La noche de San Juan
Pedro Navazo
Sin engaños: la noche de San Juan es la más corta del año.
La segunda fiesta en importancia en La Aldea, -después de la de Nuestra Señora de La Asunción, el día 15 de agosto, en la que se honraba a la Patrona con una Romería que acogía a todos los clanes familiares y reunía, por la tarde en la verbena, gente de todos los alrededores-, era la Noche de San Juan.
Como no podía ser de otra forma, el gran protagonista de la fiesta era el fuego, cuyo fin no sólo era rendir culto al sol, sino también purificar las malas acciones cometidas durante todo el año.
Todo el pueblo, a partir de las diez de la noche, se reunía en la Plaza frente a la iglesia, y en torno a la hoguera cogidos de la mano y con los ojos brillando como estrellas centinelas, con cánticos y pasos de danza, daban vueltas a su alrededor mientras ardía cualquier tipo de objeto (ropa vieja, papeles, muebles retirados, enseres…) que representara un mal recuerdo, y así poder exorcizar los malos sucesos de los doce meses anteriores:
Señor San Juan ...
Señor San Juan, hoy es noche del Señor San Juan.
¡Viva la danza y los que en ella están!
Señor San Juan …
La flor del agua no la cogerán.
¡Viva la danza y los que en ella están!
Señor San Juan …
En la bodega no se amasa el pan.
¡Viva la danza y los que en ella están!
Señor San Juan …
ya en la hoguera no hay que quemar.
¡Viva la danza y los que en ella están
Después de la danza, a medida que las llamas se iban extinguiendo, se daba paso a la tradición de saltar tres veces por encima de la hoguera. Más tarde, cuando todo el mundo había realizado el ritual, se sacaban patatas, que previamente se habían enterrado entre los rescoldos, y se ofrecían de forma simbólica a todos los asistentes como un deseo de que tuvieran alimento suficiente durante todo el año.
Terminada la hoguera, era también costumbre entre las mujeres reunirse en corros de vecinas y esperar en la calle hasta que amaneciera, mientras cantaban, se contaban historias o jugaban a las cartas:
Mañanitas de San Juan
mañanitas sanjuaneras,
antes de salir el sol
en la calle gente espera.
Una de las historias que un año sí y otro también se contabas en aquellos corros, era la del pueblo de La Vega: un pequeño municipio enclavado en el mismo corazón del valle, que tuvo que ser sumergido por las aguas de un pantano que se construyó (hacía casi treinta años) para abastecer a todo el contorno.
La fama de La Vega venía precedida por el original sistema de vida que habían implantado sus vecinos: donde las decisiones asamblearias, el trabajo cooperativo, el trueque como única moneda de cambio y la venta de los productos de su vega (en el mercado que cada jueves se organizaba en el pórtico de la iglesia, y que se encargaban de anunciar las campanas de su torre por todo el valle para atraer a los pueblos vecinos), eran las enseñas de su subsistencia.
Poco antes de que tuvieran que abandonar definitivamente el pueblo, después de una infructuosa y limitada resistencia con la Administración, decidieron adelantar unos meses la fiesta de su Patrón, San Juan. Con una merienda de hermandad y una gran hoguera que duró hasta la madrugada (que no fue capaz de secar las lágrimas de todos ellos), despidieron al pueblo que los vio nacer, y en el que estaban enterrados sus padres, mientras las campanas, que no cesaron de repicar durante toda la noche, transmitían en su eco un gemido de dolor por todo el valle.
Desde entonces, seguía contando la historia, cada noche de San Juan, al amanecer el día, se podían divisar en el pantano, entre la niebla, las siluetas emergentes de las casas de La Vega, y escuchar el sonido de sus campanas, lastimero y lento.
Con la llegada del alba, después de contemplar la salida del sol, porque - según afirmaban- ese día era el único del año que el astro rey lo hacía dando vueltas sobre si mismo, todas las mujeres participaban de la solemnidad misteriosa de lavarse con agua mezclada con pétalos de flores, que habían depositado en palanganas y mantenido a la intemperie: el agua, que se pegaba a su piel con un escalofrío y las envolvía en la suavidad olorosa de los pétalos, las transfería la firme convicción de haber arrancado a las flores su belleza.
Concluida la ceremonia, para empezar bien el día y renovar energías, se daba paso al “tentempié”, que consistía en la degustación de las “Juninas”: unas rosquillas que se hacían para celebrar la ocasión, elaboradas friendo en abundante aceite una masa hecha con harina, azúcar, huevos, aceite y regada con un vaso de coñac, y que se acompañaban con una copita de mistela:
El veinticuatro de junio
le cantamos a San Juan,
celebrando con orgullo
las sanjuaneras están.
Por su parte, una vez que la gente se había recogido ya en sus casas, con la obscuridad de la noche y el sigilo como aliados, los mozos asaltaban todos los jardines y los huertos del pueblo y, con los ramos de flores que después armaban, se encargaban de engalanar las ventanas de las chicas que querían conquistar. Aunque no todo eran flores, pues aquellas que, a ojos de los mozos, rezumaban arrogancia y se las daban de intocables, se levantaban al día siguiente con su balcón repleto de cardos:
Mañanitas de San Juan
madruga, niña, temprano,
a entregar el corazón
al galán que puso el ramo.
Asimismo, de aquella noche, recuerdo la tradición que llevaba a cabo la tía Asunción de colocar en una ventana, al fresco, un vaso con agua y un huevo dentro. Se rezaban luego nueve avemarías, se pedía lo que se quisiera, sin abrir la boca y sin mover los labios (sólo con el pensamiento), y por la mañana, al escarchar el huevo, en el agua quedaba pintada una figura que había que saber interpretar, y relacionarla con el deseo.
El abuelo, por su cuenta, además de presenciar la hoguera y de jactarse de que cuando él era mozo la saltaba cuando la lengua de las llamas aún estaba alta, al día siguiente, en su infalible recorrido de cada madrugada, bebía siete sorbos de agua del primer manantial del monte que encontraba para conservar el cabello.
Y otra anécdota, salpicada de misterio y brujería, era la de Maruja, una vecina del pueblo, viuda y sin hijos, que vivía sola y tenía cierta fama de curandera. Se contaba que esa noche, en la que se suponía también que las puertas de los dos mundos se abrían, se comunicaba con sus familiares fallecidos. Para ello –decían- se ponía frente a un espejo, con la luz apagada y con los ojos cerrados, y cuando los abría, a las doce en punto, quedaba reflejada en el cristal del espejo la imagen de la persona con la que deseaba contactar.A mí, aunque era un niño y no entendía todavía el significado de todos aquellos rituales, aparte de parecerme una fiesta mágica llena de misterios, la noche de San Juan, con el olor a ceniza, con aquellos baños de agua perfumada y con el aroma de las flores y de las rosquillas que salían de la sartén recién hechas, era el inicio del verano: se abría un preámbulo hermoso, que coincidía con las vacaciones y mi veraneo en La Aldea junto al abuelo.
23 de junio de 2014
Preciosas historias muy bien contadas
ResponderEliminarMe encantan todo este tipo de tradiciones. Es una pena que se vayan perdiendo. Nosotros quemamos romero en la hoguera y recitamos”Romero quemo, romero quemo, que se vaya lo malo y venga lo bueno” . Abrazos
ResponderEliminar¡Que recuerdos de la noche mágica de San Juan! En mi pueblo también poníamos patatas para asar, pero nunca supe su significado: hoy, por fin, me he enterado al leer el relato. Gracias
ResponderEliminarEstupenda recopilación de ritos de la noche más corta del año. Mi abuela era también de las que ponían un huevo al fresco, y nos decía que por la mañana se transformaba en un barco.
ResponderEliminar¡Buen relato!
Precioso y nostálgico relato de la noche de San Juan. De algunas historias que se narran nunca había oído hablar. Lo que más recuerdo son los bailes de la verbena que duraba hasta altas horas de la madrugada.
ResponderEliminarPruden Marcos
Preciosas y nostálgicas historias de la noche de San Juan. Algunas de ellas no las había oído. Nosotras escribíamos tres deseos en un papel, y luego lo arrojábamos a la hoguera.
ResponderEliminarNati