14 julio 2023

 

Finalista del VII Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid 2023

El cosaco sobrio

Óscar Arias Rodríguez

Parecía nevado. Los árboles todavía en pie, la calzada atestada de enseres sin reclamar y hasta las techumbres estaban pigmentadas de un tono blanquecino, sucio y decadente, que enmudecía nuestros pasos en fuga y las voces y los llantos desconsolados. Nuestra pequeña Ivana correteaba risueña de un lado para otro, ajena al tiempo que nos tocaba vivir, pateando el suelo como si estuviéramos en pleno invierno. Sólo que no era nieve sobre lo que caminábamos, sino ceniza.

Ivana, cariño. No te alejes.

Ella rio y saltó, no dándose por aludida, y una nube de polvo inmundo la envolvió como a un querubín. Parecía tan feliz. Casi tan feliz como lo éramos antes.

Porque si los niños quieren jugar, hay que dejarlos jugar; son las flores de los campos yermos de nuestra madurez, y nos recuerdan con cada travesura lo que hemos sido y hemos enterrado bien hondo en el olvido. Entretanto, yo llevaba a mi marido de la mano, pues estaba torpe, y nos alejábamos de la ciudad sin voltear la cabeza una sola vez. Porque más allá de donde alcanzaba nuestra vista, más allá de las fronteras del hogar, nos esperaba una vida nueva; si no mejor, al menos no peor.

¡Mami! —gritó—. Perdí a Moki. No está.

Y comenzó a sollozar desesperada. Porque, evidentemente, Moki no era un peluche cualquiera, sino su predilecto: un oso polar del tamaño de un zapato, y además el compañero escogido para el éxodo. Apenas pude discernirlo unos metros atrás, tendido dulcemente sobre la nieve imaginaria.

Creo que está allí. Ya lo recojo yo, cariño. Tú coge la mano de papá y no paréis. Ahora te lo traigo.

Ivana intercambió su mano por la mía y asió la de su padre, mi hombre, mi cosaco, mi vida, que caminaba con pasos desatinados al ritmo lánguido de nuestro exilio. Él dijo algo. No le entendí. Ninguno lo hacíamos ya,a no ser que se le escuchara con otros oídos: los del corazón. Entonces sí podíamos intuir qué es lo que insinuaba, aunque fuera sin interpretar sus palabras, y él sonreía complacido por el acierto azaroso de nuestra comunicación.

Mi cosaco era un hombre fuerte, apuesto, diligente y cariñoso; todo un hombre de novela sensiblera. Mi cosaco trabajó en la fábrica a turnos dobles para que yo pudiera cuidar de Ivana, porque con los empleos que me eran ofrecidos no daba para mucho y no eran pocos los gastos. Mi cosaco volvía sonriente a casa tras cada jornada, y siempre después de atiborrarse a vodka con los compañeros al finalizar, para que no le doliera la espalda,o las rodillas, o el hombro, y así no le manaran las lágrimas al llegar a casa. Porque mi cosaco había comenzado a trabajar muy joven, y ya se sabe que al final todas esas facturas se pagan.

Mi cosaco acostaba a la niña con un beso en la frente y luego venía a hurtadillas a mi lado y me hacía el amor en silencio, a pesar de que no le quedara pulso ni para desabrocharse los botones de la camisa. Mi cosaco trabajaba algunas Navidades y luego se disculpaba y nos sorprendía con algún regalito austero para la niña y para mí, y de ese modo costeábamos también los arreglos más imperiosos del apartamento. En las noches gélidas de invierno, cuando el silencio no había sido desterrado aún de la oscuridad, dormíamos todos juntos y mi cosaco nos rodeaba con sus brazos largos y fuertes, abarcándonos a la niña y a mí de una sola brazada. Y después, con particular esmero, vertía su cálido aliento de vodka sobre mi oreja escarchada y me daba un beso tierno antes de decir: “Te amo”.

Tanto trabajó y bebió que un día aciago una embolia se lo quiso llevar. Pero a mi cosaco no se le vence tan fácilmente, y se sobrepuso a su manera. Ya no pudo volver al trabajo, ni a beber, y ni siquiera era capaz de vestirse solo y apenas podía caminar; y las veces que pretendía seguirme, lo hacía como lo hacen las hojas muertas que se levantan con el paso. Algunas veces, las menos, era capaz de decir sí o no, y nuestra comunicación era una suerte de preguntas dicotómicas y respuestas mínimas. A partir de ese incidente cambiaron las tornas y fuimos nosotras quienes lo tuvimos que cuidar. El Estado nos dejó una pensión pírrica y una hermosa carta de agradecimiento, que coloqué con escrúpulo junto a la correspondencia del banco, y tuve que empezar a trabajar limpiando portales, siempre cerca de casa, para tener tiempo suficiente para Ivana y para él.

Justo antes de alcanzar a Moki sentí una detonación a mi espalda. Salimos volando el muñeco y yo, empujados por el hálito de la muerte. Me incorporé y miré hacia atrás. Un cráter ocupaba el lugar de mis dos amores. Se encontraba vacío. Era tan solo una cicatriz indecente en la tierra. No me quedaba ningún vestigio de ellos que poder honrar. Ni un mísero jirón para el sepelio. Y no derramé una sola lágrima, pues no creí que fuera momento para el duelo. De un plumazo, era una viuda que había sido madre, una amante arrastrada al celibato y alguien relegado a ser algo... y ese algo sería ser soldado. Cogí el fusil de un cadáver —no lo iba a requerir—y esbocé con el cañón una cruz sobre la ceniza, allí donde había sepultado a Moki: lo único que me quedó para inhumar. Rota la brújula y sin aire en las velas, viré y remé sobre las frías aguas de la rabia y el desconsuelo rumbo a Kiev, a cumplir finalmente con el cometido fatal para el que mi cosaco no había sido válido.

5 comentarios:

  1. Duro y sensible a la vez. Enhorabuena al autor.
    M. A.

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  2. Muy bonito y trágico

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  3. La idea de rivalizar, de hacer justicia, de dañar al otro de la misma manera o más de lo que nos ha herido es tanto más fuerte cuanto más intensa es la percepción de la ofensa sufrida y corresponde a un sentimiento de pérdida de integridad. Quien medita represalias, en efecto, se lleva a creer que solo castigando al responsable del propio dolor podrá recuperar el equilibrio psicológico sacudido o comprometido por las acciones de los demás.
    La venganza, ese sentimiento condenado por nuestra sociedad moderna hace que nuestros preconceptos se replanteen en casos como este. Ese sentimiento primitivo de hacer justicia por la pérdida de lo más querido. En este relato ni el llanto ni la angustia actúan sobre el infortunio, dando paso a la sed de justicia con armas tomar. La guerra es una sucesión de insensateces provocada por dirigentes irresponsables que con sus decisiones afectan lo más profundo del corazón humano. Como aficionado a la literatura y la escritura estoy imaginando un agregado final a este relato:
    La mujer se convierte en una eficiente guerrera logrando con arrojo diferentes logros en batalla obteniendo mérito en la lucha y medallas en su pecho. En una oportunidad, haciendo una excursión en campo enemigo, se topa con un joven soldado. Opta por darle un fuerte culatazo dejándolo inconsciente. A punto de ultimarlo con un tiro ve despuntar en su chaqueta una ajada fotografía. La extrae del bolsillo del infortunado y observa a una mujer con un bebe en brazos y un infante sonriendo a su lado. Posó la foto con delicadeza en el pecho del soldado y se marcho con paso firme y en silencio…
    La venganza y el perdón son sentimientos humanos que permanentemente pujarán por dominar nuestra alma desde el principio de la civilización y hasta el fin de los tiempos.
    José Luis Castellano.

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  4. Felicidades al autor. Me ha encantado. Una mirada con zoom para contar algo descomunal y terrible. ¡Magnífico!

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    1. Enhorabuena, precioso relato, real de la vida , el sinsentido del ser humano que destruye vidas, las guerras aún siguen , no hemos evolucionado.

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