha oído toda la
conversación, dice:
– Era Arturo ¿verdad? No habrás
quedado con ellos. Sabes que no soporto a esa nueva amiga suya que
parece gustarle tanto, pero que es una esnob insufrible.
– No seas así, mujer. Sabes que
Arturo es uno de mis mejores amigos; y además hemos pasado con él
un montón de buenos momentos.
– No te lo discuto. Pero eso fue
antes de que empezase a salir con esa Myriam o como se llame su nueva
novia.
- Reconozco que Myriam es un poco
peculiar, pero … – Digo yo intentando quitar importancia al
asunto.
- ¿A qué llamas tú peculiar?
¿A estar todo el tiempo hablando de prácticas meditativas
orientales? ¿O a que de vez en cuando, y en los momentos más
inesperados, se arranque a canturrear uno de esos mantras
que, según dice, la ponen en conexión y armonía instantánea con
el universo entero?
La verdad es que Begoña tenía
razón. La tal Myriam era más rara que un perro verde, como se suele
decir; y más que una esnob, como la había calificado mi novia,
cabría pensar de ella que estaba algo desequilibrada. No obstante
desde hacía un par de meses había conseguido enamorar a Arturo, de
manera incomprensible para nosotros, ya que nuestro amigo había
sido desde siempre la persona más natural y animada del mundo. Ahora
sin embargo, bajo la influencia de su chica, había empezado él
también a interesarse por todo tipo de prácticas semi-místicas y
esotéricas, de diversa procedencia, y que según ellos tenían los
más variados efectos sobre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. A
pesar de todo Arturo continuaba siendo una persona de trato
agradable, y su fiebre momentánea por el esoterismo no había
alterado todavía su comportamiento mundano, al contrario de lo que
con demasiada frecuencia exhibía su novia. Por otra parte yo no
quería indisponerme con mi amigo, además de que no teníamos ningún
plan definido para aquella tarde, por lo que, tras unos minutos más
de discusión, terminé por convencer a Begoña de que nos
reuniéramos con la peculiar pareja, según había yo convenido con
Arturo unos minutos antes.
Cuando llegamos al centro comercial
de “La Vaguada”
–punto de reunión convenido previamente–, era todavía una hora
temprana de la tarde, y como estábamos en pleno verano, el calor
apretaba de lo lindo. Después de los protocolarios besos y saludos
decidimos sentarnos, las dos parejas, al aire libre, en la terraza de
una cafetería, con el fin de tomar algo fresco mientras planeábamos
cómo pasar el resto de la tarde. A nuestro alrededor la agitación y
el bullicio eran considerables. Mucha gente estaba de vacaciones y
los turistas inundaban las zonas principales de Madrid. Había
bastante gente por la calle; los locales de copas o de tapeo estaban
a rebosar, y la circulación en el punto más álgido del día. De
manera que el bullicio y el alboroto general empezaban a convertirse
en algo molesto; pero desde luego no era nada anormal en esas fechas,
a esas horas del día y en el lugar en que nos hallábamos. Para
Myriam, la compañera de Arturo, sin embargo la situación parece que
resultó insoportable. Al principio sólo notamos que participaba
cada vez menos en la conversación y su talante se iba haciendo más
serio y concentrado. De repente, sin decir una sola palabra, se
levantó de la mesa, y con toda parsimonia se dirigió al semáforo
más próximo a nosotros, donde en ese momento los coches estaban
parados, esperando a que la gente terminase de cruzar. Ella, con
total naturalidad caminó despacio hasta situarse en mitad de la
calzada, donde para sorpresa de todos los presentes y bochorno
nuestro, se sentó en el suelo, adoptó la postura del loto y cerró
los ojos, permaneciendo inmóvil y ajena a los pitidos de los coches
y los improperios de los conductores. Éstos, en cuanto el semáforo
se puso en verde, pretendían con inocencia continuar su marcha sin
tener que aplastar a la insospechada meditadora, –aunque estoy
seguro de que más de uno se planteó la posibilidad de ignorar la
presencia de aquella extravagante individua y arrancar el coche,
fuesen cuales fueran las consecuencias– por lo que su enfado era
monumental. Entre los viandantes, los comentarios y las hipótesis,
se movían entre lo divertido y lo sarcástico. Hubo quien sospechó
una estratagema por parte del ayuntamiento para atraer turistas,
otros una campaña publicitaria de algún producto de una
multinacional extranjera, los más aviesos una broma de cámara
oculta, y entre los más leídos apareció la conjetura de que se
tratase de alguna manifestación artística de vanguardia o una
performance.
Nadie desde luego acertó con las verdaderas motivaciones de nuestra
amiga Myriam.
Mientras tanto, la tez de Arturo,
al ver la situación en que su chica se había colocado
voluntariamente, adquirió una coloración próxima a la de un
albino, y sus ojos, casi desorbitados, se dirigieron a los nuestros
en busca de algún asidero que paliara su estupor. Ante la
imposibilidad de encontrar una explicación racional para la
situación que se había creado, tras el inicial momento de
desorientación, los tres, casi al unísono, saltamos hacia el cuerpo
físico –que no el astral que seguramente se encontraba en alguna
región celeste– de Myriam, temerosos de encontrarnos ya al
llegar, nada más que los pobres despojos de la desdichada criatura,
apisonados por las máquinas de los inmisericordes automovilistas.
Afortunadamente tuvimos tiempo de llegar junto a ella y agarrarla,
Arturo y yo, por debajo de ambas axilas para transportarla en
volandas –sin que ella deshiciese su postura y ni tan siquiera
abriera los ojos–, sana y salva de regreso a su silla en la terraza
del bar. Allí nos resultó difícil hacerla volver a nuestro vulgar
y cotidiano mundo, ya que se empeñaba en continuar –sobre la
silla– como una estatua viviente, sin inmutarse y sin pestañear;
eso sí, manteniendo un ritmo absolutamente regular en su
respiración. Cuando por fin conseguimos que renunciara,
momentáneamente al menos, a su trascendental meditación,
comprendimos
cuán lejos nos encontrábamos –según ella– del elevado
estado espiritual de la novia de Arturo. Así ella comenzó a
lanzarnos todo tipo de improperios y después nos atribuyó la
responsabilidad completa por el fracaso de su maniobra, que al
parecer debería haber tenido importantísimas consecuencias en el
orden natural y universal, y cuyo sentido pasó a explicarnos a
continuación.
Por lo visto, el jaleo y la
confusión propias de los lugares urbanos a determinadas horas del
día constituye una muy perjudicial perturbación para la marcha
normal de la energía espiritual del mundo, a la que ella se refería
como el Chi Cósmico.
Aquella tarde sentada con nosotros en la terraza de aquel centro
comercial, Myriam había empezado a sentirse mal sin ningún motivo
aparente; sin embargo no había tardado mucho en comprender que lo
que la alteraba interiormente no era sino esa perturbación del
mencionado Chi Cósmico
que en aquel momento alcanzaba cotas muy elevadas por la locura de
aquella aglomeración urbana que estaba teniendo lugar alrededor
nuestro. El excesivo número de coches que se empeñaban en transitar
por una vía a todas luces insuficiente para todos ellos; la
esquizofrenia consumista de la gente que atiborraba los comercios, y
la alienación de quienes, con viandas, alcohol o músicas
estridentes, pretendían compensar la trivialidad de sus existencias,
eran para ella la causa más que evidente de ese malestar interior
que el universo le enviaba, instándola a poner algún remedio,
aunque sólo fuera momentáneo, y dar además testimonio de la locura
de la vida moderna. Ella había recordado en ese momento la historia
de un maestro zen de la antigüedad, en la lejana China, que por
medio de la sola meditación había conseguido restablecer la paz y
el orden del Chi Cósmico
en una remota región de su país donde la alteración de esa fuerza
se revelaba a través de una prolongada sequía. Después de tres
días de ayunos, rezos y meditaciones, el sabio había logrado
recomponer el orden universal y la nieve había caído abundante
sobre el país, manifestando así, en el mundo exterior, la paz
interna restablecida2.
Myriam al parecer había comprendido
al instante que esa inspiración no era casual y que ella había sido
elegida para cumplir, en la enloquecida ciudad occidental en que nos
encontrábamos, un papel análogo al del sabio maestro chino en su
remoto país. Y, ni corta ni perezosa y sin pensárselo dos veces,
adoptó como todos habíamos visto la misma estrategia espiritual, de
eficacia probada –según ella–, para acabar en un santiamén con
el caos urbanístico que nos rodeaba. Su contrariedad y enfado con
nosotros eran además importantes, ya que decía no haber corrido en
ningún momento ni el más mínimo peligro físico –a pesar de
haberse sentado imprudentemente en mitad de la calzada–, y además
lo que inicialmente eran el desconcierto y el enfado que su actitud
había provocado entre conductores y peatones, se habría convertido,
a poco que la hubiéramos dejado actuar, en armonía y paz. Así, los
coches se habrían distribuido voluntariamente y de manera ordenada
por las vías adyacentes o habrían renunciado a seguir su marcha,
para no embotar la circulación. Los compradores compulsivos de los
comercios habrían sentido el súbito arranque de volver a sus
hogares o donar su dinero para causas benéficas. En las discotecas
se habría sustituido el rock y el heavy por músicas exóticas y
espirituales, mucho más reconfortantes para el alma, y en fin todo
habría alcanzado un orden más humano y satisfactorio. Nosotros, en
cambio, –según sus alteradas palabras– habíamos decidido
violentar su libertad individual y abortar su altruista
acción de una manera
totalmente arbitraria e injustificada, típica del prepotente
espíritu occidental.
Tras lo cual pasó a anticiparnos que, en virtud de inexorables y
ocultas leyes del universo y la vida, nosotros mismos sufriríamos en
los días próximos las consecuencias de nuestro irresponsable modo
de actuar, en la forma y lugar más inesperados.
Dicho lo cual, Myriam optó por
marcharse sin despedirse siquiera del desconsolado Arturo, y
dejándonos a todos con la boca abierta y sin saber cómo reaccionar.
1 TUSSET,
Pablo, Sakamura, Corrales y los muertos rientes, Ediciones
Destino, Barcelona 2009
2 Este
episodio del sabio chino es real y fue recogido por el sinólogo
Richard Wilhelm. Puede leerse en:
JUNG,
Carl Gustav. Los
complejos y el inconsciente,
Alianza Editorial, Madrid 1986, p. 401.
Un buen relato corto para una tarde de verano
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