Finalista
del VIII Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid 2024
Al
alba todos los colores
Patrocinio
Gil Sánchez
Quiero
contarles esto no con palabras
—que
con palabras no se entiende a nadie—
sino
a mi modo oscuro, que es el claro.
Mirta
Aguirre
“Y
sin embargo, nadie supo de qué se trataba. Todos mentían”. Porque
con 12 años no era consciente de muchas cosas de la dictadura pero
sí de que Teresa, una niña pecosa de ojos verdes que apretaba a su
pecho una muñeca de trapo con ojos de alfileres y con la que me
bañaba desnudo entre las mansas aguas del Zapardiel dormido cuando
salíamos de la escuela, estrenaba, aquel cuatro de otoño, unos
pechos divinos, como las primeras naranjas que llegaron a la tienda
de la señora Sole, y unos labios de arrope que quitaban el hipo, y
tenía que inventarme, cómo gozar de aquello tan hermoso, sin que se
diera cuenta. También de que a mi padre, jornalero sin tierras en
haciendas ajenas, se le había metido en
la cabeza sacarnos del pueblo y llevarnos al norte donde dice
Floriano, un vecino del pueblo con bigote de hormigas y una sonrisa
tonta, atan los perros con longanizas, se ganan 30 pesetas a la hora
y sólo se trabajan 8 o 10 horas cada día librando los domingos, no
como aquí, que se trabaja de sol a sol los siete días de la semana
y se ganan 25 pesetas al día. En el pueblo la única alternativa es
servir a los ricos por cuatro perras, le había dicho a mi madre sin
caer en la cuenta de que, en el pueblo, salvo el aceite y el pescado
que ella no compraba nunca, prácticamente lo teníamos todo, porque
ella se preocupaba de sacar unas gallinas y unos conejos y de cebar
un par de cerdos para la matanza y, podría decirse,
que con las 25 pesetas nos daba para vivir, justos, pero para vivir.
No así en el norte, donde, si bien mi padre ganaría 300 pesetas al
día trabajando en la construcción, habrá que pagarlo todo, desde
la renta del piso hasta el último huevo y, claro, a mi madre, no le
salían las cuentas. Pero a él, cegado por los sueños y las
promesas de Floriano, parece ser que sí. Y por eso retolicaba, que
no quedaba otra que emigrar y dejar de someterse a los caciques. Que
les den por donde amargan los pepinos, decía convencido de que en el
norte todo sería distinto porque allí ─qué
cosas─
estaba la buena suerte de los pobres. Pero mi madre, que nunca daba
una puntada sin hilo y, viendo lo que se nos venía encima con esta
obsesión de nuestro padre, le espetaba, mirándole a los ojos con
los suyos de almendra:
─Pobre
del pobre por bien que le vaya.
Pero
él ya lo había decidido y no escuchaba a nadie. Y el impulso fue lo
suficientemente grande como para llevarnos hasta allí. Y me quedé
pensando, que el mundo se acababa todos los días y cuando volvía a
amanecer hay que vivir en otro nuevo. Reinventárselo.
Recuerdo
que abrí los ojos. Me había quedado traspuesto. Estaba cansado y
aburrido, decepcionado porque Teresa escurrió el bulto y, aunque le
supliqué, que esa sería la última tarde que nos bañaríamos
juntos, escondió los pechos duros como cerezas entre los brazos y
los labios partidos en una boca hermética y no pude ni tocar los
primeros ni besar los segundos. Aunque sí me regaló, con esa
sonrisa de oreja a oreja que tiene, 5 pepitas de calabaza para que
las guardara en el bolsillo como recuerdo de ella y que, si algún
día regresaba, las sembraríamos juntos en la ladera que mira los
campos de lavanda. Y entonces me dejaría que la besara los labios y
los pechos todo lo que quisiera.
He
llegado a contar los días que faltan para dejar el pueblo en el que
sólo quedan ya 12 vecinos porque los demás se han ido a la capital,
al norte o a Cataluña: 7 días. Las horas de esos días: 168. Los
minutos de esas horas: 10.080, dispuestos en fila fermentando la
desilusión de un niño de 12 años y la de una madre de 37 que se
quedó sumida en la ternura de imaginar que nunca sería cierto, que
todo habría sido un mal sueño, una pesadilla. No así la de mis
hermanos que, encontraban esa rendija de la felicidad por la que
descubrir paisajes nuevos, niños nuevos, a la temprana edad de 7 y 5
años.
Pero
nadie se fija en la desilusión de un niño que sólo se reconocía
en la infancia llena de golondrinas, la energía que desprenden los
charcos de las calles sin nombre y sin jardines, en el sol de la
parva, en los surcos abiertos para la sementera, en los columpios, en
las aves que regresaban a sus nidos cuando el atardecer, en esos arco
iris de una lluvia bendita floreciendo los campos, tantos amaneceres
empapados de luz y trinos de los pájaros, en los anocheceres de
cantos asombrosos de los grillos entre los arritales y croares de las
ranas en la laguna chica, y estrellas titilantes, y en los ojos de
lumbre de Teresa. Tanto, que tuve que tomar la decisión de guardar
en mi corazón todos aquellos momentos inolvidables para que no se
perdieran en el norte, donde dice doña Amalia, la maestra, suele
llover casi todos los días, hay mucha humedad y el sol brilla por su
ausencia. Tomar la decisión y echar mano de ellos cuando estuviera
triste.
Recuerdo
que era lunes y 16 de octubre, que en el alba eran todos los colores,
que el pueblo se alejaba con sus casas de adobe y los primeros humos
de las lumbres de las 5 chimeneas encendidas, que las puertas
cerradas del viejo cementerio jugaban a irse abriendo como se abrían
las tumbas para florecer manos que agarraban las nuestras en un
intento vano por dejarnos allí. También Teresa, con ojos de legañas
y un pañuelo de florecillas rojas que agitaba en el aire, estaba
entre los hipos de una aurora que saltaba las lágrimas de mi madre,
la pobre, a la que me aferraba para unirme a su pena y a ese vestido
negro que era como mortaja en la pena más grande y en la
despoblación.
Anduvimos
a pie los primeros cien metros por esas viejas calles con olor a
geranios hasta la curva chica que dicen de los chopos. Mi padre por
delante con las manos asidas a mi hermanilla Puri que reía
complaciente porque la dulce brisa pintaba sus mejillas de princesa
de cuento, y los grajos graznaban al unísono donde los altos álamos
doblegaban sus copas como en cruel despedida de cuatro que se iban de
un pueblo que se quedaba huérfano y en la pura agonía.
Luego,
cuando el pueblo era sólo un punto en la desesperanza con olores a
pan recién horneado y lonchas de tocino para freír los torreznos,
los labios de Teresa, un rincón escondido susurrando te quieros
en los atardeceres, se asomaban detrás de la llanura en el largo
camino, el dolor de mi madre y un hipo con el que vomité las sopas
de ajo, se torcieron en una especie de elección que equivocó la
vida y se iba desarrollando al ritmo disconforme de un sendero de
polvo que nos llevaba lejos. Una especie de elección que no era
democrática, sino el vano capricho de un padre que se dejó llevar
por las palabras de que aquí, en el pueblo, ya no había futuro,
olvidando —se
le nublaron los recuerdos—
todas aquellas
cosas que un día fueron gozo y quedaban atrás como los trastos
viejos o la ropa gastada.
Cuando
la verde corola de los pinares se perdió para siempre más allá del
horizonte, me dio por pensar en esa tierra a la que nuestro padre, en
una loca carrera por mejorar de vida, nos llevaba, y mis hermanos
aplaudían por ese no sé qué de lo desconocido, ignorando en sus
cabecitas lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Aunque tampoco
había mucho que pensar, me repetía. Total, vas a llegar —como
la muerte—,
piensa en ello. ¿Por qué no se puede conectar la radio y escuchar
al locutor decir que el norte ya no existe y nos volvamos al pueblo
para evitar la despoblación rural? ¿Por qué mi padre, que siempre
ha sido jornalero, un hombre cabal y justo, y vivía feliz trabajando
los campos de otros, cambió de repente y va en busca de un oficio
del que no sabe si será capaz de desarrollar y al que llaman
construcción y se ganan 300 pesetas al día? ¿Por qué…? ¿Es que
no sabe que desde esos trabajos ya no disfrutará más de los claros
y limpios amaneceres llenos de luz y paisajes azules ni de tantos
atardeceres cuando el canto del milano se acune entre los sones de
una música suave con el sol ya colándose por la hucha del
horizonte, las aves regresando lentamente a sus nidos y las mozas con
sus mejores galas departan en la fuente mientras se llenan los
cántaros y esperan a los mozos de la ronda? ¿No sabe que yo echaré
de menos las pecas de Teresa, sus pechos florecidos y sus labios de
arrope, los baños en el río y las noches de julio tumbados en los
prados contando las estrellas? ¿Que mi madre, si la sacas de su
casa, de esa rebanada de pan con manteca, del cocido de garbanzos e
ir a lavar la ropa, cuidar de sus gallinas y conejos, se morirá en
dos días?
Mi
padre, con 40 años a la espalda, las cuatro reglas mal aprendidas y
esa pequeña locura que se le ha incrustado en la cabeza que llevaba
agachada, mirando al suelo, como si contara los minutos que faltaban
para llegar a la estación y subir a ese tren, sin atreverse a mirar
a mi madre, que seguía llorando en puro desconsuelo, ni a mí, que
seguía enredado en ese hipo que me rompía la desesperanza.
Luego,
en un luego muy largo que entraba hasta los huesos, imaginé que,
cuando volviéramos algún verano a pasar unos días, sólo el
viento, ululando por entre las callejas, nos daría la bienvenida,
porque los pocos que ahora quedaban, se habrán ido muriendo, como se
morirá el pequeño pueblo…