06 diciembre 2025

Obra ganadora del III Concurso Literario de Relatos contra la Violencia de Género de Lardero (La Rioja)

El eco de mi nombre

José Luis Chaparro

 


Durante años medí el tiempo no por relojes, sino por costumbres; por rituales silenciosos que marcaban el pulso de los días.

El café de las seis, humeante como un pequeño amanecer en la taza,
el murmullo del agua al comenzar a hervir, el crujido fragante de la tostada dorándose con lentitud, el golpe seco del periódico cayendo sobre la mesa como un sello que confirmaba que el mundo seguía ahí, afuera...

Todo se repetía con una precisión casi sagrada, como una oración aprendida de memoria y susurrada al amanecer. Era una letanía doméstica, sencilla pero poderosa, que me sostenía cuando el tiempo, el verdadero, ese que no marcan los calendarios ni los relojes, parecía escurrirse silencioso por las rendijas de la rutina.

En esos gestos cotidianos encontraba una forma de certeza. Un refugio diminuto frente al vértigo de los días que pasan sin dejar huella, salvo en la memoria de lo que se repite.

Fui contable antes de ser madre, antes incluso de aprender a ser esposa. Me gustaban los números porque no mentían. Si algo no encajaba, siempre había una fórmula. Un error que corregir. Con la vida no fue así. No hubo cuentas claras ni balances finales.

Creí que amar era ceder, que cuidar significaba callar.

Fui dejando cosas. El trabajo, los proyectos, el impulso de independencia… como quien suelta equipaje para no entorpecer el paso de otros. Y me dediqué a mi familia, convencida de que allí, en esa entrega silenciosa, también podía encontrarse una forma de plenitud.

Pero con el tiempo entendí que algunas renuncias no se anotan en ninguna hoja de cálculo, y que hay pérdidas que no hacen ruido, aunque pesen toda la vida.

Julián, mi marido, era entonces un hombre correcto, trabajador, de modales discretos y una severidad que muchos confundían con respeto. Yo también. Creí que su silencio era temple. Que su manera contenida de habitar el mundo era sinónimo de fortaleza. No supe ver que, detrás de esa calma, había una distancia que no hacía ruido, pero que dolía igual.

Con los años, su voz se volvió cuchillo. No necesitaba levantarla. Aprendió a herir en susurros. Bastaba una ceja alzada, un gesto apenas, para recordarme cuál era mi sitio.

«¿Otra vez la comida fría?» «¿No hiciste nada hoy?» «¿Qué harías sin mí?».

Eran frases breves, afiladas, que no dejaban moratones, aunque sí grietas. Palabras que se quedaban flotando en la casa mucho después de haber sido pronunciadas. Yo recogía esas palabras una a una, como quien guarda piedras en el bolsillo sin notar que lo van hundiendo.

Cuando los niños eran pequeños no quería preocuparlos. Sus ojos aún brillaban con la inocencia de un mundo donde todo es posible, y yo me prometí protegerlos de cualquier sombra. Cuando crecieron no quise avergonzarlos. Temía que mis palabras fueran demasiado pesadas para sus hombros jóvenes y orgullosos.

Y así pasaron los años, uno sobre otro, silenciosos y lentos como la luz que se filtra por las cortinas sin hacer ruido. Mi voz se fue apagando poco a poco, hasta convertirse en parte del mobiliario de la casa. Un susurro entre los muebles, un eco que nadie recordaba encender, un hueco donde alguna vez hubo palabras que nunca pronuncié.

Una tarde me vi reflejada en el espejo del salón. No reconocí a la mujer que me devolvía la mirada. Su pelo estaba salpicado de gris, los hombros encogidos como si soportaran un peso invisible, los labios apretados con una rigidez que no parecía mía. La observé como a una sombra extraviada, un fantasma que se había instalado en un cuerpo que nunca pidió habitar.

El primer empujón llegó una noche cualquiera. No hubo discusión, ni motivo evidente. Simplemente lo hice enfadar con una pregunta torpe, fuera de lugar. Me apartó con el dorso de la mano, sin mirarme, como si yo no existiera en ese instante. Caí al suelo, y durante un segundo que se estiró hasta doler, no supe si llorar, disculparme, o desaparecer. El silencio que siguió era pesado, casi sólido, llenando la habitación como un humo invisible que no se disipaba. Y en ese instante comprendí que algo en mí se había roto, sin que nadie gritara, sin que nadie reclamara, solo con la certeza de que mi cuerpo ya no era un refugio seguro.

Al día siguiente me pidió perdón.

No sé qué me pasó. Fue un mal día —dijo.

Y yo lo abracé, creyendo que el amor era eso: soportar las tormentas. Pero las tormentas regresaron. Y cada vez con más viento.

Cuando intenté contárselo a mi hermana, me dijo:

¡Ay, Elena!, todos los matrimonios pasan por altibajos. No dramatices tanto.

Una amiga de juventud me respondió algo parecido:

Julián siempre fue temperamental. Pero te quiere. Eso se nota.

Ahí entendí que la soledad podía tener forma humana e incluso voz familiar.

La noche de nuestro aniversario de bodas cociné su plato favorito. Encendí una vela, puse música... Cuando entró, olió el ambiente y bufó:

¿Otra vez con tus tonterías románticas?

Esa noche, cuando se durmió, bajé a la cocina. Encima de la mesa había un frasco de pastillas, un vaso de agua y un silencio que me pesaba más que cualquier golpe. Pensé en mis hijos. ¿Me echarían de menos? ¿O preferirían no tener que elegir entre su madre y su padre? Pensé en la joven que fui, la que soñaba con viajar, con escribir, con vivir sin miedo. ¿Dónde estaba esa mujer? Y entonces, entre las sombras, escuché algo. No fue una voz real, sino un eco: «Todavía no». No supe de dónde venía, si de mi cabeza o de mi corazón. Pero fue suficiente para apartar las pastillas. Lloré mucho. Lloré como quien se limpia.

A la mañana siguiente me puse una blusa que hacía años no usaba, azul con flores pequeñas, como un pequeño desafío a la rutina que me había ido apagando. Me miré al espejo y por un instante casi no reconocí a la mujer que me devolvía la mirada. Había líneas de cansancio en su rostro, sí, y un temblor sutil en las manos, pero también algo más, algo que antes había olvidado. Vi a una mujer que aún podía moverse, que aún podía decidir, que aún podía reconstruirse, aunque el miedo temblara junto a ella.

Cuando Julián salió de casa, yo también lo hice. Caminé durante horas, sin rumbo, dejándome arrastrar por las calles vacías de mi propio cansancio, hasta llegar a un parque donde solía llevar a los niños. Me senté en el mismo banco que tantas veces había ocupado con ellos, y por un instante, todo me pareció extraño y familiar a la vez.

El aire olía a tierra húmeda, mezclado con el perfume de los árboles y la memoria de los juegos infantiles. Escuché el crujido de las hojas bajo mis pies y el canto lejano de un pájaro, y por primera vez en mucho tiempo, respiré sin miedo.

El corazón, aún nervioso, empezó a reconocer algo que había olvidado. Que había un mundo fuera de la casa, un mundo donde podía existir para mí misma, aunque fuera solo por un momento. Y en ese momento, sentí que el silencio que me acompañaba se convertía en algo distinto. No era vacío, sino un espacio donde podía volver a empezar.

Saqué el móvil y marqué un número que había guardado en secreto durante meses. El de un centro de apoyo a mujeres. Cada dígito que pulsaba me parecía un acto de coraje pequeño, casi imperceptible, y a la vez enorme. No sabía qué decir. Me temblaba la voz, como si cada palabra que quisiera pronunciar estuviera atrapada en la garganta.

Pero hablé. Y del otro lado, una mujer me escuchó. No me interrumpió, no me juzgó, no me ofreció soluciones rápidas. Solo escuchó. Sus silencios eran firmes, su voz cálida, y por primera vez sentí que alguien me devolvía el derecho a existir sin miedo.

Aquella llamada no me salvó por completo, no borró los años de dolor ni las cicatrices invisibles, pero abrió una rendija de luz en una habitación que llevaba demasiado tiempo sin ventanas.

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que el aire podía entrar de nuevo. Que mi voz, temblorosa pero presente, podía recorrer un camino que antes me había parecido cerrado para siempre.

Las semanas siguientes fueron una guerra muda. Cada gesto, cada palabra contenida, cada silencio, era un campo de batalla. Julián empezó a notar el cambio. Me observaba con recelo, como si no entendiera qué pieza de aquel mecanismo que creía perfecto había dejado de obedecer. Sus ojos, antes seguros y dominantes, buscaban el fallo en mí, aquel lugar donde volver a tomar control.

Cuando me insultaba, yo lo miraba fijo. No respondía, pero tampoco bajaba la cabeza. Era un desafío silencioso, un muro invisible que me protegía sin que él pudiera tocarme. Cada palabra suya rebotaba contra mi determinación, y yo empezaba a comprender que la fuerza no siempre se mide con gritos ni golpes. A veces se mide en la calma que no se quiebra.

¿Qué te pasa? —me preguntó una noche, con esa mezcla de desconcierto y furia contenida que lo caracterizaba.

Nada —respondí, con voz firme—. Ya no me pasa nada contigo.

Esa frase fue un trueno silencioso, una sacudida que resonó en cada rincón de la casa. Por primera vez, sentí que el poder no estaba en él, sino en la elección de mis palabras y mis silencios. Era un comienzo, pequeño pero irrefutable, de un territorio que ya no me podía ser arrebatado.

Empecé a ir a un grupo de apoyo. Al principio, escuchar las historias de otras mujeres, tan parecidas a la mía, me dolía más de lo que me consolaba. Cada relato era un espejo que me devolvía miedos y cicatrices que creía dormidos. Pero poco a poco, algo comenzó a cambiar. Comprendí que no estaba sola. Que éramos muchas. Que el dolor compartido, aunque intenso, no pesa tanto cuando alguien más lo sostiene a tu lado. Las risas tímidas, los silencios cómplices, los abrazos al final de cada reunión me recordaban que la vulnerabilidad también podía ser un acto de fuerza.

Con el tiempo, y con un impulso que ya no podía ignorar, me atreví a actualizar mi currículum. Hacía más de veinte años que no lo tocaba. Cada sección me exigía memoria y paciencia. Había palabras que me costaba recordar, logros que había olvidado, experiencias que sentía ajenas a la persona que era ahora. Pero cada frase recuperada, cada dato escrito con mi propia mano, era un pedazo de mí que regresaba, un testimonio silencioso de que aún podía construir mi vida fuera de las sombras que me habían intentado aprisionar.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el futuro podía pertenecerme, no como un sueño lejano, sino como un camino que empezaba a desplegarse bajo mis pies, firme y real.

Mis hijos no lo entendieron.

Pablo me llamó una tarde:

Papá dice que estás exagerando, mamá. Que estás confundida.

¿Y tú qué piensas? —le pregunté.

No sé. No quiero meterme.

Lucía fue más dura:

Mamá, no provoques a papá. Lo conoces. Puede ponerse peor.

Colgué con el corazón encogido. Pero, por primera vez, no sentí culpa. Ellos también estaban presos del miedo, aunque no lo supieran.

Esa noche escribí una carta para ambos. No era una despedida. Era una declaración:

«No me voy de casa por huir de vuestro padre. Me voy para volver a mí misma. No me fui de vosotros, sino de mi silencio».

El día que decidí marcharme, llovía. La lluvia caía con una dulzura obstinada, persistente y fría, como si quisiera lavar no solo las calles, sino también los rincones oscuros de mi vida. Cada gota golpeaba los cristales con un ritmo pausado, acompasado a los latidos de mi corazón, recordándome que, a veces, incluso lo que parece inmutable puede cambiar.

Llené una maleta pequeña: algo de ropa, un libro que había dejado olvidado en la mesita de noche, una foto de cuando los niños eran pequeños, sonrientes y despreocupados, y una libreta en blanco, vacía, como un pacto silencioso conmigo misma para escribir la vida que todavía no me había permitido vivir. Cada objeto que colocaba dentro parecía cargarme de valor, como si en su sencillez guardara toda la fuerza que necesitaba para dar el primer paso.

Al cerrar la maleta, sentí un vértigo extraño. Miedo, sí, pero también un alivio profundo, como si por fin hubiera abierto una puerta que había estado cerrada demasiado tiempo. La lluvia seguía cayendo, y por primera vez en años, respiré sin apretar los hombros, sin contener la emoción que me inundaba. Era el principio de algo incierto, pero mío.

Julián dormía. Lo miré una última vez. Ya no sentía miedo ni odio. Solo una distancia inmensa, como si estuviera viendo a alguien que fue importante en otra vida.

Cerré la puerta despacio y salí bajo la lluvia. No abrí el paraguas. Dejé que el agua me empapara. Cada gota parecía lavar una palabra hiriente, una culpa antigua.

Caminé hasta el parque. Me senté en el banco. Cerré los ojos.

Por primera vez, dije en voz alta:

Me llamo Elena.

Mi nombre resonó en el aire húmedo, libre, como si por fin pudiera pronunciarlo sin que nada ni nadie lo encadenara. Era una sensación extraña y maravillosa, como escuchar música después de una eternidad de ruido ensordecedor. Cada sílaba que salía de mis labios parecía devolverme un pedazo de mí misma que había estado apagado durante años.

Los primeros meses fueron difíciles. Dormía poco, comía mal, me despertaba sobresaltada por pesadillas que traían recuerdos que intentaba enterrar. La soledad, al principio, pesaba como un manto frío que no podía quitarme de encima. Pero con cada amanecer, al abrir los ojos y sentir la luz filtrarse por la ventana, aparecía algo nuevo, delicado pero poderoso: posibilidad. La posibilidad de tomar decisiones solo para mí, de volver a dibujar mis días, de explorar quién era ahora sin miedo ni culpa.

Poco a poco, los pequeños gestos fueron reconstruyéndome: preparar un desayuno sin prisa, leer un libro en silencio, caminar bajo la lluvia sin apuro. Cada instante me enseñaba que la libertad no siempre grita. A veces llega como un susurro, persistente, y que incluso en la fragilidad hay fuerza.

Encontré trabajo en una pequeña oficina contable. Al principio, mis manos temblaban sobre el teclado, pero poco a poco los números volvieron a ser mis aliados. Me sentía viva cuando todo encajaba.

Una compañera, al poco tiempo, me dijo:

Tienes una serenidad extraña. Como si hubieras pasado por un incendio y aún olieras a humo, pero ya no te quemaras.

Sonreí. No le expliqué nada. Pero sí, algo así era.

A veces me asaltaban los recuerdos: su voz que antes me hacía temblar, los portazos que sacudían la casa, los silencios que pesaban como muros invisibles. Me dolían todavía, punzantes y familiares, pero ya no me gobernaban. Había aprendido a mirarlos como sombras del pasado que no podían seguir definiendo mi presente.

Había comprendido que la fortaleza no consiste en no caer nunca, sino en elegir levantarse cada vez que se cae, aunque las manos tiemblen, aunque el cuerpo dude, aunque el corazón recuerde con miedo. Era un acto silencioso, íntimo, que no necesitaba reconocimiento. Un compromiso conmigo misma de no permitir que la vida de otro dictara la mía.

Con cada caída y cada levantada, sentía crecer algo que antes había estado dormido: confianza, autonomía, la certeza de que podía caminar por mis propios pasos, aunque fueran inseguros, aunque fueran lentos. Y en ese descubrimiento, hallé una libertad inesperada: la libertad de ser dueña de mi tiempo, de mi cuerpo y de mis emociones.

Un día recibí una carta de Lucía.

«Perdóname, mamá. No entendí. Ojalá hubiera tenido tu valor antes».

La leí despacio, varias veces. No lloré. No había rencor en mí. Solo una ternura profunda, casi maternal hacia ella y hacia mí misma.

Guardé la carta en mi libreta y escribí debajo: «El perdón es aprender a respirar sin el peso del pasado».

Aquella noche salí a caminar. La ciudad brillaba con las luces del invierno, reflejándose en los charcos y en los escaparates, como si todo quisiera recordarme que la vida seguía adelante, incluso después del dolor. El aire olía a frío y a humedad, y cada bocanada me hacía sentir despierta, presente, dueña de mis pasos.

Pasé frente a una librería y me detuve un instante, atraída por el calor que parecía emanar de su interior. Me vi reflejada en el cristal. La mujer que caminaba sola bajo la noche, con la respiración entrecortada por la emoción y la libertad, era a la vez extraña y familiar. Y detrás de mi reflejo creí ver a la mujer que fui. La callada, la sumisa, la invisible.

Pero ya no me miraba con reproche, ni con miedo, ni con tristeza. Me miraba con comprensión, casi con ternura. Y por primera vez sentí que podía reconciliarme con esa versión de mí misma, reconocerla sin culpa y dejarla descansar, mientras yo avanzaba hacia un presente que podía ser mío, luminoso y sin cadenas.

Cada paso sobre la acera mojada era un acto de afirmación. Estaba aquí, seguía de pie, y por fin me pertenecía la noche, la ciudad, y mi propia historia.

Entré y compré una libreta nueva. En la primera página escribí: «Hoy empiezo de nuevo. Mi nombre es Elena, y me lo devuelvo».

Ahora vivo sola en un pequeño apartamento. Las paredes son blancas, limpias, y el silencio ya no me asusta; más bien se ha vuelto un aliado que me permite escuchar mi propia respiración, mi propio latido. En la mesa hay siempre una taza de café humeante, un cuaderno abierto, y un bolígrafo que espera, paciente, mis palabras. Cada mañana siento que esas páginas en blanco me ofrecen un lugar seguro donde volver a mí misma.

A veces despierto antes del amanecer y dejo que la luz se filtre por la ventana. El polvo dorado baila en el aire con una calma que me conmueve, y me parece que cada partícula lleva una palabra que no dije a tiempo, pero que aún puede existir, que aún puedo pronunciar o escribir sin miedo. Respiro hondo y siento cómo la casa, el aire, el silencio, se convierten en un refugio donde cada recuerdo se transforma en enseñanza y cada emoción hallada, en libertad.

Ya no necesito que nadie me escuche para sentirme real. Mi voz existe en mí misma, sólida y honesta. Cada gesto, cada decisión, cada café tomado con calma se convierte en un acto de afirmación: estoy aquí, de pie, completa en mi propia compañía, reconstruyéndome a mi ritmo y celebrando la vida que, finalmente, me pertenece.

He comprendido que no fui cobarde, ni tonta, ni débil. Fui educada para sostener a los demás, hasta que recordé que también podía sostenerme a mí.

El eco de mi nombre ya no me duele.

Suena a promesa.

A renacimiento.

Y cuando lo digo —Elena—, siento que todo el silencio del mundo se convierte en música.


14 noviembre 2025

La niña de Masaryk

Julio Sánchez Mingo

 


Se llama María Fernanda. Tiene ocho años. Con su caja de chicles y otras chucherías a la venta colgada del cuello, como las antiguas cerilleras, suele estar apostada frente a uno de los locales de moda de Polanco, a medio camino entre bar de copas y restaurante exclusivo para clientes de alto poder adquisitivo. Entre semana, destacan, en un elevado porcentaje, las parejas de hombre mayor y atractiva mujer joven. Los fines de semana son frecuentes los grupos familiares.

Aprovecha el breve lapso de tiempo que emplean los aparcacoches para recibir o entregar los desmesurados automóviles de la clientela para pedir una colaboración. Ellos suelen ser más generosos que ellas.

Acude al lugar, tras un trayecto de dos horas y media desde Chimalhuacán, donde vive. Su madre la recoge jueves y viernes a la salida de la escuela y, junto a su hermanita pequeña, se dirigen a la zona capitalina caracterizada por sus tiendas de lujo y su hostelería para concurrencia pudiente. Su madre, Mari, 29 años, con su benjamina entre los brazos, se sitúa junto a una acreditada y popular taquería, a unos cien metros del emplazamiento que suele ocupar su hija. Cuando le surge, completa los ingresos familiares limpiando pisos y oficinas. Los sábados se une al grupo Tadeo, su hijo mayor, de nueve años, al que no gusta nada esta actividad a la que se ve abocado. Algunos domingos también los dedican a esta actividad de subsistencia. Esos grupos familiares del fin de semana suelen ser terreno abonado para obtener unos pesos de más.

La figura paterna no existe.

En el colegio, lo que más le gusta estudiar son las cuentas. Desde luego maneja con desparpajo billetes y monedas.

Si nada ni nadie lo remedia, con quince años será madre. No lucirá el vaporoso vestido de Cenicienta o de princesa, con miriñaque o crinolina, que portan las adolescentes en México en las fiestas que les organizan al alcanzar esa edad.

Lamentablemente, hay demasiados niños como María Fernanda en el mundo. El fenómeno de la explotación infantil está muy extendido. Sorprende que un país como México, una bella tierra de gran riqueza e inmenso capital humano, sea un paraíso de la más bien debería escribir un infierno de desigualdad. Hace unos sábados en unos servicios sanitarios de la soberbia y moderna Biblioteca Vasconcelos, un chaval de catorce años, junto con un niño de unos diez, descansaba, tirado por el suelo, de su labor de venta en el cercano El Chopo, un popular tianguis de cultura alternativa y contracultural. Es el recurso de tantas familias humildes: dedicar a sus hijos a la mendicidad o a la venta ambulante.

Todo ello es algo tan normal y asumido que no nos llama la atención a los transeúntes. Las comitivas de uno hasta seis vehículos policiales todoterreno de caja abierta, donde de pie se aferran a unas barras dos o tres agentes con metralleta lista para el disparo, pasan continuamente a pocos metros de distancia de nuestra protagonista sin prestarle la mínima atención. Su único objetivo es mantener la siempre mal entendida seguridad ciudadana, ahuyentando delincuentes hacia otros barrios, y cuidar del patrimonio de vecinos, comerciantes y hosteleros, ensordeciendo con los aullidos de sus sirenas y cegando con los destellos de sus luces multicolores.

¡Qué impotencia! ¿Cómo se la podría ayudar para desviarla de un futuro previsiblemente tan negro?

31 octubre 2025

Obra ganadora del XI Concurso de Terror y Fantasía del Festival de la Ánimas 2025 de Soria (España)

 

La cena

Roberto Omar Román

 


 

Juan Oviedo conocía la obsesión de Emmanuel Astorga por la caza. Por ello, recomendó a Dara, su esposa, no ponerse el vestido de jaguar para la cena en casa del matrimonio. Adujo el temor de abrir alguna cicatriz en el alma del anfitrión, a quien, hacía un par de años, un león melena negra le había engullido, sin misericordia, el brazo derecho durante un infortunado safari. Y aunque Emmanuel Astorga mostró una tenacidad a prueba de sensatez –aprendiendo a manejar, con admirable habilidad, un revólver automático con la mano izquierda–, ahora sólo le tiraba, con más suerte que puntería, a los viejos y reumáticos patos del lago. La caza de grandes felinos había sido siempre su pasión vital.

Dara amenazó con no acompañar a Oviedo si persistía en hacerla cambiar de atuendo. Su soberbia rebasó los límites al imponer que él vistiera el traje beige de lana. Oviedo amaba a Dara, aceptó las condiciones, pidiéndole únicamente, a cambio, no mencionar el tema de la cacería. Dara emitió un pícaro gruñido de aprobación y, mordisqueando juguetona los labios de Oviedo, prometió devorarlo esa noche como a un borreguito.

El afable matrimonio Astorga recibió a los Oviedo a medias luces. Emanuel usaba un traje de piel de tigre de bengala; su mujer, un vestido largo de piel de pantera.

A los pocos minutos, Dara y los Astorga iniciaron una cruenta conversación carnívora, esquivando alusiones directas a la cacería. Oviedo se sintió abrumado e incómodo por la crudeza de los conceptos. Mirando alrededor, notó en el lóbrego comedor la falta de platos y cubiertos sobre la mesa, y la ausencia de sirvientes. Su inquietud aumentó cuando los anfitriones y Dara comenzaron a mostrar excitación: sus voces resonaban cavernarias y guturales. Se arrebataban la palabra como si disputaran un fiambre.

Emanuel Astorga, con la mirada puesta en una imaginaria lejanía selvática y ademanes vesánicos, relató inefables ataques a humanos perpetrados por hambrientas fieras. Dijo haber aprendido a cabalidad la agresividad, y amado con religioso fervor el majestuoso salvajismo de éstas. Que, en absoluto, le disgustaba la idea de comer carne humana –incluso la de sus fieles sirvientes–, bromeó. Dara y la señora de Astorga rugieron de entusiasmo. Los tres babeaban. La mortecina iluminación calcaba sobre la pared violeta las sombras de sus manos, emulando zarpas prontas a destazar.

Dara respetó la recomendación de no mencionar el tema de la cacería durante la cena. Y también cumplió la promesa de devorar a Oviedo. Omitió agregar que convidaría a los Astorga.


 

03 octubre 2025

200.000

Julio Sánchez Mingo

 


Hoy estoy feliz y contento por una de esas pequeñas e íntimas satisfacciones que de vez en cuando nos da la vida. Este blog, pomposamente titulado Diario de Madrid —en esta ciudad nací, al igual que mis padres, y en ella vivo, lo que condiciona que vea el mundo desde una óptica madrileña y bajo un prisma castizo, todo ello influído por la edad, el ambiente y los antecedentes familiares y la educación y la formación recibidas— ha alcanzado la cifra de doscientas mil visitas.

Infinita gratitud a los lectores por el tiempo dedicado a mis artículos y a los amigos que escriben en este espacio por su desinteresada colaboración. También tengo presente y agradezco vivamente el trabajo de los autores que participan en el concurso de escritura breve que desde aquí se organiza y que este invierno llegará a su décima edición. La labor de aquellos que publican sus comentarios es encomiable, pues sus finos apuntes dotan a este blog de opiniones ajenas que lo enriquecen notablemente.

Pido disculpas porque repito conceptos e ideas en muchas ocasiones. Soy consciente de ello pero es inevitable. Creo que le pasa a cualquier creador, sea de la disciplina que sea.

Un cálido reconocimiento a los ocho amigos que me ayudan con sus inestimables consejos y a Chon —mi correctora de textos en la distancia— y Nadia que me animaron a crearlo.

Un fuerte abrazo a todos

 


 




 

28 septiembre 2025

Mentiras y triste realidad

Julio Sánchez Mingo


Mohammed Talatene

En Beit Hanun, al norte de la franja de Gaza, por una calle de tierra acribillada a bombazos, flanqueada por ruinas de casitas bajas mas bien chabolas, avanzan en formación dos tanques de las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF). El silencio absoluto del lugar solo es roto por el rechinar de las cadenas de los vehículos. De improviso, de entre los escombros, surge Amal, un niño palestino de ocho años, demacrado, enflaquecido, pálido, viva estampa de la necesidad, y se dirige corriendo a los guarecidos tripulantes de uno de esos monstruos de acero implorándoles agua y comida. Una ráfaga de ametralladora detiene su inocente osadía. Cae desplomado, muerto. Un alarido desgarrador brota de entre los restos de lo que fue un hogar. Es Abeer, la madre de Amal. El otro carro lanza un cohete contra el punto de origen del espeluznante lamento. Siguen una explosión, fuego y más destrucción. Azriel Hanan, el artillero que ha disparado el proyectil, se pone en contacto por radio con su mando de zona: “Han intentando que picáramos el anzuelo pero no hemos caído en la trampa. Tranquilidad absoluta. Todo en orden”. Se vuelve a hacer un hondo silencio. 

Mientras tanto, a miles de kilómetros de allí, un individuo, de mirada torva y expresión adusta, se enfrenta desafiante a una sala casi vacía, que acaban de abandonar hace unos minutos, entre silbidos y abucheos, sus pares de más de ciento cincuenta países, en un gesto de desprecio sin parangón en ese foro. Durante cuarenta minutos suelta una retahíla de mentiras, falsedades y tergiversaciones de la realidad. Pero no dirá, entre otras tantísimas cosas, que:

- En 1883, comienza la primera ola de inmigración masiva de judíos a Palestina, conocida como aliyá. En torno a 35.000 judíos llegaron a Palestina durante las siguientes dos décadas, en su mayoría provenientes de Europa Oriental y Rusia, empujados por sucesivos pogromos y por el antisemitismo imperante en la Europa de la época.

- En 1896, Theodor Herzl publica El estado judío, sustento teórico del movimiento sionista, que potencia la emigración judía a Palestina con el fin último de crear un estado hebreo.

- En esa época, Palestina formaba parte del Imperio otomano y estaba habitada por árabes cristianos y musulmanes, en su gran mayoría, así como por una pequeña comunidad de judíos religiosos que, aunque minoritaria, tenía una implantación significativa en la ciudad de Jerusalén y sus alrededores.

- A principios del siglo XX, en el marco de la Gran Guerra, Israel fue un proyecto neocolonial británico desarrollado para apuntalar sus intereses expansionistas en Oriente Medio y asegurarse el suministro de hidrocarburos de un área que llegaba hasta la India.

- En 1904 comienza la segunda aliyá, que hasta 1914 lleva a cerca de 40.000 judíos, sobre todo rusos, a asentarse en tierras palestinas.

- 1917: El gobierno británico emite la Declaración Balfour, en la que "… contempla con beneplácito el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo, entendiéndose claramente que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de los judíos en cualquier otro país… ".

- En 1919, tras una breve interrupción por la Primera Guerra Mundial se renueva la inmigración judía hacia Palestina con la tercera aliyá, que en tan solo cuatro años lleva a 40.000 emigrantes judíos a establecerse en Palestina, la mayoría de ellos provenientes de Europa Oriental.

- En 1922, entra en vigor el Mandato británico de Palestina por encomienda de la Sociedad de Naciones. Se formaliza así la presencia británica en Palestina, territorio que ya controlaban de hecho desde 1917, tras haber expulsado a las fuerzas otomanas durante la Gran Guerra.

- Unos 82.000 emigrantes judíos, sobre todo provenientes de Polonia, llegan a Palestina durante la cuarta aliyá, entre 1924 y 1929.

- En 1929 comienza la quinta aliyá, que durante la siguiente década llevará a Palestina a unos 250.000 judíos, la mayoría de ellos de Europa Oriental y Alemania, influidos en gran medida por el ascenso al poder del partido nacionalsocialista en Alemania en 1933.

- 1936: Estalla una importante revuelta árabe la que de alguna manera fue la primera Intifada contra el dominio británico de Palestina y contra las continuas olas de inmigración judía. En los siguientes tres años, el control británico de la región estuvo a punto de colapsar pero, finalmente, la revuelta es aplastada con la muerte o encarcelamiento de los principales líderes palestinos, la aprensión masiva de armas y el desmantelamiento de las principales organizaciones sociales palestinas, lo que influiría decisivamente en los conflictos armados de la década siguiente.

- En 1937, durante la revuelta árabe de Palestina, el gobierno británico encarga a una comisión encabezada por Lord Peel que investigue los motivos del malestar general existente en el Mandato británico de Palestina y de los frecuentes choques entre comunidades. La comisión Peel achaca el malestar al deseo de independencia árabe, el miedo a la dominación judía, las noticias de la independencia de Irak, Egipto, Siria, Transjordania y Líbano, las oleadas de inmigrantes judíos, la falta de oportunidades de los árabes con respecto a los judíos en los recursos a las autoridades del Mandato, la alarma por la continua compra de tierras por parte de entidades judías y la ambigüedad de las autoridades británicas con respecto al futuro del Mandato. Por primera vez se recomienda la partición del Mandato en un estado árabe y otro judío.

- 1939: El parlamento británico aprueba el denominado como Libro Blanco, un documento que en la práctica revoca lo expuesto en la Declaración Balfour y expresa que el hogar nacional judío preconizado por esta debería construirse dentro de un solo estado plurinacional en Palestina, en el que la mayoría demográfica en aquel momento era árabe palestina. Este documento también limitaba la inmigración judía a una cuota de 75.000 inmigrantes para los siguientes 5 años.

- En 1939 los hebreos significaban menos del 30% de la población de Palestina y poseían, según los registros británicos, el 6,6% de la propiedad de la tierra frente a un 43% de propiedad privada árabe. El resto era propiedad comunal árabe. Así se entiende que en los años posteriores y hasta la fecha, se haya acelerado la limpieza étnica de palestinos árabes mediante grandes desplazamientos de población, la destrucción de su territorio y la creación de gigantescos campos de refugiados, con millones de recluidos.

- El 29 de noviembre de 1947 fue aprobado el plan de partición de las Naciones Unidas, que preveía la división de Palestina en dos estados un estado judío y un estado árabe. Estalla la guerra civil en el Mandato británico de Palestina. Da comienzo la expulsión o huida de gran parte de la población palestina en un proceso conocido como nakba.

- El 14 de mayo de 1948, David Ben-Gurión declara el establecimiento del estado de Israel. Un día después comienza la guerra árabe israelí de 1948. La nakba continúa hasta algo después del fin de la guerra y deja más de 700.000 civiles palestinos en el exilio.

- En febrero de 2025, Hamoked, una ONG israelí especializada en derechos humanos, cifra en 9.846 los palestinos encarcelados en prisiones israelíes. De ellos, 1.734 son prisioneros ya condenados; 2.942 son procesados a la espera de sentencia; 3.369 son presos que no han pasado por un juicio, llamados detenidos administrativos —una categoría que permite renovar indefinidamente la detención de una persona basándose en información clasificada— y 1.802 son personas detenidas como combatientes ilegales, una categoría que no existe dentro del derecho internacional.

El sionismo es una historia de cerrilismo, soberbia y egoísmo, donde los intereses económicos del más fuerte priman, como siempre, sobre los del más debil. Todo ello aderezado con mucha violencia, fruto de almas frías y distantes, incapaces de la mínima empatía. Influencia determinante en el comportamiento de muchos sionistas, en su radicalización, la tienen la propaganda, el adoctrinamiento, la persuasión coercitiva, la manipulación psicológica y el miedo generado por un continuo señalamiento de un enemigo, real o imaginario.

 

Significado de los nombres en árabe y hebreo

Amal: esperanza, aspiración.

Abeer: fragancia, aroma, perfume.

Azriel: ayudante de Dios.

Hanan: compasión, misericordia.

15 septiembre 2025

Madrid mira a Gaza. 14 de septiembre de 2025

Julio Sánchez Mingo

 

2025-09-14. Madrid. Calle de Alcalá, Cibeles al fondo. Inma Flores.


A propósito de las manifestaciones del 14 de septiembre en Madrid contra los crímenes en Gaza:

- Ante lo que está sucediendo en Gaza, no se puede mirar para otro lado.

- Es triste que se utilice una competición deportiva para hacer política como ha hecho el sionista amigo de Netanyahu con la participación de su equipo profesional en La Vuelta.

- La UCI no ha estado desde el principio a la altura de las circunstancias, permitiendo esa manipulación.

- Tampoco la organizacíón de La Vuelta y los responsables políticos del país han tendido puentes entre la realidad social de la calle y la celebración a toda costa de un acontecimiento deportivo profesional.

- Es lógico que la gente se haya revuelto contra esa provocación y se haya manifestado en Madrid y otras poblaciones españolas, forzando que la carrera no se haya celebrado con normalidad.

- La Vuelta es una actividad empresarial con ánimo de lucro, con participantes profesionales, con lo que todo ello conlleva para lo bueno y para lo malo. No se trata de deporte puro e inmaculado como el que practica un ciclista aficionado que se sube dese Madrid hasta el puerto de la Morcuera un domingo por la mañana, desafiando la agresividad de los conductores de automóvil que en alguna zona sin visibilidad van a su rueda y no pueden adelantarle, enfurecidos por perder cinco minutos en un trayecto de una hora.

- A la vista de las fotografías y vídeos difundidos, en los acontecimientos del domingo 14 en Madrid hubo crispación pero no una especial violencia. Incluso se manifestaron grupos pro Israel en Cibeles.

- El sionismo es un movimiento político de carácter nacionalista, aparecido a finales del siglo XIX en Europa Central, que ha dominado la política israelí casi permanentemente desde la creación del correspondiente estado, a raíz del  Holocausto y la II Guerra Mundial. En muchas ocasiones no ha respetado el derecho internacional y ha hecho uso del terrorismo

- Primo Levi, judío, superviviente de Auschwitz, el mayor publicista del Holocausto, condenó el sionismo.

- En España no se trató de terminar con el terrorismo de ETA invadiendo el País Vasco, arrasándolo y matando niños, como hace el estado sionista en Gaza y Cisjordania. Cada niño asesinado alumbra un nuevo terrorista para Hamás.

- Es chocante el comportamiento del gobierno español, entre la espada y la pared por tener que garantizar el desarrollo de un negocio privado legal y autorizado cuando es también su obligación abogar por la paz en Gaza y el respeto de los derechos humanos y de la infancia en aquella región, dejando en una posición un tanto desairada a los profesionales de la policia, responsables del orden público. Afortunadamente no ha habido muertos ni heridos y un número ridículo de detenidos.

- No he visto a ningún participante en la carrera ciclista ondear una bandera palestina o vestir una kuffia antes o después de un fin de etapa. Como si la tragedia de Gaza no fuera con ellos, cuando, como todas las guerras y masacres, es un problema de toda la humanidad.

PD. El sábado próximo, día 20, todos a Gaeta (Italia), a manifestarse frente a la base de la OTAN.

11 septiembre 2025

Mal nos va con la banca

Julio Sánchez Mingo



En el entorno de capitalismo salvaje en que vivimos, demasiados empresarios pretenden lo mismo: ganar muchísimo dinero en poco tiempo, invirtiendo poco o nada, pagando poco o esclavizando a sus empleados sin dar prácticamente nada a cambio, sin ofrecer servicios dignos de tal nombre o productos fiables y adecuados a un uso predeterminado.

Un ejemplo paradigmático es la hostelería. Pero quien a hurtadillas se ha subido en los últimos años a ese mismo carro es la banca, la banca comercial. Nunca ha ganado tanto dinero y nunca ha dado tan mal servicio y ha tratado con tanto desprecio a sus clientes fieles.

Su palabra mágica es digitalización. Proceso que no implica, en absoluto, una mejor atención y mayores servicios al usuario y que ha supuesto el cierre de muchas oficinas y una brutal pérdida de empleo en el sector bancario. Con la digitalización, es el cliente quien se ocupa de realizar sus propias transacciones. A priori, todo maravilloso. Pero… muchos aplicativos bancarios no son nada claros, en ocasiones no funcionan bien y suelen estar faltos de opciones y de información en su operativa. Además, nos topamos con la realidad social. Mucha gente mayor o personas con un bajo nivel formativo no son capaces de moverse con soltura en ese contexto.

Atención deficiente, desprecio al cliente fiel, aplicativo obsoleto, estructura de personal insuficiente y graves defectos de organización. Todas estas carencias me las ha puesto en evidencia una entidad bancaria, objeto de polémica en los últimos meses, con su mal proceder para realizar una transacción tan sencilla como rescatar un plan de pensiones.

La última moda de la banca es ofrecer la operativa solamente en una APP del teléfono, no en una página web. Éstas quedan para hacer publicidad. Y se da el caso de que el tipo de interés al que se contrata un depósito no aparece en el aplicativo, hay que recurrir a los documentos que se descargan en el momento de suscribirlo, con lo farragoso que ello resulta. No todas las entidades permiten obtener digitalmente, sin cargos adicionales, algo tan simple como un certificado de titularidad. Te piden más de diez euros y se quedan tan panchos.

Y, hoy en día, ha sido para una persona muy próxima un auténtico dolor de cabeza de trámites, idas y venidas gestionar una testamentaría en la que estaban involucradas cuentas del fallecido y sus herederos, abiertas en el segundo banco del país por activos.

En la atención telefónica a los clientes, la banca española se sustenta en los llamados call centers, nutridos con empleados externos, muchos de los cuales tienen una cualificación profesional muy baja. Por ello despachan al cliente abruptamente o interrumpen la conversación continuamente para realizar consultas internas. La capacidad de decisión de todos los interlocutores de todos los niveles a los que puede acceder un cliente normal brilla por su ausencia y muchos problemas quedan sin respuesta, se pudren. Todo está en manos de algoritmos que son capaces de negar una tarjeta de crédito a Elon Musk.

Lo malo es que no hay muchas opciones dónde elegir...