22 enero 2021

La nevada. Ilusión y pesadumbre

Julio Sánchez Mingo

 


En Madrid nieva raramente. Y, si lo hace, suele ser sin intensidad y por poco tiempo. Caen cuatro copos y el manto blanco no cuaja. Así hasta otro año.

Recuerdo en el colegio, con doce o trece años. Comenzó a nevar a media mañana. Todos los chavales nos revolucionamos, dejamos de prestar atención a los profesores, esperando ansiosos el fin de la jornada escolar. Eran copos muy pequeños, que caían a gran velocidad, a pesar de lo cual su blanco contrastaba con el gris del granito de los Nuevos Ministerios, en la acera opuesta, en un día también gris. Nuestra mayor ilusión era toparnos a la salida de clase con un espesor adecuado de nieve para liarnos a bolazos unos con otros. Esperanza vana. Nos encontramos el patio del colegio y las calles simplemente mojados.

Siempre que empieza a nevar quieres que lo haga con fuerza, para que todo se cubra de un blanco compacto y así poder disfrutar del espectáculo, que suaviza las formas y elimina las imperfecciones y la fealdad de la calle. No piensas en las consecuencias negativas que puede provocar el meteoro. Tal vez te acuerdas de los desfavorecidos, de los que pasan frío. Pero puede la ilusión por la gran nevada, por los bolazos, por inmortalizarla tomando fotografías, por deslizarte por una pendiente.

Cuando nevó en el 71, menos que ahora, me acerqué al parque Calero. Había pandillas de chicos y chicas tirándose bolas de nieve. No sé por qué, pero a la que más te gusta siempre la conviertes en la diana de tus proyectiles, en lugar de protegerla de los otros energúmenos. No conocía a nadie, a alguien de vista, y no me entrometí en aquella magnífica batalla. Me dio la corazonada de que nunca más participaría en una refriega de unas buenas bolas de nieve, de esas blandas, que mojan pero no hacen daño. Y así ha sido.

Ahora, tras el paso de la borrasca Filomena y su nevada, excepcional para nosotros —la he denominado la nevada de nuestras vidas—, ridícula para un centroeuropeo, un eslavo o un nórdico, sólo ha quedado devastación. Infinitos árboles de Madrid han sido dañados. Muchos ejemplares están enfermos, fruto de la incuria municipal, su inadecuada selección y su mal emplazamiento, y no han podido resistir las inclemencias del tiempo. Lamentablemente, la mayoría de los madrileños no aprecian sus plantas, son trasparentes para ellos y los responsables no van a ser una loable excepción. Si en esta ciudad sopla el viento o cae la nieve, hay que cerrar los parques por el peligro de caídas de ramas o, incluso, de árboles tronchados o desenraizados. Es un fracaso colectivo, que Filomena ha puesto, una vez más, de manifiesto.

Ahora está atronando la sierra mecánica que manejan manos incompetentes de esas subcontratas que arrasan más que remedian y hacen añorar el hacha silenciosa de un buen jardinero podador.

El gozo por la nieve se ha convertido en aflicción por las pérdidas arbóreas y económicas.

Desmoche de pinos tras el paso de Filomena. J. S. M.




2 comentarios:

  1. Ilusiones, recuerdos; nos quedan las fotografías de estos momentos.
    Saludos.

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  2. Nevicata, poesia entro le mura della scuola, bambini in silenzio, spettanti, forse domani non ci saranno lezioni e giocheremo col bianco dono che tutto ricopre. Bambini che sognano, che ascoltano lontano l'insegnante noiosa

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