22 junio 2024

La noche de San Juan

Pedro Navazo

                                                 Sin engaños: la noche de San Juan                                                     es la más corta del año.




La segunda fiesta en importancia en La Aldea, -después de la de Nuestra Señora de La Asunción, el día 15 de agosto, en la que se honraba a la Patrona con una Romería que acogía a todos los clanes familiares y reunía, por la tarde en la verbena, gente de todos los alrededores-, era la Noche de San Juan.

Como no podía ser de otra forma, el gran protagonista de la fiesta era el fuego, cuyo fin no sólo era rendir culto al sol, sino también purificar las malas acciones cometidas durante todo el año.

Todo el pueblo, a partir de las diez de la noche, se reunía en la Plaza frente a la iglesia, y en torno a la hoguera cogidos de la mano y con los ojos brillando como estrellas centinelas, con cánticos y pasos de danza, daban vueltas a su alrededor mientras ardía cualquier tipo de objeto (ropa vieja, papeles, muebles retirados, enseres…) que representara un mal recuerdo, y así poder exorcizar los malos sucesos de los doce meses anteriores:


Señor San Juan ...

Señor San Juan, hoy es noche del Señor San Juan.

¡Viva la danza y los que en ella están!

Señor San Juan …

La flor del agua no la cogerán.

¡Viva la danza y los que en ella están!

Señor San Juan …

En la bodega no se amasa el pan.

¡Viva la danza y los que en ella están!

Señor San Juan …

ya en la hoguera no hay que quemar.

¡Viva la danza y los que en ella están

 

Después de la danza, a medida que las llamas se iban extinguiendo, se daba paso a la tradición de saltar tres veces por encima de la hoguera. Más tarde, cuando todo el mundo había realizado el ritual, se sacaban patatas, que previamente se habían enterrado entre los rescoldos, y se ofrecían de forma simbólica a todos los asistentes como un deseo de que tuvieran alimento suficiente durante todo el año.

Terminada la hoguera, era también costumbre entre las mujeres reunirse en corros de vecinas y esperar en la calle hasta que amaneciera, mientras cantaban, se contaban historias o jugaban a las cartas:


Mañanitas de San Juan

mañanitas sanjuaneras,

antes de salir el sol

en la calle gente espera.


Una de las historias que un año sí y otro también se contabas en aquellos corros, era la del pueblo de La Vega: un pequeño municipio enclavado en el mismo corazón del valle, que tuvo que ser sumergido por las aguas de un pantano que se construyó (hacía casi treinta años) para abastecer a todo el contorno.

La fama de La Vega venía precedida por el original sistema de vida que habían implantado sus vecinos: donde las decisiones asamblearias, el trabajo cooperativo, el trueque como única moneda de cambio y la venta de los productos de su vega (en el mercado que cada jueves se organizaba en el pórtico de la iglesia, y que se encargaban de anunciar las campanas de su torre por todo el valle para atraer a los pueblos vecinos), eran las enseñas de su subsistencia.

Poco antes de que tuvieran que abandonar definitivamente el pueblo, después de una infructuosa y limitada resistencia con la Administración, decidieron adelantar unos meses la fiesta de su Patrón, San Juan. Con una merienda de hermandad y una gran hoguera que duró hasta la madrugada (que no fue capaz de secar las lágrimas de todos ellos), despidieron al pueblo que los vio nacer, y en el que estaban enterrados sus padres, mientras las campanas, que no cesaron de repicar durante toda la noche, transmitían en su eco un gemido de dolor por todo el valle.

Desde entonces, seguía contando la historia, cada noche de San Juan, al amanecer el día, se podían divisar en el pantano, entre la niebla, las siluetas emergentes de las casas de La Vega, y escuchar el sonido de sus campanas, lastimero y lento.


Con la llegada del alba, después de contemplar la salida del sol, porque - según afirmaban- ese día era el único del año que el astro rey lo hacía dando vueltas sobre si mismo, todas las mujeres participaban de la solemnidad misteriosa de lavarse con agua mezclada con pétalos de flores, que habían depositado en palanganas y mantenido a la intemperie: el agua, que se pegaba a su piel con un escalofrío y las envolvía en la suavidad olorosa de los pétalos, las transfería la firme convicción de haber arrancado a las flores su belleza.

Concluida la ceremonia, para empezar bien el día y renovar energías, se daba paso al “tentempié”, que consistía en la degustación de las “Juninas”: unas rosquillas que se hacían para celebrar la ocasión, elaboradas friendo en abundante aceite una masa hecha con harina, azúcar, huevos, aceite y regada con un vaso de coñac, y que se acompañaban con una copita de mistela:


El veinticuatro de junio

le cantamos a San Juan,

celebrando con orgullo

las sanjuaneras están.


Por su parte, una vez que la gente se había recogido ya en sus casas, con la obscuridad de la noche y el sigilo como aliados, los mozos asaltaban todos los jardines y los huertos del pueblo y, con los ramos de flores que después armaban, se encargaban de engalanar las ventanas de las chicas que querían conquistar. Aunque no todo eran flores, pues aquellas que, a ojos de los mozos, rezumaban arrogancia y se las daban de intocables, se levantaban al día siguiente con su balcón repleto de cardos:


Mañanitas de San Juan

madruga, niña, temprano,

a entregar el corazón

al galán que puso el ramo.


Asimismo, de aquella noche, recuerdo la tradición que llevaba a cabo la tía Asunción de colocar en una ventana, al fresco, un vaso con agua y un huevo dentro. Se rezaban luego nueve avemarías, se pedía lo que se quisiera, sin abrir la boca y sin mover los labios (sólo con el pensamiento), y por la mañana, al escarchar el huevo, en el agua quedaba pintada una figura que había que saber interpretar, y relacionarla con el deseo.


El abuelo, por su cuenta, además de presenciar la hoguera y de jactarse de que cuando él era mozo la saltaba cuando la lengua de las llamas aún estaba alta, al día siguiente, en su infalible recorrido de cada madrugada, bebía siete sorbos de agua del primer manantial del monte que encontraba para conservar el cabello.

Y otra anécdota, salpicada de misterio y brujería, era la de Maruja, una vecina del pueblo, viuda y sin hijos, que vivía sola y tenía cierta fama de curandera. Se contaba que esa noche, en la que se suponía también que las puertas de los dos mundos se abrían, se comunicaba con sus familiares fallecidos. Para ello –decían- se ponía frente a un espejo, con la luz apagada y con los ojos cerrados, y cuando los abría, a las doce en punto, quedaba reflejada en el cristal del espejo la imagen de la persona con la que deseaba contactar.A mí, aunque era un niño y no entendía todavía el significado de todos aquellos rituales, aparte de parecerme una fiesta mágica llena de misterios, la noche de San Juan, con el olor a ceniza, con aquellos baños de agua perfumada y con el aroma de las flores y de las rosquillas que salían de la sartén recién hechas, era el inicio del verano: se abría un preámbulo hermoso, que coincidía con las vacaciones y mi veraneo en La Aldea junto al abuelo.


23 de junio de 2014

12 junio 2024

 

Obra ganadora del VIII Premio de Escritura Breve de Diario de Madrid


YACO

José Luis Chaparro



Buenas tardes ¿puedo sentarme un rato? —pregunté con la convicción de que aceptaría y así fue aunque, como era su costumbre, lo hizo con un leve gesto de su mano temblorosa.

Siempre ocupaba el mismo banco del jardín donde pasaba horas mirando al vacío y, de vez en cuando, manteníamos breves charlas.

Mi hija tiene tu edad. Mi hijo es un poco más joven —dijo mirando al suelo.

¿Usted sabe mi edad?

No —respondió tajante—. Calcular la edad de una mujer nunca fue mi fuerte.

Para nosotros era «Yaco». Un apodo para el viejo más pesado de la residencia, por su manía de repetir siempre la misma frase: «Me metieron aquí para dejarme morir».

Debía ser verdad. En los cinco años que llevaba ingresado, nunca vinieron a visitarle.

¿Se encuentra mal?

No. ¿Sabes? Yo también fui joven una vez y aunque ya había oído algo al respecto, nunca pensé que resultara tan triste saber que no le importas a nadie.

A nosotros nos importa.

Yaco solía dejarme sin argumentos. Yo podría inventar que su hijo era un personaje importante al que le faltaba tiempo porque estaba continuamente de viaje, que su hija ocupaba un cargo de mucha responsabilidad en una empresa multinacional, que ambos estaban tranquilos porque tenían la seguridad de que recibía todo el cuidado

que necesitaba… pero incluso a mí me sonaría a falso, por lo que decidí guardar silencio como cada vez que hablaba de su soledad.

¿Me harías un favor? —dijo mirándome a la cara.

¡Por supuesto!

¿Cualquier favor?

Cualquier favor—respondí con sinceridad—, siempre que no se enfade si ahora le hago una confidencia.

Aunque no respondió, creí que era el momento de hacerle una revelación. Yaco era un viejo entrañable. Jamás representó ningún problema. Solía decir que comprendía que éramos trabajadoras y que, aunque solo fuera por eso, merecíamos todo el respeto.

¿Usted sabe que le pusimos un mote cariñoso? Le llamamos «Yaco», pero si le molesta…

¿Yaco?

Sí. Los yacos son loros muy divertidos y cariñosos, además de ser capaces de establecer lazos sentimentales con las personas que están a su alrededor, pero sobre todo, son capaces de aprender palabras y repetirlas. A alguien se le ocurrió cuando le oyó repetir con insistencia: «Me metieron aquí para dejarme morir».

Yaco sonrió. Era la primera vez que le veía sonreír. Aunque jamás le conocí un mal gesto, solía adoptar una actitud reflexiva y pocas veces expresaba alegría.

Me gusta —dijo moviendo la cabeza para asentir—. Así que Yaco ¿eh?, me gusta.

Y hablando de ese favor que quería pedirme, ¿de qué se trata?

Todo a su tiempo… jovencita. Todo, a su debido tiempo.

¿A qué se dedicaba usted? ¿Cuál era su profesión? —dije, tanto por saciar mi curiosidad, como para proponer un tema de conversación. Su respuesta me dejó perpleja:

Era pintor. No como Goya, ni Picasso, pero aunque no lo creas al observar el temblor de mis manos, llegué a adquirir cierta fama.

Según tengo entendido, los artistas nunca se jubilan. ¿Ya no pinta?

Hace años —respondió—. Justo desde el día en el que…

Intuí lo que diría a continuación y lo pronunciamos al unísono: «¡¡Me metieron aquí para dejarme morir!!».

Antes solo fue una tímida sonrisa. Esta vez soltó una carcajada, al mismo tiempo que conseguía repetir: «Yaco, Yaco…».

Aún con la sonrisa en mi cara, me incorporé del asiento, nos despedimos y me alejé hacia el edificio. Había tomado una decisión y esperaba con ansiedad el momento de hacerla efectiva.

La siguiente tarde encontré a Yaco en el lugar de siempre. Sin pedir permiso, tomé asiento junto a él y le entregué un paquete que aceptó con naturalidad. Con el ímpetu de un niño que no puede reprimir su curiosidad, rasgó el papel que lo envolvía.

Estaba preparada para su negativa, para insistir en que lo aceptara, pero no para sus lágrimas. Yaco me miró y aún con la voz entrecortada, solo acertó a decir: «Gracias».

Se trataba de un modesto maletín de pinturas al óleo, junto con un pequeño lienzo en blanco.

Ya algo repuesto, susurró: «No recuerdo la última vez que se me concedió un deseo». Fueron unas palabras que se me quedaron en el alma.

Hace años, un inglés se enamoró de una de mis obras. Se trataba de un cuadro en el que aparecía mi hija, de espaldas, observando el mar. Quiso comprarlo sin ni siquiera preguntar el precio y me negué. Trabajaba para una galería de Londres y al poco tiempo volvió a contactar conmigo. Quería una trilogía de mujeres observando el mar. Pinté a tres desconocidas y me pagó una fortuna por ellos. A saber dónde estarán ahora esas cuatro mujeres.

¿Cuatro mujeres?

Sí. Mi hija y las otras tres —dijo denotando una profunda tristeza.

Mientras hablaba, acariciaba los tubos con las yemas de sus dedos, una y otra vez, extasiado como si fueran pequeños lingotes de oro. Observé que cuando lo hacía, desaparecía el temblor y su pulso era firme.

Sé que no son de gran calidad, pero… —me excusé.

No te preocupes. La calidad es lo menos importante. Hay detalles que no pueden pagarse con dinero y este es uno de ellos. Imagina que un escultor recibiera como regalo un trozo de madera. A los ojos de los demás se trataría de un obsequio sin ningún valor, pero sus manos podrían convertirlo en una hermosa obra de arte.

Como casi siempre, yo me sentía incapaz de rebatir sus argumentos.

Hay un científico extranjero que afirma que con una simple muestra de sangre puede ver, en el plasma sanguíneo, una especie de reloj de arena que marca la cuenta atrás, con lo que podría predecir la muerte.

¿Eso es cierto? —pregunté sobresaltada.

No lo sé. Supongo que ese científico sabrá si es verdad o si por el contrario solo es un farsante que solo busca protagonismo.

A mí no me gustaría saberlo ¿y a usted?

Tengo la impresión de que, me guste o no, lo sabré algún tiempo antes de que llegue mi hora. En cualquier caso, me metieron aquí para… —se detuvo y sonrió, mientras volvía a acariciar los tubos de óleo.

¿Por qué cree que lo sabrá?

Esperaba una respuesta, pero no la que recibí:

Ya me ocurrió en el pasado. Hace casi veinte años me encontraba en una galería de París a la que había sido invitado. Iba a firmar un contrato muy importante cuando sentí que debía volver a casa. No asistí a la firma, tomé un avión y regresé, aunque no a tiempo. Mi esposa había fallecido de forma repentina en el mismo instante en el que tuve aquella extraña necesidad de volver. Mis hijos nunca me

perdonaron el no haber estado junto a su madre en aquellos momentos. Era ella la que siempre mantuvo unida a la familia.

Lo siento. No debí preguntar.

No te preocupes. Necesitaba hablar de ello. Nunca me consideré culpable, pero eso ya no importa.

Durante varias semanas seguimos conversando sobre temas triviales, hasta que una tarde me sorprendió:

¿Recuerdas que prometiste hacerme un favor? Creo que ha llegado el momento.

Usted dirá.

Quiero que mañana por la tarde, sobre esta hora, me saques de aquí para pasear por un parque cualquiera.

¿Como si fuéramos dos enamorados paseando al atardecer?, —bromeé—. Si se trata de eso, no creo que haya ningún problema.

Asintió con una sonrisa de agradecimiento.

Por una extraña casualidad, ambos coincidimos en la idea de presentarnos vestidos como si fuera un día de fiesta. Yaco llevaba un anticuado pero elegante traje de chaqueta. Yo, el vestido que guardaba para ocasiones muy especiales. No dudé en colgarme de su brazo y salimos a la calle.

Yaco parecía bastante más animado, a pesar de que durante nuestro paseo, mencionó en varias ocasiones a su esposa fallecida y a sus dos hijos a los que no veía desde hacía años.

Tomamos asiento en el mejor asiento del parque, desde donde observamos cómo el sol comenzaba a ser engullido por las copas de los árboles. Yaco sacó de su bolsillo un sobre cerrado y me lo entregó mientras decía: «Es una carta. Confío en ti. Sé que

sabrás quién debe recibirla».

Se recostó en el respaldo del banco, tomó mis manos entre las suyas y sonrió. Su expresión era serena. Instantes después, su corazón dejó de latir y sentí un profundo dolor.

Después de los formalismos regresé a la residencia donde me fue entregado un paquete. Con la misma vehemencia con la que Yaco desenvolvió mi regalo semanas atrás, descubrí el hermoso cuadro que había pintado para mí: era yo misma, sentada en el banco del jardín, con un magnífico ejemplar de loro gris de cola roja posado sobre mi antebrazo. No pude evitar las lágrimas.

Aún conservo el sobre cerrado, con la carta que Yaco me entregó hace meses cuando me aseguró que, llegado el momento, yo sabría quién debería recibirla.

Me gusta pensar que en ella Yaco escribió que, en sus últimas semanas… fue feliz.

01 junio 2024

¿Quién quiero que hoy gane la Champions?

Julio Sánchez Mingo

 


¿Quién quiero que este sábado gane la Champions? ¿El Madrid o el Borussia?

Desde niño fui seguidor de los merengues. La primera vez que acudí al Bernabéu el viejo Bernabéu, con miles de localidades de pie, fue con mi padre. Yo era un chaval y me llevó a ver un Madrid-Córdoba de Liga. Ganaron los madrileños por 5-3 y jugó Di Stefano, que metió alguno de los goles. Un grandísimo jugador, ya entonces en declive, que dio muestras de su excepcional calidad. También un visionario, que llamaba La fábrica al estadio. Con catorce años me hice socio infantil junto con otros compañeros del colegio y aguanté hasta junio del 77, cuando me dí de baja porque los partidos me parecían soporíferos. Fueron más de diez años pasando frío o calor, mojándonos si llovía o nevaba el público llegaba a encender fogatas en las gradas para calentarse, de pie, en el Fondo Sur. Aunque si el campo no estaba muy lleno, en la segunda parte nos colábamos en las localidades de asiento del Segundo Anfiteatro de Preferencia, el graderío que daba a Castellana. Ahora las autoridades y paniaguados ocupan el costado que mira a Padre Damián, donde estaba la demolida piscina. Allí aprendió a nadar, con muy buena técnica, un excelente y cercano amigo, casi un hermano, a lo que ha sacado mucho fruto el resto de su vida. Su madre siempre estuvo orgullosa de haberlo enviado allí, a las instalaciones de un club deportivo de campanillas.

Si por todo ello fuera, por mi amigo César, por Antonio Arias, por la ilusión que albergan tantos niños de todo el mundo, preferiría que ganara el Madrid, aunque lamentaría el disgusto de los críos alemanes.

Pero… ahora todo ha cambiado y los sentimientos de unos y de otros no cuentan.

Lo que es bueno para las arcas y los éxitos del club porque legalmente sigue siendo un club deportivo que dirige el taimado empresario Florentino Pérez, es malo, muy malo para la ciudad y sus habitantes. Y lo es con la colaboración de su lacayo, el alcalde Ameida, y toda la estructura del ayuntamiento puesta a su servicio.

Todo empezó a torcerse en 2001 con la recalificación de la Ciudad Deportiva de la Castellana que Pérez consiguió arteramente gracias a sus influencias políticas hasta Aznar, entonces presidente del Gobierno, intervino. Era un conjunto de instalaciones deportivas y zonas verdes modélicas, un pulmón al norte de Madrid, que a todos beneficiaba y a nadie molestaba. En su lugar se han ido construyendo hasta cinco torres de gran altura, congestionando la zona y disparando los niveles de contaminación. Por aquel entonces ya estaba gestándose en su proximidad la Operación Chamartín, el soterramiento de las vías del mayor nudo ferroviario de España, para levantar sobre ellas miles de oficinas, viviendas y locales comerciales, con unas ridículas zonas verdes como premio de consolación para la ciudadanía. Un auténtico dislate que, si sumamos el pelotazo de Pérez, se convierte en una atrocidad.

Esa recalificación dio alas a nuestro protagonista para convertir un club de fútbol histórico en un gran negocio del espectáculo que pasa por encima de los intereses de los madrileños y altera negativamente la ciudad.

A mí me molestó especialmente que se empezaran a celebrar los triunfos gestas deportivas como reza su histórico himno de la institución en Cibeles. En medio de la histeria colectiva, se agrede un monumento histórico, se pisotean y destrozan los ajardinamientos de los paseos del Prado y Recoletos, la gente se encarama a los árboles. Ninguno de los sucesivos alcaldes, en un alarde de demagogia y populismo, se ha atrevido a plantarse y terminar con ese despropósito. ¿Por qué no acuden en masa a celebrar y divertirse al propio Bernabeu o a la ciudad deportiva de Valdebebas? En mi época de socio, hubo un año en que el equipo ganó la Liga. En el último partido del campeonato, miles de forofos saltamos al terreno de juego a celebrarlo con los jugadores. Los grises no lo impidieron. Eran pocos y, sentados en una banqueta, se entretenían mirando plácidamente el desarrollo de los encuentros. No como hoy en día en que hay centenares de vigilantes de seguridad mirando hacia la grada. Se destrozó el cesped. Al bueno de Calpe, el Carvajal de entonces, le hicimos jirones la camiseta. Conociendo el percal, aguantó la situación con paciencia, cara de susto y, yo creo, de fastidio.

La ambición y codicia de Florentino no tienen límites. Su ampliación del Bernabéu ha convertido ese espacio en un gigantesco recinto dedicado a factoría de música industrial actividad ajena a las prácticas y competiciones deportivas, situada en un barrio residencial, ya de por sí bastante saturado. En cualquier lugar, las industrias nocivas y contaminantes son erradicadas de los núcleos de población. Menos en este caso. El proyecto incluye la construcción de dos aparcamientos y un túnel que implica además la tala de casi un centenar de árboles. Todo trufado de irregularidades en la tramitación urbanística y la ejecución, que huele, por lo menos, a corrupción, prevaricación y tráfico de influencias De momento, la semana pasada, un juzgado ha parado esta parte de la obra a petición de los vecinos damnificados, con frases de la sentencia verdaderamente demoledoras. A pesar de ello, el municipio y el Madrid recurrirán.

Para más inri, un día de mayo de 2023, eldiario.es reveló la existencia de un informe del ayuntamiento donde sus propios técnicos desechaban el proyecto. No es que fuera un análisis muy crítico con sus jefes, pero incluía dos términos, en contradicción e incompatibilidad, que fueron un jarro de agua fría a los planes de la alcaldía. Cuando los vecinos perjudicados solicitaron el expediente, el documento había desaparecido.

Mientras tanto, la planta, la cadena de producción, ha empezado a funcionar. Se celebran conciertos multitudinarios, como los dos de Taylor Swift de esta semana. Las calles adyacentes se ven inundadas de gigantescos camiones que alimentan la fábrica, se cortan las vías cercanas y residentes, oficinistas y escolares tienen dificultades para acceder a sus viviendas, centros de trabajo y aulas. Y… el ruido. Un ruido insoportable que, en los ensayos durante todo el día, en la tarde noche durante las actuaciones, martiriza a todos, a la gente que en sus casas tiene que gritar para poder entenderse y no puede ni ver la televisión ni descansar, a los estudiantes que no pueden concentrarse en las explicaciones de sus profesores y a aquellos que se están ganando el sustento. Las vibraciones son tan intensas que el otro día a un paciente mayor no hubo manera de tomarle la tensión en el centro de salud de la calle Segre, a 200 metros de distancia, porque las ondas acústicas interferían con el tensiómetro.

Según la Ordenanza Municipal de Protección contra la Contaminación Acústica, el máximo permitido de emisiones al exterior durante la noche no puede superar los 58 dB. En horario de mañana o tarde el límite aumenta a los 63 dB. En la calle Concha Espina, 8, frente al Fondo Sur, las mediciones efectuadas durante un concierto ofrecido por Telefónica hace pocos días registraban 84 dB con la ventana abierta y 68 dB con la ventana cerrada. Nótese que la escala del ruido en decibelios es exponencial, lo que implica que cada 3 dB se duplica el nivel de ruido.

El estadio opera con una licencia para uso deportivo privado pero, para los conciertos, el club solicita un permiso especial que el Ayuntamiento de Madrid avala y el Gobierno regional autoriza. ¿No es esto prevaricación?

Hay un detalle muy preocupante. Según informa Jacobo García en El País del pasado lunes 27 de mayo: “… Los cuatro mejores bufetes de abogados de Madrid, despachos con nombre de apellidos compuestos, rechazaron el caso de los vecinos quejosos del Bernabéu en su lucha contra Florentino Pérez y el Ayuntamiento de Madrid, según reconoce Enrique Martínez de Azagra, portavoz de la Asociación de Vecinos Perjudicados por el Bernabéu, que llamó a la puerta de todos esos despachos. Peleaban no solo contra uno de los hombres más poderos de España, sino contra una Administración que ha hecho del nuevo Bernabéu su seña de identidad. La punta de lanza de la Marca Madrid. Tampoco fue fácil movilizar a un barrio madridista por los cuatro costados, acostumbrado a celebrar con su estadio cada victoria blanca… (sic)”.

El colmo del cinismo y la tomadura de pelo lo ha protagonizado esta semana Carabante, concejal, entre otras áreas, de Medio Ambiente.

Según ha declarado, todos los espectáculos que se han celebrado estos días en el Bernabéu han superado los límites sonoros y están expuestos a sanciones. Éstas serán impuestas a los promotores musicales, pues son ellos los que solicitan las autorizaciones. Los importes de las mismas oscilan entre los 600 y los 300.000 €, de acuerdo con el artículo 62 de la Ordenanza de Protección contra la Contaminación Acústica y ha precisado que las multas que se van a proponer, como muy graves, alcanzan los 20.000 euros. Estimando a la baja, la recaudación de un solo concierto de la showwoman gringa, que nos ha visitado esta semana, ha sido de 6.500.000 €, lo que supone castigar con un ridículo 0,38 %. El coste de su alojamiento en una suite del Villamagna ha ascendido a 25.000 € por noche.

El plan del Madrid es ofrecer un mínimo de 200 conciertos al año.

Me pregunto si no nos hemos vuelto locos. ¿Cómo se puede llegar a situaciones como la presente? ¿Es esta la ciudad que queremos y la convivencia que buscamos, a costa del sufrimiento ajeno?

Y me duele que dirigentes que deberían ser modélicos, espejos en los que reflejarse y guías a seguir, manipulen los sentimientos de la gente y, además, enloquezcan y sacrifiquen todo por adorar al becerro de oro.