08 junio 2018


Salir a flote…

María Yáñez


¿Qué sabe el pez del agua donde nada toda su vida? Albert Einstein

Parte I
¡Te van a salir escamas!

Para muchos, la piscina, también llamada alberca, es un lugar lejano, de vacaciones, de terror por miedo al agua o hasta por miedo a las bacterias que se puedan generar. En eso, prefiero no abundar, porque muy pocas veces eso mata.
De niña fui sola a inscribirme a clases de natación, era un verano, recuerdo perfecto. Un día nos llevaron a nadar al deportivo Venustiano Carranza, en mi natal Morelia, Michoacán, a solo 3 horas de la capital mexicana. En ese deportivo había una alberca olímpica, yo aún no sabía nadar, siempre fui temeraria, como muchos novatos, agarrada de la orilla, no pisaba ni veía el fondo.
Afuera de la alberca, el instructor cuidaba a decenas de entusiastas primerizos, le avisé que me soltaría, que me cuidara, así que me lancé muy confiada. A media alberca, saqué la cara con cierta desesperación, el maestro ni sus luces. La opción para regresar a la orilla, era yo misma, tragando agua y chapoteando. Lo logré, y así empezó mi historia con el agua.
Mi pasión por muchos años fue nadar. Tuve la fortuna de estar en el equipo de nado sincronizado de Michoacán, cada día le dedicaba horas, horas absurdas para muchos; mientras que para mí, esa etapa, fue prácticamente mi vida.
Cuando salía de clases, justo en la prepa1, lo primero que hacía, era irme a entrenar. Mis amigos se quedaban afuera de la escuela, el típico espacio para convivir, como si no hubiera sido suficiente, y yo solo pensaba en nadar. Aún tengo tatuadas las palabras de mi amiga Sol: ¡Qué vida tan aburrida tienes!—. Sin embargo, era mi pasión, uno de los momentos más plenos, llenos de libertad consciente. Al nadar fluía, disfrutaba ver y respirar abajo del agua.
Don Felipe, mi abuelo materno, era mi inspiración y empuje. Y cada noche, al regresar del entrenamiento me decía: ¿Para que nadas tanto? ¡Te van a salir escamas, eso no te va a servir de nada!—. Aquello me dolía, sobre todo, viniendo de mí admirable e intachable abuelo. Pese a ello, no dejé de nadar, era tan terca y orgullosa, como el mismo don Felipe.
Llegó el momento de entrar a la universidad. Yo había querido estudiar Biología Marina, carrera que no había en Morelia, la opción: esperar un año para viajar a Baja California o estudiar Ciencias de la Comunicación. Lo segundo, también me hacía ilusión, ser corresponsal de guerra era mi sueño, pero poco factible, solo había en universidades privadas, la beca era la opción. Mientras esperaba los resultados, me ofrecieron una tercera salida a mi estado de vida -para mí la menos apetecible, estudiar leyes-, carrera que en ese entonces, tenía fama de ser muy fácil, solo que te atropellaran en la avenida Madero, calle principal de Morelia, evitaría no pasar; mucha gente entraba por mientras, parecía mi opción. pero el día del examen de admisión, preferí otro tipo de prueba, el de nado sincronizado y ahí estuve sin ningún remordimiento. 
Llegó la beca para estudiar Ciencias de la Comunicación en la Universidad Vasco de Quiroga, y mi pasión de nadar cambió por el periodismo. Parecía que la profecía de mi papá Felipe se cumplía, que nadar tanto había sido pérdida de tiempo, pues tuve que dejar el equipo de nado sincronizado para enfocarme a la carrera, era hora de ser adulta, aunque una temporada complementé mis gastos dando clases de natación a niños con capacidades especiales, desde autismo hasta un tema muscular; una etapa que me enseñó y me sensibilizó tanto, que no cambiaría por nada.
Pasó el tiempo, los años, mi vida se volvió el periodismo. Ya en la ciudad de México, en donde conocí a Tomás, otro periodista, con quien poco tenía en común, nos atrevimos a ser novios. Él era un tipo contenido, lo admito, pocas veces peleábamos, o más bien, pocas veces él me peleaba, por no decir que poco me pelaba.
Un verano de 2014, vinieron sus padres de Canadá para conocerme y nos fuimos los cuatro a Playa del Carmen. Estábamos en la alberca solo Tomás y yo, a unos metros en los camastros, sus padres. Su madre pidió tomarnos una foto, así que me acerque a Tomás, quien por cierto, estaba adentro de la alberca pero sin mojarse la cabeza, yo jugando y por joder un poco, se me hizo fácil salpicarlo con los dedos de las manos apenas rozando el agua, truco de nadadora mientras me acercaba.
Cuando llegué a su lado, le pregunté:
¿Y tu mamá, ya tomó la foto?
¿Cómo quieres que la tomé si estás con tus estupideces? me respondió, y me quedé a cuadros.
Nunca antes nos habíamos hablado así. Mi reacción fue mojarlo más, mucho más. Eso le enfureció y  su respuesta no se hizo esperar: me hundió. Realmente no sé cuánto tiempo pasó. Gracias a mi historia con el agua, nunca sentí ansiedad por la respiración. Incluso abrí los ojos, al voltear arriba y ver la cara enfurecida de Tomás, con tanto odio evidente, realmente me entristeció. Eso fue lo fulminante, no las decenas de segundos sin respirar.
Vi el rostro de Tomás, el odio con que me sumergía, esas ganas de eliminarme de su vida. El agua me enseñó a fluir, a limpiar lo malo de mi vida, y esta vez no sería la excepción. Hoy, querido abuelo, en dónde quiera que te encuentres, te cuento: en esta ocasión al menos, nadar tanto sí me sirvió.


Parte II
Se cierra la pinza

Un día de febrero de 2018, tras casi cuatro años de lo sucedido, el círculo se ha cerrado, como diría el escritor noruego, Knut Hamsun, uno de mis autores favoritos.
El tiempo había pasado, Tomás y yo podíamos vernos como colegas, no como los mejores colegas pero que de vez en cuando podíamos recurrir uno al otro para algún tema laboral.

En medio de este show de colegas disfrazados, le pedí vía whatsapp, su experiencia como extranjero en México, requería testimonios de canadienses para un análisis que debía escribir para el suplento “Norteamérica”, en mi nueva etapa de periodista independiente. Así, un par de días, estuvimos en comunicación por ese medio y solo con ese objetivo.
Al día siguiente, sin más, me escribió y me dijo:
Hola, Oye, te quería comentar antes de que te enteres por otros: ¡ya tengo pareja y es hombre… !
¡Sí! Leen lo mismo que yo, me contaba que al final de todo, ¡era gay, siempre lo fue!
Obvio, quedé en shock, tardé casi una hora para responder, me paré, me senté, le escribí a mi mejor amiga para contarle. Lo procesé como pude durante una hora, 60 minutos que quizá fueron eternos para Tomás, como aquel día en playa del Carmen cuando él me hundió en la alberca, como si así escondiera su realidad, sus miedos, su verdadera identidad.
Lo que siguió en la conversación está de más. Las piezas se acomodaron.
Esta historia termina aquí. Me afectó, no lo niego, sobre todo en la autoestima, mi molestia es conmigo, rabia que no lo libra de su mentira, hubo señales de esta confesión, pero no hice caso. En aquel entonces, yo tampoco me hice caso. No entiendo porque me anclé tanto tiempo a esa relación, aún cuando no me enamoré. Hoy, es una gran lección, un capítulo de mi vida al que sobreviví.
Él no salió de la alberca, salió del clóset2. Y yo: no me tiré al suelo, salí a flote. El barco sigue.

1 Escuela Preparatoria. En México, enseñanza secundaria, previa a la universidad.
2 Armario en el español de América.



María Yáñez es periodista mexicana.
@mariagyp







1 comentario:

  1. Tema muy bien desarrollado pero difícil de sobrevivir holgadamente pues tienes que ser muy fuerte para salir airoso de él

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