La niña de Masaryk
Julio Sánchez Mingo
Se llama María Fernanda. Tiene ocho años. Con su caja de chicles y otras chucherías a la venta colgada del cuello, como las antiguas cerilleras, suele estar apostada frente a uno de los locales de moda de Polanco, a medio camino entre bar de copas y restaurante exclusivo para clientes de alto poder adquisitivo. Entre semana, destacan, en un elevado porcentaje, las parejas de hombre mayor y atractiva mujer joven. Los fines de semana son frecuentes los grupos familiares.
Aprovecha el breve lapso de tiempo que emplean los aparcacoches para recibir o entregar los desmesurados automóviles de la clientela para pedir una colaboración. Ellos suelen ser más generosos que ellas.
Acude al lugar, tras un trayecto de dos horas y media desde Chimalhuacán, donde vive. Su madre la recoge jueves y viernes a la salida de la escuela y, junto a su hermanita pequeña, se dirigen a la zona capitalina caracterizada por sus tiendas de lujo y su hostelería para concurrencia pudiente. Su madre, Mari, 29 años, con su benjamina entre los brazos, se sitúa junto a una acreditada y popular taquería, a unos cien metros del emplazamiento que suele ocupar su hija. Cuando le surge, completa los ingresos familiares limpiando pisos y oficinas. Los sábados se une al grupo Tadeo, su hijo mayor, de nueve años, al que no gusta nada esta actividad a la que se ve abocado. Algunos domingos también los dedican a esta actividad de subsistencia. Esos grupos familiares del fin de semana suelen ser terreno abonado para obtener unos pesos de más.
La figura paterna no existe.
En el colegio, lo que más le gusta estudiar son las cuentas. Desde luego maneja con desparpajo billetes y monedas.
Si nada ni nadie lo remedia, con quince años será madre. No lucirá el vaporoso vestido de Cenicienta o de princesa, con miriñaque o crinolina, que portan las adolescentes en México en las fiestas que les organizan al alcanzar esa edad.
Lamentablemente, hay demasiados niños como María Fernanda en el mundo. El fenómeno de la explotación infantil está muy extendido. Sorprende que un país como México, una bella tierra de gran riqueza e inmenso capital humano, sea un paraíso de la —más bien debería escribir un infierno de— desigualdad. Hace unos sábados en unos servicios sanitarios de la soberbia y moderna Biblioteca Vasconcelos, un chaval de catorce años, junto con un niño de unos diez, descansaba, tirado por el suelo, de su labor de venta en el cercano El Chopo, un popular tianguis de cultura alternativa y contracultural. Es el recurso de tantas familias humildes: dedicar a sus hijos a la mendicidad o a la venta ambulante.
Todo ello es algo tan normal y asumido que no nos llama la atención a los transeúntes. Las comitivas de uno hasta seis vehículos policiales todoterreno de caja abierta, donde de pie se aferran a unas barras dos o tres agentes con metralleta lista para el disparo, pasan continuamente a pocos metros de distancia de nuestra protagonista sin prestarle la mínima atención. Su único objetivo es mantener la siempre mal entendida seguridad ciudadana, ahuyentando delincuentes hacia otros barrios, y cuidar del patrimonio de vecinos, comerciantes y hosteleros, ensordeciendo con los aullidos de sus sirenas y cegando con los destellos de sus luces multicolores.
¡Qué impotencia! ¿Cómo se la podría ayudar para desviarla de un futuro previsiblemente tan negro?

No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios de este blog están sujetos a moderación. No serán visibles hasta que el administrador los valide. Muchas gracias por su participación.