Mientras
sale el tren
Jesús Ramos Alonso
Cuando se jubiló como maquinista del
metro todos le decían. “qué
suerte tienes Hilario, levantarte cuando quieras y hacer lo que te dé
la gana”. Pero Hilario se despertaba a la hora de siempre, y a las
ocho en punto ya estaba desayunando delante de la tele como un
pasmarote. Nunca había leído un libro ni le veía la gracia a pegar
saltitos en pantalón corto con un grupo de vejestorios, así que
recorría errabundo la ciudad que le acogió cuando era un chaval y
cuyas entrañas conocía tan bien. Pronto se dio cuenta de que andaba
por un camino empedrado de días iguales y vacíos, que no llevaba a
ninguna parte.
Cuando le flaquearon las fuerzas buscó
una residencia barata en la periferia.
Una tarde en el grupo de terapia
ocupacional proyectaron “La Gran Vía”, esa zarzuela en la que
las calles y las plazas son personajes de carne y hueso; se quedó
embobado viendo al Caballero de Gracia flirtear con la calle de
Sevilla o al barrio de Pacífico buscando pelea y le causó tal
impacto que empezó a imaginar vagones circulando por sus venas como
si fueran las líneas del metropolitano.
Cuando acabó la función, bromeando,
dijo que estaría gracioso hacer algo parecido; cada uno podía ser
una calle o una plaza que reflejara su carácter. La ocurrencia dio
en la diana y empezaron a repartirse los papeles. A una señora que
se daba muchos aires le cayó el mote de “Princesa” y a otro que
había sido mayordomo y andaba muy tieso le pusieron “Serrano”.
Cada uno fue encajando en el libreto según y cómo le veía el
resto. Un vejete muy irónico al que habían apodado “Quevedo”, y
no precisamente por llevar gafas, dijo dirigiéndose a él,
—Pues a ti te vamos a llamar “Vodafone”
Hilario sintió como si le hubieran
pinchado el culo con un alfiler pero se limitó a torcer el gesto y a
hacer mutis, con la esperanza de que el infausto nombrecito cayera en
el olvido; Quevedo, que no le era muy simpático, tenía su séquito
de incondicionales, así que pensó que resistirse habría sido peor;
además todo el mundo le había oído despotricar de las franquicias
extranjeras y del patrocinio de la compañía de móviles:
— ¡Asesinato de la puerta del
sol!—había dicho entonces.
Pero el otro no perdía ocasión de
endilgarle el mote: Vodafone por aquí, Vodafone por allá, en poco
tiempo todo el mundo le llamaba así. Hasta que pasó lo que tenía
que pasar: en un calentón, Hilario empujó el cochecito de ruedas de
Quevedo por una rampa que había en el jardín, este se estampó
contra un muro y le tuvieron que dar cinco puntos, aunque la peor
parte se la llevó Hilario que se desmayó.
Cuando recobró el sentido, el médico
le preguntó
— ¿Cómo estás Hilario?
— Tengo algo raro en “sol”, doctor.
— Señala donde—respondió el galeno,
que en lugar de un fonendoscopio habría necesitado un plano de metro
para atender a Hilario.
Vodafone se palpaba la línea 1
intentando reconocer la estación afectada bajo las musculosas
avenidas pero…¡la estación había desaparecido!
La subida de tensión le produjo un
derrame cerebral y lo que comenzó como una broma adquirió carta de
naturaleza; perdió la cabeza y somatizó en su propio cuerpo la red
de metro y Madrid al completo; cualquier cosa que veía en la tele la
sentía en sus propias calles; si subían los índices de
contaminación le entraba la tos y si se formaba un atasco por la
operación salida empeoraba de la artrosis.
Estaba hospitalizado pues su vida corría
peligro, pero aunque andaba ido y delirante, parecía feliz en su
nuevo mundo.
En los escasos momentos de lucidez le
asaltaban remordimientos de conciencia y, en uno de ellos, le dijo a
la enfermera que llamaran a Quevedo. Este fue a verle un día que
Hilario parecía regir, pues decía que no cagaba, en lugar de
anunciar, como otras veces, una retención en Rivas-Vaciamadrid.
Quevedo le llevó un recorte de periódico donde se anunciaba el
final del patrocinio de la estación de metro de Sol y los dos viejos
terminaron dándose un abrazo.
Cuando se quedó solo, Hilario volvió a
leer la noticia mientras se llevaba la mano a la cabeza a la altura
del derrame. Se acariciaba la zona como buscando algo, hasta que se
detuvo en un punto haciendo una ligera presión con el dedo: una
sonrisa iluminó su cara. Al poco rato, le dio otro telele que le
dejó sentado en una silla. No volvió a recuperar la cordura, que
por otro lado no le habría servido ya para nada y todavía hoy,
inmóvil y con la mirada perdida, sigue en el metro de Sol esperando
la llegada del tren.
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Maravillosa historia!
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