29 junio 2018


La broma infinita*

Jesús Ramos Alonso

Con Dios me acuesto, con Dios me levanto…”. En el colegio había aprendido que Dios era un amigo, así que todas las noches le hablaba. Las oraciones formaban parte de una serie de ritos, como la misa de los domingos o el potaje de los viernes que, en conjunto, obedecían a la misma lógica: sé bueno o irás al infierno. Era igual que cuando mi padre me mandaba callar, una de dos, obedecía o me soltaba un guantazo.
Así que la relación con Dios era fácil, ni le veías ni te hablaba pero sentías que estaba ahí: si copiabas en un examen solo tenías que confesarte y cerrar los ojos apretando fuerte hasta que sentías dolor de contrición, que se notaba porque veías estrellitas, luego rezabas los padrenuestros de rigor y quedabas en paz. El problema era el tutor que, más de una vez, me había puesto la cara del revés.
Un día, en clase de dibujo, por hacer una gracia, le clavé el compás en el culo al compañero de delante. Como me hice el despistado, nadie me vio y a Joaquinito, que se sentaba a mí lado, le cayó una buena. Aquello me hizo dudar de lo que hasta entonces había creído a pies juntillas, pero cuando realmente me di cuenta de que las cosas no eran tan simples fue tiempo después. Tendría yo doce años y por hacerme el hombrecito solté en la mesa un “¡Otra vez sopa, me cago en Di…!”. Aún recuerdo la cara de mi padre, el manotazo que pegó con la cuchara en la mesa, los pegotes de fideos en las flores del empapelado, y lo rojo que se puso mientras se quitaba el cinturón y, amenazante, levantaba el brazo; luego, de repente, como si le hubiera alcanzado un rayo, cayó al suelo. La apoplejía le dejó con cara de luna y sentado en una silla para los restos.
A las palizas ya estaba acostumbrado y me parecía lo propio de su carácter pero, ¿por qué siendo yo el pecador, era él quien recibía el castigo?
A partir de entonces dejé de rezar por las noches y empecé a sacar suspensos. Me tenía que quedar castigado después de clase y allí me juntaba con la flor y nata del barrio. Un año después, el Tato y yo robábamos en la tienda de comestibles, amenazando al tendero con una navaja. Con el dinero nos fuimos de bares y nos pusimos ciegos de tapas y de “gin-tonics”. Llegó un momento en que todo me daba vueltas y de lo que ocurrió después solo recuerdo flashes: el Tato gritando “¡Vámonos de putas! “, más gin-tonics apoyados en una barra, un pasillo con luces rojas y una negra con las tetas enormes… y luego el frio de la calle mientras echaba la pota tiritando. Cuando me desperté con la cabeza como un bombo, me acordé del sexto mandamiento, el que más desataba la ira de Dios; me puse de rodillas, agaché la cabeza arrepentido y pedí perdón: « Fue sin querer, me dio vergüenza decir que no, estaba mareado y no sabía lo que hacía…», recé.
Los días siguientes el picor no me dejaba dormir y al mear sentía un dolor espantoso, como si millones de minúsculos cristales bajaran arrastrados por el líquido pestilente que, embravecido, pugnaba por salir de mi vejiga a punto de explotar, erosionando a su paso las pústulas que colonizaban mis vías urinarias. El escozor me hizo reflexionar y en todo aquello vi la mano de Dios.
Como castigo por lo del tendero me encerraron en el reformatorio, y al salir, mi madre me metió en el taller donde había trabajado mi padre. No me importó, al salir del curro me iba de parranda con los otros aprendices y, además, estaba harto del colegio, así que recuperé la fe en la justicia divina.
Luego me casé y poco a poco mi fe se ha ido acrecentando, sobre todo en los finales de mes, cuando la nevera está vacía y vamos a las hermanitas de los pobres a por la bolsa de ayuda: el sueldo del taller no da para mucho y los niños comen como fieras, además la Charo gasta en trapos lo que no tiene.
Yo procuro agradecer a mi manera lo que Dios hace por mí: bendigo la mesa, voy a misa los domingos (me pilla de camino al bar), y a veces hasta le hablo como cuando era niño. Ayer, sin ir más lejos, estaba en casa desinflado, tumbado en el sofá; me habían despedido por lo de la crisis y no sabía por dónde tirar; de repente me encontré gritando al techo como si hubiera alguien allí:
¡Oh Dios, ¿por qué me haces esto?! —exclamé.
Al instante sonó el timbre de la puerta. Era Él que me enviaba dos agentes judiciales con un mandamiento de desahucio por lo de la hipoteca.

* Título tomado de la novela de David Foster Wallace

Miguel Ángel Buonarroti: Capilla Sixtina (Detalle).



1 comentario:

  1. Cada día tus relatos son mejores, da igual el tema que toques, todo lo resuelves con la magiltral soltura que te caracteriza

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