La
broma infinita*
Jesús
Ramos Alonso
“Con Dios me acuesto, con Dios me
levanto…”. En el colegio había aprendido que Dios era un amigo,
así que todas las noches le hablaba. Las oraciones formaban parte de
una serie de ritos, como la misa de los domingos o el potaje de los
viernes que, en conjunto, obedecían a la misma lógica: sé bueno o
irás al infierno. Era igual que cuando mi padre me mandaba callar,
una de dos, obedecía o me soltaba un guantazo.
Así que la relación con Dios era fácil,
ni le veías ni te hablaba pero sentías que estaba ahí: si copiabas
en un examen solo tenías que confesarte y cerrar los ojos apretando
fuerte hasta que sentías dolor de contrición, que se notaba porque
veías estrellitas, luego rezabas los padrenuestros de rigor y
quedabas en paz. El problema era el tutor que, más de una vez, me
había puesto la cara del revés.
Un día, en clase de dibujo, por hacer
una gracia, le clavé el compás en el culo al compañero de delante.
Como me hice el despistado, nadie me vio y a Joaquinito, que se
sentaba a mí lado, le cayó una buena. Aquello me hizo dudar de lo
que hasta entonces había creído a pies juntillas, pero cuando
realmente me di cuenta de que las cosas no eran tan simples fue
tiempo después. Tendría yo doce años y por hacerme el hombrecito
solté en la mesa un “¡Otra vez sopa, me cago en Di…!”. Aún
recuerdo la cara de mi padre, el manotazo que pegó con la cuchara
en la mesa, los pegotes de fideos en las flores del empapelado, y lo
rojo que se puso mientras se quitaba el cinturón y, amenazante,
levantaba el brazo; luego, de repente, como si le hubiera alcanzado
un rayo, cayó al suelo. La apoplejía le dejó con cara de luna y
sentado en una silla para los restos.
A las palizas ya estaba acostumbrado y me
parecía lo propio de su carácter pero, ¿por qué siendo yo el
pecador, era él quien recibía el castigo?
A partir de entonces dejé de rezar por
las noches y empecé a sacar suspensos. Me tenía que quedar
castigado después de clase y allí me juntaba con la flor y nata del
barrio. Un año después, el Tato y yo robábamos en la tienda de
comestibles, amenazando al tendero con una navaja. Con el dinero nos
fuimos de bares y nos pusimos
ciegos de tapas y de
“gin-tonics”. Llegó un momento en que todo me daba vueltas y de
lo que ocurrió después solo recuerdo flashes: el Tato gritando
“¡Vámonos de putas! “, más gin-tonics apoyados en una barra,
un pasillo con luces rojas y una negra con las tetas enormes… y
luego el frio de la calle mientras echaba la pota tiritando. Cuando
me desperté con la cabeza como un bombo, me acordé del sexto
mandamiento, el que más desataba la ira de Dios; me puse de
rodillas, agaché la cabeza
arrepentido y pedí
perdón: « Fue sin querer, me dio vergüenza decir que no, estaba
mareado y no sabía lo que hacía…», recé.
Los días siguientes el picor no me
dejaba dormir y al mear sentía un dolor espantoso, como si millones
de minúsculos cristales bajaran arrastrados por el líquido
pestilente que, embravecido, pugnaba por salir de mi vejiga a punto
de explotar, erosionando a su paso las pústulas que colonizaban mis
vías urinarias. El escozor me hizo reflexionar y en todo aquello vi
la mano de Dios.
Como castigo por lo del tendero me
encerraron en el reformatorio, y al salir, mi madre me metió en el
taller donde había trabajado mi padre. No me importó, al salir del
curro me iba de parranda con los otros aprendices y, además, estaba
harto del colegio, así que recuperé la fe en la justicia divina.
Luego me casé y poco a poco mi fe se ha
ido acrecentando, sobre todo en los finales de mes, cuando la nevera
está vacía y vamos a las hermanitas de los pobres a por la bolsa de
ayuda: el sueldo del taller no da para mucho y los niños comen como
fieras, además la Charo gasta en trapos lo que no tiene.
Yo procuro agradecer a mi manera lo que
Dios hace por mí: bendigo la mesa, voy a misa los domingos (me pilla
de camino al bar), y a veces hasta le hablo como cuando era niño.
Ayer, sin ir más lejos, estaba en casa desinflado, tumbado en el
sofá; me habían despedido por lo de la crisis y no sabía por dónde
tirar; de repente me encontré gritando al techo como si hubiera
alguien allí:
—¡Oh Dios, ¿por
qué me haces esto?! —exclamé.
Al instante sonó el timbre de la puerta.
Era Él que me enviaba dos agentes judiciales con
un mandamiento de desahucio
por lo de la hipoteca.
*
Título tomado de la novela de David Foster Wallace
Miguel Ángel Buonarroti: Capilla Sixtina (Detalle). |
Cada día tus relatos son mejores, da igual el tema que toques, todo lo resuelves con la magiltral soltura que te caracteriza
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