01 junio 2018


Abrigos de otros tiempos


Carmen Picazo Hernández


Juana era friolera y un poquito hipocondriaca. Su mayor preocupación era lo relativo al abrigo y a la alimentación de todo niño o adolescente, y no sólo de aquellos que estuvieran normalmente a su cuidado, su hija primero y posteriormente sus nietos, sino también de los que vinieran de visita o le fuesen confiados por sus padres, para unas vacaciones, por ejemplo. Para ella era un gozo tremendo poder decir a una amiga que le hubiese dejado a su niño por tener que ir al médico que Pepito se había comido toda la paella… ¡Pepito, que era un niño inapetente!
Juana tenía, además, un altísimo sentido de la economía. Cuando María era niña le compraba los zapatos de diario en una tienda del Centro, bien conocida y vituperada por todos los de esa generación. Era un calzado durísimo, aparte de feo. También le compraba los guantes de lana en otra tienda del Centro, que se anunciaba mucho por la radio con la voz de un loro que cantaba las excelencias de su mercancía. Esos guantes avergonzaban terriblemente a María porque olían a borra que mareaban. Así que cuando iba a entrar en algún sitio o a encontrarse con sus amigas, se quitaba antes los guantes aunque estuviera helando.
Sin embargo, a la hora de gastar dinero en prendas que Juana consideraba fundamentales, no se paraba en barras: así fue como compraron a María un abrigo de mouton, de color marrón. Ese fue el tercer abrigo de piel que tuvo María: por las fotos que guardaba, el primero tenía toda la apariencia de ser de piel de conejo blanco. Por la época en que con cinco años empezó a ir al colegio tuvo un borrego (así se llamaban) del color natural de la lana de oveja, que un día confundió con el de Dorita, una compañera, al descolgarlo del gancho en que dejaban todos los abrigos. Y como las respectivas madres se dieron cuenta y hubo que cambiarlos, Dorita y María se hicieron amigas. Después llegó, ya más crecida María, la etapa del abrigo de mouton marrón. Dada la afición de Juana por la economía, el abrigo era crecedero y sólo dejaba ver un pequeñísimo trozo de pierna y los zapatos.
Los padres de María tenían un matrimonio muy amigo con un niño unos años menor. El sentido de la economía de Juana seguramente caló en la conciencia de su amiga, quien a la hora de comprar un nuevo abriguito para su hijo, color azul marino y con botones dorados, también lo compró crecedero.

Llegó el primer domingo del invierno y los dos amigos iban a llevar a los niños, con sus abrigos nuevos,  a dar una vuelta por la Gran Vía, hasta la Plaza de España. Salieron muy endomingados, pasearon, y cuando volvieron a casa el padre de María le dijo enfadadísimo a Juana:
 Toma, aquí tienes a tu hija, no la vuelvo a llevar de paseo con este abrigo hasta que no le siente bien. Al parecer, su amigo y él fueron la risión de todos con los que se cruzaban porque parecía que llevaban dos abrigos andando.
Una vez mediado septiembre y fuese cual fuese la temperatura, Juana sacaba una camiseta de lana, pero de lana de verdad, de esas que pican y que se dice que sólo abrigan cuando hace mucho frío, y se la encasquetaba a María.
¡Ja!— decía María a su inseparable amiga Marisol, la que urdía las maldades que luego secundaba gustosamente María— Ya me gustaría a mí decirle cuatro cosas a quien inventó ese rollo de que la lana no abriga más que cuando es necesario. El domingo estuve con mi padre en la Casa de Campo, recorrimos andando unos cuantos kilómetros, y yo no hacía más que rascarme. No veas qué picores, con el calor que hacía y esa lana pegada al cuerpo. Qué suerte tienes de que a tu madre no le dé por lo mismo.
A ver si te crees que mi madre no tiene sus manías. La suya es que bajemos una vez al mes como mucho al trastero a limpiar todas las cosas inservibles que hay allí, moviéndolas de sitio, fregando el suelo e incluso repasando las paredes con un trapo enrollado a la escoba. ¿Tú crees que los pobres ratones que seguro que viven allí pueden estar tranquilos con ese acoso? Ah, y tenemos que bajar las tres, con mi hermana también, porque una vez bajó sola y resultó que había un ladrón que salió corriendo nada más verla, pero que le dio un susto de muerte.
Las dos se miraron sintiendo mutua compasión por tanto padecimiento. Siguieron Gran Vía arriba y se metieron, para acortar, por la calle que tenían prohibida. Una calle que se suponía llena de antros de perversión, aunque las chicas jamás habían visto nada fuera de lo común, por lo que sin remordimiento alguno y de mutuo acuerdo la utilizaban. A sus doce años, que parecían dos o tres más, sabían que antes de subir a sus casas respectivas tendrían que entrar en un portal para cambiarse las medias de hilo que llevaban con el uniforme del colegio por los calcetines con los que habían salido de casa. Todavía no tenían edad oficial para que sus padres les permitiesen ponerse medias, ni siquiera esas tan opacas de hilo.
Cuando, aún sin cambiar las medias por los calcetines, iban a llegar al portal donde realizarían el cambio, se encontraron de frente con los padres de María. Su madre pareció la más sorprendida. El padre, con mucha mano izquierda, evitó hablar del tema y descartó totalmente una regañina. Marisol siguió hacia su casa y ellos tres subieron juntos a la suya.
Al día siguiente, a la vuelta del colegio, Juana sorprendió a su hija dándole un sobre trasparente que contenía ¡un par de medias! Pero no como las que llevaba al colegio, sino unas finísimas de nylon, de esas con las que María soñaba sin poder tenerlas. Rápidamente pensó que las estrenaría para asistir al partido de balonmano que los chicos de su pandilla del Canoe jugarían en el Colegio de Areneros, en Alberto Aguilera.
Y como lo pensó lo hizo. Disfrutó lo suyo luciendo sus preciosas y transparentes medias nuevas. Lucirlas fue más gratificante que el vapuleo al que sometieron sus amigos a los alumnos del Areneros. Se marchó muy contenta a casa, fue a su habitación para cambiarse y quitarse cuidadosamente las medias nuevas. Por mucho cuidado que quiso poner, se engancharon en un pequeño clavo que sobresalía de su mesilla de noche. Quedaron totalmente inservibles. Fue el triste final de una coquetería incipiente consentida por sus padres, de los que ya no había tenido que esconderse.



2 comentarios:

  1. En casa hasta los zapatos eran crecederos, te los compraban de un número mayor y los primeros tiempos los llevabas con plantilla. Eso por no hablar de las "herencias", toda la ropa se heredaba de hermano en hermano...menos yo, que estrenaba por ser la mayor.

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  2. Yo también estrenaba, pues era la mayor, pero mi hermana pequeña estrenaba más que yo porque era muy destrozona. Es bonito hablar de nuestras vivencias.

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