12 mayo 2020


Estar sin estar

María Yáñez


La cuarentena los desnudó. Los primeros días fueron llevaderos, pero muy pronto los completos desconocidos salieron a relucir. Empezaban a conocerse y no les gustaba lo que veían. No se reconocían.

La vela se mantenía encendida. El fuego era mediocre, pero nunca se apagaba del todo. Ella siempre prendía la mecha cuando él llegaba de su jornada laboral. Era ya un hábito mecánico a la hora de cenar. Bueno, cuando compartían la mesa.

Durante quince años pasaron poco tiempo juntos. La plática en común, cuando la había, era el hijo adolescente o alguna cena social con sus amigos del colegio, donde se habían conocido. En el día a día se entretenían con sus labores. Él en la oficina, con horas extra constantemente. Ella ponía su atención en las dos clases de matemáticas que daba en una universidad cercana.

Hoy no había oficina ni clases. Se ahogaban y esta contingencia parecía no tener fin. Su respiración no estaba sincronizada. Nunca lo estuvo. Ahora ninguno podía huir del otro ni refugiarse en el trabajo y menos en el hijo que estaba en su mundo, siempre en su cuarto, en las redes sociales.

Su mirada perdida estaba fija en la luz de la mesa, que Julia ya no se ocupaba en encender, simplemente la dejaba estar para que se apagara sola. Por primera vez John se cuestionó la baja intensidad de la llama, aun cuando siempre había estado así. No se había percatado o no había querido hacerlo. Mientras, ella le contaba sus sospechas de un vecino contagiado. Él no escuchaba. Solo veía la ligera flama en silencio, pero con la mirada ausente.

          ―¿Qué ganas con no verme, con ignorarme? ¿Qué te hace estar en casa sin estar? le cuestionó Julia a John, interrumpiéndolo de su abstracción.
      ―¿De qué hablas? No sé adonde quieres llegar respondió en tono ofendido, frunciendo el ceño. Ella solo calló y bajó la cabeza. Él seguía irritado sin sentido, pero el reclamo de su mujer le daría el pretexto para indignarse. Salió azotando la puerta, tan fuerte que apagó la poca luz que iluminaba la casa y que había sobrevivido hasta entonces. Era su costumbre todos los días por la mañana. Esa maldita costumbre que la dejaba sin aliento y que siempre se tragaba, que en la noche no lo hablaban y simulaban olvidar. Esta vez el portazo fue diferente, el preludio del fin. Le despertó por fin sus ganas de vivir, de dejar la apariencia, el falso confort. Su afán de mantener a su lado a John, se fue al carajo.
El golpe de la puerta apagó la vela que ni calentaba ni alumbraba, que siempre oscilaba, a la que se había aferrado por años. Se consumió cuando se vieron obligados a mirarse en ella, a desnudarse.


3 comentarios:

  1. Describes muy bien el abandono en que caen las parejas, por la falta de interés entre ellos.... pero a veces, donde surge el "peligro", surge también la salvación. Esta vez, con ese portazo, ella por fin recupera sus ganas de vivir.

    ResponderEliminar
  2. Las paradas que la vida nos obliga a hacer, nos hacen recorrer muchos kms. Que obviamos en el día a día y que nos desnudan despojándonos de las máscaras que nos sirven de escondite.
    En el relato está muy bien reflejada ésta realidad.👌

    ResponderEliminar
  3. Estupendo relato sobre la pareja, ese sentimiento de soledad, aterradora estando en compañia. Y la liberacion al elegir vivir en soledad. Gracias me ha encantado

    ResponderEliminar

Los comentarios de este blog están sujetos a moderación. No serán visibles hasta que el administrador los valide. Muchas gracias por su participación.