Obra
ganadora del VIII
Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid
YACO
José
Luis Chaparro
—Buenas
tardes ¿puedo sentarme un rato? —pregunté con la convicción de
que aceptaría y así fue aunque, como era su costumbre, lo hizo con
un leve gesto de su mano temblorosa.
Siempre
ocupaba el mismo banco del jardín donde pasaba horas mirando al
vacío y, de vez en cuando, manteníamos breves charlas.
—Mi
hija tiene tu edad. Mi hijo es un poco más joven —dijo mirando al
suelo.
—¿Usted
sabe mi edad?
—No
—respondió tajante—. Calcular la edad de una mujer nunca fue mi
fuerte.
Para
nosotros era «Yaco». Un apodo para el viejo más pesado de la
residencia, por su manía de repetir siempre la misma frase: «Me
metieron aquí para dejarme morir».
Debía
ser verdad. En los cinco años que llevaba ingresado, nunca vinieron
a visitarle.
—¿Se
encuentra mal?
—No.
¿Sabes? Yo también fui joven una vez y aunque ya había oído algo
al respecto, nunca pensé que resultara tan triste saber que no le
importas a nadie.
—A
nosotros nos importa.
Yaco
solía dejarme sin argumentos. Yo podría inventar que su hijo era un
personaje importante al que le faltaba tiempo porque estaba
continuamente de viaje, que su hija ocupaba un cargo de mucha
responsabilidad en una empresa multinacional, que ambos estaban
tranquilos porque tenían la seguridad de que recibía todo el
cuidado
que
necesitaba… pero incluso a mí me sonaría a falso, por lo que
decidí guardar silencio como cada vez que hablaba de su soledad.
—¿Me
harías un favor? —dijo mirándome a la cara.
—¡Por
supuesto!
—¿Cualquier
favor?
—Cualquier
favor—respondí con sinceridad—, siempre que no se enfade si
ahora le hago una confidencia.
Aunque
no respondió, creí que era el momento de hacerle una revelación.
Yaco era un viejo entrañable. Jamás representó ningún problema.
Solía decir que comprendía que éramos trabajadoras y que, aunque
solo fuera por eso, merecíamos todo el respeto.
—¿Usted
sabe que le pusimos un mote cariñoso? Le llamamos «Yaco», pero si
le molesta…
—¿Yaco?
—Sí.
Los yacos son loros muy divertidos y cariñosos, además de ser
capaces de establecer lazos sentimentales con las personas que están
a su alrededor, pero sobre todo, son capaces de aprender palabras y
repetirlas. A alguien se le ocurrió cuando le oyó repetir con
insistencia: «Me metieron aquí para dejarme morir».
Yaco
sonrió. Era la primera vez que le veía sonreír. Aunque jamás le
conocí un mal gesto, solía adoptar una actitud reflexiva y pocas
veces expresaba alegría.
—Me
gusta —dijo moviendo la cabeza para asentir—. Así que Yaco ¿eh?,
me gusta.
—Y
hablando de ese favor que quería pedirme, ¿de qué se trata?
—Todo
a su tiempo… jovencita. Todo, a su debido tiempo.
—¿A
qué se dedicaba usted? ¿Cuál era su profesión? —dije, tanto por
saciar mi curiosidad, como para proponer un tema de conversación. Su
respuesta me dejó perpleja:
—Era
pintor. No como Goya, ni Picasso, pero aunque no lo creas al observar
el temblor de mis manos, llegué a adquirir cierta fama.
—Según
tengo entendido, los artistas nunca se jubilan. ¿Ya no pinta?
—Hace
años —respondió—. Justo desde el día en el que…
Intuí
lo que diría a continuación y lo pronunciamos al unísono: «¡¡Me
metieron aquí para dejarme morir!!».
Antes
solo fue una tímida sonrisa. Esta vez soltó una carcajada, al mismo
tiempo que conseguía repetir: «Yaco, Yaco…».
Aún
con la sonrisa en mi cara, me incorporé del asiento, nos despedimos
y me alejé hacia el edificio. Había tomado una decisión y esperaba
con ansiedad el momento de hacerla efectiva.
La
siguiente tarde encontré a Yaco en el lugar de siempre. Sin pedir
permiso, tomé asiento junto a él y le entregué un paquete que
aceptó con naturalidad. Con el ímpetu de un niño que no puede
reprimir su curiosidad, rasgó el papel que lo envolvía.
Estaba
preparada para su negativa, para insistir en que lo aceptara, pero no
para sus lágrimas. Yaco me miró y aún con la voz entrecortada,
solo acertó a decir: «Gracias».
Se
trataba de un modesto maletín de pinturas al óleo, junto con un
pequeño lienzo en blanco.
Ya
algo repuesto, susurró: «No recuerdo la última vez que se me
concedió un deseo». Fueron unas palabras que se me quedaron en el
alma.
—Hace
años, un inglés se enamoró de una de mis obras. Se trataba de un
cuadro en el que aparecía mi hija, de espaldas, observando el mar.
Quiso comprarlo sin ni siquiera preguntar el precio y me negué.
Trabajaba para una galería de Londres y al poco tiempo volvió a
contactar conmigo. Quería una trilogía de mujeres observando el
mar. Pinté a tres desconocidas y me pagó una fortuna por ellos. A
saber dónde estarán ahora esas cuatro mujeres.
—¿Cuatro
mujeres?
—Sí.
Mi hija y las otras tres —dijo denotando una profunda tristeza.
Mientras
hablaba, acariciaba los tubos con las yemas de sus dedos, una y otra
vez, extasiado como si fueran pequeños lingotes de oro. Observé que
cuando lo hacía, desaparecía el temblor y su pulso era firme.
—Sé
que no son de gran calidad, pero… —me excusé.
—No
te preocupes. La calidad es lo menos importante. Hay detalles que no
pueden pagarse con dinero y este es uno de ellos. Imagina que un
escultor recibiera como regalo un trozo de madera. A los ojos de los
demás se trataría de un obsequio sin ningún valor, pero sus manos
podrían convertirlo en una hermosa obra de arte.
Como
casi siempre, yo me sentía incapaz de rebatir sus argumentos.
—Hay
un científico extranjero que afirma que con
una simple muestra de sangre puede ver, en el plasma sanguíneo, una
especie de reloj de arena que marca la cuenta atrás, con lo que
podría predecir la muerte.
—¿Eso
es cierto? —pregunté sobresaltada.
—No
lo sé. Supongo que ese científico sabrá si es verdad o si por el
contrario solo es un farsante que solo busca protagonismo.
—A
mí no me gustaría saberlo ¿y a usted?
—Tengo
la impresión de que, me guste o no, lo sabré algún tiempo antes de
que llegue mi hora. En cualquier caso, me metieron aquí para… —se
detuvo y sonrió, mientras volvía a acariciar los tubos de óleo.
—¿Por
qué cree que lo sabrá?
Esperaba
una respuesta, pero no la que recibí:
—Ya
me ocurrió en el pasado. Hace casi veinte años me encontraba en una
galería de París a la que había sido invitado. Iba a firmar un
contrato muy importante cuando sentí que debía volver a casa. No
asistí a la firma, tomé un avión y regresé, aunque no a tiempo.
Mi esposa había fallecido de forma repentina en el mismo instante en
el que tuve aquella extraña necesidad de volver. Mis hijos nunca me
perdonaron
el no haber estado junto a su madre en aquellos momentos. Era ella la
que siempre mantuvo unida a la familia.
—Lo
siento. No debí preguntar.
—No
te preocupes. Necesitaba hablar de ello. Nunca me consideré
culpable, pero eso ya no importa.
Durante
varias semanas seguimos conversando sobre temas triviales, hasta que
una tarde me sorprendió:
—¿Recuerdas
que prometiste hacerme un favor? Creo que ha llegado el momento.
—Usted
dirá.
—Quiero
que mañana por la tarde, sobre esta hora, me saques de aquí para
pasear por un parque cualquiera.
—¿Como
si fuéramos dos enamorados paseando al atardecer?, —bromeé—. Si
se trata de eso, no creo que haya ningún problema.
Asintió
con una sonrisa de agradecimiento.
Por
una extraña casualidad, ambos coincidimos en la idea de presentarnos
vestidos como si fuera un día de fiesta. Yaco llevaba un anticuado
pero elegante traje de chaqueta. Yo, el vestido que guardaba para
ocasiones muy especiales. No dudé en colgarme de su brazo y salimos
a la calle.
Yaco
parecía bastante más animado, a pesar de que durante nuestro paseo,
mencionó en varias ocasiones a su esposa fallecida y a sus dos hijos
a los que no veía desde hacía años.
Tomamos
asiento en el mejor asiento del parque, desde donde observamos cómo
el sol comenzaba a ser engullido por las copas de los árboles. Yaco
sacó de su bolsillo un sobre cerrado y me lo entregó mientras
decía: «Es una carta. Confío en ti. Sé que
sabrás
quién debe recibirla».
Se
recostó en el respaldo del banco, tomó mis manos entre las suyas y
sonrió. Su expresión era serena. Instantes después, su corazón
dejó de latir y sentí un profundo dolor.
Después
de los formalismos regresé a la residencia donde me fue entregado un
paquete. Con la misma vehemencia con la que Yaco desenvolvió mi
regalo semanas atrás, descubrí el hermoso cuadro que había pintado
para mí: era yo misma, sentada en el banco del jardín, con un
magnífico ejemplar de loro gris de cola roja posado sobre mi
antebrazo. No pude evitar las lágrimas.
Aún
conservo el sobre cerrado, con la carta que Yaco me entregó hace
meses cuando me aseguró que, llegado el momento, yo sabría quién
debería recibirla.
Me
gusta pensar que en ella Yaco escribió que, en sus últimas semanas…
fue feliz.