31 diciembre 2021

Juicio a la Navidad

José Luis Castellano

En una precaria carpa militar, cerca de la frontera entre Francia y Bélgica, el oficial del ejército inglés, presidente del improvisado consejo de guerra, golpeó su martillo e inició el proceso contra mi persona. Yo era un oficial a cargo del Cuerpo Médico del Ejército Real (RAMC) de la Brigada XVIII, de campo en el frente occidental. Estaba acusado de insubordinación y confraternizar con el enemigo aquel especial veinticuatro de diciembre de mil novecientos catorce. Tenía como defensor a mi amigo Alan, incondicional compañero de leal estima. Cuatro oficiales escoltaban al presidente del tribunal. Con gesto adusto y fría mirada observaban el pecho de Alan. Lucía la Military Cross, ganada por su valor y altruismo en batalla. Yo sostenía entre mis manos un esquema de las trincheras, donde había bosquejado la situación en que debíamos luchar y sobrevivir.

Mi defensor expuso brevemente mis antecedentes militares. Luego me indicó que desarrollara los hechos y expusiera mi postura:

El debilitamiento físico y mental torturaba nuestras mentes. Estábamos cara a cara con la muerte, con falta de sueño en desdichadas y miserables horas de vigilia. Es imposible explicar en palabras esta experiencia, pero todo aquel que la ha vivido sabe a lo que me refiero. Yo yacía en mi agujero en medio de todo ese fragor y estruendo. Me atormentaba no poder pensar y hacer lo que se esperaba de mí: cuidar la salud de mis camaradas. Tenía como ayudante a un muchacho, casi un niño, oriundo de Gales. Toda su familia trabajaba en las minas de carbón. No podía soportar el estruendo del cañón, cuando podía conciliar el sueño su mente seguía en el combate. Los obuses aún explotaban sobre él y durante el día murmuraba los nombres de sus amigos muertos. Cada vez que caía una granada en las cercanías el hombre corría a buscar refugio temblando y dando sacudidas. Pero después siempre volvía y reanudaba su cometido. Lo que el muchacho no soportaba eran las explosiones. Se llamaba Cadin. La adversidad, la vergüenza y su orgullo herido afectaron a su fortaleza. Si el alma del muchacho sufría, su cuerpo suplicaba. Así fue que una neumonía doblegó su salud. Las manos, curtidas en el ámbito rural, no tuvieron más fuerzas. Entregó a estas tierras galas su último aliento. Apenas tenía diecinueve años. Dejó una carta para su joven esposa, una hija triste y un bebé de casi tres meses, que llevaba su mismo nombre.

El presidente del jurado se mantenía impávido frente a la exposición. No movía un músculo de su rostro helado.

—Exponga puntualmente los hechos que competen a su falta— dijo el fiscal, mientras tildaba una hoja manuscrita apoyada en la mesa.

Así siguió mi alegato:

—Por Nochebuena, en la trinchera alemana en Ypres, al noroeste de Bélgica, cerca de la frontera con Francia, las tropas germanas recibieron raciones especiales de comida, vino y los tradicionales arbolitos. Seguramente para elevar su moral. Por la noche empezaron a entonar villancicos y nosotros respondimos con cánticos navideños. En un instante me asomé a la tierra de nadie donde yacían los cuerpos sin vida de combatientes de ambos bandos. Entré en crisis y mi mente perdió la dimensión de tiempo y espacio. Haciendo oídos sordos a los gritos de mis compañeros, en un instante me encontré caminando a la trinchera enemiga con chocolates en una mano y cigarrillos en la otra. Varios soldados se animaron a salir de su refugio. La misma replica recibimos del campo adversario. Iba a la vanguardia mirando fijamente al soldado alemán que se plantó frente a mí. Inmediatamente intercambiamos regalos y nos deseamos feliz navidad estrechando las manos. Luego nos dimos tiempo para enterrar a los cadáveres en medio de una ceremonia conjunta donde lloramos a los caídos. El veinticinco de diciembre continuó el clima de camaradería. Ambas tropas organizamos un partido de futbol, que culminó tres a dos a favor de los alemanes. Estos hechos tuvieron su fin cuando, enterados los altos mandos de la singular situación, ordenaron el regreso inmediato a las hostilidades.

—Es el turno de la defensa— indicó el presidente del jurado, extendiendo su mano e invitando a Alan al centro de la escena.

La Navidad es un símbolo de la fuerza renovada, la esperanza y la fe en el virtuosismo de los hombres para superar épocas de turbulencia. Esta es una de las historias más sublimes y relevantes que desnudan claramente el espíritu navideño. Un extraordinario ejemplo de lo que ocurre en el alma humana en medio de la lucha armada, las bombas y el terror en las trincheras. Quedó al descubierto la esencia del hombre que prefiere cambiar las balas por amistad y la sangre por el afecto desinteresado. Fueron unas pocas horas para gozar de la paz y escapar de las angustiantes horas de la guerra. Fue una ventana para que entrara la luz a sus almas haciendo disipar las sombras que oscurecen al espíritu humano. Sonrieron en el marco de un clima distendido y, al volver a tener fe en Dios, también la tuvieron en el hombre. Entendieron que por cada egoísta hay un generoso, por cada villano un bondadoso y por cada enemigo un amigo.

Hubo una breve deliberación. Mi defensor me miro con piadoso afecto y guiñó un ojo.

Fui degradado y obligado a recluirme en cuarteles de trabajos de fatiga. Finalmente mi defensor consiguió, luego de una larga negociación, el cambio de unidad para redimirme bajo la promesa de buena conducta y lealtad a la Corona.

Alan se acercó lentamente y me susurró al oído.

Si hubiéramos ganado el partido de futbol seguro que te habrían absuelto.

2 comentarios:

  1. Preciosa y humanisima historia
    Ojalá que aunque solo fueran el 24 y 25 de Diciembre, afloraran todas las bondades de todos los hombres y esos dos dias hubiera paz en todo el mundo, en todos los hogares, amistades, etc

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  2. Preciosa historia que volveremos a revivir de nuevo

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