Salir
a flote…
María
Yáñez
¿Qué
sabe el pez del agua donde nada toda su vida? Albert Einstein
Parte
I
¡Te
van a salir escamas!
Para
muchos, la piscina, también llamada alberca, es un lugar lejano, de
vacaciones, de terror por miedo al agua o hasta por miedo a las
bacterias que se puedan generar. En eso, prefiero no abundar, porque
muy pocas veces eso mata.
De
niña fui sola a inscribirme a clases de natación, era un verano,
recuerdo perfecto. Un día nos llevaron a nadar al deportivo
Venustiano Carranza, en mi natal Morelia, Michoacán, a solo 3 horas
de la capital mexicana. En ese deportivo había una alberca olímpica,
yo aún no sabía nadar, siempre fui temeraria, como muchos novatos,
agarrada de la orilla, no pisaba ni veía el fondo.
Afuera
de la alberca, el instructor cuidaba a decenas de entusiastas
primerizos, le avisé que me soltaría, que me cuidara, así que me
lancé muy confiada. A media alberca, saqué la cara con cierta
desesperación, el maestro ni sus luces. La opción para regresar a
la orilla, era yo misma, tragando agua y chapoteando. Lo logré, y
así empezó mi historia con el agua.
Mi
pasión por muchos años fue nadar. Tuve la fortuna de estar en el
equipo de nado sincronizado de Michoacán, cada día le dedicaba
horas, horas absurdas para muchos; mientras que para mí, esa etapa,
fue prácticamente mi vida.
Cuando
salía de clases, justo en la prepa1,
lo primero que hacía, era irme a entrenar. Mis amigos se quedaban
afuera de la escuela, el típico espacio para convivir, como si no
hubiera sido suficiente, y yo solo pensaba en nadar. Aún tengo
tatuadas las palabras de mi amiga Sol: —¡Qué
vida tan aburrida tienes!—.
Sin embargo, era mi pasión, uno de los momentos más plenos, llenos
de libertad consciente. Al nadar fluía, disfrutaba ver y respirar
abajo del agua.
Don
Felipe, mi abuelo materno, era mi inspiración y empuje. Y cada
noche, al regresar del entrenamiento me decía: —¿Para
que nadas tanto? ¡Te van a salir escamas, eso no te va a servir de
nada!—.
Aquello me dolía, sobre todo, viniendo de mí admirable e intachable
abuelo. Pese a ello, no dejé de nadar, era tan terca y orgullosa,
como el mismo don Felipe.
Llegó
el momento de entrar a la universidad. Yo había querido estudiar
Biología Marina, carrera que no había en Morelia, la opción:
esperar un año para viajar a Baja California o estudiar Ciencias de
la Comunicación. Lo segundo, también me hacía ilusión, ser
corresponsal de guerra era mi sueño, pero poco factible, solo había
en universidades privadas, la beca era la opción. Mientras esperaba
los resultados, me ofrecieron una tercera salida a mi estado de vida
-para mí la menos apetecible, estudiar leyes-, carrera que en ese
entonces, tenía fama de ser muy fácil, solo que te atropellaran en
la avenida Madero, calle principal de Morelia, evitaría no pasar;
mucha gente entraba por mientras, parecía mi opción. pero el día
del examen de admisión, preferí otro tipo de prueba, el de nado
sincronizado y ahí estuve sin ningún remordimiento.
Llegó
la beca para estudiar Ciencias de la Comunicación en la Universidad
Vasco de Quiroga, y mi pasión de nadar cambió por el periodismo.
Parecía que la profecía de mi papá Felipe se cumplía, que nadar
tanto había sido pérdida de tiempo, pues tuve que dejar el equipo
de nado sincronizado para enfocarme a la carrera, era hora de ser
adulta, aunque una temporada complementé mis gastos dando clases de
natación a niños con capacidades especiales, desde autismo hasta un
tema muscular; una etapa que me enseñó y me sensibilizó tanto, que
no cambiaría por nada.
Pasó
el tiempo, los años, mi vida se volvió el periodismo. Ya en la
ciudad de México, en donde conocí a Tomás, otro periodista, con
quien poco tenía en común, nos atrevimos a ser novios. Él era un
tipo contenido, lo admito, pocas veces peleábamos, o más bien,
pocas veces él me peleaba, por no decir que poco me pelaba.
Un
verano de 2014, vinieron sus padres de Canadá para conocerme y nos
fuimos los cuatro a Playa del Carmen. Estábamos en la alberca solo
Tomás y yo, a unos metros en los camastros, sus padres. Su madre
pidió tomarnos una foto, así que me acerque a Tomás, quien por
cierto, estaba adentro de la alberca pero sin mojarse la cabeza, yo
jugando y por joder un poco, se me hizo fácil salpicarlo con los
dedos de las manos apenas rozando el agua, truco de nadadora mientras
me acercaba.
Cuando
llegué a su lado, le pregunté:
—¿Y
tu mamá, ya tomó la foto?
—¿Cómo
quieres que la tomé si estás con tus estupideces?—
me respondió, y me quedé a cuadros.
Nunca
antes nos habíamos hablado así. Mi reacción fue mojarlo más,
mucho más. Eso le enfureció y su respuesta no se hizo
esperar: me hundió. Realmente no sé cuánto tiempo pasó. Gracias a
mi historia con el agua, nunca sentí ansiedad por la respiración.
Incluso abrí los ojos, al voltear arriba y ver la cara enfurecida de
Tomás, con tanto odio evidente, realmente me entristeció. Eso fue
lo fulminante, no las decenas de segundos sin respirar.
Vi
el rostro de Tomás, el odio con que me sumergía, esas ganas de
eliminarme de su vida. El agua me enseñó a fluir, a limpiar lo malo
de mi vida, y esta vez no sería la excepción. Hoy, querido abuelo,
en dónde quiera que te encuentres, te cuento: en esta ocasión al
menos, nadar tanto sí me sirvió.
Parte
II
Se
cierra la pinza
Un
día de febrero de 2018, tras casi cuatro años de lo sucedido, el
círculo se ha cerrado, como diría el escritor noruego, Knut Hamsun,
uno de mis autores favoritos.
El
tiempo había pasado, Tomás y yo podíamos vernos como colegas, no
como los mejores colegas pero que de vez en cuando podíamos recurrir
uno al otro para algún tema laboral.
En
medio de este show
de colegas disfrazados, le pedí vía whatsapp,
su experiencia como extranjero en México, requería testimonios de
canadienses para un análisis que debía escribir para el suplento
“Norteamérica”, en mi nueva etapa de periodista independiente.
Así, un par de días, estuvimos en comunicación por ese medio y
solo con ese objetivo.
Al
día siguiente, sin más, me escribió y me dijo:
—Hola,
Oye, te quería comentar antes de que te enteres por otros: ¡ya
tengo pareja y es hombre… !
¡Sí!
Leen lo mismo que yo, me contaba que al final de todo, ¡era gay,
siempre lo fue!
Obvio,
quedé en shock,
tardé casi una hora para responder, me paré, me senté, le escribí
a mi mejor amiga para contarle. Lo procesé como pude durante una
hora, 60 minutos que quizá fueron eternos para Tomás, como aquel
día en playa del Carmen cuando él me hundió en la alberca, como si
así escondiera su realidad, sus miedos, su verdadera identidad.
Lo
que siguió en la conversación está de más. Las piezas se
acomodaron.
Esta
historia termina aquí. Me afectó, no lo niego, sobre todo en la
autoestima, mi molestia es conmigo, rabia que no lo libra de su
mentira, hubo señales de esta confesión, pero no hice caso. En
aquel entonces, yo tampoco me hice caso. No entiendo porque me anclé
tanto tiempo a esa relación, aún cuando no me enamoré. Hoy, es una
gran lección, un capítulo de mi vida al que sobreviví.
Él
no salió de la alberca, salió del clóset2.
Y yo: no me tiré al suelo, salí a flote. El barco sigue.
1
Escuela Preparatoria. En México, enseñanza secundaria, previa a la
universidad.
2
Armario en el español de América.
María
Yáñez es periodista mexicana.
@mariagyp
@mariagyp
Tema muy bien desarrollado pero difícil de sobrevivir holgadamente pues tienes que ser muy fuerte para salir airoso de él
ResponderEliminar