Pepe
Joaquín Lozano Torres
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elobservador.com.uy |
Ese querido país llamado República Oriental del Uruguay, una nación deliciosa y entrañable como pocas, en la que, aunque haya cambiado bastante en los últimos años, pues es imposible permanecer ajeno a la enorme influencia de los dos colosos que la abrazan por el norte y por el sur, aún se disfruta esa sensación amable de la tranquilidad, del aprecio por lo que ya pasó de moda, del asadito con leña…
A veces, cuando algún amigo del otro lado del charco me preguntaba acerca de cuál consideraba que pudiera ser mi lugar favorito para vivir, yo contestaba que, aunque no creía probable que me moviera de Sevilla, podía citar varios, casi todos en América, y entre ellos, ni que decir tiene, siempre nombraba al Uruguay.
Esa aparente decadencia, esa dignidad y solera de su gente mezcla de una esencia española con una buena proporción de sangre italiana, la naturalidad y aplomo con la que se acomete la solución para cualquier problema, “¡Vamoarriba!”, la certeza de haber llegado a la otra cara de nuestra misma moneda, treinta y tantos grados de latitud norte o los mismos de latitud sur, que hacen encontrarte con esos paisajes de costa tan parecidos a Doñana o con ese enorme y caudaloso río, turbio como lo es en su último tramo el nuestro, más pequeño, sí, pero que a mí me parece que son de una misma familia. En fin, no sé, que siempre me sentí bien allá.
Sería el año 2012 ó 2013, andaba yo de visita por Montevideo donde llevaba un par de días, y al llegar por la mañana a nuestras bonitas oficinas de la calle Piedras, Manuel, mate grande en mano, me pregunta si tengo muchos compromisos para la mañana.
—Pues ninguno especial, seguir viendo cosas de la compañía contigo y acercarnos después al muelle a echar un vistazo a los barcos. Más nada que yo recuerde. ¿Por qué me preguntas?
—Ta, ta… No, era para que después nos acerquemos al centro, que quiero que conozcas a una persona.
—Estupendo, tú me avisas.
Y a media mañana tomamos su auto, aparcado en el garaje contiguo que guardaba con celo aquel enorme perro de aspecto fiero y noble corazón que siempre mostraba su cariño colocándome sus enormes patorras encima. Y aunque la culpa era mía, porque yo fui quien le dio la confianza, se ganaba la automática riña del encargado del galpón; que eso no se les hace a los jefes, le decía.
Como quiera que Manuel no mostró mucho empeño en decirme a quien íbamos a ver, tampoco pregunté demasiado pues seguíamos comentando acerca del día a día, con los problemas que nunca faltaban.
Cuando vi que estábamos en la plaza de la Independencia, supuse que nos dirigíamos a ver a nuestra escribana, pues era allí mismo en donde tenía su despacho. Sin embargo, no era aquel nuestro destino, sino el moderno edificio llamado Torre Ejecutiva, sede de la Presidencia de la República.
—Pero, bueno, Manuel, ¿a dónde vamos?
—A ver a Pepe.
—¿Al presidente?
—Claro, a Pepe Mujica.
—Hombre, me tenías que haber dicho y hubiera venido con corbata y en condiciones.
—Ta, Ta…, aquí no tenés que llevarla.
Y así era, ninguna formalidad y ambiente bastante relajado, sin apenas los habituales controles férreos de seguridad que suelen existir en estos lugares.
Anunciamos que íbamos a la presidencia y enseguida nos acompañaron a un ascensor que nos condujo a los pisos más altos. Allí, una amable secretaria, que creo recordar era familia de Manuel, nos dijo que iba a anunciar enseguida al presidente que estábamos allí.
Apenas después de unos cuantos minutos de espera, nos acompañó hasta la puerta de un despacho amplio, bastante minimalista, con los muebles justos de este tipo de estancia, mesa ovalada de juntas, sofá moderno y generoso de color claro y una mesa de despacho también grande y con pocas cosas y papeles encima. Allí estaba Pepe, con su aspecto que podría parecer algo dejado, pero que a mí me recordó a cualquier buen aldeano del norte de España, transmitiendo la espontaneidad y confianza de alguien que no buscaba distancias ni frialdad sino solamente normalidad y naturalidad. Así, se levantó para recibirnos y saludar a Manuel, a quien llamó por su apellido.
—¿Cómo seguís, Varela?
—Todo bien, todo bien. Aprovechando que estaba por acá Joaquín y pensé que era buena idea que vos lo conocieras.
Nos sentamos y enseguida entramos en conversación más allá de los clásicos formalismos, pues si a algo invitaba enseguida este señor era a lo cercano y distendido. Le interesaba conocer de nosotros, con ese nombre para nuestra corporación1, tan llamativo en Uruguay, pero que, si le había sorprendido en algún momento, estaba ya más que naturalizado.
Se trataba de una visita informal y él, me dio la impresión, no quería sacarla de ese formato. Me decía que le contara cosas de nuestro trabajo, de nuestra impresión acerca del Uruguay, que le contara de España… Y así, charlando, como si nos conociéramos desde hacía tiempo, pasó un buen rato, tanto, que yo un poco apurado porque estaba seguro de que este señor tendría mucho que hacer, le dije que por nada del mundo queríamos robarle más tiempo siendo que, para mi sorpresa, me contestó que él, lo que tenía que hacer en ese momento, precisamente, era estar charlando con nosotros —… así que quedá tranquilo que no hay apuro, que esto también es laburo—, de manera que aún seguimos otro rato más comentando de las cosas más normales.
Antes de despedirnos, me dijo que al día siguiente él volaba a España, mitad visita oficial y mitad para conocer la tierra vasca de sus mayores y, como quiera que también yo volaba de regreso en el mismo vuelo de Iberia, quedamos en que nos veríamos de nuevo a bordo.
Y así fue, cuando se retiró el finger y ya todo el mundo estaba acomodado en sus asientos, entraron al avión por una escalera de acceso que montaron en la parte delantera de estribor. Lo acompañaban en su viaje unos cuantos de sus ministros y un tipo alto y rubio con cara de pocos amigos y pinta de militar alemán, encargado de su seguridad, que no se separaba ni un momento de su jefe. Y como, naturalmente, me levanté para saludarlo y agradecerle de nuevo el tiempo que nos había dedicado el día anterior, para mi sorpresa, me dijo: “Hombre, Boluda, vos sentate aquí, junto con fulano, que es mi ministro de Economía y sabe mucho de todas esas cosas. Preguntá, preguntá todo lo que querés saber”.
Ni que decir tiene que el ministro respiró tranquilo cuando le dije que para nada iba a molestarlo, pues, en esos vuelos y a esa hora, hacía mucho tiempo que tenía claro que la mejor manera de aprovechar el tiempo era durmiendo.
Poco más recuerdo de aquellos encuentros, pero sí me sirvieron para despertar en mí una curiosidad que antes no sentía por el personaje, pues, seguramente fruto de mis propios prejuicios, no había reparado en que había muchas cualidades detrás de aquel señor.
Desde luego había una característica en aquel hombre, virtud sin duda, que llamaba poderosamente la atención. Era su absoluto desinterés por lo crematístico, por el consumo desaforado y por la arrogancia. Transmitía humildad y amor por la tierra y su gente. Seguía viviendo en su estancia de siempre, en la misma chacra de Rincón del Cerro, con el mismo bocho que tantas veces se negó a vender y defendiendo convencido su manera de vida, sobria decía él, porque no necesitaba nada más y porque así vivían la inmensa mayoría de sus compatriotas. No le gustaba que le llamaran pobre y una y otra vez contestaba que pobre era el que necesitaba mucho y ese no era su caso.
Qué extraño, me parecía a mí, que un hombre con un pasado tan complicado y borrascoso, que a tanta gente le hacía desconfiar, hubiera evolucionado hasta convertirse en ese personaje tranquilo y amable que yo conocí, abierto a reconocer con naturalidad aquellas cuestiones en las que él mismo decía no haber acertado. Qué lejos de los soberbios políticos al uso empeñados siempre en imponer su criterio y jamás reconocer errores propios.
Pero a Pepe le habían diagnosticado un cáncer muy agresivo de esófago del que no le importaba hablar con naturalidad y, sabiéndose bien acompañado por su mujer, Lucía, solo quiso vivir ese último tramo con más ganas que nunca, integrarse más y más en esa tierra de la que nunca se había desvinculado, a la naturaleza simple de sus gallinas, sus crisantemos y sus perritos, aunque ya no estuviera Manuela, su preferida, con ellos. Tanto quería Pepe a Manuela que pidió que sus cenizas fueran enterradas junto a ella, bajo la secuoya que destaca en su chacra.
En una ocasión en que le preguntaron por enésima vez por los detalles de su azaroso pasado, él simplemente dijo: “Yo no tengo la culpa de haber tenido una vida de novela, pero dicho eso, qué me quiten lo bailao”.
Descanse en paz, Pepe Mujica.
1 Grupo Boluda.
Hermosa síntesis de un encuentro con Mujica. Es un relato agradable, fresco y tan natural en su escritura como la vida misma del protagonista de la historia. Me gustó.
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