Plantando árboles
Julio Sánchez Mingo
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Mirador de los Cronistas de España. Altea (Alicante). 2023. |
En el prólogo de Arboreto Salvático, de Mario Rigoni Stern, dice Paolo Cognetti —ganador del prestigioso premio Strega 2017 con Las ocho montañas— que el paisaje es una forma de escritura, pues recoge la historia de la presencia humana sobre la tierra. Al modificarlo e intervenir sobre él, los hombres dejan su huella, ya sea en el entorno urbano o en el campestre y el medio natural. Y, añado yo, los árboles, siempre presentes, nos dan la medida de la calidad de esa escritura y, por tanto, de la condición de las personas que intervienen en esa historia. Al igual que hay gente a la que no le gusta leer y es incapaz de ligar unas palabras para crear un texto, hay sujetos a los que los árboles no gustan y argumentan que quitan luz, dan trabajo y lo inundan y ensucian todo con sus hojas caídas. Aunque hay para quienes son transparentes, como si no existieran, son seres vivos ajenos a su existencia. Tantas veces, ante un señalamiento mío me han contestado: “No me había dado cuenta, no me había fijado”. Eso sí, todo el mundo, en verano, agradece el frescor que emana de una arboleda o, en una acera madrileña abrasada por el sol, corre a refugiarse bajo su sombra mientras espera a que el tráfico se detenga y pueda cruzar la calzada. Sin olvidar que reducen el polvo y el ruido de la vía pública y renuevan el aire contaminado, aportando un oxígeno salvífico, como diría el citado Rigoni.
Lo árboles nos acompañan a lo largo de la vida. Unos ya existían cuando nacimos, muchísimos de ellos nos sobrevivirán. Hay una consonancia de vivencias y destinos entre las personas y los árboles, en los caminos paralelos entre el nacimiento y la muerte, la alegría y el sufrimiento. Tanto los hombres como los árboles están destinados a vivir más o menos tiempo pero condenados, en cualquier caso, a desaparecer y ser reemplazados. Quien planta árboles sabe que, aunque pueda asistir a su crecimiento, casi nunca alcanzará a verlos en su edad adulta. Son testigos mudos de nuestro devenir y padecen dolientes nuestro vandalismo, siendo, en muchas ocasiones, motivo de recuerdo de personas queridas que ya no están, de viajes, de lugares conocidos o de hechos que nos han acaecido o escenas que hemos protagonizado. Uno de mis proyectos actuales es plantar una encina como memorial de un ser querido, recientemente fallecido.
Su influencia en la cultura, en la literatura, en las costumbres y comportamientos humanos son sobresalientes. No hablemos de su belleza estética, cuya vista nos enriquece, alimenta nuestro espíritu y que ha inspirado a tantísimos artistas. Belleza que le es intrínseca como ser vivo que es. O que puede estar asociada a una cierta especie o un ejemplar concreto, como el árbol del Tule, un ahuehuete monumental, de dimensiones extraordinarias y edad milenaria, localizado en las proximidades de Oaxaca de Juárez (México).
En cada cultura, cada especie arbórea tiene una simbología, está ligada a determinadas virtudes. Incluso, muchas veces, un individuo concreto tiene un cierto significado para un colectivo dado. En general, podemos decir que el árbol representa la vida.
En un entorno urbano como Madrid y sus alrededores, de clima extremo, gran aridez y sequedad, suelos pobres ricos en escombros, donde la ignorancia y el vandalismo campan por sus respetos, la viabilidad de un plantón está muy amenazada, máxime cuando no se le puede dispensar el cuidado y atención que requeriría. Allá a principios de los años ochenta, planté, de estaca, mi primer árbol, un chopo, en una suave ladera del parque Roma de Madrid —inaugurado por el presidente italiano Sandro Pertini en 1980—, una zona verde construida sobre una escombrera, que previamente había albergado los campos de fútbol del Campana, que eran de tierra, por supuesto, donde los chavales nos dejábamos las rodillas. La mala calidad del sustrato y las características de su origen, a pesar del abundante riego que recibía, en mitad de una pradera, condujeron a su muerte con no más de veinticinco años de existencia. Parece que un futuro más prometedor le espera a un algarrobo brotado en 2005 de un garrofín que traje del Ágora de Atenas. Y ello a pesar de las podas de copa a las que le someten los empleados del ayuntamiento de Altea (Alicante), donde está plantado en un bancal, a los pies del mirador de los Cronistas de España, nombre rimbombante donde los haya.
A mediados de los 80, en una población cercana a Madrid, planté un olmo siberiano, obtenido de sámara1. Por aquel entonces se había extendido la utilización de esta especie para sustituir a los olmos autóctonos, diezmados por la grafiosis, una enfermedad fúngica. También había ocupado el lugar de las robinias y sóforas, poco resistentes a la creciente contaminación de la ciudad y al hacha municipal que trocó todas las calles con bulevar de Madrid en vías de mayor capacidad para el tráfico rodado. Su tarjeta de presentación era inmejorable: crecimiento rápido y resistencia al hongo asesino. Nadie consideró su corta existencia y la multitud de plagas que lo atacan: galeruca del olmo, orugas defoliadoras, barrenillos y cochinillas. Todos ellos insectos que el frío de Asia Septentrional mantiene a raya. Sin embargo el futuro de ese árbol de notable porte, sin duda uno de los mejores ejemplares de la localidad donde está plantado, no es muy halagüeño. Los pumila2 en Madrid no suelen alcanzar más allá de los 60 años, mientras en su Siberia de origen son bastante más longevos, a lo que hemos de añadir que ha sido invadido y colonizado por la hiedra que cubre su tronco y casi toda su copa, ante la pasividad de los propietarios del jardín donde se asienta.
Querido lector, a pesar de los contratiempos y sinsabores, te animo a plantar árboles. Te merecerá la pena.
1 Fruto volador de los olmos que contiene una semilla única.
2 Olmo siberiano: Ulmus pumila.
Precioso y necesario artículo, Julio. Enhorabuena! El árbol es el hermano natural del hombre.
ResponderEliminarAlfonso
El poeta cubano José Marti afirmaba que en la vida hay que plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. Una metáfora de vida para dejar huella y trascender. Esa humana aspiración de dejar un legado. Los que llegamos a entender que no disfrutaremos de la sombra del árbol que plantamos, signifuca que aprendimos el verdadero sentido de la vida en pos de nuestra posteridad más allá de nuestra existencia. José Luis Castellano, Buenos Aires, Argentina
ResponderEliminarGracias y felicidades Julio. Los árboles son tan maravillosos, que no comprendo a las personas que les molestan como dices. Mis padres me enseñaron a amar a la Naturaleza, mi padre, nacido en Madrid fue en gran observador de la flora y de la fauna. El pueblo de mi madre , Gómara de la provincia de Soria, al que íbamos todos los veranos por tener la casa de mis abuelos paternos, mi padre lo hizo suyo. Por aquellos años habían cangrejos en los ríos, autóctonos. Mi padre los cogía, pero los que no llegaban a la medida, los devolvía a su hábitat. En Madrid, en su tiempo libre que era los domingos, nos llevaba al museo de Ciencias Naturales, a la dehesa de la Villa. Mi madre nos llevaba junto a otras madres vecinas , al descampado que había frente al Bernabéu, alli jugábamos libremente. Ahora agradezco el prado que tengo frente a mi casa con robles y fresnos. Y en urbanización los árboles diversos que hace unos 50 años plantaron los primeros vecinos que compraron estos pisos. Frente a mi terraza tengo un pruno, ahora desnudo. Pero pronto me regalara con florecillas rosadas.
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