18 marzo 2022

La lección

Joaquín Lozano Torres


Desde arriba, vista cenital que se llama, el naranjo amargo me parecía una gran bola verde, oscura y brillante. Pero ahora, cuando la primavera ya no se esconde, sobre esa masa verde que hasta hace poco estuvo cuajada de preciosos círculos color naranja, ya se aprecia claramente la explosión de nuevas hojas, aún pequeñas, blandas y aromáticas, de color más claro, ese verde inocente que anuncia la gran renovación, la nueva vida.

Al entrar de nuevo en casa, el sonido algo metálico de una radio no para de anunciarnos las más temibles tragedias. Esas que, sin que nada nos obligue a ello, los humanos solemos buscar con ahínco, como si ese fuera el único rumbo posible a lo largo de nuestra singladura mundana: guerra, odio, ambición, sufrimiento de inocentes, injusticia con mayúscula, dolor, horror, calamidad...

Pareciera que, cuando por puro cansancio y desgaste ya está próxima a su fin la enésima maldición sobrevenida que nos tocaba enfrentar, inmediatamente debe aparecer algo aún peor para que no decaiga el macabro juego de unos pocos que se empeñan en tener al resto de los mortales acogotados, trincados por salva sea la parte.

No tengo más remedio que volver a salir al balcón y regresar a los naranjos que, ajenos a la locura, ahí siguen; a lo suyo, a lo que les toca y para lo que comparten con nosotros su tiempo, que es el nuestro. Pronto, acompañados por el guirigay de los mil gorriones a los que amablemente dan alojamiento y ajenos, como debe ser, a la sinrazón humana, los árboles más sevillanos se pintarán de blanco para traernos su puntual regalo en forma del sutil perfume para que nos permitamos, un año más, señorear y presumir orgullosos allá por donde vayamos.

Y es que hay dos realidades que, a duras penas, conviven en el mundo: una, antigua y sabia; mucho más que nosotros, tranquila, respetuosa, conforme y feliz, aprovechando y dando sentido a su paso por la vida. La otra, presuntuosa y arrogante, no respeta nada, cree que todo le pertenece y puede disponer, derrochar y destruir aquello que le venga en gana sin que parezca importar que, en el paquete, finalmente, también iremos nosotros mismos. Es como si se hubiera llegado al punto de no retorno en el que se ha decidido que no somos compatibles con los principios sagrados de la naturaleza y avanzáramos en un frenesí dislocado y errático hacia un futuro terrible y oscuro.

Por ello me pregunto, algo avergonzado, qué pensarán los naranjos y esos ruidosos gorriones acerca del repugnante espectáculo que nuestra especie, muy superior ella según se dice, les está ofreciendo para celebrar el comienzo de la primavera.

3 comentarios:

  1. Para reflexionar
    Realmente que estúpidos somos los humanos complicando os la vida todo lo que podemos y más

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  2. Por suerte los naranjos no piensan. Solo un ser pensante puede ser estúpido.

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  3. La naturaleza, como siempre, nos da lecciones que no sabemos o no queremos los humanos aprender. La primavera quiere entrar, está penetrando, la veo a traves de los árboles, en los brotes de sus hojas y, esa fuerza imparable, que tiene ella, es la que nosotros necesitaríamos, para poder detener la destrucción que nace en la mente de algunos hombres por su ansia de poder, de mandar sobre los demás y sobre las naciones; como si ellos fueran los dueños de la razón.

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