Cosas
de madre
Luis
Miguel de Blas
"Seguro
que así huele el cielo", pensó. En la mente del niño no podía
ser de otra forma. No podía haber en todo el mundo nada que oliera
tan bien, o sea que solo en el cielo podía oler así.
Se
había levantado algo menos temprano de lo habitual, ya que, al ser
domingo, no sólo no había colegio sino que tampoco era necesario
que ayudara a su padre en las labores del campo. Sus hermanos, algo
mayores que él, seguían durmiendo aún, seguramente por haberse
acostado más tarde de lo habitual, Como casi todos los sábados,
días que aprovechaban para rondar de noche por el pueblo con otros
de su edad, riendo, bebiendo, gastando bromas y despertando con sus
cánticos a quienes se retiraban a horas más tempranas. Cuando salió
de su cuarto, junto al chiscón, y antes de empezar a descender los
peldaños de madera de la desvencijada escalera, ya empezó a
olisquear el ambiente, disfrutando de los aromas que le llegaban de
la cocina, donde su madre seguro que llevaba algún tiempo
trabajando, pues el alba la cogía siempre levantada y raro era el
día que alguien de la casa podía pillarla, por muy temprano que
fuera, sin estar metida en alguna faena.
Pero
el niño sabía que este domingo era especial. Se acercaban las
fiestas del pueblo y en todas las casas se preparaban, con algunos
días de antelación, los dulces, pastas y guisos especiales que solo
se hacían en tales ocasiones. En su casa era costumbre que su madre
empezara justamente el fin de semana anterior. El viernes por la
tarde advertía a la familia para que nadie contase con ella para
nada que obstaculizara su labor si deseaban tener todo lo que les
gustaba. El sábado cogía de un cajón la vieja llave de la despensa
y se dedicaba a sacar de los armarios, donde reposaban de año en
año, las cazuelas para los grandes guisos, los moldes para bollos y
pastas y los utensilios para los quehaceres especiales, como el
extraño hierro con redondeadas formas en la punta que más parecía
servir para marcar ganado que para freír las dulces flores de
sartén. Los iba limpiando uno a uno y colocando en los lugares ya
pensados de la cocina; después revisaba la alacena comprobando las
existencias en la casa de harina, leche, azúcar, etc., y cuando
tenía ya todo controlado salía camino del colmado para
aprovisionarse de lo que faltara. Tenía tal maña y costumbre que
raro era el año en que, tras volver a casa y hacer otra comprobación
de rutina, echara algo en falta y hubiera de volver a salir o mandara
a alguno de los hijos con el recado, tras lo cual dejaba para el
domingo las preparaciones, salvo alguna masa que hubiera de fermentar
durante la noche.
A
la mañana siguiente, bien temprano, se arreglaba poniéndose un
mandil con bordados de hilo blanco, recuerdo de su ajuar de novia que
siempre guardaba para estas ocasiones, se ataba un pañuelo en la
cabeza cubriendo sus cabellos para que no blanquearan con la nube de
harina que solía formarse y empezaba la jornada entrando en la
cocina y encendiendo la vieja cocina de leña con unas hojas de
periódicos y algún resto de una vieja escoba, antes de salir al
corral para ordeñar a los animales y coger algo de leña. Luego
ponía al fuego la leche, añadía unas varas de canela y, mientras
esperaba que hirviera para seguir con la preparación de los dulces,
comenzaba a limpiar y pelar las verduras y hortalizas para los
guisos, las troceaba según su costumbre y las dejaba preparadas para
cuando llegara el momento de empezar a preparar los pucheros para los
estofados, siguiendo las viejas recetas de su madre y el mismo ritual
de largas horas de lenta cocción y más de una jornada de reposo
para la mejor combinación de los sabores ancestrales.
El
pequeño terminó de bajar los escalones despacio, procurando no
hacer ningún ruido que delatara su presencia. Le gustaba asomarse a
la cocina casi a escondidas y observar el trajín de su madre sin que
lo viera, disfrutando al mismo tiempo con los aromas de la leche
perfumada con la canela, la nata con azúcar reposando en un cuenco,
los olores de matalauva y naranjas confitadas y mil perfumes más
esperando su turno con la miel, las almendras y los orejones. Soñaba
con los dulces que en unos días llenarían la mesa cuando llegara el
día de la fiesta y todos se reunieran en el pequeño comedor al
regreso de la romería a la ermita de la patrona. La boca se le hacía
agua imaginando las rosquillas cubiertas de azúcar, los pestiños
con su miel, las ansiadas perronillas con su suave gusto a
manteca,.... y, sobre todo, las roscas borrachas, el dulce más
típico y apreciado de la aldea.
Pero
aun faltaban unos días para la fiesta del pueblo y, aunque un par de
días antes ya estuviera la labor terminada, su madre no les dejaba
probar nada hasta que llegara el momento. Mientras tanto, sólo le
quedaba disfrutar de los olores que le llegaban de todos los rincones
de la cocina, y del ballet que su madre ejecutaba de un lado a otro
de la pieza, colando la leche a una gran vasija, troceando las
frutas, amasando la harina con la manteca, anisando la masa
fermentada, dando forma a algunas de las labores y metiendo otras en
el viejo horno de arcilla donde lo mismo cocía panes que asaba
tostones y lechazos. Su progenitora gustaba de hacerlo todo en casa,
ella sola desde que murió la abuela, y nunca fue de las que se
juntaban en la tahona del pueblo, cada una con sus preparaciones para
el horno comunal y que no se sabía si lo hacían por no disponer de
horno propio o para entregarse, como al descuido, al cotilleo
vecinal, a compartir recetas o a darse nuevas de lejanos parientes.
Los
días volaban despacio. La impaciencia que los hacía eternos,
deseando disfrutar de los anhelados dulces, quedaba mitigada por los
juegos sin fin, pues no volvía a haber escuela hasta después de la
fiesta grande, y a los hermanos se les pasaban los días en un
suspiro, ya fuera con los amigos de correrías por los campos o entre
ellos tres compitiendo en el patio de la casa, unas veces a la
herradura, otras a la taba o incluso en carreras de chapas que el
mayor había confeccionado con unos trozos de corcho para aumentar su
peso y a las que había pegado unos recortes con las caras de sus
ciclistas favoritos, lo que ocasionaba discusiones sobre las
preferencias de cada uno, pues no se ponían de acuerdo en quién era
Bahamontes o quién Ocaña, aunque fuera cual fuera la elección casi
daba igual pues el hermano mayor, mas ducho en esas lides, solía
alzarse casi siempre con la victoria para disgusto de los otros dos,
lo que provocaba nuevas discusiones y alguna pequeña pelea de la
que, aunque nunca llegó la sangre al río, especialmente por el
afecto que se profesaban, no por ello evitaba que aparecieran por la
casa con algún chichón de más o algunos pelos de menos.
En
uno de aquellos juegos andaban ocupados al final de la tarde de la
víspera de la fiesta, ganándose unos a otros constantemente las
brillantes canicas de irisados colores, cuando un choque entre dos
bolas, más fuerte de lo habitual, tuvo la mala fortuna de hacer que
un poco de tierra saltara con el impacto y se le metiera al hermano
mediano en un ojo. El escozor que le produjo dio al traste con el
juego, pues tuvieron que entrar en la casa para que un poco de agua
aliviara el problema. Cuál no fue su sorpresa al dirigirse a la pila
de la cocina, pues, al revés de lo acostumbrado, no solo no estaba
en ella la madre, sino que había dejado la puerta abierta al tener
que salir unos instantes por un llamado urgente de una vecina a la
que hubo de calmar del ataque de pánico que la había producido ver
a su bebé de pocos meses con la cabeza encajada entre los barrotes
de madera de la cuna. La buena mujer se había asustado más de la
cuenta al ver llorando a su hijo y su mente se había bloqueado y era
incapaz de pensar o reaccionar por sí misma, pero había tenido la
lucidez suficiente para implorar la ayuda necesaria de quien más
cerca tenía.
La
visión que contemplaron los hermanos en la cocina los dejó
boquiabiertos, pues sobre la gran mesa estaban dispuestas varias
tablas alargadas y en cada una de ellas se encontraban, perfectamente
colocados, los dulces recién hechos, reposando del reciente calor
del horno y en espera del siguiente día cuando serían colocados en
fuentes y llevados al comedor. Los hermanos no se podían creer su
suerte. Nunca habían podido probar los dulces antes de la fiesta,
pues su madre dejaba siempre cerrada con llave la cocina y atrancada
la ventana para que ni gato, ni perro, ni ave pudieran entrar y
estropear los manjares. Empujándose unos a otros corrieron hacia la
tabla donde reposaban las roscas borrachas, que, no solo eran las más
típicas del pueblo en estas fiestas, sino también sus preferidas y
empezaron a comérselas con toda la velocidad que les permitía el
poco tiempo que llevaban fuera del horno. Casi habían acabado con la
mitad de la tabla cuando les sobresaltó un grito desde la entrada de
la casa. La madre acababa de volver y nada más entrar escuchó la
algarabía y comprendió su error al salir sin cerrar con llave,
pensando que estaría de regreso antes de que los hijos se cansaran
de sus juegos. Según corría hacia la cocina agarró del paragüero
el viejo bastón que había usado su anciana madre en sus últimos
años y blandiéndolo en alto se lanzó en pos de los tres rapaces,
propinándoles cuantos bastonazos la fue posible hasta que se les
pasó la sorpresa por el ataque y consiguieron reaccionar y salir
huyendo de la cocina, con la madre persiguiéndoles hasta que
lograron abrir la puerta de la casa y salir al refugio de la calle.
Aun
con los nervios a flor de piel y un tanto alterada, pues no era
frecuente que tuviera que enmendar la plana de tal manera a sus
hijos, volvió la buena mujer a su cocina y comprobó la magnitud de
los daños. La mayoría de las tablas estaban intactas, aunque de la
tabla de rosquillas habían caído al suelo algunas de un extremo,
seguramente como consecuencia de la refriega, pero la de las roscas
borrachas era un desastre total. Faltaba más de la mitad de la tabla
y el resto apenas presentaba unas cuantas enteras. Se sentó desolada
en un viejo taburete y reclinó la cabeza en la pared intentando
recobrar la calma necesaria.
Los
tres hermanos siguieron corriendo hasta llegar al final de la calle,
giraron por un pasaje lateral y siguieron hasta llegar a una
bocacalle que daba a la plaza, casi enfrente de la iglesia. Se
detuvieron unos instantes, recuperando la respiración hasta que se
les serenaron los pulsos. De repente se encontraron sin saber qué
hacer. La huida había sido algo inesperado, no habían tenido tiempo
de pensar en nada, pero ahora se encontraban en un dilema. No era
cuestión de volver a casa de inmediato, pero tampoco era plan pasar
la noche al raso o en algún pajar, pues dada la hora faltaba poco
para que en la vivienda se echaran la llave y el cerrojo a la puerta
de entrada, con lo que volver más tarde estaba descartado.
Vagabundearon por el pueblo sin rumbo fijo. Cuando entraron en la
cantina para calentarse del frío de la noche, los parroquianos les
miraron extrañados por la poca costumbre de contemplar tal
acontecimiento, pero nadie les hizo pregunta alguna suponiendo que
quizá era consecuencia de ser víspera de la fiesta o que incluso
llevaran de juerga al hermano pequeño por primera vez con tal
ocasión. Dieron vueltas por el pueblo sin atreverse a llamar a la
puerta de algún amigo, pero con la esperanza de toparse con
cualquiera de ellos a las puertas de cualquier bar o taberna, pero
fue inútil.
Sin
otra idea mejor se acercaron a su casa por ver si escuchaban algo que
les diera pistas sobre lo que les podía pasar al día siguiente o
alguna conversación sobre el suceso entre sus padres, pero nada se
oía. Al rodear la casa y el corral intentaron entrar a éste por el
ventanuco que se abría junto al tejado pero les fue imposible
alcanzarlo. Pensaron con resignación que si hubiera sido verano el
carro estaría fuera y habrían podido subirse a él para alcanzar la
abertura. Desolados, iban a decidirse por buscar algún pajar
abierto, cuando el mayor les detuvo con un gesto. Les señaló con la
mano el otro extremo de la casa donde, junto a la puerta trasera, se
veía una luz que nunca había estado allí. Cuando se acercaron
vieron un quinqué de aceite prendido sobre un taburete que sujetaba
la puerta entreabierta. Aun más extrañados que antes decidieron
entrar, no sin antes coger el quinqué, apagarlo y cerrar tras ellos
la puerta trasera.
Con
todo el sigilo que les fue posible se dirigieron cada uno a su cuarto
intentando no despertar a nadie y sin comprender del todo lo que
pasaba. Había sido una gran sorpresa encontrarse la puerta no solo
abierta sino incluso señalada con la luz, pero aún fue mayor la que
tuvieron al entrar cada uno en su habitación. En cada mesilla había
una bandeja con un bocadillo y un platillo tapado con una servilleta.
Y cuando la levantaron se encontraron con lo que nunca hubieran
imaginado en sus actuales circunstancias: debajo de la servilleta
había un cuenco de leche fresca y una deliciosa…. ¡rosca
borracha!
Recuerdos, sentidos, emociones..
ResponderEliminarEl placer de cocinar para otros.
♡
Bonito relato en el que describes muy bien la pasión que la madre pone en hcer esos dulces que son el deleite de toda la familia
ResponderEliminar