Estar
sin estar
La
cuarentena los desnudó. Los primeros días fueron llevaderos, pero
muy pronto los completos desconocidos salieron a relucir. Empezaban a
conocerse y no les gustaba lo que veían. No se reconocían.
La
vela se mantenía encendida. El fuego
era mediocre, pero nunca se apagaba del todo. Ella siempre prendía
la mecha cuando él llegaba de su jornada laboral. Era ya un hábito
mecánico a la hora de cenar. Bueno, cuando compartían
la mesa.
Durante
quince años pasaron poco tiempo juntos. La plática en común,
cuando la había, era el hijo adolescente o alguna cena social con
sus amigos del colegio, donde se habían conocido. En el día a día
se entretenían con sus labores. Él en la oficina, con horas extra
constantemente. Ella ponía su
atención en las
dos clases de matemáticas que daba en una universidad cercana.
Hoy
no había oficina ni clases. Se ahogaban y esta
contingencia parecía no tener fin. Su
respiración no estaba sincronizada. Nunca lo estuvo. Ahora ninguno
podía huir del otro ni refugiarse en el trabajo y menos en el hijo
que estaba en su mundo, siempre en su cuarto, en las redes sociales.
Su
mirada perdida estaba fija en la luz de la mesa, que Julia ya no se
ocupaba en encender, simplemente la dejaba estar para que se apagara
sola. Por primera vez John se cuestionó la baja intensidad de la
llama, aun cuando siempre había estado así. No se había percatado
o no había querido hacerlo. Mientras, ella le contaba sus sospechas
de un vecino contagiado. Él no escuchaba. Solo veía la ligera flama
en silencio, pero con la mirada ausente.
―¿Qué
ganas con no verme, con ignorarme? ¿Qué te hace estar en casa sin
estar? ―le
cuestionó Julia a John,
interrumpiéndolo de su abstracción.
―¿De
qué hablas? No sé adonde quieres llegar
―respondió
en tono ofendido, frunciendo el ceño. Ella solo calló y bajó la
cabeza. Él seguía irritado sin sentido, pero
el reclamo de su mujer le daría el
pretexto para indignarse. Salió azotando la puerta, tan fuerte que
apagó la poca luz que iluminaba la casa y que había sobrevivido
hasta entonces. Era su costumbre todos los días por la mañana. Esa
maldita costumbre que la dejaba sin aliento y que siempre se tragaba,
que en la noche no lo hablaban
y simulaban olvidar. Esta vez el portazo fue diferente, el preludio
del fin. Le despertó por fin sus ganas de vivir, de dejar la
apariencia, el falso confort. Su afán de mantener a su lado a John,
se fue al carajo.
El
golpe de la puerta apagó la vela que ni calentaba ni alumbraba, que
siempre oscilaba, a la que se había aferrado por años. Se consumió
cuando se vieron obligados a mirarse en ella, a desnudarse.
Describes muy bien el abandono en que caen las parejas, por la falta de interés entre ellos.... pero a veces, donde surge el "peligro", surge también la salvación. Esta vez, con ese portazo, ella por fin recupera sus ganas de vivir.
ResponderEliminarLas paradas que la vida nos obliga a hacer, nos hacen recorrer muchos kms. Que obviamos en el día a día y que nos desnudan despojándonos de las máscaras que nos sirven de escondite.
ResponderEliminarEn el relato está muy bien reflejada ésta realidad.👌
Estupendo relato sobre la pareja, ese sentimiento de soledad, aterradora estando en compañia. Y la liberacion al elegir vivir en soledad. Gracias me ha encantado
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