Abrigos
de otros tiempos
Carmen
Picazo Hernández
Juana
era friolera y un poquito hipocondriaca. Su mayor preocupación era
lo relativo al abrigo y a la alimentación de todo niño o
adolescente, y no sólo de aquellos que estuvieran normalmente a su
cuidado, su hija primero y posteriormente sus nietos, sino también
de los que vinieran de visita o le fuesen confiados por sus padres,
para unas vacaciones, por ejemplo. Para ella era un gozo tremendo
poder decir a una amiga que le hubiese dejado a su niño por tener
que ir al médico que Pepito se había comido toda la paella…
¡Pepito, que era un niño inapetente!
Juana
tenía, además, un altísimo sentido de la economía. Cuando María
era niña le compraba los zapatos de diario en una tienda del Centro,
bien conocida y vituperada por todos los de esa generación. Era un
calzado durísimo, aparte de feo. También le compraba los guantes de
lana en otra tienda del Centro, que se anunciaba mucho por la radio
con la voz de un loro que cantaba las excelencias de su mercancía.
Esos guantes avergonzaban terriblemente a María porque olían a
borra que mareaban. Así que cuando iba a entrar en algún sitio o a
encontrarse con sus amigas, se quitaba antes los guantes aunque
estuviera helando.
Sin
embargo, a la hora de gastar dinero en prendas que Juana consideraba
fundamentales, no se paraba en barras: así fue como compraron a
María un abrigo de mouton, de color marrón. Ese fue el tercer
abrigo de piel que tuvo María: por las fotos que guardaba, el
primero tenía
toda la apariencia de ser de piel de conejo blanco. Por
la época en que con cinco años empezó a ir al colegio tuvo un
borrego (así se llamaban) del color natural de la lana de oveja, que
un día confundió con el de Dorita, una compañera, al descolgarlo
del gancho en que dejaban todos los abrigos. Y como las respectivas
madres se dieron cuenta y hubo que cambiarlos, Dorita y María se
hicieron amigas. Después llegó, ya más crecida María, la etapa
del abrigo de mouton marrón. Dada la afición de Juana por la
economía, el abrigo era crecedero y sólo dejaba ver un pequeñísimo
trozo de pierna y los zapatos.
Los
padres de María tenían un matrimonio muy amigo con un niño unos
años menor. El sentido de la economía de Juana seguramente caló en
la conciencia de su amiga, quien a la hora de comprar un nuevo
abriguito para su hijo, color azul marino y con botones dorados,
también lo compró crecedero.
Llegó el primer domingo del invierno y los dos amigos iban a llevar a los niños, con sus abrigos nuevos, a dar una vuelta por la Gran Vía, hasta la Plaza de España. Salieron muy endomingados, pasearon, y cuando volvieron a casa el padre de María le dijo enfadadísimo a Juana:
Llegó el primer domingo del invierno y los dos amigos iban a llevar a los niños, con sus abrigos nuevos, a dar una vuelta por la Gran Vía, hasta la Plaza de España. Salieron muy endomingados, pasearon, y cuando volvieron a casa el padre de María le dijo enfadadísimo a Juana:
— Toma,
aquí tienes a tu hija, no la vuelvo a llevar de paseo con este
abrigo hasta que no le siente bien—.
Al parecer, su amigo y él fueron la risión de todos con los que se
cruzaban porque parecía que llevaban dos abrigos andando.
Una
vez mediado septiembre y fuese cual fuese la temperatura, Juana
sacaba una camiseta de lana, pero de lana de verdad, de esas que
pican y que se dice que sólo abrigan cuando hace mucho frío, y se
la encasquetaba a María.
—
¡Ja!—
decía María a su inseparable amiga Marisol, la que urdía las
maldades que luego secundaba gustosamente María— Ya me gustaría a
mí decirle cuatro cosas a quien inventó ese rollo de que la lana no
abriga más que cuando es necesario. El domingo estuve con mi padre
en la Casa de Campo, recorrimos andando unos cuantos kilómetros, y
yo no hacía más que rascarme. No veas qué picores, con el calor
que hacía y esa lana pegada al cuerpo. Qué suerte tienes de que a
tu madre no le dé por lo mismo.
—
A
ver si te crees que mi madre no tiene sus manías. La suya es que
bajemos una vez al mes como mucho al trastero a limpiar todas las
cosas inservibles que hay allí, moviéndolas de sitio, fregando el
suelo e incluso repasando las paredes con un trapo enrollado a la
escoba. ¿Tú crees que los pobres ratones que seguro que viven allí
pueden estar tranquilos con ese acoso? Ah, y tenemos que bajar las
tres, con mi hermana también, porque una vez bajó sola y resultó
que había un ladrón que salió corriendo nada más verla, pero que
le dio un susto de muerte.
Las
dos se miraron sintiendo mutua compasión por tanto padecimiento.
Siguieron Gran Vía arriba y se metieron, para acortar, por la calle
que tenían prohibida. Una calle que se suponía llena de antros de
perversión, aunque las chicas jamás habían visto nada fuera de lo
común, por lo que sin remordimiento alguno y de mutuo acuerdo la
utilizaban. A sus doce años, que parecían dos o tres más, sabían
que antes de subir a sus casas respectivas tendrían que entrar en un
portal para cambiarse las medias de hilo que llevaban con el uniforme
del colegio por los calcetines con los que habían salido de casa.
Todavía no tenían edad oficial para que sus padres les permitiesen
ponerse medias, ni siquiera esas tan opacas de hilo.
Cuando,
aún sin cambiar las medias por los calcetines, iban a llegar al
portal donde realizarían el cambio, se encontraron de frente con los
padres de María. Su madre pareció la más sorprendida. El padre,
con mucha mano izquierda, evitó hablar del tema y descartó
totalmente una regañina. Marisol siguió hacia su casa y ellos tres
subieron juntos a la suya.
Al
día siguiente, a la vuelta del colegio, Juana sorprendió a su hija
dándole un sobre trasparente que contenía ¡un par de medias! Pero
no como las que llevaba al colegio, sino unas finísimas de nylon, de
esas con las que María soñaba sin poder tenerlas. Rápidamente
pensó que las estrenaría para asistir al partido de balonmano que
los chicos de su pandilla del Canoe jugarían en el Colegio de
Areneros, en Alberto Aguilera.
Y
como lo pensó lo hizo. Disfrutó lo suyo luciendo sus preciosas y
transparentes medias nuevas. Lucirlas fue más gratificante que el
vapuleo al que sometieron sus amigos a los alumnos del Areneros. Se
marchó muy contenta a casa, fue a su habitación para cambiarse y
quitarse cuidadosamente las medias nuevas. Por mucho cuidado que
quiso poner, se engancharon en un pequeño clavo que sobresalía de
su mesilla de noche. Quedaron totalmente inservibles. Fue el triste
final de una coquetería incipiente consentida por sus padres, de los
que ya no había tenido que esconderse.
En casa hasta los zapatos eran crecederos, te los compraban de un número mayor y los primeros tiempos los llevabas con plantilla. Eso por no hablar de las "herencias", toda la ropa se heredaba de hermano en hermano...menos yo, que estrenaba por ser la mayor.
ResponderEliminarYo también estrenaba, pues era la mayor, pero mi hermana pequeña estrenaba más que yo porque era muy destrozona. Es bonito hablar de nuestras vivencias.
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