15 junio 2018



Cosas de madre

Luis Miguel de Blas

"Seguro que así huele el cielo", pensó. En la mente del niño no podía ser de otra forma. No podía haber en todo el mundo nada que oliera tan bien, o sea que solo en el cielo podía oler así.

Se había levantado algo menos temprano de lo habitual, ya que, al ser domingo, no sólo no había colegio sino que tampoco era necesario que ayudara a su padre en las labores del campo. Sus hermanos, algo mayores que él, seguían durmiendo aún, seguramente por haberse acostado más tarde de lo habitual, Como casi todos los sábados, días que aprovechaban para rondar de noche por el pueblo con otros de su edad, riendo, bebiendo, gastando bromas y despertando con sus cánticos a quienes se retiraban a horas más tempranas. Cuando salió de su cuarto, junto al chiscón, y antes de empezar a descender los peldaños de madera de la desvencijada escalera, ya empezó a olisquear el ambiente, disfrutando de los aromas que le llegaban de la cocina, donde su madre seguro que llevaba algún tiempo trabajando, pues el alba la cogía siempre levantada y raro era el día que alguien de la casa podía pillarla, por muy temprano que fuera, sin estar metida en alguna faena.

Pero el niño sabía que este domingo era especial. Se acercaban las fiestas del pueblo y en todas las casas se preparaban, con algunos días de antelación, los dulces, pastas y guisos especiales que solo se hacían en tales ocasiones. En su casa era costumbre que su madre empezara justamente el fin de semana anterior. El viernes por la tarde advertía a la familia para que nadie contase con ella para nada que obstaculizara su labor si deseaban tener todo lo que les gustaba. El sábado cogía de un cajón la vieja llave de la despensa y se dedicaba a sacar de los armarios, donde reposaban de año en año, las cazuelas para los grandes guisos, los moldes para bollos y pastas y los utensilios para los quehaceres especiales, como el extraño hierro con redondeadas formas en la punta que más parecía servir para marcar ganado que para freír las dulces flores de sartén. Los iba limpiando uno a uno y colocando en los lugares ya pensados de la cocina; después revisaba la alacena comprobando las existencias en la casa de harina, leche, azúcar, etc., y cuando tenía ya todo controlado salía camino del colmado para aprovisionarse de lo que faltara. Tenía tal maña y costumbre que raro era el año en que, tras volver a casa y hacer otra comprobación de rutina, echara algo en falta y hubiera de volver a salir o mandara a alguno de los hijos con el recado, tras lo cual dejaba para el domingo las preparaciones, salvo alguna masa que hubiera de fermentar durante la noche.

A la mañana siguiente, bien temprano, se arreglaba poniéndose un mandil con bordados de hilo blanco, recuerdo de su ajuar de novia que siempre guardaba para estas ocasiones, se ataba un pañuelo en la cabeza cubriendo sus cabellos para que no blanquearan con la nube de harina que solía formarse y empezaba la jornada entrando en la cocina y encendiendo la vieja cocina de leña con unas hojas de periódicos y algún resto de una vieja escoba, antes de salir al corral para ordeñar a los animales y coger algo de leña. Luego ponía al fuego la leche, añadía unas varas de canela y, mientras esperaba que hirviera para seguir con la preparación de los dulces, comenzaba a limpiar y pelar las verduras y hortalizas para los guisos, las troceaba según su costumbre y las dejaba preparadas para cuando llegara el momento de empezar a preparar los pucheros para los estofados, siguiendo las viejas recetas de su madre y el mismo ritual de largas horas de lenta cocción y más de una jornada de reposo para la mejor combinación de los sabores ancestrales.

El pequeño terminó de bajar los escalones despacio, procurando no hacer ningún ruido que delatara su presencia. Le gustaba asomarse a la cocina casi a escondidas y observar el trajín de su madre sin que lo viera, disfrutando al mismo tiempo con los aromas de la leche perfumada con la canela, la nata con azúcar reposando en un cuenco, los olores de matalauva y naranjas confitadas y mil perfumes más esperando su turno con la miel, las almendras y los orejones. Soñaba con los dulces que en unos días llenarían la mesa cuando llegara el día de la fiesta y todos se reunieran en el pequeño comedor al regreso de la romería a la ermita de la patrona. La boca se le hacía agua imaginando las rosquillas cubiertas de azúcar, los pestiños con su miel, las ansiadas perronillas con su suave gusto a manteca,.... y, sobre todo, las roscas borrachas, el dulce más típico y apreciado de la aldea.

Pero aun faltaban unos días para la fiesta del pueblo y, aunque un par de días antes ya estuviera la labor terminada, su madre no les dejaba probar nada hasta que llegara el momento. Mientras tanto, sólo le quedaba disfrutar de los olores que le llegaban de todos los rincones de la cocina, y del ballet que su madre ejecutaba de un lado a otro de la pieza, colando la leche a una gran vasija, troceando las frutas, amasando la harina con la manteca, anisando la masa fermentada, dando forma a algunas de las labores y metiendo otras en el viejo horno de arcilla donde lo mismo cocía panes que asaba tostones y lechazos. Su progenitora gustaba de hacerlo todo en casa, ella sola desde que murió la abuela, y nunca fue de las que se juntaban en la tahona del pueblo, cada una con sus preparaciones para el horno comunal y que no se sabía si lo hacían por no disponer de horno propio o para entregarse, como al descuido, al cotilleo vecinal, a compartir recetas o a darse nuevas de lejanos parientes.


Los días volaban despacio. La impaciencia que los hacía eternos, deseando disfrutar de los anhelados dulces, quedaba mitigada por los juegos sin fin, pues no volvía a haber escuela hasta después de la fiesta grande, y a los hermanos se les pasaban los días en un suspiro, ya fuera con los amigos de correrías por los campos o entre ellos tres compitiendo en el patio de la casa, unas veces a la herradura, otras a la taba o incluso en carreras de chapas que el mayor había confeccionado con unos trozos de corcho para aumentar su peso y a las que había pegado unos recortes con las caras de sus ciclistas favoritos, lo que ocasionaba discusiones sobre las preferencias de cada uno, pues no se ponían de acuerdo en quién era Bahamontes o quién Ocaña, aunque fuera cual fuera la elección casi daba igual pues el hermano mayor, mas ducho en esas lides, solía alzarse casi siempre con la victoria para disgusto de los otros dos, lo que provocaba nuevas discusiones y alguna pequeña pelea de la que, aunque nunca llegó la sangre al río, especialmente por el afecto que se profesaban, no por ello evitaba que aparecieran por la casa con algún chichón de más o algunos pelos de menos.

En uno de aquellos juegos andaban ocupados al final de la tarde de la víspera de la fiesta, ganándose unos a otros constantemente las brillantes canicas de irisados colores, cuando un choque entre dos bolas, más fuerte de lo habitual, tuvo la mala fortuna de hacer que un poco de tierra saltara con el impacto y se le metiera al hermano mediano en un ojo. El escozor que le produjo dio al traste con el juego, pues tuvieron que entrar en la casa para que un poco de agua aliviara el problema. Cuál no fue su sorpresa al dirigirse a la pila de la cocina, pues, al revés de lo acostumbrado, no solo no estaba en ella la madre, sino que había dejado la puerta abierta al tener que salir unos instantes por un llamado urgente de una vecina a la que hubo de calmar del ataque de pánico que la había producido ver a su bebé de pocos meses con la cabeza encajada entre los barrotes de madera de la cuna. La buena mujer se había asustado más de la cuenta al ver llorando a su hijo y su mente se había bloqueado y era incapaz de pensar o reaccionar por sí misma, pero había tenido la lucidez suficiente para implorar la ayuda necesaria de quien más cerca tenía.

La visión que contemplaron los hermanos en la cocina los dejó boquiabiertos, pues sobre la gran mesa estaban dispuestas varias tablas alargadas y en cada una de ellas se encontraban, perfectamente colocados, los dulces recién hechos, reposando del reciente calor del horno y en espera del siguiente día cuando serían colocados en fuentes y llevados al comedor. Los hermanos no se podían creer su suerte. Nunca habían podido probar los dulces antes de la fiesta, pues su madre dejaba siempre cerrada con llave la cocina y atrancada la ventana para que ni gato, ni perro, ni ave pudieran entrar y estropear los manjares. Empujándose unos a otros corrieron hacia la tabla donde reposaban las roscas borrachas, que, no solo eran las más típicas del pueblo en estas fiestas, sino también sus preferidas y empezaron a comérselas con toda la velocidad que les permitía el poco tiempo que llevaban fuera del horno. Casi habían acabado con la mitad de la tabla cuando les sobresaltó un grito desde la entrada de la casa. La madre acababa de volver y nada más entrar escuchó la algarabía y comprendió su error al salir sin cerrar con llave, pensando que estaría de regreso antes de que los hijos se cansaran de sus juegos. Según corría hacia la cocina agarró del paragüero el viejo bastón que había usado su anciana madre en sus últimos años y blandiéndolo en alto se lanzó en pos de los tres rapaces, propinándoles cuantos bastonazos la fue posible hasta que se les pasó la sorpresa por el ataque y consiguieron reaccionar y salir huyendo de la cocina, con la madre persiguiéndoles hasta que lograron abrir la puerta de la casa y salir al refugio de la calle.

Aun con los nervios a flor de piel y un tanto alterada, pues no era frecuente que tuviera que enmendar la plana de tal manera a sus hijos, volvió la buena mujer a su cocina y comprobó la magnitud de los daños. La mayoría de las tablas estaban intactas, aunque de la tabla de rosquillas habían caído al suelo algunas de un extremo, seguramente como consecuencia de la refriega, pero la de las roscas borrachas era un desastre total. Faltaba más de la mitad de la tabla y el resto apenas presentaba unas cuantas enteras. Se sentó desolada en un viejo taburete y reclinó la cabeza en la pared intentando recobrar la calma necesaria.

Los tres hermanos siguieron corriendo hasta llegar al final de la calle, giraron por un pasaje lateral y siguieron hasta llegar a una bocacalle que daba a la plaza, casi enfrente de la iglesia. Se detuvieron unos instantes, recuperando la respiración hasta que se les serenaron los pulsos. De repente se encontraron sin saber qué hacer. La huida había sido algo inesperado, no habían tenido tiempo de pensar en nada, pero ahora se encontraban en un dilema. No era cuestión de volver a casa de inmediato, pero tampoco era plan pasar la noche al raso o en algún pajar, pues dada la hora faltaba poco para que en la vivienda se echaran la llave y el cerrojo a la puerta de entrada, con lo que volver más tarde estaba descartado. Vagabundearon por el pueblo sin rumbo fijo. Cuando entraron en la cantina para calentarse del frío de la noche, los parroquianos les miraron extrañados por la poca costumbre de contemplar tal acontecimiento, pero nadie les hizo pregunta alguna suponiendo que quizá era consecuencia de ser víspera de la fiesta o que incluso llevaran de juerga al hermano pequeño por primera vez con tal ocasión. Dieron vueltas por el pueblo sin atreverse a llamar a la puerta de algún amigo, pero con la esperanza de toparse con cualquiera de ellos a las puertas de cualquier bar o taberna, pero fue inútil.

Sin otra idea mejor se acercaron a su casa por ver si escuchaban algo que les diera pistas sobre lo que les podía pasar al día siguiente o alguna conversación sobre el suceso entre sus padres, pero nada se oía. Al rodear la casa y el corral intentaron entrar a éste por el ventanuco que se abría junto al tejado pero les fue imposible alcanzarlo. Pensaron con resignación que si hubiera sido verano el carro estaría fuera y habrían podido subirse a él para alcanzar la abertura. Desolados, iban a decidirse por buscar algún pajar abierto, cuando el mayor les detuvo con un gesto. Les señaló con la mano el otro extremo de la casa donde, junto a la puerta trasera, se veía una luz que nunca había estado allí. Cuando se acercaron vieron un quinqué de aceite prendido sobre un taburete que sujetaba la puerta entreabierta. Aun más extrañados que antes decidieron entrar, no sin antes coger el quinqué, apagarlo y cerrar tras ellos la puerta trasera.

Con todo el sigilo que les fue posible se dirigieron cada uno a su cuarto intentando no despertar a nadie y sin comprender del todo lo que pasaba. Había sido una gran sorpresa encontrarse la puerta no solo abierta sino incluso señalada con la luz, pero aún fue mayor la que tuvieron al entrar cada uno en su habitación. En cada mesilla había una bandeja con un bocadillo y un platillo tapado con una servilleta. Y cuando la levantaron se encontraron con lo que nunca hubieran imaginado en sus actuales circunstancias: debajo de la servilleta había un cuenco de leche fresca y una deliciosa…. ¡rosca borracha!



2 comentarios:

  1. Recuerdos, sentidos, emociones..
    El placer de cocinar para otros.

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  2. Bonito relato en el que describes muy bien la pasión que la madre pone en hcer esos dulces que son el deleite de toda la familia

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