Canicas de sol
Relato premiado en la 15ª Edición del Concurso Literario por el Día Mundial de la Salud Mental, organizado por la Taula Vallesana de Salut Mental
Roberto Omar Román
Desde el primer día de nuestra llegada al parque hicimos de los columpios campo de guerra. En el juego de tocar el sol escribimos capítulos de héroes y proezas no aprendidas en la escuela. Y allí estaba el niño de la casa de enfrente, con la cara pegada a la ventana del segundo piso, mirando detrás de su cárcel de cristal, nuestras batallas.
Parados sobre un pie, alcanzada la máxima elevación, alzábamos las manos al tiempo de gritar ¡Toco el sol a la una, toco el sol a las dos, toco el sol a las tres…! Ganaba quien lo tocara doce veces.
El niño se golpeaba la cabeza en el vidrio, movía las piernas y brazos imitando nuestros movimientos. Nos reíamos de él porque parecía una mosca gorda zumbando en un frasco. Con aplausos y bullas lo alentábamos a continuar en su empeño. Éramos felices, porque en sus ojos veíamos dos alegres soles.
Al cabo de varios días, percibí la admiración del niño, quizás por ser yo el vencedor la mayoría de las ocasiones, o por dedicarle mayor atención que mis amigos. El niño gritaba enrojecido, aplaudía y lloraba de gusto al verme cobrar el premio de una canica por competidor derrotado.
Yo, orgulloso, levantaba mis trofeos y le hacía señas de que bajara a jugar.
Una tarde, la ventana estaba abierta. El niño logró trepar en un bote o banco; podía ver su barriga agitada, oír el tamborileo de los pies acompasado de aplausos, podía sentir los gritos raspando su garganta… los mocos escurriéndole como lágrimas.
Llegado mi turno, giré sobre un pie a gran altura agarrando la cadena apenas con la punta de los dedos. Para impresionarlo, fingí perder el equilibrio y caer. El niño aullaba como loco, babeaba y se jalaba el pelo. Las burlas de mis rivales, empeñados en distraerme, sólo lograron aumentar mi audacia. Seguro de que ninguno me ganaría, extendí los brazos victoriosos y grité al niño que bajara a tocar el sol…
De repente, el sol se hizo una canica oscurecida que choca y se quiebra. Cuando bajé del columpio, desconocí a mis amigos, sus rostros parecían máscaras desenterradas de un panteón. Corrimos.
Días después, ya que dejaron de venir policías a hacer preguntas, busqué a mis compañeros para regresar a jugar al parque. Ninguno aceptó.
Me senté en un columpio, y mientras me balanceaba, vi ondear sobre la ventana cerrada, como un espantapájaros desmayado, una manta requemada por el sol, un sol distinto al que habíamos jugado a tocar, ofreciendo la casa en venta.
Me toca muy de cerca, porque, de haber vivido, mi niño podría haber sido el protagonista de esta historia.
ResponderEliminarRoberto Omar Román, como siempre, genial.
Yo de pequeño jugaba a ese juego en Alemania. Nunca pensé en las consecuencias. Todo era reírse y con caras de llegar lejos al saltar. Esta historia me entristece. Un abrazo Juan
ResponderEliminarUn relato estremecedor. Brillante.
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