12 junio 2024

 

Obra ganadora del VIII Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid


YACO

José Luis Chaparro



Buenas tardes ¿puedo sentarme un rato? —pregunté con la convicción de que aceptaría y así fue aunque, como era su costumbre, lo hizo con un leve gesto de su mano temblorosa.

Siempre ocupaba el mismo banco del jardín donde pasaba horas mirando al vacío y, de vez en cuando, manteníamos breves charlas.

Mi hija tiene tu edad. Mi hijo es un poco más joven —dijo mirando al suelo.

¿Usted sabe mi edad?

No —respondió tajante—. Calcular la edad de una mujer nunca fue mi fuerte.

Para nosotros era «Yaco». Un apodo para el viejo más pesado de la residencia, por su manía de repetir siempre la misma frase: «Me metieron aquí para dejarme morir».

Debía ser verdad. En los cinco años que llevaba ingresado, nunca vinieron a visitarle.

¿Se encuentra mal?

No. ¿Sabes? Yo también fui joven una vez y aunque ya había oído algo al respecto, nunca pensé que resultara tan triste saber que no le importas a nadie.

A nosotros nos importa.

Yaco solía dejarme sin argumentos. Yo podría inventar que su hijo era un personaje importante al que le faltaba tiempo porque estaba continuamente de viaje, que su hija ocupaba un cargo de mucha responsabilidad en una empresa multinacional, que ambos estaban tranquilos porque tenían la seguridad de que recibía todo el cuidado

que necesitaba… pero incluso a mí me sonaría a falso, por lo que decidí guardar silencio como cada vez que hablaba de su soledad.

¿Me harías un favor? —dijo mirándome a la cara.

¡Por supuesto!

¿Cualquier favor?

Cualquier favor—respondí con sinceridad—, siempre que no se enfade si ahora le hago una confidencia.

Aunque no respondió, creí que era el momento de hacerle una revelación. Yaco era un viejo entrañable. Jamás representó ningún problema. Solía decir que comprendía que éramos trabajadoras y que, aunque solo fuera por eso, merecíamos todo el respeto.

¿Usted sabe que le pusimos un mote cariñoso? Le llamamos «Yaco», pero si le molesta…

¿Yaco?

Sí. Los yacos son loros muy divertidos y cariñosos, además de ser capaces de establecer lazos sentimentales con las personas que están a su alrededor, pero sobre todo, son capaces de aprender palabras y repetirlas. A alguien se le ocurrió cuando le oyó repetir con insistencia: «Me metieron aquí para dejarme morir».

Yaco sonrió. Era la primera vez que le veía sonreír. Aunque jamás le conocí un mal gesto, solía adoptar una actitud reflexiva y pocas veces expresaba alegría.

Me gusta —dijo moviendo la cabeza para asentir—. Así que Yaco ¿eh?, me gusta.

Y hablando de ese favor que quería pedirme, ¿de qué se trata?

Todo a su tiempo… jovencita. Todo, a su debido tiempo.

¿A qué se dedicaba usted? ¿Cuál era su profesión? —dije, tanto por saciar mi curiosidad, como para proponer un tema de conversación. Su respuesta me dejó perpleja:

Era pintor. No como Goya, ni Picasso, pero aunque no lo creas al observar el temblor de mis manos, llegué a adquirir cierta fama.

Según tengo entendido, los artistas nunca se jubilan. ¿Ya no pinta?

Hace años —respondió—. Justo desde el día en el que…

Intuí lo que diría a continuación y lo pronunciamos al unísono: «¡¡Me metieron aquí para dejarme morir!!».

Antes solo fue una tímida sonrisa. Esta vez soltó una carcajada, al mismo tiempo que conseguía repetir: «Yaco, Yaco…».

Aún con la sonrisa en mi cara, me incorporé del asiento, nos despedimos y me alejé hacia el edificio. Había tomado una decisión y esperaba con ansiedad el momento de hacerla efectiva.

La siguiente tarde encontré a Yaco en el lugar de siempre. Sin pedir permiso, tomé asiento junto a él y le entregué un paquete que aceptó con naturalidad. Con el ímpetu de un niño que no puede reprimir su curiosidad, rasgó el papel que lo envolvía.

Estaba preparada para su negativa, para insistir en que lo aceptara, pero no para sus lágrimas. Yaco me miró y aún con la voz entrecortada, solo acertó a decir: «Gracias».

Se trataba de un modesto maletín de pinturas al óleo, junto con un pequeño lienzo en blanco.

Ya algo repuesto, susurró: «No recuerdo la última vez que se me concedió un deseo». Fueron unas palabras que se me quedaron en el alma.

Hace años, un inglés se enamoró de una de mis obras. Se trataba de un cuadro en el que aparecía mi hija, de espaldas, observando el mar. Quiso comprarlo sin ni siquiera preguntar el precio y me negué. Trabajaba para una galería de Londres y al poco tiempo volvió a contactar conmigo. Quería una trilogía de mujeres observando el mar. Pinté a tres desconocidas y me pagó una fortuna por ellos. A saber dónde estarán ahora esas cuatro mujeres.

¿Cuatro mujeres?

Sí. Mi hija y las otras tres —dijo denotando una profunda tristeza.

Mientras hablaba, acariciaba los tubos con las yemas de sus dedos, una y otra vez, extasiado como si fueran pequeños lingotes de oro. Observé que cuando lo hacía, desaparecía el temblor y su pulso era firme.

Sé que no son de gran calidad, pero… —me excusé.

No te preocupes. La calidad es lo menos importante. Hay detalles que no pueden pagarse con dinero y este es uno de ellos. Imagina que un escultor recibiera como regalo un trozo de madera. A los ojos de los demás se trataría de un obsequio sin ningún valor, pero sus manos podrían convertirlo en una hermosa obra de arte.

Como casi siempre, yo me sentía incapaz de rebatir sus argumentos.

Hay un científico extranjero que afirma que con una simple muestra de sangre puede ver, en el plasma sanguíneo, una especie de reloj de arena que marca la cuenta atrás, con lo que podría predecir la muerte.

¿Eso es cierto? —pregunté sobresaltada.

No lo sé. Supongo que ese científico sabrá si es verdad o si por el contrario solo es un farsante que solo busca protagonismo.

A mí no me gustaría saberlo ¿y a usted?

Tengo la impresión de que, me guste o no, lo sabré algún tiempo antes de que llegue mi hora. En cualquier caso, me metieron aquí para… —se detuvo y sonrió, mientras volvía a acariciar los tubos de óleo.

¿Por qué cree que lo sabrá?

Esperaba una respuesta, pero no la que recibí:

Ya me ocurrió en el pasado. Hace casi veinte años me encontraba en una galería de París a la que había sido invitado. Iba a firmar un contrato muy importante cuando sentí que debía volver a casa. No asistí a la firma, tomé un avión y regresé, aunque no a tiempo. Mi esposa había fallecido de forma repentina en el mismo instante en el que tuve aquella extraña necesidad de volver. Mis hijos nunca me

perdonaron el no haber estado junto a su madre en aquellos momentos. Era ella la que siempre mantuvo unida a la familia.

Lo siento. No debí preguntar.

No te preocupes. Necesitaba hablar de ello. Nunca me consideré culpable, pero eso ya no importa.

Durante varias semanas seguimos conversando sobre temas triviales, hasta que una tarde me sorprendió:

¿Recuerdas que prometiste hacerme un favor? Creo que ha llegado el momento.

Usted dirá.

Quiero que mañana por la tarde, sobre esta hora, me saques de aquí para pasear por un parque cualquiera.

¿Como si fuéramos dos enamorados paseando al atardecer?, —bromeé—. Si se trata de eso, no creo que haya ningún problema.

Asintió con una sonrisa de agradecimiento.

Por una extraña casualidad, ambos coincidimos en la idea de presentarnos vestidos como si fuera un día de fiesta. Yaco llevaba un anticuado pero elegante traje de chaqueta. Yo, el vestido que guardaba para ocasiones muy especiales. No dudé en colgarme de su brazo y salimos a la calle.

Yaco parecía bastante más animado, a pesar de que durante nuestro paseo, mencionó en varias ocasiones a su esposa fallecida y a sus dos hijos a los que no veía desde hacía años.

Tomamos asiento en el mejor asiento del parque, desde donde observamos cómo el sol comenzaba a ser engullido por las copas de los árboles. Yaco sacó de su bolsillo un sobre cerrado y me lo entregó mientras decía: «Es una carta. Confío en ti. Sé que

sabrás quién debe recibirla».

Se recostó en el respaldo del banco, tomó mis manos entre las suyas y sonrió. Su expresión era serena. Instantes después, su corazón dejó de latir y sentí un profundo dolor.

Después de los formalismos regresé a la residencia donde me fue entregado un paquete. Con la misma vehemencia con la que Yaco desenvolvió mi regalo semanas atrás, descubrí el hermoso cuadro que había pintado para mí: era yo misma, sentada en el banco del jardín, con un magnífico ejemplar de loro gris de cola roja posado sobre mi antebrazo. No pude evitar las lágrimas.

Aún conservo el sobre cerrado, con la carta que Yaco me entregó hace meses cuando me aseguró que, llegado el momento, yo sabría quién debería recibirla.

Me gusta pensar que en ella Yaco escribió que, en sus últimas semanas… fue feliz.

8 comentarios:

  1. Simple mais très émouvant, comment rester insensible à Yaco

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  2. José Luis Chaparro15 de junio de 2024, 0:33

    Muchas gracias por los comentarios y las felicitaciones. Fue un placer escribir este relato como homenaje a los mayores.

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  3. Precioso, José Luis. Mi más cordial enhorabuena.

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  4. Muchas gracias, Joaquín. Me alegra saber que te gustó. Un saludo.

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  5. Me he emocionado al leer tu texto. Gracias por compartir este bello y reflexivo relato.

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  6. Precioso y emotivo. Gracias

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